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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (21 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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—También he venido por otro motivo.

Ella lo miró interrogativa.

—Friedrich sirve con lealtad a la patria —prosiguió Freiberg en tono jovial, y alzó la copa—. Pero tú también tienes obligaciones. Salud.

—Conozco mis obligaciones —dijo Marlene.

—La sinceridad forma parte de ellas —dijo Karl Freiberg con voz queda.

Marlene calló. En el tono de voz de Karl había algo que me hizo desconfiar. Sonaba falso, calculador y, aunque suene teatral, en cierto modo malvado.

—Sabemos que has mantenido contacto con una judía llamada Sarah Rosenberg. Me gustaría hacerle unas preguntas, pero la señora Rosenberg está ilocalizable desde hace unas semanas. ¿Puedes explicármelo?

—Nunca había oído ese nombre —dijo tranquila Marlene—. Te habrás equivocado.

—La Gestapo no tiene por costumbre equivocarse —contestó él.

—Lo sé —dijo Marlene—. Pero no conozco a ninguna Sarah Rosenkranz.

—Berg.

—Berg, perdón.

—Eres una mujer lista, Marlene. Pero te daré un consejo, no te pases de la raya. No querrás tener a tu Friedrich en el frente del Este…

Se hizo un silencio gélido, Freiberg se levantó y se dirigió a la puerta.

—No esperes que os proteja —dijo amenazador antes de salir—. Alemania es un país donde no hay lugar para los traidores.

—Coincido completamente contigo, Karl —dijo Marlene pausadamente—. Gracias por la visita.

Oí que la puerta del piso se cerraba a cal y canto.

—Es un asqueroso —dijo Marlene en voz alta.

Yo seguía en el sofá, con los pelos de punta e intentando comprender por qué aquella breve conversación me había puesto de los nervios.

La voz del tal Karl Freiberg había bastado para reanimar todos los miedos y prejuicios que había cultivado contra los alemanes.

Pasaron dos días, una merienda con la tía Lottchen, con Franziska, la hermana de Friedrich, y con Fritzi, la cuñada, y tres botellas de vino tinto, hasta que llegué a la siguiente teoría:

Al parecer, en aquel país había principalmente tres grupos. El «pueblo», los nazis y los judíos. El «pueblo» era gente como Marlene, Franziska y la tía Lottchen. El Führer y Karl Freiberg, nuestro vecino, eran nazis, y Sarah, la mejor amiga de Marlene, era judía.

Si lo entendí bien, el «pueblo» en su totalidad tenía que hacer y creer lo que el Führer decía, y sin plantear preguntas. Entretanto, los monstruos profesionales como Karl Freiberg, que se consideraban los diamantes de la corona de la Creación, se ocupaban de que los judíos como Sarah llevaran una estrella amarilla en el pecho y luego desaparecieran del mapa, porque según el Führer eran una raza inferior. Y, puesto que esa era la opinión del Führer, el «pueblo» tenía que hacer ver al menos que creía lo mismo, porque todos sabían que las infracciones se castigaban duramente.

No me lo podía creer. ¿Se habían vuelto todos locos? Lo que habría dado por conocer la opinión de Victor sobre aquel disparate.

¿En quién había que confiar entonces? Si ni siquiera se podía creer en el propio juicio.

Creí saber con certeza que Friedrich era un simple soldado. Pero ¿hasta dónde llegaría en el cumplimiento de su deber? ¿Sería capaz de matar a un hombre? ¿Tal vez ya lo había hecho? No me lo parecía. Igual que no me había parecido que Karl Freiberg fuera de la Gestapo y persiguiera a gente inocente porque por sus venas no corría la sangre supuestamente apropiada.

Seamos sinceros: ¿alguien se ha preguntado realmente qué sucede cuando uno va a parar a una guerra siendo un osito de peluche? Seguramente, no. Solo puedo decir que es terrible. Estaba hasta las narices.

Mi naturaleza no prevé guerras. No estoy hecho para odiar.

Qué lleva a la gente a dispararse mutuamente es algo incomprensible para el corazón de un osito. Yo no soy amigo de los niños, ni amigo de las mujeres o de los hombres, ni amigo de los soldados ni amigo de los que oponen resistencia: yo soy amigo de los seres humanos, esa es mi disposición natural. En mi pecho hay amor, nada más.

Y fue amor lo que noté durante aquellos ocho días de permiso. Marlene y Friedrich disfrutaron de cada minuto. Pero ocho días son ocho días, y no nueve o diez, ni un año. En los momentos de calma, poco antes de dormirse, cuando Marlene se acurrucaba contra Friedrich, en la oscuridad brillaba a veces la espada de Damocles de la reincorporación a filas. Nadie sabía adónde lo trasladarían. Su destino era incierto.

En la víspera de la partida de Friedrich, el mes de abril mostró su cara caprichosa. Durante el día había hecho un calor maravilloso. Marlene y Friedrich pasaron mucho tiempo fuera, pasearon por la vega del Rin, seguro que cogidos de la mano y diciéndose muchas cosas cariñosas, puede que se sentaran en la hierba y disfrutaran de aquel día tranquilo, y seguro que intentaron con todas sus fuerzas desterrar de sus cabezas y de las conversaciones los temidos pensamientos sobre la soledad inminente. Al atardecer, se levantó súbitamente una tormenta.

Era imposible seguir aplazándolo. Friedrich tenía que hacer el equipaje.

Yo estaba sobre la cama de matrimonio en Colonia, y vi que Marlene plegaba cuidadosamente las mudas y las camisas de Friedrich. Metió dentro hilo de zurcir y calcetines gruesos de lana.

—Por si hace frío —dijo como si nada.

Pero todos sabíamos que temía que lo enviaran al frente del Este.

—No es que quepa mucho —prosiguió rápidamente, y siguió apretando las cosas.

—Quien no va a estar fuera mucho tiempo tampoco tiene que llevarse mucho —dijo Friedrich, y la cogió por detrás de la cintura—. Pronto volveré a estar contigo, ¡ya verás!

—Ojalá el Señor no cerrara los oídos a esos deseos.

—Soy uno de sus hijos predilectos, créeme —dijo Friedrich, y con esas palabras cerró su equipo de marcha.

Lo observé con sentimientos encontrados. Le había cogido cariño a aquel Friedrich, me gustaban sus pequeños gestos, su sonrisa y su manera de acariciarle las cejas con el pulgar a su Marlene. Había comprendido que él había aceptado aquella guerra como un hecho inevitable. No era de los que se rebelaban, pero tampoco de los que más gritaban. En realidad, lo que más quería era tener un hijo y vivir tranquilo. Pero el Führer lo había decidido: Friedrich tenía que seguir combatiendo, por la patria. Marlene y yo nos quedaríamos allí esperándolo. Igual que Alice había esperado a William en otra época, en otra guerra.

Sin embargo, no me libraría tan fácilmente, porque Marlene no solo quería a Friedrich, sino que también le gustaban las sorpresas, y pensó que yo era adecuado para dar una. La última noche, salió a hurtadillas de la cama, me cogió de la butaca y me embutió arriba del todo en el equipo de marcha.

¿
Qué haces? ¡No puedes hacer eso
!

El olor familiar de la mochila me sacudió con fuerza. El recuerdo de los meses pasados en la oscuridad todavía era vívido y mi amistad con Marlene y Friedrich todavía era reciente. La antigua aversión me invadió. Pasé toda la noche combatiéndola.

Así, cuando Friedrich se puso en camino hacia Bielefeld a primera hora de la mañana para unirse a su nueva división, estaba preparado. Lo ayudaría a seguir siendo una persona, tendería puentes entre su cabeza y su corazón. Porque ese abismo puede ser a veces casi insuperable. Yo estaba con él. Pero él no lo sabía. Era un polizón.

Esperé impaciente en la oscuridad de su fardo a que me descubriera. Por primera vez me alegré de estar dentro de aquella mochila, puesto que no tuve que ver cómo la despedida les desgarraba el corazón a aquellas dos personas. La cara anegada en lágrimas de Marlene, su sonrisa animosa y su mirada de soledad… No tuve que ver nada de todo eso aquel día.

Cuando se abrazaron para despedirse, oí su voz muy cerca.

—Vuelve sano y salvo, mi queridísimo Fritz. Se lo pediré a Dios todos los días. Tu mujercita te necesita aquí, no lo olvides. Por favor, sigue con vida.

Y Friedrich calló y la estrechó tan fuerte como pudo.

Todo lo que yo había aprendido sobre el amor se encontraba en aquel abrazo. Me dio la sensación de que oía latir sus corazones al compás, como uno solo, y habría llorado, lo habría hecho.

Gol nos recibió en calma.

Ningún disparo, ningún avión de caza. Oí sonar un teléfono a lo lejos, un perro que ladraba y, a continuación, a un oficial. Por lo demás, solo se oían los sonidos típicos que hace la gente, sobre todo los soldados. Nada fuera de lo normal. A través de la tela basta, los olores extraños penetraron en mi nariz. No olía a carretera, ni a tubos de escape ni a estufas de carbón. Intuí un asomo de frescura. El prado del jardín de madame Denis floreció en mi mente.

¿Dónde habíamos ido a parar?

Habíamos estado cinco días de viaje. En el buque para transportar tropas, desde Dinamarca hasta Oslo, en Noruega. Solo puedo decir una cosa: ese viaje se pareció tanto a la travesía en primera clase a bordo del
RMS Majestic
como un huevo a una castaña. Desde Oslo, la unidad se dirigió al norte, primero en tren y luego a pie, y los soldados estaban de muy buen humor, cosa que hizo reaparecer mi antigua aversión. ¿De qué se alegraban?

Al hacer un alto en el camino, descargaron su pesado equipaje y cogieron agua de un riachuelo con sus tazas metálicas.

—¡Qué suerte tenemos, Fritz! Noruega. No podría habernos tocado nada mejor —dijo Rudi, que también había estado en París.

Chocó su vaso contra el de Friedrich.

—¡Salud, amigo! —dijo Friedrich—. Bebamos por que los noruegos sigan siendo pacíficos y no se les ocurra ninguna tontería.

—No creo. El Führer tiene razón: ellos también son germanos. Como nosotros. Saben lo que les conviene. Y lo demás ya se lo enseñaremos nosotros.

Creían de verdad que habían tenido suerte. A mí, la sola idea me pareció absurda. Hasta cuatro años después, cuando todo había acabado y yo había presenciado más destrucción y sufrimiento de lo que puede convenir a un hombre o a un oso de peluche, no comprendí que Friedrich había tenido suerte cuando lo enviaron a Noruega. Porque las posibilidades de salir de allí con vida eran realmente elevadas. Y, para la mayoría, eso era lo único que contaba.

Una voz sonora rompió la tranquilidad y vociferó una orden.

—¡A formar!

Hubo movimiento, noté que Friedrich volvía a cargarse la mochila a los hombros, seguramente por décima vez ese día, pero no refunfuñó.


Welkomen in Norge
! —gritó en mal noruego una voz de hombre, en un tono autoritario, que como mínimo pertenecía al sargento mayor de la compañía—.
Welkomen tüske kamerater
!

Entre la multitud se extendió un murmullo, que se apagó enseguida cuando el hombre inició un largo discurso, con el cual saludó profusamente a los camaradas recién llegados al edificio de la escuela de aquel lugar y los exhortó a comportarse correctamente con los noruegos y a no demostrar su superioridad intelectual y moral, sino, más bien al contrario, a presentarse con modestia. Acto seguido, llamó a los hombres uno a uno.

Schmitz, Hänsgen y Meier dieron un paso al frente; luego, el sargento mayor llamó:

—¡Cabo Ballhaus!

El Friedrich de París regresó de inmediato. Durante el permiso en Colonia, había desaparecido por completo, pero entonces volvió a aparecer. Cabo Ballhaus, 69.ª División de Infantería del ejército alemán, con uniforme y obediencia incondicional. A aquellas alturas, me resultaba un poco más fácil soportarlo. Pero solo un poco. Saludó con su voz metálica, «Heiljitla».

—Ballhaus. Usted a Haugom-Gård. A dos kilómetros de aquí, montaña arriba, la segunda granja a mano izquierda. Edificio principal oscuro, se ve desde lejos. Retírese.

—A sus órdenes, mi sargento.

—¡Heiljitla!

—Heiljitla, mi sargento.

Añoré tener algo para taparme los oídos. No soportaba aquel griterío. Siempre el mismo tono nauseabundo.

Apenas media hora después, Friedrich había bregado con una subida bastante empinada a juzgar por los resoplidos, y lo oí llamar a una puerta. Durante unos momentos, no se oyó más que la respiración agitada de Friedrich; de repente, el grito de un pájaro; luego, silencio de nuevo. Friedrich volvió a llamar.

Entonces, detrás se oyó la voz de una mujer.


Værsågod
?

Friedrich se volvió.

—Buenas tardes —dijo, y se quitó rápidamente la gorra de la cabeza—. Soy el cabo Friedrich Ballhaus. Me alojo en su casa.

Presté atención, sorprendido. ¿Qué significaba eso?

—No entiendo alemán —dijo la mujer.

—Soy Friedrich.

—Ah. Yo, Ingvild.

—Ingvild —repitió él.

—Esta casa —dijo ella—. Orden de alemanes.

—Sí. Me alojo con ustedes.

—Esta casa —repitió ella.

—Gracias, es usted muy amable. De verdad. Muchas gracias.

—No comprendo —dijo la mujer.

—Gracias —repitió Friedrich.

Lo oí hojear un libro. Seguramente el Baedeker, que no había soltado desde que llegamos a Oslo.


Takk
—dijo al cabo de un momento.

La mujer calló.

Friedrich se instaló en la casa de los mozos que había en la granja de la familia Haugom. Después de indicarle el camino y abrirle la puerta, Ingvild desapareció sin decir palabra.

Friedrich deshizo el equipaje. Yo estaba arriba del todo.

Hacía tiempo que me había encontrado, claro. Y se había alegrado mucho de verme.

Ya había abierto la mochila en el tren, para sacar la foto que Marlene se había hecho a toda prisa antes de que él se marchara.

—No puedes irte con la foto vieja —le había dicho al entregarle una tarjeta azul plegada, con una foto ovalada dentro—. O ya no me reconocerás cuando vuelvas y tendremos que tratarnos de usted.

—Oh, mi cariñito —había contestado Friedrich, acariciándole el cabello—. Mi cariñito.

Y Marlene había respirado hondo y había dicho:

—Estate quieto, se me va a estropear el peinado. Y si no paras, también se me echará a perder el maquillaje.

En la foto estaba impecable. Sus ojos brillaban esperanzados.

Sin embargo, en vez de su diario, donde había puesto cuidadosamente la tarjeta, Friedrich me había encontrado a mí encima del todo de la mochila.

—¡Ole! —se le escapó. Miró enseguida a su alrededor por si alguien lo había oído. Luego añadió en voz baja—: Ole. Qué bien.

Aunque algo tarde, en ese momento me decidí a llamar a Friedrich de verdad mi amigo. Fue amor a tercera o cuarta vista. También existe.

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