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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (25 page)

—Tengo malas noticias para vosotros.

Ingvild levantó la mirada. Sus ojos eran inexpresivos.

No. Por favor, no
.

Friedrich bajó la mirada.

—Tengo que confiscaros la radio. Ha habido un incidente no muy lejos de aquí. A partir de ahora, los hombres noruegos no podrán salir solos a la calle después de las seis de la tarde. Mañana se promulgará oficialmente. ¿Por qué nos obligáis a hacerlo? No nos queda otra elección.

¿
De verdad no lo comprendes
?

Ingvild calló, y Friedrich me apretó tan fuerte entre sus manos que me sentí mal.

—Órdenes son órdenes —dijo Ingvild, con una sonrisa forzada.

—Sí —dijo Friedrich—. Órdenes son órdenes.

¿Acaso no era extraño? Estábamos lejos de cañones y ataques aéreos y, aun así, las amenazas de aquella guerra estaban más cerca que nunca. Se había infiltrado en los corazones de las personas, y allí proyectaba largas sombras que incluso llegaban a la acogedora cocina de los Haugom.

Las radios fueron confiscadas, Magnus venía cada mediodía y el verano pasó volando en calma. Durante unas pocas semanas, el sol brilló día y noche y, luego, la oscuridad volvió de repente. Los árboles se tiñeron de rojo y amarillo y naranja, y parecía que hubieran llovido colores. Poco después llegó la primera helada.

Ingvild fue empalideciendo, se volvió cada vez más callada y contrajo una tos grave que la dejaba fuera de combate durante días. Se notaba que aquella situación la atormentaba. Quería ayudar a su hermano y cumplir con su país, quería escuchar la radio, quería proteger la vida de su familia, no quería espiar a Friedrich. Se encontraba ante un terrible dilema, y estaba completamente sola.

Bueno, no estaba completamente sola. Yo compartía sus preocupaciones.

Yo era un agente doble sin ninguna posibilidad de actuar. Lo que sabía casi me hacía perder la razón, y lo que más deseaba era que mis oídos se cerraran para siempre. No quería oír nada más, ni de planes secretos ni de promulgaciones oficiales.

Friedrich complicaba aún más las cosas: se preocupaba de un modo conmovedor por Ingvild y le llevaba medicamentos que para los noruegos eran poco menos que inasequibles. En sus cartas, siempre le pedía a Marlene que le enviara chocolate y otras cosas para poder mostrar su gratitud a los Haugom. Se esmeraba. Friedrich. No era Federico el Grande. Era el Ingenuo, con un gran corazón. Y, en aquella guerra, eso equivalía a luchar por una causa perdida.

En aquellos días contemplé impotente a uno y a otro, y le pedí a un dios del que yo no sabía nada que nos salvara.

Realmente no sabía nada. Porque, al parecer, un dios así puede actuar de un modo muy distinto.

Friedrich no se daba cuenta de nada. Solo pensaba en su primogénito, en su permiso y en que aquella engorrosa guerra terminara de una vez.

Marlene nos escribió. Los ataques de los ingleses a Colonia eran cada vez más intensos, barrios enteros se habían convertido en humo. Sarah R. había desaparecido, probablemente por culpa de K. F. También tenía una noticia triste, Hänschen, el marido de Franziska, había caído cuando volaba hacia Inglaterra, pero Franziska lo llevaba con una valentía asombrosa. La tía Lottchen tenía pulmonía y a Fritzi la habían trasladado al hospital de Bergisch Gladbach.

¿No es grotesco? Mientras Friedrich sembraba la desgracia por un país ajeno en nombre de Alemania, su familia lo pagaba en casa.

Casi me tranquilizaba la ingenuidad de Friedrich. A veces daba la impresión de que había olvidado que él era allí un enemigo.

¿Olvidado? ¿Era realmente posible olvidarlo? ¿O simplemente no quería darse cuenta?

En esos meses no sé cuántas veces se me encogió el corazón cada vez que Friedrich se metía inocentemente y de improviso en una situación delicada. ¿Acaso no notaba el ambiente tenso? ¿No se daba cuenta de todo el miedo y la hostilidad no pronunciada que continuaban teniendo allí su hogar? No se dirigían contra él personalmente, de eso me daba perfecta cuenta, pero se dirigían contra su pueblo, contra su Führer y su locura.

En noviembre, cuando ya hacía tiempo que la oscuridad y la nieve habían hecho su entrada, llegó por fin la noticia liberadora. Le habían aprobado el permiso a Friedrich.

—Ole, nos vamos a casa, ¿no es fantástico?

Sí. Es fantástico. No sabes lo aliviado que estoy
.

—¡No sabes lo contento que estoy! Estaba tan preocupado por si me denegaban el permiso.

Me cogió en sus manos, me miró a los ojos y dijo:

—Qué bien que vinieras conmigo. Has sido una gran ayuda.

Gracias. Un oso cumple su palabra. Ya lo sabes
.

—Yo solo quiero vivir con normalidad, ¿sabes? ¿Acaso es pedir mucho?

Eso parece
.

—Será fantástico que volvamos a estar todos juntos.

Sí. Lo será
.

—Y ahora escribiremos a Marlene y le daremos la buena noticia.

Amorcito mío,

escribió Friedrich deprisa, y se paseó la punta de la lengua por la comisura derecha de los labios.

Vuelvo a casa, vuelvo, Pronto nos abrazaremos y podré acariciar tu barriga redonda y ayudarte, El 5 de diciembre estaré contigo, Si todo sale bien, podré quedarme quince días, El día 3 partiré desde Oslo.

Aquí, todo el país está preparado para el invierno, Toda la población con esquíes, trineos tirados por perros, trineos tirados por caballos y patinetes de nieve: unos objetos geniales y muy rápidos, Así van los niños, así se hace la compra en la ciudad, así se mueven jóvenes y viejos, es una especie de silla-trineo, incluso los viejecitos pasan a toda velocidad con ellos.

Las noches son ahora muy claras por la luz de la luna, y como estos últimos días no ha hecho mucho frío la gente estaba fuera con los niños hasta la una, las calles estaban llenas, La gente aprovecha las noches claras, ponen a los niños pequeños de solo meses en el trineo y se los llevan consigo, La nieve y el hielo es su elemento, Te asombraría.

A Arenz y a los padres les envío también con el mismo correo unas fotografías, seguro que se alegrarán, Dales recuerdos a todos de mi parte, especialmente a la pobre Franziska y a la tía Lottchen; espero que estén bien.

Un beso suculento para ti con amor y fidelidad, mi chica del Rin.

Yo soy tu hombre.

Tu Friedrich.

Al día siguiente, sentado al lado de Guri en el banco de la cocina, disfruté del aroma de gofres recién hechos. Guri esperaba con ansia tenerlos en el plato.

—Nunca hay que separar dos corazones —canturreó mientras separaba dos gofres en forma de corazón.

Ingvild se echó a reír.

—¿Quién te la ha enseñado? —preguntó.

—Fritz.

—Claro, ¿quién iba a ser? —dijo Ingvild, y le dio a su hija un cachete en broma.

El ruido de unas botas pesadas nos llamó la atención. Supe enseguida que era Magnus. Las botas de los soldados alemanes tenían otro sonido.

—¿Hay alguien en casa? —gritó Magnus desde la entrada.

—¡Estamos en la cocina!

Una ráfaga de aire frío entró con él.

—Ah, ¡huele que alimenta! —dijo.

Ingvild giró el molde de hierro en el fuego.

—¿Alguna novedad? —preguntó Magnus como si nada.

—A Friedrich le han dado un permiso. Podrá ir a casa a ver a su mujer —anunció Guri a bombo y platillo.

—Vaya, ¿y cuándo se va?

—El 2 de diciembre sale de aquí —dijo Ingvild con voz queda—. Espero que entonces todo nos será un poco más fácil.

—Pero antes celebrará una fiesta —se apresuró a explicar Guri—. Con los demás soldados.

—Pero no será aquí, en Haugom-Gård, ¿verdad? —preguntó Magnus dirigiéndose a Ingvild.

—No. Es una fiesta en el Hogar del Soldado.

—Una fiesta, ¿eh?

—Sí, y todos los soldados…

Ingvild interrumpió a su hija:

—Guri, cómete el gofre o se te enfriará.

Magnus miró con acritud a su hermana. Ella le devolvió la mirada y cambiaron de tema.

En mi cabeza no paraba de resonar esta frase: «Espero que entonces todo nos será un poco más fácil».

Se lo habían ganado. Ya iba siendo hora de que nos fuéramos de allí para que todos pudieran vivir su vida tranquilamente. No pensé más en ello.

La tarde antes de la partida hizo un día radiante de invierno. El cielo estaba azul y la nieve brillaba a la luz del sol. Friedrich estaba en su cuarto haciendo el equipaje. Llamaron con suavidad a la puerta.

—Pasa, pequeña Guri, pasa.

—Fritz…

—¿Sí?

—¿Te llevas a Ole?

—Sí, tengo que llevármelo.

—¿Por qué?

—Porque me lo regaló mi Marlene, es mi talismán contra la guerra.

—Lástima que haya guerra —dijo la niña con seriedad, y contempló la habitación como si nunca hubiera estado allí.

—Sí. Yo pienso lo mismo.

—¿Volveréis?

¡
Eso espero
!

—Seguro —dijo Friedrich—. Tenemos que seguir practicando noruego juntos.

—Sí. Todavía tienes muchas faltas.

—Ya lo creo.

—Tienes que aprender mucho todavía.

Friedrich sonrió.

—¿Quieres jugar un poco con Ole? Si quieres, no lo guardaré hasta mañana.

Guri asintió sin decir nada y me cogió de encima de la mesa. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzarme.

Salimos a la nieve. A la agradable luz de aquel día.

No me resultaba fácil pensar en la despedida y, aun así, me sentía infinitamente aliviado porque habíamos conseguido pasar todo aquel tiempo sin que Friedrich supiera nada de los partisanos de Magnus. Todo había vuelto a salir bien.

Sería una despedida más en una larga lista de despedidas, habría un nuevo rinconcito en mi memoria, donde se reunirían imágenes, pensamientos, olores y vivencias.

No olvidaría nada. Porque un oso de peluche no olvida nada de lo que alguna vez le ha llegado al corazón.

Ya había oscurecido cuando un ordenanza pasó a recoger a Friedrich para ir a la gran fiesta en el Hogar del Soldado, pero la luna brillaba clara y sumergía los alrededores en una luz azulada. Más animado de lo que nunca lo había visto, Friedrich bajó saltando las tres escaleras de la casa de los mozos, saludó con brío y desapareció en la oscuridad.

Me quedé solo. Pero no en el confortable dormitorio, sino fuera, sobre el banco. Guri me había dejado allí porque no podía echarle una mano construyendo un muñeco de nieve. Se había ensimismado tanto en su obra que se había olvidado de mí. Cuando Ingvild la llamó para comer, me conformé con mi destino de pasar una noche fría, no era la primera vez que pernoctaba al raso y, por suerte, no podía congelarme. Friedrich no se olvidaría de mí. Al día siguiente me metería en su mochila. Al día siguiente nos iríamos a casa.

Debía de ser ya tarde cuando de repente oí unos pasos. La nieve crujió secamente y, poco después, vi centellear la luz de una linterna. Luego volvió a estar todo oscuro. Oí la puerta del granero.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quién se deslizaba en mitad de la noche por la granja? Agucé los oídos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo no podía ladrar; además, esa era la misión de Fips, por algo era el perro guardián. ¿Por qué no ladraba?

¿Tampoco oía Torleif los ruidos? Cuando un alce, un oso o un zorro se acercaban a la granja, se despertaba de inmediato. Volví a oír pasos, esta vez en otra dirección. Había una segunda persona. ¿Qué demonios hacía allí aquella gente? De nuevo el leve chirrido de la puerta del granero, que Torleif tenía que engrasar regularmente. Luego, una figura negra giró por la esquina.

Magnus.

Lo reconocí enseguida. Los andares resueltos, los movimientos rápidos.

¿Qué buscaba allí en mitad de la noche? ¿Y quién era la otra persona a la que había oído? ¿Ingvild? ¿O un extraño?

De pronto comprendí con horror: la fiesta en el Hogar del Soldado. Todos los soldados de buen humor y apiñados. Apenas centinelas. Si se quería asestar un golpe a los alemanes, allí se daban las mejores perspectivas de éxito. Ningún partisano dejaría escapar esa oportunidad. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Se me pusieron los pelos de punta.

Entonces distinguí que Magnus empuñaba un fusil. ¿De dónde lo había sacado? Los noruegos habían tenido que entregar sus armas hacía mucho tiempo. La pena de muerte amenazaba a quienes poseían un arma.

Pensé en Friedrich, que celebraba que al día siguiente podía irse a casa, y me entró un miedo espantoso por él.

Volví a oír pasos, pero esta vez procedían de la verja.

¿Quién más se acercaba?

Magnus no oyó nada, se había tapado bien las orejas con la gorra.

Por el amor de Dios, ¡era Friedrich!

¿Por qué había vuelto ya?

En el sonido de sus pasos se notaba que estaba de buen humor, quizá había tomado una o dos cervezas. Al doblar la esquina se oyó un silbido suave. Era la canción de la chica del Rin.

Nunca olvidaré esa canción, que a Friedrich le recordaba constantemente a su Marlene, que lo consolaba cuando se sentía solo, que le daba esperanzas y alegría. Una canción sencilla, tonta. Y cuando ahora pienso en ella, sigue sonando en mi cabeza y lo veo delante de mí, bailando cogido de la mano con Ingvild y Guri por la era y cantando a grito pelado.

Magnus se quedó paralizado. Friedrich se quedó paralizado.

Los dos hombres estaban frente a frente y se miraban. La luna dibujaba sus contornos en negro sobre la nieve.

Yo temblaba. Deseé poder cerrar los ojos. Pero estaba obligado a seguir mirando, no tenía elección.

Marlene, pensé. Marlene. Ingvild. Guri. Torleif. Marlene. Franziska. La tía Lottchen. Friedrich. Magnus.

Magnus levantó la escopeta. Friedrich no se movió. No apartaron la mirada el uno del otro. Magnus retrocedió lentamente, con el fusil alzado. Un paso. Otro paso. El arma apuntando al hechizado Friedrich.

Friedrich meneó lentamente la cabeza. Muy lentamente.

Luego, Magnus se volvió. Saltó la valla de un brinco y desapareció a la derecha, hacia el bosque, entre las sombras alargadas de los árboles.

No sé cuánto rato se quedó Friedrich allí de pie, siguiendo con la mirada aquella figura. Un minuto. Quizá dos. Luego se dejó caer pesadamente sobre el banco. Me descubrió. Me cogió con cuidado y me miró.

—Mañana. Mañana, amigo mío, nos iremos a casa —dijo en voz baja—. Y nada de todo esto nos importará.

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