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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (37 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Pasó otro día hasta que por fin llegamos; las montañas eran cada vez más pequeñas, la nieve menos abundante y el aire unos grados más cálido. En un momento dado divisamos Lyon y, finalmente, el primer cartel que indicaba el camino al conocido Fleurie.

Pasó más de una semana hasta que Isabelle se recuperó lo suficiente para poder comer y beber sola. Enero ya había cumplido dos semanas cuando su firmeza y su voluntad, siempre inquebrantable, cobraron vida de nuevo.


Maman
, ¡no lo entiendes! —protestó—. Tengo que volver a Florencia. Gianni me está esperando.

—Cariño, no sé quién es ese Gianni, pero ni soñar siquiera con salir de casa. Creo que no comprendes tu estado.

—Pero yo lo amo. Y él no sabe qué ha ocurrido.

—Alguien se lo habrá contado. Ya verás como da señales de vida.

—Pero no sabe dónde estoy. No tiene nuestra dirección.

—Todo se arreglará. Tú no te preocupes.

Pero Isabelle se preocupaba. La consumía la añoranza.

—No lo soporto más, tengo que ir a Florencia.

—Esta tarde vendrá el médico, esperemos a ver qué dice —dijo Hélène para tratar de calmar a su hija, y le pasó un paño húmedo por la cara pálida.

—¡Le habéis dicho que me lo prohíba! —despotricó Isabelle, tan pronto como el doctor Maloncours salió por la puerta—. Ha sido idea vuestra. No queréis que vaya. Y ya casi estoy curada.

—Isabelle, el doctor Maloncours te ha prohibido el clima húmedo. No pienso discutirlo contigo. Te quedarás aquí,
compris
? —dijo Hélène con determinación y dejó a su hija con el enfado.

—Mon ami, ¿qué voy a hacer? ¿Qué pensará Gianni de mí? Y no sé dónde vive. ¿Cómo voy a encontrarlo?

Pensé en la ardua y penosa búsqueda de Marlene y me pregunté si nosotros conseguiríamos encontrar a Gianni. ¿Qué posibilidades había?

—¿Quién piensa en darse la dirección cuando solo te despides por unos días?

Estaba desesperada, y yo la comprendía mejor que nadie. Conocía a Gianni. Sabía que era el indicado. ¿Hasta qué punto pretendía ser cruel el destino? ¿Acaso pretendía separar para siempre por un maldito capricho navideño a dos personas que estaban hechas la una para la otra?

Al cabo de dos meses, cuando aún no se habían recibido señales de vida de Gianni y se habían enviado todas las cartas a las veintitrés familias Bontempelli o Bomtempelli (Isabelle no sabía cómo se escribía exactamente el apellido de Gianni) y no hubo respuesta, salvo nueve escritos negativos lamentándolo, dio la impresión de que el destino así lo había querido.

—¿Tanto me equivoqué, Mon ami? —me preguntaba casi todas las noches—. ¿No me está buscando?

No lo sé, pero no podemos perder la esperanza
.

Cuando también pasó el verano, se cosechó la vendimia y hacía tiempo que Isabelle estaba curada, todos los esfuerzos seguían sin dar resultado. Gianni seguía como si se lo hubiera tragado la tierra.

¿Cómo describir el cambio que se produjo en el rostro de Isabelle? Era tan minúsculo que solo se le notaba si se sabía distinguir entre una arruga de reír y una arruga de llorar. Si se conocía el rasgo de su boca que indicaba felicidad o desdicha.

La desdicha se había instalado en la boca de Isabelle, en su corazón y en su alma. Solo Gianni habría podido cambiar algo, pero no lo hizo.

7

A
lguien ha metido la llave en la cerradura. Oigo voces, más de una. Una mujer. Dos hombres. ¡Es la escritora! Por fin. Entran. Ojalá pudiera ver mejor.

—Siéntese, por favor —dice la voz de hombre.

—Ya he estado demasiado rato sentada. Solo quiero llevarme mi oso de peluche y coger el próximo avión a Munich.

¡No me ha abandonado! La cabeza me da vueltas de la alegría.

—Ahora tiene que firmar aquí, conforme el peluche es de su propiedad.

—Nunca lo he negado.

—No, pero tiene que hacerlo delante de testigos. De lo contrario, después podría afirmar que no era suyo.

—Pues claro que es mío. Me tienen hasta las narices, en serio.

—Haubenwaller, usted también tiene que firmar, haga el favor.

¿Haubenwaller? ¡El soldado de frontera! Oh, ¡un rayo de esperanza en el horizonte!

—Escúcheme, señor Haubenwaller —murmura la escritora—. Quizá usted sea un poco menos testarudo que su colega. ¿No cree usted también que esta situación es totalmente ridícula?

—Bueno —contesta Haubenwaller—, después del 11-M, todos gritaron pidiendo nuevas medidas de seguridad, y ahora que las tenemos, no les parece bien.

—Tampoco hay que exagerar.

—Si hace el favor de identificar al oso y luego firmar aquí —interviene el funcionario—. Usted no es la única que quiere que se resuelva este asunto.

El rostro de la escritora aparece sobre mí. Alivio.

¡
Me alegro de verte
!

—Sí, es Henry —dice.

Me zumban los oídos.

Henry. Ha dicho: «Sí, es Henry». Sabe mi nombre. Sabe quién soy. Me conoce. No puede volver a irse nunca. Henry. Sí, es Henry. Soy Henry. Henry N. Brown. Henry. Después de tantos años.

Habría saltado de la caja y estallado de alegría. Entonces tendrían su explosión.

El funcionario murmura algo incomprensible, Haubenwaller carraspea y la escritora pregunta:

—¿Y ahora qué?

—Ahora subirá con nuestra compañera, que a lo mejor le ofrece una taza de café, y esperaremos el resultado de la exploración del objeto sospechoso. A continuación, puede tener un montón de problemas o derecho a una indemnización, económica, naturalmente.

—Nunca había visto nada igual —murmura la escritora—. En serio, esto es… Pero, bueno, acabemos de una vez. De todos modos, le digo una cosa: usted no se irá a casa hoy hasta que me devuelvan el oso de peluche.

—¿Me está amenazando?

—No, por Dios. ¿Cómo se le ocurre? —La escritora monta en cólera y luego añade secamente—: Es que soy adivina, ¿sabe?

—Vámonos, por favor —dice el funcionario, esforzándose por mantener la calma.

Haubenwaller ríe con disimulo, lo oigo perfectamente.

La puerta chirría.

¡
No! ¡Quédate! Por favor, ¡quédate
!

Se van.

No me ha abandonado. Bien. Lucha por mí. Bien. Pero el peligro todavía no ha pasado.

Aun así, su rebeldía me consuela. Sí, uno aprende a contentarse con poco. En toda mi vida, quizá me han consolado como es debido dos o tres veces. Al estilo de: «Oh, pobre Doudou, has pasado toda la noche fuera, solo y con este frío». O bien: «Oh, pobre Ole, se te está cayendo una oreja». Pero ¿aparte de eso? Nadie me ha dicho nunca: «Tu situación es verdaderamente terrible. Comprendo que a menudo te sientas fatal cuando no puedes moverte». O bien: «Es tristísimo que no puedas compartir conmigo tu infinita sabiduría. Tiene que ser terrible no poder proteger a los demás de las tonterías». Nada similar.

Pero así es el reparto de papeles:

Todo sentimiento que se me muestra es verdadero y sin reservas.

Todo amor es sincero y profundo mientras dura, y de mí se espera nada menos que sea retornado sin protestar y multiplicado por diez.

Todo temor con el que me estrechan es tan penetrante como solo el miedo puede serlo. Y de mí se espera nada menos que lo mitigue y consuele de inmediato.

Nadie me ha hecho nunca teatro, nadie ha querido nunca engatusarme, nadie me ha mentido nunca.

Hay que ser un oso de peluche para recibir respuestas sinceras, pero, lo que es consolarte, nadie te consuela nunca.

Consuelo

E
staba sentado con la espalda apoyada contra el pie de latón de una lámpara de mesa. La pantalla amarilla de la lámpara se alzaba por encima de mí. Cubría la guardia nocturna.

La mayoría de los huéspedes ya se habían ido a la cama; solo quedaba una anciana sentada fuera, en la terraza, mirando hacia abajo, a la ciudad. Tanto de día como de noche, la vista era fantástica. Comprendía que la gente fuera allí a buscar paz, a huir de la vida cotidiana y a dejarse mimar.

Sería una noche tranquila, como tranquilas habían sido todas las noches desde que vigilaba la recepción de la pequeña Pensione Bencistà.

El signore Simoni me había dejado la luz encendida, quizá para que no me sintiera solo, pero seguro que también para que los huéspedes no tropezaran con las alfombras en la oscuridad. El hombre había hecho la ronda, había inspeccionado las puertas rutinariamente. Había espantado al gato para que saliera fuera y había puesto agua en la jaula del canario, había metido el dedo en el tiesto del ficus que había junto a la ventana para comprobar si la tierra estaba bastante húmeda. Luego, había pasado detrás de la mesa de recepción, de madera de caoba maciza, había despejado la superficie de trabajo y había examinado con la mirada el armario de las llaves que tenía detrás, donde había una casilla para dejar notas o correo debajo de cada cartelito blanco con el número. Todas las casillas estaban vacías. Después, había apagado las demás luces.

—Bueno, bueno —había murmurado—. Pues ya está todo en orden.

Salió a la terraza. Oí su voz.


Buonasera
, signora Bartoli, ¿va todo bien? ¿No tiene frío?

—Ah, signore Simoni —dijo la anciana, sorprendida—. No, no tengo frío. Va todo bien. Todavía me quedaré un ratito aquí sentada.

—Como quiera. Le dejaré una luz encendida.


Grazie
.


Buonanotte
.

Luego el silencio cayó sobre el gran edificio. A través de las ventanas abiertas se oía cantar a los grillos. Era una noche suave, apenas corría la brisa. Agosto tocaba a su fin.

Me sentaba bien llevar una vida tranquila haciendo de peluche de hotel en aquel antiguo edificio de Fiesole, entre aquellos muros llenos de historias. Los años locos parecían haber acabado. Había cumplido sesenta años hacía un mes. Había brindado mentalmente conmigo mismo y me había dado una palmadita en el hombro.

Sesenta… ¿Viviría aún Alice? Pasaría ya de los ochenta. ¿Tanto tiempo hacía desde que nos sentábamos juntos en la butaca, en Bath, y hablábamos de William?

Sesenta… Un motivo para ponerse un poco nostálgico, y no precisamente una edad en la que se desee volver a empezar otra vez desde el principio. Tampoco si eres un oso de peluche. Deseas continuidad, orden y un poco de tranquilidad, pero no quieres retirarte todavía, quieres tener una tarea.

Yo tenía una tarea. Consistía en dar la bienvenida a los huéspedes de la Pensione Bencistà, ofrecerles una acogida lo más calurosa posible y arrancarles una sonrisa tan pronto como entraban en nuestra casa. En otras palabras, me habían asignado una tarea importante, que en cierta manera me había consolado de que, cinco años atrás, Isabelle hubiera decidido definitivamente seguir su propio camino, y sin mí.

No fue una sorpresa. Si he de ser franco, se había ido perfilando. No obstante, con toda la esperanza ingenua de un oso de peluche, había albergado la fantasía de que podría ser Mon ami Marionnaud hasta el fin de mis días, y que Isabelle y yo seguiríamos juntos hasta que la muerte nos separara. Pero se lo prometió a otro, y quizá una frase como esa solo puede aplicarse una vez. No lo sé.

Isabelle fue a las barricadas por aquel entonces, después de que Gianni desapareciera de su vida. En su memoria, de Florencia no había quedado más que un montón de ruinas. Sin embargo, la pulmonía le había dejado huella: Isabelle padecía asma. Pero eso no le impedía ir a todo gas.

No fui el único que observó preocupado aquella evolución. Jules y Hélène también le lanzaban largas miradas a su benjamina, que rebosaban inquietud y preocupación. Pero Isabelle se sublevó. Contra todo. Y si no caí en desgracia fue única y exclusivamente porque yo no podía expresarme: visto así, por fin mi condición, normalmente tan inútil, presentaba una ventaja.

Isabelle experimentó un cambio. Una mañana se despertó y la nostalgia por Gianni y la tristeza que se había instalado alrededor de su boca se habían convertido en una furia salvaje.

Antes de lo previsto, en octubre de 1967, regresó a París.

—No soporto más tanta mojigatería burguesa —le echó en cara a su madre, que la miraba desesperada.

—No te entiendo. ¡Nosotros solo queremos lo mejor para ti!

—¡Pues elegid a otro presidente! Y ocupaos de que nunca más vuelva a haber guerra.

—Ay,
ma belle
, ¡tú ya sabes lo que pienso!

—No. Y deja de llamarme «
ma belle
». Me voy a París.
Maman
, ya soy adulta, y sé lo que me hago. Quiero acabar los estudios.

Hélène meneó la cabeza, Jules miró por la ventana y nos dejaron marchar.

Isabelle luchó.

Luchó contra el vacío que tenía en el corazón, y existían suficientes medios para llenar ese vacío. El nuevo año tenía preparadas bastantes ocasiones para despacharse. La gran revolución de los estudiantes de la Sorbona le vino como anillo al dedo. Todo lo que llevaba tiempo bullendo en su interior se derramó. Se dio cuenta de que no era la única que estaba furiosa. No defendía sola su opinión, eran miles los que estaban dispuestos a salir a la calle para manifestarse contra las estructuras fosilizadas y exigir más libertad. Se podían gritar consignas, tirar adoquines, manifestarse y debatir. Ella hizo todo eso con pasión.

¿Que si me parecía bien? ¿Qué voy a decir? Yo me quedaba en casa, encima de la papelería de la rue Racine, no muy lejos de la place d’Odéon, y miraba asustado por la ventana. Vi a los estudiantes levantando barricadas en las calles con adoquines y árboles caídos, y a la policía castigándolos con gases lacrimógenos. Vi cómo quemaban coches y pegaban carteles en las paredes y eran perseguidos por unidades enteras de la gendarmería. No permitían que la autoridad quebrantara su voluntad.

Todo eso, ¿puede parecerle bien a un oso pacífico y sencillo?

En aquellos días, algo incontenible flotaba en el aire. La voluntad de rebelarse. No sabía de dónde procedía. No conocía el contexto y no comprendía nada de la política dominante, pero notaba que los jóvenes estaban haciendo algo para decidir por ellos mismos su realidad.

Las consignas volaban a mi alrededor como balas de cañón, y retumbaban hacia mí desde las paredes de los edificios. Revolución, libertad, comunidad, capitalismo, anarquismo, Vietnam, poder del Estado, Mao, Che. Palabras que incitaban a las personas, las volvían rebeldes y les hacían apretar los puños.

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