Albert Wells se inclinó cuando entró Christine. El hombrecito estaba reclinado en una pila de almohadas. Su apariencia (aun cuando su cuerpo flaco estaba cubierto ahora por un camisón pasado de moda pero limpio) producía la impresión de un gorrión, pero hoy, era la de un gorrión gallardo, en contraste con la desesperante fragilidad de la noche anterior. Todavía estaba pálido, pero había desaparecido el color ceniza. Su respiración, si bien a veces silbaba, era regular,,y no parecía forzada.
–Ha sido muy buena en venir a verme, miss.
–No es cuestión de bondad -replicó Christine-. Quería saber cómo se encontraba.
–Gracias a usted, mucho mejor. – Hizo un gesto hacia la puerta, cuando se cerró tras la enfermera.– Pero ésa, es un dragón.
–Es, probablemente, buena para usted. – Christine inspeccionó la habitación con gesto de aprobación. Todo en ella, incluyendo las pertenencias personales del viejo, estaba arreglado con prolijidad. Una bandeja con medicamentos diestramente dispuesta a un lado de la cama. El cilindro de oxígeno que habían utilizado la noche anterior, aún estaba en su lugar, pero la máscara improvisada había sido reemplazada por una más profesional.
–Oh, conoce bien su trabajo -admitió Albert Wells-, pero para otra vez, me gustaría tener una más bonita.
Christine se sonrió:
–Veo que se siente mejor. – Se preguntó si debía decir algo de lo que había hablado con Sam Jakubiec, y decidió que no. En cambio preguntó:- ¿Usted dijo anoche que comenzó a tener esos ataques siendo minero?
–De bronquitis. Sí, es verdad.
–¿Fue usted minero mucho tiempo, míster Wells?
–Más años de los que quiero recordar, miss. Sin embargo, siempre hay cosas que nos obligan a recordar: la bronquitis es una, luego esto. – Estiró las manos con las palmas hacia arriba, y la muchacha vio que estaban anudadas y gruesas del trabajo manual de muchos años.
Impulsivamente, estiró las suyas para tocárselas:
–Supongo que es algo de lo que puede sentirse orgulloso. Me gustaría saber qué hacía usted.
El negó con la cabeza:
–Quizás alguna vez, cuando usted tenga muchas horas y paciencia. En su mayor parte, sin embargo, son cuentos de viejo, y los viejos se ponen pesados a veces, si se les da la oportunidad.
Christine se sentó en una silla, al lado de la cama.
–Tengo paciencia, y no creo aburrirme.
El viejo rió.
–Hay algunas personas en Montreal que discutirían eso.
–Muchas veces he pensado en Montreal. No he estado nunca allí.
–Es un lugar muy confuso: en algunos aspectos se parece mucho a Nueva Orleáns.
–¿Es por eso por lo que viene usted aquí todos los años?
¿Porque se le parece? – preguntó Christine con curiosidad.
El hombrecito consideró la pregunta, sus huesudos hombros hundidos en la pila de almohadas:
–Nunca he pensado en ello, miss… ni de una forma ni de otra. Creo que vengo aquí porque me gustan las cosas a la antigua, y no hay muchos lugares donde encontrarlas. Sucede lo mismo con este hotel. Está un poco empalidecido en algunos aspectos, usted lo sabe. Pero en general, es hogareño. Quiero decir, de la mejor manera. Detesto las cadenas de hoteles. Todos son lo mismo: acicalados y pulidos, y cuando se vive en ellos es como vivir en una fábrica.
Christine vaciló, comprendiendo entonces que los sucesos del día habían dispersado lo que antes era un secreto, y le dijo:
–Tengo que darle una noticia que no le gustará. Temo que el «St. Gregory» sea parte de una cadena dentro de poco.
–Si sucede, lo lamentaré -contestó Wells-. Además, creo que ustedes están preocupados con problemas de dinero.
–¿Cómo sabe eso?
El viejo rumió:
–Las dos últimas veces que me alojé me di cuenta de que aquí las cosas se ponían difíciles. ¿Qué sucede ahora, apuros con un Banco? ¿La hipoteca que vence? ¿O algo parecido?
Había aspectos sorprendentes en este minero retirado, pensó Christine, incluyendo un instinto de la verdad. Respondió sonriendo:
–Probablemente ya he hablado de más. De lo que se enterará con seguridad, es de que míster Curtis O'Keefe ha llegado esta mañana.
–¡Oh, no! ¡Precisamente él! – El rostro de Albert Wells reflejaba una verdadera preocupación.– Si ése mete las manos en este lugar, hará una copia de todos los otros. Será una fábrica, como le dije. Este hotel necesita cambios, pero no de ese tipo.
Christine le preguntó intrigada:
–¿Qué tipo de cambios, míster Wells?
–Un buen hotelero podría decirle eso, mejor que yo, aunque tengo algunas ideas. Sé una cosa, miss, como siempre, el público es muy dado a las novedades. En este momento quiere el pulimento del cromo y la uniformidad. Pero a su tiempo se cansarán y querrán volver a las cosas antiguas, con su verdadera hospitalidad, y un poco de carácter y de atmósfera; algo que no sea precisamente lo que encontraron en otras cincuenta ciudades, y que encontrarán en cincuenta más. El único problema es que, para cuando se den cuenta de ello, la mayor parte de los lugares buenos, incluyendo éste, quizás habrán desaparecido. – Se interrumpió y luego preguntó:- ¿Cuándo lo deciden?
–En realidad no lo sé -respondió Christine. La profundidad de sentimientos del hombrecito la dejó perpleja-. Sólo que no creo que míster O'Keefe permanezca aquí mucho tiempo.
Albert Wells asintió.
–No se queda mucho tiempo en ninguna parte, por lo que sé. Trabaja de prisa cuando se propone hacer algo. Bien, sigo diciendo que es una pena, y si así sucede, aquí tiene a una persona que no volverá.
–Lo echaremos de menos, míster Wells. Por lo menos yo… suponiendo que sobreviva a los cambios.
–Sobrevivirá, y estará donde quiere estar, miss. Pero si algún hombre joven tiene bastante sentido común, no será trabajando en ningún hotel.
Rió sin responder, y hablaron de otras cosas hasta que, precedida por un breve golpe en
stacatto,
reapareció la enfermera. Dijo muy cortés:
–Gracias, miss Francis -luego, mirando detenidamente su reloj-: Es hora de que mi paciente tome su medicina y descanse.
–De todos modos tengo que irme. Volveré a verlo mañana, míster Wells, si me lo permite.
–Me gustaría que lo hiciera.
Cuando ella se marchaba, él le hizo un guiño.
Una nota sobre el escritorio de su despacho, solicitaba a Christine que llamara a Sam Jakubiec. Lo hizo, y el gerente de créditos respondió:
–Pensé que le gustaría saberlo. Llamé al Banco de Montreal. Aparentemente, su amigo es una persona de bien.
–Es una buena noticia, Sam. ¿Qué le dijeron?
–Bien, en cierta forma fue extraño. No quisieron decirme nada sobre la calificación de crédito… como en general hacen los Bancos. Sólo me dijeron que presente el cheque para ser cobrado. Les dije la cantidad; no parecieron preocuparse. De manera que creo que tiene el dinero.
–Me alegro -dijo Christine.
–Yo también me alegro, aunque vigilaré la cuenta de la habitación para que no crezca demasiado.
–Es usted un gran cancerbero, Sam -rió-, y gracias por llamarme.
Dodo, después de una cuidadosa inspección de la magnífica canasta de frutas que Peter McDermott había ordenado entregar en la
suite,
seleccionó una manzana, y estaba cortándola cuando sonó por dos veces el teléfono que había próximo al codo de O'Keefe.
La primera llamada era de Warren Trent: una cortés bienvenida, preguntándole si había encontrado todo en orden. Después de una cordial respuesta afirmativa:
–No podría ser mejor, mi estimado Warren, ni siquiera en uno de los hoteles O'Keefe… -Curtis O'Keefe aceptó una invitación a comer en privado esa noche, conjuntamente con Dodo, que le hiciera el propietario del «St. Gregory».
–Estaremos realmente encantados -afirmó el hotelero-, y déjeme decirle que admiro su hotel.
–Eso -dijo secamente Warren Trent en el teléfono-, es lo que temo.
O'Keefe soltó una carcajada:
–Hablaremos esta noche, Warren. Un poco de negocios, si es necesario, pero en realidad espero tener una conversación con un gran hotelero.
Cuando colocó de nuevo el auricular en su lugar, Dodo, con el ceño fruncido, le preguntó:
–Si en realidad es un hotelero tan importante, ¿por qué te lo vende?
Respondió con seriedad, como siempre, aun sabiendo por adelantado que ella no lo comprendería:
–Principalmente, porque hemos entrado en otra época, y él no lo sabe. En estos tiempos no es suficiente ser buen hotelero; también hay que ser buen contador.
–Vaya -dijo Dodo-. Estas manzanas son realmente grandes.
Una segunda llamada era desde una cabina telefónica instalada en el vestíbulo del hotel:
–Hola, Odgen -dijo Curtis O'Keefe, cuando el que llamaba se identificó-, en este momento estoy leyendo su informe.
En el vestíbulo, once pisos más abajo, un hombre calvo y cetrino, que tenía aspecto de contador (entre otras cosas), hizo un gesto afirmativo a un joven compañero que esperaba fuera de la cabina telefónica. El que llamaba, cuyo nombre era Odgen Bailey, de Long Island, se había instalado en el hotel hacía quince días bajo el nombre de Richard Fountain, de Miami. Con su característica cautela había evitado utilizar el teléfono del hotel, o llamar desde su propia habitación en el piso cuarto. Ahora, en términos precisos y rápidos, dijo:
–Hay algunos puntos que me gustaría ampliar, míster O'Keefe, y alguna información posterior que creo que usted necesitará.
–Muy bien. Déme quince minutos, luego venga a verme.
Cortando la comunicación, Curtis O'Keefe dijo, divertido, a Dodo:
–Me alegra que te guste la fruta. Si no fuera por ti, suprimiría todos estos festivales fruteros.
–Bien, no es que me gusten tanto -los grandes e infantiles ojos azules se volvieron hacia él-, pero nunca las comes, y parece espantoso desperdiciarlas.
–Muy pocas cosas se desperdician en un hotel -le aseguró-. Dejes lo que dejes, alguien lo cogerá… probablemente por la puerta de atrás.
–A mamá le gusta mucho la fruta. – Dodo escogió un racimo de uvas.– Se volvería loca con una canasta como ésta.
O'Keefe había levantado una hoja con el balance. Ahora volvió a dejarla:
–¿Por qué no le envías una?
–¿Quieres decir, ahora?
–Por supuesto -levantando el teléfono una vez más, pidió que le comunicaran con el florista del hotel-. Soy míster O'Keefe. Entiendo que usted envió frutas a mi
suitte.
La voz de una mujer respondió preocupada:
–Sí, señor. ¿Hay algo mal?
–Nada en absoluto. Pero me gustaría que ordenara por telégrafo, a Akron, Ohio, que entregaran una canasta idéntica y que la carguen a mi cuenta. Un momento… -le tendió el teléfono a Dodo-, dale la dirección y un mensaje para tu madre.
Cuando terminó, impulsivamente ella lo abrazó:
–Curtis, ¡eres el hombre más encantador!
El se sintió complacido con el genuino gozo de ella. Era extraño, reflexionó, que mientras Dodo se había mostrado tan dispuesta a aceptar los regalos costosos, como cualquiera de las predecesoras, eran las cosas pequeñas como ésta las que parecían darle mayor placer.
Terminó de leer los papeles de la carpeta, y a los quince minutos exactos, se oyeron unos golpecitos en la puerta, que contestó Dodo. Entraron dos hombres, ambos con carteras… Odgen Bailey, el que había telefoneado, y su segundo, Sean Hall, quien había estado con él, en el vestíbulo de entrada. Era una edición más joven de su superior, y dentro de diez años, pensó O'Keefe, probablemente tendría la misma expresión cetrina, concentrada, que sin duda provendría de escudriñar balances y de escrutar estimaciones financieras eternamente.
El hotelero saludó a ambos hombres con cordialidad. Odgen Bailey, alias Richard Fountain en este momento, era una experimentada figura clave en la organización de O'Keefe. Además de tener las cualidades usuales de un contador, poseía una extraordinaria habilidad para entrar en cualquier hotel, y después de estar una o dos semanas observando con toda discreción, generalmente ignorado por el gerente del hotel, producía un análisis financiero que más tarde resultaría muy parecido a las cifras del propio dueño del hotel. Hall, a quien Bailey mismo había descubierto y entrenado, prometía el desarrollo del mismo tipo de talento.
Ambos hombres declinaron cortésmente el ofrecimiento de una copa, como O'Keefe sabía que harían. Se sentaron frente a él, sin abrir sus carteras, como si supieran que, primero, debían llenarse otras formalidades. Dodo, en el otro extremo de la habitación, había vuelto su atención a la canasta de fruta y estaba pelando una banana.
–Me alegra que hayan podido venir, caballeros -informó Curtis O'Keefe, como si esta reunión no se hubiera proyectado con semanas de anticipación-. Quizás antes de comenzar con nuestros asuntos, sería conveniente que impetráramos la protección del Todopoderoso.
Mientras hablaba, con la facilidad que da una larga práctica, el hotelero se puso de rodillas, uniendo sus manos devotamente. Con expresión que lindaba en la resignación, como si hubiera pasado por esta situación muchas veces antes, Odgen Bailey lo imitó en seguida, y después de un momento de vacilación, el joven Hall se puso en la misma postura. O'Keefe miró hacia Dodo, que estaba comiendo la banana.
–Querida -dijo con calma-, vamos a pedir una bendición para nuestras intenciones.
Dodo dejó la banana.
–Bien -respondió, deslizándose desde la silla-, ya estoy en tu canal.
Hubo una época, meses atrás, en que las frecuentes sesiones de oraciones de su benefactor, a menudo en momentos poco oportunos, habían perturbado a Dodo por razones que nunca comprendió del todo. Pero, finalmente, como era su modo de ser, se había adaptado a ellas, y ya no le molestaban.
–Después de todo -le había confesado a una amiga-, Curtis es generoso, y supongo que si me he puesto de espaldas para él, lo mismo puedo ponerme de rodillas.
–Dios Todopoderoso -entonó Curtis O'Keefe, con los ojos cerrados y el leonino rostro sereno, con sus mejillas sonrosadas-, concédenos, si es tu voluntad, éxito en lo que estamos por hacer. Te pedimos tu bendición y tu protección activa para adquirir este hotel, llamado en honor a ti, «St. Gregory». Te rogamos devotamente que podamos añadirlo a los que ya están en lista, en nuestra organización, para tu causa y en tu nombre, por este devoto siervo que te habla -aun tratando con Dios, Curtis O'Keefe iba directamente al grano.
Continuó con la cara levantada; las palabras surgían como el solemne fluir de un río.
–Aún más, si es tu voluntad y rogamos porque lo sea, te pedimos que se haga con rapidez y economía, para que los tesoros que nosotros, tus siervos, poseemos, no se desperdicien de manera indebida, sino que se reserven para otros usos. También invocamos tus bendiciones ¡oh, Dios!, para aquellos que negociarán contra nosotros, en defensa de este hotel, pidiendo que sean influidos sólo de acuerdo con tu espíritu, y que Tú les des discreción y cordura en todo lo que hagan. Por fin, Señor, ayúdanos siempre, da prosperidad a nuestra causa mejorando nuestros trabajos, para que a nuestra vez podamos dedicarnos a ellos para Tu mayor gloria. Amén. Ahora, señores, ¿cuánto tendré que pagar por este hotel?
O'Keefe, de un salto, estaba de nuevo en el sillón. Pasaron uno o dos segundos, sin embargo, antes de que los otros comprendieran que la última frase no era parte de la oración, sino el comienzo de la sesión de negocios. Bailey fue el primero en recobrarse, y enderezándose de sus rodillas al asiento, sacó el contenido de la cartera. Hall, con una mirada de asombro, se recobró de prisa para unirse a él.
Odgen Bailey comenzó con mucho respeto:
–No hablaré del precio, míster O'Keefe. Como siempre, por supuesto, usted tendrá esa decisión. Pero no cabe duda de que sin la hipoteca de dos millones que hay que pagar el viernes, sería el negocio mucho más fácil, por lo menos para nosotros.
–¿Entonces no ha habido cambio en eso? ¿No hay noticias de renovación ni de que nadie se haga cargo de ella?
Bailey movió negativamente la cabeza.
–He pulsado algunas buenas fuentes aquí, y me aseguran que no. Nadie de la comunidad financiera lo hará, sobre todo por las pérdidas del hotel, ya le di una estimación de ellas, además de la mala administración, que es bien conocida.
O'Keefe afirmó pensativamente, y luego abrió el cuaderno que había estado estudiando. Escogió una sola página, escrita a máquina.
–Es usted muy optimista en su idea sobre ganancias potenciales. – Sus ojos brillantes y astutos se encontraron con los de Bailey.
El contador se sonrió apenas y con dureza:
–No soy propenso a fantasías extravagantes, como usted sabe. No hay la menor duda de que se podría establecer una situación de beneficios reales, y rápidos, con una renovación de recursos y revisando los existentes. El factor clave es la administración. Es increíblemente mala -señaló el joven-; Sean ha estado trabajando en ese sentido.
Con un matiz de propia importancia, y hojeando las notas, Hall comenzó:
–No hay una cadena efectiva de autoridad, con el resultado de que los jefes de departamento tienen, en algunos casos, atribuciones extraordinarias. Un ejemplo del caso, es la compra de alimentos, donde…
–Un momento.
Ante la interrupción de su jefe, Hall se calló al instante.
Curtis O'Keefe dijo con firmeza:
–No es necesario darme todos los detalles. Espero que ustedes, caballeros, se ocupen de eso cuando sea necesario. Lo que quiero en esta reunión, es un panorama general. – A pesar de la relativa gentileza de la censura, Hall se sonrojó, y desde el otro extremo de la habitación, Dodo le disparó una mirada de comprensión.
–Entiendo-dijo O'Keefe- que además de la debilidad de la administración, hay una buena cantidad de hurtos del personal, que absorben los ingresos.
El contador joven asintió con énfasis:
–Mucho, señor, sobre todo en alimentos y bebidas. – Estaba por describir sus estudios bajo mano en los distintos bares y salones, pero se contuvo. Podría ocuparse de eso más adelante, después de consumarse la compra y cuando la «tripulación de naufragio» entrara en escena.
En su breve experiencia, Sean Hall sabía que el procedimiento para adquirir un nuevo eslabón en la cadena de hoteles «O'Keefe» seguía invariablemente el patrón establecido. Primero, muchas semanas antes de cualquier negociación, un «equipo-espía», en general encabezado por Odgen Bailey, se trasladaba al hotel, registrándose sus integrantes como huéspedes normales. A fuerza de una astuta y sistemática observación, complementada a veces con sobornos, el equipo compilaba un estudio financiero y de funcionamiento, estableciendo las debilidades y estimando la fuerza potencial oculta. Cuando era apropiado, como en el presente caso, se hacían preguntas discretas fuera del hotel, entre la comunidad comercial de la ciudad. La magia del nombre de O'Keefe, más la posibilidad de futuras negociaciones con la cadena de hoteles más grande de la nación, era, por lo general, suficiente para lograr cualquier información que se buscara. Sean Hall había aprendido hacía mucho tiempo que la lealtad estaba en segundo término con referencia al propio interés práctico, en los círculos financieros.
Luego, con este conocimiento acumulado, Curtis O'Keefe dirigía las negociaciones, que casi siempre tenían éxito. Entonces era cuando entraba en acción la «tripulación de naufragio».
La «tripulación de naufragio», dirigida por uno de los vicepresidentes de los «Hoteles O'Keefe», era un grupo de expertos en administración, de mente inflexible y de trabajo rápido. Podían y lograban convertir cualquier hotel al patrón típico O'Keefe en muy poco tiempo. Los primeros cambios que realizaba la «tripulación de naufragio» afectaban al personal y a la administración; las medidas más importantes que involucraban reconstrucción e instalaciones materiales, vendrían después. Pero sobre todo, la tripulación trabajaba sonriente, asegurando a todos los interesados que no habría innovaciones graves, aunque las hubiera. Como lo expresó un miembro del equipo: «Cuando entramos nosotros, lo primero que decimos es que no se prevén cambios para el personal. Luego, comenzamos a despedir gente.»
Sean Hall suponía que lo mismo iba a suceder pronto en el «St. Gregory Hotel».