Read La fabulosa historia de Henry N. Brown Online

Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (16 page)

Más de una vez vi su cabeza entrecana en la ventana. Sabía que estábamos ahí, pero nunca bajó. Vi su mirada. Era indulgente y cordial. Los demás niños nunca iban a jugar allí, porque creían firmemente que madame Denis estaba loca y los mataría a todos si ponían los pies en su jardín. A nosotros nos venía de maravilla, puesto que así estábamos más tranquilos. Al principio vi que Robert lanzaba de vez en cuando una mirada de preocupación a la casa oscura, pero, al no pasar nada, pareció olvidar las habladurías de los otros críos.

No creo que madame Denis estuviera loca de verdad. Yo ya había entendido que generalmente se tildaba de locas a las personas que eran diferentes, que seguían su propio camino y no se sometían a las normas de la opinión pública. Desde ese punto de vista, sería un placer para mí estar loco.

Robert y yo construimos cabañas y muros, calles y guaridas. El ciruelo caído era la frontera que ningún vengador cruzaba voluntariamente, porque detrás estaba el arroyo, que los engulliría a todos con sus corazones de piedra. Evidentemente, el arroyo no suponía ningún problema para nosotros. Robert solo tenía que dar un paso largo para cruzarlo. Y yo, yo lo cruzaba volando contento en su mano.

Cuando caía la tarde y el sol desaparecía detrás de la vivienda, emprendíamos el regreso a casa. No quedaba lejos, a unos diez minutos, y Robert solía recorrer el camino brincando. Dos pies, hops, pie izquierdo, hops, dos pies, hops, pie derecho, hops, dos pies, hops, y así todo el rato. Yo recibía fuertes sacudidas, pero ¿qué importan unos cuantos meneos cuando se es feliz?

No me había equivocado con los Bouvier. Eran una buena familia, puesto que eran buenos el uno con el otro. Los disgustos de los años posteriores a los Brown se desvanecieron ostensiblemente.

El piso de la rue Bobillot era pequeño, pero Nadine se había esforzado por hacerlo acogedor. Cuando pensaba en la casa de los Brown, casi me avergonzaba un poco. El salón de Emily, que casi nunca usaba, era más grande que el comedor y la cocina de los Bouvier. Y, aun así, me encontré cómodo a la primera. Probablemente no se debió tanto a las cortinas de flores, al pequeño canapé o a las numerosas fotografías que, enmarcadas con cariño, adornaban la pared por encima de la chimenea, sino más bien a la atmósfera, porque Nadine y Nicolas se querían.

Emily y Victor también se querían, eso lo sé a ciencia cierta, pero se trataba más de una cuestión pertinente, acorde con su estatus. Victor decía: «¿Me permites que te ofrezca mi brazo, cariño?». Y Nicolas decía: «Y si un día ya no puedes andar, yo te llevaré hasta el fin del mundo».

La vida cotidiana de los Bouvier estaba marcada por el trabajo duro en la tienda. No lo tenían todo a su favor, pero no se quejaban. Aunque lloviera o hubiera tormenta, Nicolas salía de la cama antes del primer canto del gallo para ir al mercado central. Y mientras él estaba con los ojos medio cerrados delante de la jofaina de la cocina y se lavaba los dientes, se rascaba el culo con una mano y quizá se olvidaba de enjuagarse la espuma de la boca, Nadine estaba en camisón y calcetines de lana delante de la cocina de gas preparando un termo con café. Le preparaba a su marido un trozo de
baguette
con mantequilla salada, le acariciaba el pelo, le decía «Te quiero» y le quitaba la pasta de dientes de la comisura de los labios.

—Yo también a ti,
princesse
—replicaba él—. Acuéstate un rato más.

Nadine lo hacía, pero solo una hora, luego se levantaba y atendía las tareas de la casa, preparaba la comida para el día, recogía y limpiaba, y estaba despierta y risueña cuando le daba un beso con delicadeza a Robert en la nariz y le decía:

—¡Despierta, dormilón! Las aventuras no esperan.

Luego tiraba de la manta suavemente, pero con determinación, mientras el niño me apretaba con fuerza contra él y murmuraba dormido que aún era de noche.

Aquello era encantador. Sencillo, pero encantador. Y supe que me hallaba en el lugar adecuado.

A las ocho, Nadine iba a la tiendecita de la place d’Italie, donde Nicolas normalmente ya estaba levantando la persiana metálica del escaparate con un ruido ensordecedor. Luego, el señor Bouvier montaba la exposición del género y apilaba con cariño manzanas y peras, coles y lechugas, cebollas y patatas. Cuando todo estaba bien colocado, entraba, contaba el cambio que había en la caja y se preparaba una taza de café fuerte, cuyo solo aroma era capaz de despertar a los muertos.

Nadine y yo llevábamos a Robert al colegio. La despedida era igual de difícil todas las mañanas. Yo no podía entrar, o al pequeño soñador lo amenazaban unos cuantos palmetazos. Ya lo había sufrido una vez, y con eso fue suficiente. El niño se quedaba con la cabeza gacha delante de nosotros, y al principio se tragaba con valentía las lágrimas cuando me entregaba ceremoniosamente a Nadine.

—Cuida a Doudou,
maman
—decía.

—Lo haré —contestaba ella sonriendo a su hijo—. Y ahora, ¡andando!

No estés triste. ¡Solo son unas horas
!

Una vez que lo habíamos entregado a la institución educativa, volvíamos a la tienda. Nadine me ponía al lado de la caja, y allí esperaba yo hasta que, cuando había acabado la última clase, Robert llegaba galopando como si lo persiguieran hordas enteras de vengadores. Cuando refrenaba su caballo a la puerta de la tienda y decía «So, Brauner, so» y desmontaba sin esfuerzo para recoger a su amigo y compañero Doudou, el mundo estaba más que bien.

Sin embargo, Nadine parecía preocupada por el desarrollo de Robert. El niño no quería jugar nunca con otros críos. Se contentaba conmigo y con la princesa Zazie. No quería juguetes nuevos ni golosinas. Solo quería jugar y escuchar historias, y cuando el maestro, monsieur Trinac, lo había atormentado bastante a palmetazos y Robert, al principio de mala gana, había aprendido a leer, quiso libros. Nada más.

Una mañana, Nicolas y Nadine estaban delante de la tienda. Nadine sacaba brillo a las manzanas y Nicolas barría hojas de lechuga, el sol ya había ascendido por encima de los edificios y enviaba los primeros cálidos rayos de primavera a la calle.

Nadine se detuvo, se acercó a su marido y le puso el brazo alrededor de las caderas.


Chéri
—dijo—, me preocupa Robert. Es un soñador. En eso ha salido a ti.

—¿Y qué tiene eso de malo? —contestó Nicolas, estrechándola con delicadeza—. Tú amas a un soñador. ¡Y yo he conseguido conquistar el corazón de la princesa más hermosa del mundo!

Nadine se echó a reír. Su dulcísima boca se abrió, sus ojos se estrecharon hasta convertirse en unas ranuras brillantes y en sus mejillas se formaron unos hoyuelos.

—Zalamero —dijo, y le dio un golpecito en el costado a su marido—. Creo que se inventa demasiadas historias. Monsieur Trinac dice que se pasa el día soñando. ¡No se entera de lo que realmente ocurre!

Tal vez era mejor así. Robert todavía era feliz cuando el resto del mundo ya se apuntaba con las armas.

Cuando ahora pienso en esa época, en los seis años que Robert y yo pudimos pasar en plena libertad, en los seis años soleados y cálidos de amor, antes de que la guerra nos alcanzara, siento la dicha de los preciosos días infantiles.

Me gustaría tanto que Robert hubiera sobrevivido. Me gustaría que hubiera tenido una larga vida, que siguiera viviendo todavía, un viejo, apenas ocho años más joven que yo. Me gustaría que hubiera tenido hijos y que les hubiera hablado de esos días en París, y que sus hijos hubieran creído firmemente, igual que yo, en la princesa Zazie y en Samir-Unka, porque él lo creía. Y que pudieran sentir un poco la felicidad que había en ese juego despreocupado.

Todo cambió en el verano de 1940.

Nadine tenía razón, Robert no veía las nubes de tormenta que se cernían sobre París. Si su cielo se oscurecía un poco, él buscaba un claro donde el sol brillara, y ya estaba contento. Así de simple.

A diferencia de Robert, yo descubrí las nubes a tiempo. Se acercaban lentamente, cada vez más negras. Las caras de la gente se habían ensombrecido, las tinieblas cayeron sobre París. Guerra. Me di cuenta de que la palabra se oía cada vez más a menudo. Más a menudo de lo que me habría gustado.

Yo no sabía qué representaba una guerra; si lo pensaba bien, ni siquiera sabía qué era realmente una guerra. ¿Qué objetivo perseguía?

Con Alice había aprendido que la guerra provocaba sufrimiento y miseria, luto y amor solitario. Ese recuerdo ya bastaba para desear que aquel nubarrón pasara de largo sin descargar.

Veía las caras de preocupación de Nicolas y Nadine cuando se sentaban de noche delante de la radio y escuchaban la voz del locutor, y procuraba atar cabos con lo que oía.

Había guerra. Hacía tiempo que había empezado. En un país llamado Alemania, donde yo nunca había estado, pero del que había oído muchas cosas (Victor apreciaba a los filósofos y a los escritores de ese país; decía que era una nación de poetas y pensadores), gobernaba un pequeño hombre con un gran plan. El hombrecito había decidido someter al mundo, y por eso había ido a la guerra. Pero, por lo visto, no fue solo, sino con miles de soldados, y los demás países intentaban defenderse de él con igual número de soldados. También los franceses.

Hasta ahí, todo mal. En cierto modo, me daba la impresión de que esa historia tenía un parecido sospechoso con el cuento de Samir-Unka de Robert. La princesa no acababa de encajar en el cuadro, pero el resto…

Sin embargo, la diferencia crucial era que no se trataba de un juego. Era la vida real. La vida de las personas. Y aunque todas ellas solo tenían una, la empleaban en una cuestión que parecía no tener más objetivo que destruir vidas.

Simplemente, no lo entendía.

Cuanto más se aproximaba aquella guerra, cuanto más miedo y horror presenciaba, cuanta más destrucción, muerte y sufrimiento veía, cuanta más irreflexión advertía y cuanta menos tolerancia y compasión notaba, más crecían mis dudas sobre la humanidad. Creo que nunca la entendí tan poco como en la época de la guerra.

En mayo de 1940 ya se adivinaba que la tormenta no pasaría de largo. Las nubes proyectaban su sombra, incluso en los mundos de fantasía de Robert.

Era tétrico. Porque, aunque todos sospechaban que las tropas alemanas no se detendrían a las puertas de París, la vida cambió poco al principio.

Aún se podía comprar de todo. Aún no había llegado la guerra a Butte aux Cailles. París aún era una ciudad libre, nadie quería imaginar que eso podría cambiar algún día. Las tiendas habían abierto, el tráfico atronaba por la ciudad como siempre, los bares estaban llenos a rebosar, las personas distinguidas seguían con sus diversiones.

—Lo único que les preocupa es el suministro de champán de Pommery y de caviar —dijo Maurice Mouton despectivamente cuando, como cada mañana, fue a la tienda a comprar verdura fresca para las ensaladas y comentó la situación con Nicolas.

Y Nicolas asintió y dijo:

—Ojalá la cosa quedara ahí.

Pero amenazaba tempestad, y pronto fue imposible hacer como si nada ocurriese. La gente se puso nerviosa porque cada vez eran más los que decidían abandonar la ciudad.

—¿Caer en manos de los
boches
? Lo siento, ¡pero no! Ya es bastante grave que nuestros hombres sufran en el frente. Debemos servir a nuestra patria de otra manera y seguir con vida.
Vive la France
! —decían cuando iban por última vez a comprar fruta y verdura para el viaje—. Adiós, monsieur Bouvier.

Los proveedores pronto tuvieron problemas para suministrar las mercancías requeridas. Los negocios iban cada vez peor, Nicolas increpaba sin motivo a Nadine y ella le levantaba la voz más de lo necesario.

Yo lo observaba todo con creciente preocupación.

Los pocos clientes que mantenían testarudos sus costumbres solían llegar con las informaciones más recientes. Madame Leroc, que tenía un hijo en el frente, seguía los movimientos de las tropas y no se guardaba para sí sus miedos ni sus temores.

—Se lo digo yo, monsieur Bouvier, esto no durará mucho. Pronto nos tocará a todos. Tenemos que empaquetar nuestras cosas mientras podamos. Mi pobre hijo, Dios le dé fuerzas, me ha escrito que los alemanes son bestias, les gusta la carne humana, comprende, monsieur Bouvier. Los
boches
no conocen la compasión…

Movió los brazos gesticulando y salió de la tienda entre lamentos.


Au revoir
—dijo Nicolas, pero ella no lo oyó.

Nicolas miró a su mujer. Una mirada que no revelaba nada bueno.

Maurice ya solo iba cada tres días. A él también le fallaban los clientes y apenas necesitaba verdura para las ensaladas.

—Quizá nosotros también deberíamos hacer las maletas, Nicolas… —dijo—. Mi abuela judía me mira como si estuviera ciego.

Intentó reír y se frotó su gran nariz.

—Esto me da mala espina —prosiguió en serio, y al irse murmuró—: Muy mala espina…

Aquella tarde, cuando Robert y yo fuimos a su local, estaba demasiado distraído para ayudarnos con la pócima mágica.


Salut
—dijo Robert—. ¿Qué tal?

—Bien, bien… —contestó Maurice, mirando más allá de nosotros, calle abajo, como si allí hubiera algo que descubrir.

Robert lo miró en silencio y con una mezcla de reproche y tenacidad hasta que Maurice nos sirvió una limonada sin decir palabra. Luego se rascó la cabeza y se atrincheró detrás de la barra.

Madame Leroc tenía razón, al menos en parte. No pasó mucho tiempo hasta que las sirenas aullaron regularmente de noche. Se decretó el toque de queda y se prohibió encender la luz.

La gente cerraba los postigos, y en el piso de la rue Bobillot el aire era caluroso y sofocante. El verano había hecho su entrada, pero nadie se atrevía a dejar pasar la suave brisa de la noche. Los aviones atronaban amenazadoramente en la oscuridad cada vez más a menudo.

—Traen las bombas —dijo Nicolas, y apartó rápidamente a Robert de la ventana cuando quiso mirar fuera lleno de curiosidad.

Las bombas. Yo no tenía ni idea de la gravedad de las bombas. Todavía no.

Cuando la alarma aérea sonó por primera vez, Robert se despertó sobresaltado y se echó a llorar, confuso.

Me despejé de inmediato.

No te separes de mí, Robert. Estoy contigo
.

Nadine irrumpió en la habitación, nos envolvió en una manta de lana y susurró:

—No pasa nada,
chéri
, no pasa nada. Chist… Chist… Chist. Solo tenemos que bajar al sótano.

Other books

Ink by Amanda Anderson
Blackveil by Kristen Britain
The Bone Wall by D. Wallace Peach
Enemy of Rome by Douglas Jackson
Horse Trade by Bonnie Bryant


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024