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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (17 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Luego bajamos tropezando por las escaleras, Nadine en camisón, Nicolas con su chaqueta marrón encima del pijama, y el pequeño Robert lloriqueando medio dormido. Agotados, nos apiñamos con los vecinos, hablaron en voz baja para tranquilizarse, pero pronto no supieron qué más decirse y escucharon atentamente el ruido atronador de los aviones que se acercaban. Aquella noche no llegaron hasta nosotros.

La alarma pronto pasó a formar parte de los sonidos de la noche, igual que en otros sitios el cantar de los grillos. Nos acostumbramos deprisa. La sirena sonaba, el aullido estridente arrancaba a la gente de su sueño ligero, se ponían la ropa que habían dejado a punto y se dirigían al supuesto refugio del sótano. Es sorprendente lo deprisa que aceptaron ese estado de excepción y se acomodaron a él.

Sin embargo, yo seguía sin entender qué querían los alemanes de nosotros. ¿Qué les habíamos hecho nosotros, Nicolas, Nadine, Robert y yo, madame Leroc y su hijo, y también Maurice Mouton, para que pensaran que tenían que dispararnos?

Durante el día reinaba una calma engañosa, y a veces incluso parecía que no hubiera guerra. Entonces me entregaba con ganas a jugar con Robert y olvidaba por un rato, igual que él, que en cualquier momento podía desatarse un temporal, peor de lo que éramos capaces de imaginar.

Nadine nos prohibió alejarnos de casa más allá de la
brasserie
de Maurice.

—Tengo que saber dónde estás —le explicó a Robert—. Tienes que decirme siempre adónde vas, ¿me oyes?

Sin embargo, después de dos noches tranquilas, Robert olvidó las advertencias de su madre. El jardín de madame Denis lo atraía más que nunca.

Así pues, nos escabullimos por rutas secretas probadas. Pero algo fue distinto ese día. Robert estaba distinto. No estaba por la labor.

El juego marchaba con poco entusiasmo, solo yo me ocupaba de defender a la princesa Zazie y de mantener alejados a los vengadores.

Robert golpeaba ausente con un palo las ortigas que crecían a nuestro alrededor y chutaba piedrecitas sin ganas.

¿
Qué pasa con la princesa Zazie? ¿No querrás dejarla sola
?

Por lo visto, sí. Sin embargo, comprendía a Robert. Aquel juego ya no era divertido porque, de manera imperceptible, nuestro mundo de fantasía había ido adquiriendo cada vez más semejanza con la realidad. Los vengadores habían adoptado de repente los rasgos de los alemanes, a los prisioneros ya no había que transformarlos en árboles, sino que había que torturarlos hasta que revelaran sus secretos.

Aquello no me gustaba. No quería que Robert diera órdenes en tono autoritario. Me disgustaba que tuviera que ser yo quien las ejecutara. No era mi estilo torturar a la gente.

Robert, ¿qué ocurre? ¿Cuánto tiempo tengo que mantener todavía al prisionero con la cabeza en el agua
?

Pero Robert se había olvidado de que teníamos un prisionero. Otra cosa había despertado su interés. Una cosa que no tenía nada que ver con Samir-Unka ni con Zazie y, excepcionalmente, tampoco con los alemanes.

—Doudou —dijo—, quédate aquí y vigila la puerta. Si viene alguien, ¡silba!

Pronunciando esas palabras, me puso encima de una piedra grande junto a la puerta del jardín.

Muy gracioso, ¡yo no sé silbar
!

A pesar de todo, me quedé sobre la piedra y vi que Robert se acercaba a la valla de madera alta que separaba el jardín de madame Denis del patio del internado de las chicas.

¿Qué se proponía?

Nunca nos habíamos atrevido a acercarnos a la valla porque tanto el internado como las chicas tenían una reputación dudosa, eso lo sabía Robert perfectamente. Después de todo, madame Leroc no se guardaba para ella sus opiniones sobre aquella institución.

A veces, cuando jugábamos en el jardín, nos llegaban risas radiantes del otro lado de la valla, pero nunca habíamos visto a ninguna de las chicas. Vivían en otro mundo, en un mundo del que no intuíamos nada.

Robert se volvió una vez hacia mí, como si buscara una aprobación por mi parte que apoyara su plan. Pero yo no conocía su plan. Además, no me apetecía quedarme solo mientras él emprendía a todas luces una nueva aventura. Vi con asombro que cogía una piedra puntiaguda y empezaba a hacer un agujero en una de las tablas podridas. Llamadme ingenuo, pero no tenía ni idea de qué planeaba.

Al cabo de un minuto, el agujero era tan grande que su desvergonzado ojo infantil podía espiar a través de él. Me quedé sin habla. Por si fuera poco que nos hubiéramos alejado demasiado de casa sin permiso, ahora espiaba a las chicas perdidas. Realmente, con Robert nunca se estaba a salvo de las sorpresas.

Se arrodilló delante de la mirilla e intentó atisbar lo que ocurría al otro lado. No sé cuánto tiempo estuvo así, quizá media hora, probablemente más. Luego se levantó de repente, me recogió de camino y salimos del jardín sin dedicarle ni un solo pensamiento a Zazie.

De noche, cuando estábamos tumbados en la cama, dio la impresión de que aquel episodio no había ocurrido. Como siempre antes de dormirnos, forjamos planes para el día siguiente.

—Mañana le apretaremos las tuercas a Samir-Unka —dijo con su nueva voz bélica—. Le enseñaremos que nuestros hombres saben combatir.

Por él hablaba la voz de la radio, la voz de los adultos, la voz de la política. En el espacio de la emocionante ilusión había entrado una pizca de encarnizamiento que percibí con desagrado y recelo. Aunque la guerra no nos había alcanzado todavía, ya nos tenía bien sujetos en sus manos.

Pocos días después volvimos a casa de madame Denis. En esta ocasión, Robert se dirigió directamente a la mirilla abierta en la valla, sin dar un rodeo por el cenador mágico ni por el arroyo de los corazones de piedra. Ni me tomé la molestia de protestar.

En el lado de las chicas de mala fama se oían risitas y grititos. Estaban en el patio. Un suave aroma de ropa recién lavada flotaba en el aire.

Robert pegó el ojo derecho a la valla. Se quedó como hechizado, inmóvil y callado. De repente, los sonidos cambiaron. Robert retrocedió espantado. Se pegó de espaldas contra la pared y contuvo el aliento; además, estuvo a punto de sentarse encima de mí. Lo habían descubierto. Los grititos subieron de tono y se acercaron, oí ruido de pies que se apiñaban al otro lado de la valla.

¡
Robert! ¡Larguémonos de aquí! ¡Se traen algo entre manos
!

Pero Robert, la inocencia y la ingenuidad en persona, se quedó allí agazapado hasta que el contenido líquido de un cubo de diez litros se vertió desde lo alto sobre nosotros. Fue tal la sorpresa que se levantó con un grito, me cogió al vuelo y echó a correr. Tropezó con una zarza, que se le enredó en los calcetines, cayó de bruces y, huyendo de las chicas perdidas y de sus pérfidas ideas, arrancó medio matorral. Chorreando, corrió hacia la calle desde el jardín. Aunque a mí también me había mojado el agua, cosa que no soporto, me reí para mis adentros. La incipiente curiosidad de Robert por el sexo femenino le había valido la primera ducha de agua fría de su vida. Pero seguro que saldría indemne. De eso.

No se atrevió a volver a casa mojado como iba. Así pues, deambulamos un rato más por las calles. Cada vez se veía a más gente dedicándose a cargar sus automóviles. Monsieur Brendacier, que compraba sobre todo alcachofas a los Bouvier, sacaba a rastras un colchón del edificio de la rue de Samson, justo cuando pasábamos nosotros por delante.


Bonjour
, monsieur Brendacier —dijo Robert, apartándose el pelo mojado de la cara.


Bonjour, petit Robert
—contestó el hombre—. ¿Has ido a bañarte?

—Sí —mintió Robert—. ¿Se va de viaje?

—Podría decirse que sí —dijo monsieur Brendacier.

—¿Con los muebles?

—Nunca sabe uno con qué se encontrará, ¿no?

Robert calló y observó cómo monsieur Brendacier amarraba con esmero el colchón de muelles sobre el techo del coche.

—Saluda a tus padres de mi parte —dijo cuando acabó—. Y diles que sus alcachofas siempre han sido las mejores de la ciudad.

—Lo haré —dijo Robert—.
Au revoir
!

Y siguió deambulando.

Ay, Robert. ¿Todavía no te das cuenta de lo que pasa a tu alrededor? ¡Las ratas abandonan el barco que se hunde
!

No se daba cuenta. Y por primera vez pensé que no estaría mal que nosotros también nos cogiéramos pronto unas vacaciones de París y nos marcháramos a algún sitio donde no se fuera a hablar alemán tan pronto.

Doblamos por la rue Butte aux Cailles, un poco más secos ya; un buen momento para pisar terreno permitido y hacerle una visita a Maurice. Bajamos por la calle al probado estilo de ir dando saltitos. Dos pies, hops, pie izquierdo, hops, dos pies, hops, pie derecho, hops. Al llegar al arroyo que se extendía más allá de la acera a pocos metros del bistró de Maurice, Robert levantó la cabeza. Luego continuó andando despacio, con la mirada clavada en el cartel de
Chez Maurice
, que se balanceaba al viento chirriando levemente. Se detuvo un momento delante de la puerta. El resto del camino a casa lo recorrió a la carrera.


Maman
—gritó, estando todavía en la puerta—.
Maman
! ¡Maurice se ha marchado!

Y nadie preguntó por qué sus zapatos dejaban huellas húmedas en la entrada.

Aquella noche, Nicolas y Nadine se quedaron más rato sentados y discutieron. Hablaban en tono preocupado. Oía sus voces a través de la puerta entornada de la habitación de Robert, mientras el niño daba vueltas inquieto a mi lado. Agucé los oídos.

—Yo creo que es lo mejor —dijo obstinada Nadine—. Tengo miedo.

—Pero ¿qué pasará con la tienda? —objetó Nicolas—. Todo por lo que hemos trabajado tan duro, ¿tenemos que dejárselo sin más a los alemanes?

—¿Qué provecho sacaremos de la tienda si nos jugamos la vida?

—¿Acaso no nos jugamos siempre la vida? También podría atropellarnos uno de esos automóviles modernos.

—¡Por favor, Nicolas! —La voz de Nadine tenía un tono suplicante—. Sabes tan bien como yo que nos lo quitarán todo. ¡Ya has oído los estragos que causan los alemanes!

—Tal vez nuestros chicos consigan detenerlos —objetó Nicolas no muy convencido.

—Los pobres hombres del frente. ¿Qué digo, hombres? Son niños. Carne de cañón es lo que son. ¿Cómo van a conseguirlo?

—En 1914 salió bien.

—Pero esta es una nueva guerra.

—¿Y dónde crees tú que deberíamos ir? ¡Nuestro hogar está aquí!

—Iremos a casa de mi tía, en Borgoña. Mañana mismo le escribiré una carta. No se negará.

—Tu tía es peor que un dragón.

—Pero al menos tiene una casa segura. Y para Robert también sería lo mejor.

—No quiero —dijo Nicolas, terco—. No quiero toda esta guerra.

—Nadie quiere esta guerra. Pero nosotros no podemos cambiar nada.

—No, no podemos cambiar nada. Pero podemos ofrecer resistencia.

—No me asustes. Tú nunca has sido un buen luchador.

—La resistencia necesita a todos los hombres.

—Pero no al
mío
, no te lo permitiré.

Seguí la conversación conteniendo el aliento. Nadine quería que abandonáramos París. Era sensata, la única persona sensata en aquella familia feliz de idealistas y soñadores.

Por favor, Nicolas, ¡escucha a tu mujer! Tenemos que irnos
.

—La tía Margot no es tan mala. Y seguro que le vendrá bien nuestra ayuda en la granja —prosiguió Nadine imperturbable.

—No entiende nada de verduras.

—Razón de más para que necesite nuestra colaboración. Nos estará agradecida. Y nosotros estaremos a salvo.

Se hizo el silencio. Los veía en mi mente, allí sentados, afligidos. Seguro que Nicolas apoyaba la cabeza en sus grandes manos. Seguro que Nadine se frotaba nerviosa las sienes. Me partían el alma. Y me pregunté qué más penas nos traería aquella guerra. Finalmente, él dijo:

—Tienes razón. No tiene sentido seguir escondiendo la cabeza debajo del ala. Si hasta Maurice se ha ido de la ciudad, no deberíamos dudarlo más.

—Me alegra que pienses así —dijo ella con voz queda—. Te quiero. Jamás me perdonaría que te pasara algo.

—Yo también te quiero,
princesse
. Mañana nos ocuparemos de buscar el medio para irnos. Y tú le escribirás al dragón de Borgoña. Atacaremos su guarida…

—Sí, eso haremos. A los dragones se los puede vencer, ya verás.

Cuando sus voces se apagaron y se extendió la calma inquieta de una noche de guerra, yo aún me quedé despierto mucho rato.

El pequeño Robert se volvió y murmuró algo incomprensible. Yo no podía hacer nada, excepto acurrucarme con ternura en sus brazos cuando me cogía.

Durante los días siguientes, Nadine comenzó a hacer los preparativos para el viaje, con prudencia y tan tranquila como pudo, pero la tensión aumentaba a cada minuto que pasaba. Varias veces al día ponía en marcha la radio para escuchar las últimas informaciones del frente. Ya no cabía negarlo: los franceses no podrían defender su capital durante mucho más tiempo. Los alemanes se aproximaban a toda máquina.

Como todos los demás, yo también me preguntaba qué ocurriría si cruzaban el Sena. ¿Quiénes eran esos alemanes? ¿Y qué harían?

La idea de que no seguiríamos allí para responder por experiencia propia esas preguntas me tranquilizaba. Si había que dar crédito a lo que decía la gente, un dragón no podía ser peor que los soldados desconocidos. Robert y yo ya habíamos vencido a unos cuantos dragones.

Nicolas preparó el cierre de la tienda. Fue una tragedia. Sentado sobre el mostrador y sintiéndome infeliz, lo vi vaciar las estanterías, empaquetar las cosas más importantes en una caja y vender el resto a precios de risa. Prefería tener pérdidas a dejar ni un solo pepino a los alemanes.

Jean-Louis, el cajero del banco, que hasta entonces había pasado cada mañana por la verdulería a comprar fruta para el almuerzo, se había declarado dispuesto a llevarnos con él fuera de París. Él también tenía parientes en Borgoña.

—Pero tenemos que irnos pronto —había instruido JeanLouis al verdulero—, o el viaje será muy pesado para Marie. Mi hijo tiene que nacer en paz, no en plena huida en coche.

Nicolas había asentido con la cabeza y se había puesto a vender las últimas coles.

No podríamos llevarnos muchas cosas. El coche de JeanLouis, con el que saldríamos de París, iría tan lleno con cinco personas que apenas quedaría sitio para el equipaje. Pensé en monsieur Brendacier, que incluso procuró salvar el colchón. Nosotros no podríamos hacerlo; en nuestro caso, se trataba principalmente de salvar la vida.

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