Sean Hall, que era un joven precavido, con educación cuáquera, se preguntaba a veces qué parte le tocaba en todos estos asuntos.
A pesar de ser novato como ejecutivo de O'Keefe, ya había observado bastantes hoteles de carácter agradable e individual, atrapados por la conformación de la administración en cadena. De una forma remota, el proceso lo entristecía. Tenía pensamientos incómodos también, respecto a la ética con que se lograban algunos fines.
Pero siempre, el contrapeso para tales escrúpulos era la ambición personal y el hecho de que Curtis O'Keefe pagaba con generosidad los servicios que se le prestaban. El cheque con el salario mensual y la creciente cuenta en su Banco, eran causa de satisfacción para Sean Hall, aun en sus momentos de desasosiego.
Había también otras posibilidades que, hasta en momentos de extravagantes ilusiones, sólo se permitía considerar a muy largo plazo. Esta mañana, desde que había entrado en la
suite,
había sentido en forma muy intensa la presencia de Dodo, si bien en ese momento evitaba mirarla en forma directa. Su rubia y provocativa sensualidad, que parecía invadir la habitación como un aura, provocaba reacciones en Sean Hall, que en su casa, la hermosa esposa morena (un encanto en las canchas de tenis y secretaria de la Asociación de Padres y Maestros) no había logrado jamás. Considerando la buena fortuna de Curtis O'Keefe, era un pensamiento especulativo y fantasioso recordar que en un principio aquel hombre sólo había sido un contador joven y ambicioso.
Sus especulaciones fueron interrumpidas por una pregunta de O'Keefe:
–Su impresión con respecto a la mala administración, ¿se aplica a todos en general?
–No por completo, señor -Sean Hall consultó sus notas, concentrándose en el tema, que desde dos semanas atrás se le había hecho familiar-. Hay un hombre, el subgerente general, McDermott, que parece muy competente. Treinta y dos años de edad, y está graduado en Cornell-Statler. Por desgracia tiene una mancha en su hoja. La oficina central hizo una investigación. Aquí tengo el informe.
O'Keefe leyó con cuidado la hoja que el joven contador le dio. Contenía los hechos esenciales del despido de Peter McDermott, del «Waldorf» y sus subsecuentes intentos infructuosos, hasta que llegó al «St. Gregory» y encontró nuevo empleo.
El magnate de los hoteles devolvió la hoja, sin comentarios. La decisión con respecto a McDermott sería asunto de la «tripulación de naufragio». Sus miembros, sin embargo, estaban enterados de la insistencia de Curtis O'Keefe en que todos los empleados de su cadena de hoteles tuvieran una moral sin mácula. Por muy competente que fuera McDermott, era poco probable que continuara allí, bajo el nuevo régimen.
–También hay otras personas capaces -continuó Sean Hall-, pero en puestos «menores».
Continuaron hablando durante quince minutos más. Al fin, Curtis O'Keefe anunció:
–Gracias, señores. Llámenme si hay alguna novedad importante. De otro modo, yo me pondré en comunicación con ustedes.
Dodo los acompañó hasta la puerta.
Cuando volvió, Curtis O'Keefe estaba extendido cuan largo era, sobre el sofá que habían dejado libre los dos contadores. Tenía los ojos cerrados. Desde el comienzo de sus negocios había cultivado la capacidad de relajarse algunos momentos disponibles durante el día, renovando la energía que sus subordinados, algunas veces, pensaban que era inagotable.
Dodo lo besó suavemente en los labios.
Sintió su humedad y su cuerpo lleno, tocando apenas el suyo. Sus largos dedos buscaron la base de su cráneo, acariciándolo apenas en la línea del pelo. Una guedeja de su cabello cayó como una caricia sobre su cara.
La miró sonriendo.
–Estoy cargando mis baterías. – Luego, contento, agregó:- Lo que estás haciendo me ayuda.
Los dedos de ella continuaban el masaje. A los diez minutos, Curtis estaba descansado y refrescado. Se estiró, abrió una vez más los ojos, y se incorporó. Luego, de pie, abrió los brazos a Dodo.
Ella se llegó hasta él con abandono, acercándose, presionando su cuerpo contra el de él. Ya sentía que la siempre despierta sensualidad de ella se había convertido en una llama quemante, exigente.
Con creciente excitación, la llevó al dormitorio contiguo.
La duquesa fue hacia la puerta. Anteriormente había despachado a la camarera para hacer un mandado cualquiera y había indicado al secretario de cara de luna, quien tenía terror a los perros, que sacara a los
Bedlington terriers,
a hacer ejercicio. Saber que cualquiera de ellos podía volver de un momento a otro tampoco apaciguaba su tensión.
Ogilvie entró acompañado por una nube de humo de tabaco. Cuando él la siguió hasta la sala, la duquesa miró fijamente el cigarro medio consumido en la boca del hombre grueso.
–Ni a mi marido ni a mí nos gusta el humo del cigarro. ¿Tendría la amabilidad de apagarlo?
Los ojos del detective del hotel la inspeccionaron con sorna. Su mirada recorrió la espaciosa habitación, abarcando al duque que lo observaba, indeciso, dando la espalda a la ventana.
–Están muy bien instalados aquí. – Con calma, Ogilvie se quitó de la boca el cigarro ofensivo, quitó la ceniza y luego arrojó la colilla hacia la chimenea ornamental que estaba a su derecha. No le acertó, y la colilla cayó sobre la alfombra, donde la dejó.
Los labios de la duquesa se apretaron. Dijo en tono cortante:
–Me imagino que no ha venido aquí a discutir el decorado.
El cuerpo obeso se estremeció de risa.
–No señora, no puedo decir eso. Aunque me gustan las cosas hermosas -bajó el tono de su incongruente voz de falsete-, como el automóvil de ustedes, el que guardan en el hotel. Es un «Jaguar», ¿no es cierto?
–¡Ah! – No era una palabra hablada, sino una emisión de aliento del duque de Croydon. Su esposa le disparó una rápida mirada de prevención.
–¿En qué forma puede interesarle nuestro coche?
Como si la pregunta de la duquesa hubiera sido una señal, la actitud del detective cambió.
–¿Hay alguien más aquí? – preguntó de mal modo.
Fue el duque quien respondió:
–Nadie. Los hemos hecho salir.
–Hay cosas que es mejor comprobar. – Moviéndose con sorprendente rapidez, el gordo recorrió la
suite,
abriendo puertas e inspeccionando el espacio entre ellas. Era obvio que conocía bien la distribución de las habitaciones. Después de volver a abrir y cerrar la puerta que daba al exterior, aparentemente satisfecho retornó a la sala.
La duquesa se había sentado en una silla de respaldo recto. Ogilvie permaneció de pie.
–Bien -dijo-, ustedes dos son culpables del accidente de anoche.
Ella lo miró directamente a los ojos.
–¿De qué está usted hablando?
–No juguemos, señora. Lo que acabo de decir es cierto. – Tomó un cigarro y le mordió la punta.– Usted ha leído los diarios. Además se ha hablado mucho de ello en la radio.
Dos manchas rojo subido aparecieron en las pálidas mejillas de la duquesa de Croydon.
–Lo que usted sugiere es lo más desagradable, ridículo…
–¡Ya le dije que termine con eso! – Las palabras, las escupía con repentino salvajismo; toda simulación de suavidad había desaparecido. Ignorando al duque, Ogilvie accionaba con el cigarro sin encender, bajo la nariz de su adversaria.– Escuche lo que le digo, arrogante señora. La ciudad está que hierve, policías, alcalde y todo el resto. Si encuentran a quienes hicieron eso anoche, a quienes mataron a esa niña y a su madre, tengan por seguro que los detendrán y no les importará a quién golpean ni si tiene o no títulos nobiliarios. Bien, ahora yo sé lo que sé, y si hago lo que en realidad debería hacer, vendrá aquí una patrulla de Policía tan aprisa que apenas podrán verlos. Pero primero he venido a hablar con ustedes, para que me refieran su versión. – Los ojos de cerdo pestañearon, luego se endurecieron.– Si lo quieren de la otra manera, díganlo.
La duquesa de Croydon, con tres siglos y medio de innata arrogancia detrás de ella, no se rindió fácilmente. Poniéndose de pie, con el rostro airado, y los ojos gris-verdoso relampagueantes, enfrentó la vulgaridad del detective del hotel. Su tono hubiera abrumado a cualquiera que la conociera bien.
–¡Usted, incalificable tunante! ¡Cómo se atreve!
Hasta la confianza que Ogilvie tenía en sí mismo se tambaleó por un instante. Pero fue el duque de Croydon quien intervino.
–No puedo, mujer. Tengo miedo. Hicimos lo posible. – Y encarándose a Ogilvie, continuó:- Su acusación es cierta. Yo tengo la culpa. Conducía el coche y maté a la niñita.
–Eso está mejor -dijo Ogilvie. Encendió el cigarro-. Ahora nos vamos a entender.
Cansada, con un gesto de entrega, la duquesa de Croydon se dejó caer en una silla. Apretándose las manos para ocultar su temblor, preguntó:
–¿Qué es lo que usted sabe?
–Bien, veamos, se lo diré. – El detective del hotel procedió con calma, echando una nube de humo azul, con los burlones ojos fijos en la duquesa, como desafiando su objeción. Pero ella no hizo comentario alguno, sólo plegó la nariz con disgusto.
Ogilvie se dirigió al duque:
–Anoche, temprano, usted fue a casa «Lindy», en Irish Bayou. Usted conducía su hermoso «Jaguar», y llevaba a una amiga. Creo que así la llamaría usted si no se siente demasiado exigente.
Como Ogilvie miró sonriendo a la duquesa, el duque le dijo en tono cortante:
–¡Haga el favor de continuar!
–Bien -la melosa cara del gordo se echó hacia atrás-•. Me dijeron que usted ganó cien dólares con los naipes, y que luego los dejó en el bar. Ya se había metido en otros cien, en buena compañía cuando su esposa llegó en un taxi.
–¿Cómo sabe usted todo eso?
–Se lo diré, duque: he estado en esta ciudad y en este hotel mucho tiempo. Tengo amigos en todas partes. Los ayudo; ellos hacen lo mismo conmigo informándome de qué es lo que da dinero y dónde. Hay pocas cosas fuera de lo normal que hagan los huéspedes de este hotel que yo no sepa. La mayoría de ellos nunca se enteran de lo que yo sé, ni siquiera me conocen. Creen que tienen sus pequeños secretos seguros, así es… excepto en un caso como éste.
–Ya veo -dijo el duque con frialdad.
–Quisiera saber una cosa. Soy curioso por naturaleza, señora. ¿Cómo se imaginó dónde estaba el duque?
–Usted sabe tantas cosas -respondió la duquesa-, que una más no importa. Mi marido tiene la costumbre de hacer apuntes mientras habla por teléfono. Y con frecuencia se olvida de destruirlos.
El detective del hotel chascó la lengua desaprobando.
–Una negligencia como ésa, duque, mire en el lío que lo ha metido. Bien, esto es lo que imagino en cuanto al resto: usted y su esposa salieron para volver al hotel, usted conducía si bien hubiera sido mejor, dadas las consecuencias, que hubiera sido ella la que condujera el coche.
–Mi esposa no sabe conducir.
Ogilvie asintió comprendiendo.
–Eso explica una cosa. De todos modos entiendo que usted estaba bebido, pero bien…
–¡Eso usted no lo
sabe\
-interrumpió la duquesa-. ¡Usted no tiene segundad de nada! No puede probarlo…
–Señora, puedo probar todo lo que necesite.
–¡Mejor es que lo dejes terminar, mujer! – dijo el duque, cauteloso.
–Tiene razón -respondió Ogilvie-. Termine de escuchar. Anoche los vi entrar por el sótano para no hacerlo por el vestíbulo principal. Además, parecían bastante nerviosos los dos. Yo acababa de llegar, y me pregunté por qué sería. Como les advertí, soy curioso por naturaleza.
–Continúe -dijo la duquesa, en un susurro.
–Anoche, tarde, se corrió la voz de que alguien había atropellado a unas personas y había huido. Fui inmediatamente al garaje e inspeccioné detenidamente el coche de ustedes. Tal vez no lo sepan… Estaba retirado, en una esquina, detrás de un pilar donde la gente al pasar no lo ve.
El duque humedeció sus labios.
–Supongo que eso ya no importa.
–Podría ser que fuera interesante -concedió Ogilvie-. De cualquier manera eso me hizo efectuar algunas exploraciones… allá en el Departamento de Policía, donde también me conocen. – Se detuvo para encender el cigarro mientras sus oyentes permanecían silenciosos. Cuando la punta del cigarro estuvo encendida, la miró y continuó.– Hay allí tres cosas para empezar. Tienen el aro de uno de los faros que debe de haberse caído cuando chocaron con la mujer y la niña. Tienen, también, algunos vidrios del faro, y examinando la ropa de la niña, creo que podrán obtener una pista.
–¿Una qué?
–Si usted frota un género contra algo duro, duquesa, especialmente si es pulido como el guardabarros de un coche, dejará una marca lo mismo que una impresión digital. El laboratorio de la Policía lo identificará como hacen con las impresiones digitales… lo espolvorean y aparece.
–Eso es muy interesante -dijo el duque, como si hablara de algo que no estuviera relacionado con él-. No lo sabía.
–No son muchos los que lo saben. En este caso, sin embargo, no creo que signifique gran diferencia. Usted tiene en su coche un faro roto, y el aro ha desaparecido. No cabe duda de que todo coincide aun sin el resultado del laboratorio y la sangre. ¡Ah, sí…! Debí decirles eso. Hay bastante sangre, si bien no se ve demasiado en la pintura negra.
–¡Oh, Dios mío! – Llevándose las manos al rostro, la duquesa se volvió.
–¿Qué se propone hacer? – preguntó el marido.
El gordo se frotó las manos, mirando sus dedos gruesos y carnosos.
–Como dije, vine a conocer su versión.
–¿Qué puedo decirle? Usted sabe lo que pasó -dijo el duque con desesperación e hizo un esfuerzo para enderezarse, pero sin éxito-. Es mejor que llame a la Policía y acabemos de una vez.
–Bien, no hay necesidad de apresurarse -la incongruente voz de falsete adquirió un tono musical-. Lo hecho, hecho está. La precipitación no traerá de nuevo a la vida ni a la madre ni a la niña. Además, lo que le harán en la Policía no va a gustarle, duque. No, señor, no va a gustarle nada.
Los otros dos levantaron con lentitud los ojos.
–Esperaba que ustedes -añadió Ogilvie-, sugirieran algo.
–No comprendo -respondió el duque, inseguro.
–Yo sí -interrumpió la duquesa de Croydon-. Usted quiere dinero, ¿no es así? Ha venido aquí para chantajearnos.
Si esperaba que sus palabras resultaran un impacto, no tuvo éxito. El detective del hotel se encogió de hombros.
–No me importa el nombre que le dé, señora. Sólo he venido para ayudarlos en esta dificultad. Pero también tengo que vivir.
–¿Aceptaría dinero para guardar silencio sobre lo que sabe?
–Creo que sí.
–Pero, por lo que usted dice -señaló la duquesa, recobrando por un momento su porte-. no serviría de nada. Descubrirán el automóvil de cualquier modo.
–Imagino que tendrá que correr ese riesgo. Pero hay algunas razones por las cuales eso podría no suceder. Algo que aún no les he dicho.
–Por favor, dígalo ahora.
–Todavía no lo he resuelto yo mismo del todo -respondió Ogilvie-. Pero cuando ustedes atrepellaron a la niña no venían hacia la ciudad, sino que se alejaban de ella.
–Equivocamos la ruta -dijo la duquesa-. En alguna forma nos mareamos. Es fácil en Nueva Orleáns, con las calles tan llenas de vueltas. Después, utilizando los caminos laterales, retrocedimos.
–Pensé que podía haber sido algo así -asintió comprensivo Ogilvie-. Pero la Policía no lo ha imaginado de esa manera. Están buscando a alguien que se alejaba. Es por eso por lo que ahora mismo están trabajando en los suburbios y en las poblaciones cercanas. Puede ser que inspeccionen el centro, pero todavía no.
–¿Cuánto tardarán en hacerlo?
–Tal vez tres o cuatro días. Tienen muchos lugares donde buscar primero.
–¿Cómo podría ayudarnos eso, la demora?
–Es posible, siempre que nadie se tope con el coche… y en vista de donde está colocado, podrían tener suerte. Y si lo pueden sacar…
–¿Quiere decir fuera del Estado?
–Quiero decir fuera del Sur.
–¡Eso no será fácil!
–No, señora. Todos los Estados… Texas, Arkansas, Mississippi, Alabama, y el resto estarán buscando un coche con las averías que tiene el suyo.
–¿No hay posibilidad de repararlo primero? Si el trabajo se hiciera con discreción, pagaríamos bien.
El detective del hotel negó enfáticamente con la cabeza.
–Si hace eso, lo mismo podría ir sin más rodeos a la Policía para entregarse. Se ha ordenado a todos los talleres de reparación de Luisiana llamar a la Policía en el momento en que se presente un coche para un arreglo similar al que necesita el de ustedes: no tienen más remedio que hacerlo. Ustedes están ofuscados.
La duquesa de Croydon mantuvo con firmeza las riendas de su pensamiento. Sabía que era esencial que su mente permaneciera serena para razonar. En los últimos minutos, la conversación se había hecho tan indiferente como si se estuviera discutiendo algún asunto doméstico de poca importancia y no la supervivencia misma. Tenía la intención de mantener la conversación en esa forma. Una vez más, sintió el papel de liderazgo que le había tocado en suerte, su marido era ahora un espectador tenso pero pasivo del intercambio entre el perverso gordo y ella. No importaba. Lo que era inevitable había que aceptarlo. Lo importante era considerar todas las eventualidades. Se le ocurrió una idea.