Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (13 page)

8
Las desordenadas páginas del periódico de la mañana estaban esparcidas sobre la cama de la duquesa de Croydon. Había pocas noticias que la duquesa no hubiera leído a conciencia y ahora estaba recostada contra las almohadas, su mente trabajando con intensidad. Comprendió que nunca había habido una ocasión en que su habilidad y recursos fueran más necesarios.

En una mesa auxiliar, la bandeja con el desayuno había sido utilizada y puesta a un lado. Aun en momentos de crisis la duquesa acostumbraba a desayunar bien. Era un hábito que conservaba desde su niñez, allá en la residencia de campo de su familia en Fallingbrook Abbey, en donde el desayuno siempre consistía en una comida abundante de varios platos, con frecuencia después de una agitada cabalgada a campo traviesa.

El duque, que desayunó solo en la sala, había vuelto al dormitorio pocos minutos antes. El también había leído los periódicos ávidamente, tan pronto llegaron. Ahora, con una bata escarlata con cinturón sobre el pijama, paseaba inquieto. De cuando en cuando se pasaba la mano por los cabellos aún despeinados.

–¡Por amor de Dios, sosiégate! – La tensión que compartían era notoria en la voz de la esposa – No puedo pensar mientras te paseas como un caballo en Ascot.

Se volvió: su rostro se veía arrugado y afligido a la luz de la mañana.

–¿De qué demonios sirve pensar? No va a cambiar nada.

–Pensar siempre ayuda… si se piensa lo necesario y lo que es debido. Eso es lo que hace que algunas personas triunfen y otras no.

El se pasó la mano por la cabeza una vez más.

–Nada parece mejor hoy que anoche.

–Por lo menos no está peor -dijo la duquesa con criterio práctico-. Y eso es algo que podemos agradecer. Todavía estamos aquí… intactos.

El movió la cabeza preocupado. Había dormido poco durante la noche.

–¿En qué forma nos ayuda?

–Como yo lo veo, es una cuestión de tiempo. El tiempo está de nuestra parte. Cuanto más esperemos y no pase nada… -Se calló, y luego continuó lentamente, pensando en voz alta.– Lo que necesitamos con urgencia es atraer la atención de la gente sobre ti. El tipo de atención que hiciera que lo otro pareciera tan fantástico que ni siquiera fuera considerado.

Como por un mutuo consentimiento, ninguno se refirió a la acrimonia de la noche anterior.

El duque reanudó su paseo.

–Lo único que podría tener ese efecto es el anuncio de la confirmación de mi nombramiento en Washington.

–Así es.

–No lo puedes apresurar. Si Hal siente que lo están presionando, arderá Downing Street. Todo es endiabladamente complicado, de cualquier manera…

–Será más complicado si…

–¿No crees que lo sé demasiado bien? ¿No crees que he pensado en renunciar a eso, en mandar todo al diablo? – Había un principio de histeria en la voz del duque de Croydon. Encendió un cigarrillo; sus manos temblaban.

–¡No renunciaremos! – En contraste con su marido, el tono de la duquesa era cortante y seco.– Hasta los primeros ministros responden a una presión si viene del lugar apropiado. Hal no es una excepción. Llamaré a Londres.

–¿Para qué?

–Hablaré con Geoffrey. Le pediré que haga todo lo que pueda para apresurar tu nombramiento.

El duque movió la cabeza dubitativamente, si bien no se opuso a la idea. En el pasado, había comprobado la gran influencia que tenía la familia de su esposa. De todos modos advirtió:

–Podríamos estar cargando nuestras propias armas, mujer.

–No necesariamente. Geoffrey sabe cómo presionar cuando quiere. Además, si nos sentamos aquí a esperar, el asunto puede empeorar. – Uniendo la acción a la palabra, la duquesa tomó el teléfono que tenía al lado de su cama e indicó al telefonista:- Deseo llamar a Londres y hablar con Lord Selwyn -dio un número de Mayfair.

Contestaron la llamada a los veinte minutos. Cuando la duquesa de Croydon hubo explicado el propósito, su hermano, Lord Selwyn, se mostró muy frío. Desde el otro lado del dormitorio, el duque podía oír la voz profunda de su cuñado, protestando, al pasar por el teléfono.

–¡Por Dios, hermana! Sería revolver un nido de víboras, ¿para qué hacerlo? Debo advertirte que la designación de Simón para Washington es un asunto suspendido, por ahora. Algunos en el Gabinete piensan que no es el hombre para el momento. No digo que yo esté de acuerdo, pero no es bueno ponerse anteojeras, ¿no es así?

–Si las cosas se dejan como están, ¿cuánto tardarán en tomar una decisión?

–Es difícil decirlo con seguridad, mujer. Por lo que oigo, podría tardar algunas semanas.

–No podemos esperar semanas -insistió la duquesa-. Tienes que comprender, Geoffrey, sería un error terrible no hacer un esfuerzo ahora.

–No lo entiendo -la voz que hablaba desde Londres estaba evidentemente impaciente.

El tono de ella se hizo más cortante:

–Lo que estoy pidiendo es tanto por la familia como por nosotros mismos. Espero que aceptes mi palabra.

Hubo una pausa; luego la pregunta cautelosa:

–¿Simón está ahí contigo?

–Sí.

–¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué es lo que ha hecho?

–Aunque hubiera una respuesta -respondió la duquesa de Croydon-, no seré tan tonta como para dártela por un teléfono público.

Hubo un silencio otra vez, y luego la reticente aceptación:

–Bien, por lo general tú sabes lo que haces. Tengo que admitirlo.

La duquesa miró a su marido. Hizo un simple movimiento afirmativo con la cabeza, antes de preguntar a su hermano:

–¿Debo entender que harás lo que te he pedido?

–No me gusta, hermana. Todavía no me gusta -y agregó-: Muy bien, haré lo que pueda.

Se despidieron con pocas palabras más.

Sólo hacía un momento que había puesto el auricular en su lugar, cuando llamó otra vez el teléfono. Ambos Croydon se sobresaltaron; el duque se humedeció los labios nerviosamente. Escuchó mientras su esposa respondía:

–Diga.

Una voz sin inflexiones, nasal, preguntó:

–¿La duquesa de Croydon?

–Soy yo.

–Soy Ogilvie, el detective del hotel. – Se oyó la pesada respiración a través de la línea, y una pausa como si el que había llamado estuviera tomándose tiempo para dar la información.

La duquesa esperó. Luego, viendo que nada más se decía, preguntó con arrogancia:

–¿Qué es lo que quiere?

–Una conversación privada. Con su esposo y con usted. – Era una respuesta llana, sin emoción ni modulación.

–Si se trata de algo del hotel, sugiero que ha cometido un error. Estamos acostumbrados a tratar con míster Trent.

–Hágalo esta vez y se arrepentirá -la voz fría e insolente tenía un tono de inconfundible seguridad. Hizo que la duquesa vacilara. Al hacerlo, vio que las manos le temblaban.

Se obligó a contestar:

–No es conveniente verlo a usted ahora.

–¿Cuándo? – Otra vez hubo una pausa y el ruido de una respiración pesada.

Cualquier cosa que quisiera o supiera este hombre, la duquesa comprendió que era un perito en mantener una ventaja psicológica.

–Posiblemente más tarde -respondió.

–Estaré ahí dentro de una hora -era una decisión, no una consulta.

–Puede no ser…

Cortando su protesta, se oyó un clic cuando el que había llamado cortó la comunicación.

–¿Quién era? ¿Qué quería? – El duque se aproximó, tenso. Su rostro delgado parecía más pálido que antes.

Momentáneamente, la duquesa cerró los ojos. Tenía un desesperado anhelo por sentirse aliviada de la dirección y responsabilidad de ambos; de tener alguien que asumiera el peso de la decisión. Sabía que era una esperanza vana, lo mismo que había sido siempre, desde que recordaba. Cuando se nace con un carácter más fuerte que los que te rodean, no hay escape. En su propia familia, en la que la fortaleza era una norma, los otros se volvían hacia ella instintivamente, siguiendo sus directrices y respetando su consejo. Hasta Geoffrey, con su verdadera habilidad y obstinación, siempre la escuchaba al fin, como acababa de hacerlo. Cuando volvió a la realidad, el momento había pasado. Abrió los ojos.

–Era el detective del hotel. Insistió en venir aquí dentro de una hora.

–¡Entonces lo sabe! ¡Gran Dios, lo sabe!

–Era obvio que estaba al tanto de algo. No dijo de qué.

Sorprendentemente, el duque de Croydon se enderezó, su cabeza se irguió y los hombros se le cuadraron. Las manos se hicieron más seguras y su boca adquirió un gesto firme. Era el mismo cambio de camaleón que había exhibido la noche anterior. Dijo con tranquilidad:

–Aun ahora, podía salir mejor si yo fuera…, si admitiera…

–¡No! ¡Absoluta y definitivamente no! – Los ojos de su mujer relampaguearon.-• Comprende una cosa: nada que puedas hacer podría mejorar la situación en lo más mínimo -hubo un silencio, luego la duquesa dijo con aire protector-: No diremos nada. Esperaremos que venga ese hombre, y descubriremos qué es lo que sabe y qué es lo que intenta hacer.

Por un momento pareció que el duque iba a discutir Luego cambió de opinión, y asintió con mansedumbre. Ajustándose la bata escarlata, se dirigió a la habitación contigua. Poco después volvió trayendo dos vasos de whisky. Cuando le ofreció uno a su esposa, ésta protestó:

–Sabes que es demasiado temprano.

–Eso no importa. Lo necesitas. – Con una solicitud muy poco usual, puso el vaso en su mano.

Sorprendida, pero vencida, ella tomó el vaso y lo bebió; el licor sin agua ni soda, quemaba, quitándole el aliento, pero un momento después la envolvía en un calor muy agradable.

9
–Bien, sea lo que fuere, no puede ser tan malo – comentó Peter.

En su escritorio, en la oficina exterior de la
suite
del director gerente, Christine Francis había estado ceñuda mientras leía la carta que tenía en la mano. Al oírlo, levantó los ojos para ver el rostro alegre y vigoroso de Peter McDermott, espiándola desde la puerta entreabierta.

Animándose, respondió:

–Es otro ataque. Pero después de tantos, ¿qué importa uno más?

–Me gusta ese razonamiento -Peter deslizó su alta figura por la puerta.

Christine lo miró apreciativamente:

–Parece usted muy despierto, considerando lo poco que ha debido de dormir anoche.

El sonrió:

–Esta mañana temprano tuve una sesión con su jefe. Fue como una ducha fría. ¿Ha bajado ya?

Ella negó con la cabeza, y luego miró la carta que había estado leyendo.

–Cuando venga, no le va a gustar esto.

–¿Es un secreto?

–En realidad, no. Creo que usted se verá complicada en ello.

Peter se sentó en una silla de cuero frente al escritorio.

–¿Recuerda usted que hace un mes, un hombre que estaba caminando por Carondelet Street fue alcanzado por una botella que cayó desde arriba? Las heridas que recibió en la cabeza fueron graves.

Peter asintió:

–¡Una verdadera vergüenza! La botella cayó desde una de nuestras habitaciones, no cabe duda. Pero no pudimos encontrar al huésped que la tiró.

–¿Qué tipo de hombre era el que fue golpeado?

–Un hombrecillo agradable, recuerdo, y pagamos la cuenta del hospital. Nuestros abogados escribieron una carta aclarando que era un gesto de buena voluntad, aunque sin admitir responsabilidad alguna.

–La buena voluntad no tuvo éxito. Ha demandado al hotel por diez mil dólares. Alega conmoción, daños corporales, pérdida de ingresos y dice que fuimos negligentes.

–No cobrará. Supongo que en cierta forma no es justo. Pero no tiene la menor probabilidad -dijo Peter simplemente.

–¿Cómo puede estar tan seguro?

–Porque hay una cantidad de casos en que ha sucedido ese mismo tipo de cosas. Eso les proporciona a los abogados toda clase de precedentes a nuestro favor, que podrán citar ante un tribunal.

–¿Es bastante eso para determinar una sentencia?

–Generalmente -replicó-. A través de los años, la ley se ha mostrado constante. Por ejemplo, hubo un caso clásico en Pittsburg, en el «William Penn». Un hombre fue herido por una botella arrojada desde la habitación de un huésped, y atravesó el techo de su automóvil. Demandó al hotel.

–¿Y no ganó el juicio?

–No. Perdió el caso en el tribunal de primera instancia, y luego apeló al Supremo de Pensilvania. Y perdió.

–¿Por qué?

–El tribunal dijo que un hotel, cualquier hotel, no es responsable de los actos de sus huéspedes. La única excepción sería si alguien con autoridad, digamos el gerente del hotel, supiera de antemano lo que iba a suceder sin intentar evitarlo -continuó Peter plegando el ceño por el esfuerzo de su memoria-: Hubo otro caso en Kansas City, creo. Algunos de los de un congreso dejaron caer bolsas de ropa sucia llenas de agua desde sus habitaciones. Cuando las bolsas reventaban, la gente se esforzaba en las aceras para apartarse de allí, y una persona fue empujada bajo un coche en movimiento. Fue gravemente herido. Luego, demandó al hotel, pero tampoco pudo cobrar. Hay bastantes otros juicios… Todos terminaron de la misma manera.

Christine preguntó con curiosidad: -¿Cómo sabe usted todo eso?

–Entre otras cosas, he estudiado legislación hotelera en Cornell.

–Bien, me parece terriblemente injusto.

–Es malo para cualquiera que recibe el golpe, pero es justo para el hotel. Por supuesto que lo que debería suceder es que la gente que comete estos desmanes debería ser responsable de ellos. El inconveniente es que, con tantas habitaciones que dan a la calle, es imposible descubrir quiénes son. De manera que la mayoría lo hace sin sufrir las consecuencias.

Christine había estado atendiendo con intensidad, un codo sobre el escritorio, la cara apoyada en la palma de la mano. El sol que penetraba por las persianas venecianas parcialmente abiertas, acariciaba su pelo rojo, iluminándolo. En ese momento, una línea de desconcierto arrugaba su frente y Peter deseaba llegar hasta ella y borrársela con suavidad.

–Quiero entender bien esto. ¿Dice usted que el hotel no es responsable legalmente de nada de lo que hagan sus huéspedes… ni siquiera a otros huéspedes?

–En la forma en que hemos estado hablando, ciertamente no. Las leyes son bien precisas en cuanto a eso, y desde hace mucho tiempo. Gran parte de nuestra legislación tiene su origen en las hosterías inglesas, que comenzaron en el siglo
x
I
v.

–Cuénteme.

–Le daré una versión resumida. Comienza cuando las hosterías inglesas tenían un gran hall, calentado e iluminado por un fuego y todo el mundo dormía allí. Mientras dormían, era deber del dueño proteger a sus huéspedes de ladrones y asesinos.

–Eso parece razonable.

–Lo era. Y la misma cosa se exigía del dueño cuando comenzaron a usarse habitaciones más pequeñas, porque hasta éstas siempre eran o podían ser compartidas por extraños.

–Si se piensa en ello -musitó Christine-, no era una época de mucha intimidad.

–Eso vino después cuando hubo
habitaciones individuales y llaves. Después de eso, la ley consideró las cosas de otra manera. El dueño de la hostería estaba obligado a proteger a sus huéspedes de la violación de sus habitaciones. Pero más allá de eso no tenía ninguna responsabilidad, ni por lo que les pasaba a ellos en sus habitaciones, ni por lo que hicieran.

–¿De manera que la llave impuso la diferencia?

–Todavía lo hace -dijo Peter-. Con respecto a eso, la legislación no ha cambiado. Cuando le damos una llave al huésped es un símbolo legal, lo mismo que era en las hosterías inglesas. Significa que el hotel ya no puede utilizar la habitación ni alojar a nadie allí. Por otro lado, el hotel no es responsable del huésped cuando cierra la puerta de su habitación tras de sí. – Señaló la carta que Christine había dejado en el escritorio.– Por eso nuestro amigo de la carta tendría que encontrar al que arrojó la botella. Si no, fracasará.

–No sabía que fuera usted tan enciclopédico.

–No quise producir ese efecto -respondió Peter-. Me imagino que W. T. conoce bien la legislación, pero si desea una lista de casos, tengo una en alguna parte.

–Probablemente, se lo agradecerá. Le pondré una nota en la carta. – Sus ojos miraron con fijeza los de Peter.– A usted le gusta todo esto, ¿no es verdad? Dirigir un hotel… y todo lo que implica.

–Sí, me gusta -replicó con franqueza-. Sin embargo, me gustaría más, si pudiera arreglar unas cuantas cosas aquí. Quizá si lo hubiéramos hecho antes, no necesitaríamos ahora a Curtis O'Keefe. A propósito, supongo que sabe que ha llegado.

–Usted es el decimoséptimo que me lo dice. Creo que el teléfono comenzó a sonar en el momento que pisó la acera.

–No me sorprende. Ya muchos se estarán preguntando por qué está aquí. O mejor, cuándo se nos informará oficialmente del porqué de su visita.

–Acabo de concertar una comida privada para esta noche, en la
suite
de W. T… para míster O'Keefe y su amiga. ¿La ha visto? He oído decir que es algo especial -dijo Christine.

El negó con la cabeza:

–Estoy más interesado en planear mi propia comida, que le concierne a usted, y por eso estoy aquí.

–Si es una invitación para esta noche, estoy libre y tengo hambre.

–¡Bien! – se puso de pie en toda su altura-. La recogeré a las siete, en su apartamento.

Peter estaba saliendo, cuando en una mesa próxima a la puerta observó un ejemplar doblado del
Times-Picayune.
Deteniéndose, vio que era la misma edición, con grandes titulares negros que anunciaba las muertes ocasionadas por el automovilista, que ya había leído. Dijo sombríamente:

–Supongo que ha visto esto…

–¡Sí! ¡Horrible! Cuando lo leí tuve la espantosa sensación de haber visto todo lo ocurrido, sin duda, porque pasamos por allí anoche.

La miró con extrañeza:

–Es curioso que usted diga eso. Yo también tuve una sensación extraña. Me molestó anoche, y de nuevo esta mañana.

–¿Qué tipo de sensación?

–No estoy seguro. Lo que más se le aproxima es… es como si supiera algo y, sin embargo, no lo sé -Peter se encogió de hombros, rechazando la idea-. Espero que sea como usted dice… porque pasamos por allí -dejó el periódico donde lo había encontrado.

Mientras se alejaba a grandes pasos, se volvió a saludarla con la mano, sonriendo.

Como hacía con frecuencia a la hora de almorzar, Christine pidió que le enviaran a su oficina un sandwich y café. Mientras lo estaba tomando apareció Warren Trent, pero sólo se quedó para leer el correo, partiendo poco después para una de sus rondas por el hotel que, como bien sabía Christine, podría durar algunas horas. Observando la tensión en el rostro del propietario, se sintió preocupada y advirtió que caminaba con dificultad, signo seguro de que la ciática lo estaba molestando.

A las dos y media, dejando aviso a una de las secretarias en la oficina exterior, Christine se marchó para visitar a Albert Wells.

Tomó un ascensor hasta el piso decimocuarto; luego, dando vuelta por el largo corredor, vio que una figura regordete se aproximaba. Era Sam Jakubiec, el gerente de créditos. Cuando se acercó, observó que el hombre llevaba una hoja de papel, y que su expresión era severa.

Viendo a Christine, se detuvo:

–He ido a ver a míster Wells, su amigo enfermo.

–Si tenía esa expresión, no ha podido animarlo.

–A decir verdad, él tampoco me alegró a mí. Conseguí sacarle esto, pero sólo Dios sabe si sirve de algo.

Christine tomó la hoja que el gerente de créditos le ofrecía. Era un papel sucio con membrete del hotel, con una mancha de grasa en una punta. En la hoja, con letra ordinaria y tendida, Albert Wells había escrito y firmado una orden contra el Banco de Montreal por doscientos dólares.

–A pesar de su expresión tranquila -dijo Jakubiec-, es un viejo obstinado. No quería darme nada, al principio. Dijo que pagaría la cuenta cuando terminara, y no parecía interesado cuando le dije que le ampliaríamos el plazo para pagar, si lo necesitaba.

–La gente es quisquillosa cuando se trata de dinero -dijo Christine-. Especialmente si tiene poco.

El hombre del crédito chascó la lengua con impaciencia:

–¡Demonios…! La mayoría de nosotros anda escaso de dinero. Yo, siempre. Pero la gente, en general, piensa que ser pobre es una vergüenza, cuando si lo admitieran lisa y llanamente, muchas veces podrían ser ayudados.

Christine observó, con ciertas dudas, el cheque improvisado:

–¿Es legal esto?

–Es legal, si tiene dinero en el Banco para cubrirlo. Puede usted extender un cheque en una hoja de música o en una cáscara de banana, si lo desea. Pero la mayor parte de la gente que tiene dinero en su cuenta, por lo menos lleva cheques impresos. Su amigo Wells dijo que no podía encontrar ninguno.

Mientras Christine le devolvía el papel, Jakubiec dijo:

–¿Sabe usted lo que creo? Creo que es honrado y que tiene el dinero… pero sólo lo justo y que se va a encontrar en aprietos después de pagar. Lo malo es que ya debe más de la mitad de estos doscientos, y que la cuenta de la enfermera va a tragarse el resto.

–¿Qué va a hacer?

El gerente de créditos se frotó la calva con la mano:

–Antes que nada, voy a hacer una llamada a Montreal para saber si este cheque es bueno, o si no sirve.

–¿Y si no sirviera, Sam?

–Tendrá que marcharse, por lo menos en cuanto a mí me concierne. Por supuesto, si usted quiere decírselo a míster Trent, y él opina otra cosa… -Jakubiec se encogió de hombros-. Eso sería distinto.

Christine negó con la cabeza.

–No quiero incomodar a W. T. Pero le agradecería si usted me informara antes de hacer nada.

–Con gusto, miss Francis -el gerente de créditos saludó con la cabeza, y luego, con pasos cortos y vigorosos, continuó por el corredor.

Un momento después, Christine llamó a la puerta de la habitación 1410.

La abrió una enfermera uniformada, de mediana edad, de rostro serio y que llevaba anteojos de pesada armazón. Christine se identificó, y la enfermera respondió:

–Espere aquí, por favor. Preguntaré si míster Wells quiere verla.

Se oyeron pasos dentro, y Christine sonrió cuando oyó una voz que decía con energía:

–Por supuesto que quiero verla. No la haga esperar.

Cuando la enfermera volvió, Christine sonrió:

–Si quiere salir un momento, me puedo quedar hasta que usted vuelva.

–Bien -respondió la enfermera, titubeando y deshelándose un poco.

La voz, desde dentro, dijo:

–Hágalo. Miss Francis sabe lo que tiene que hacer. Si no hubiera sido así, me hubiera muerto anoche.

–Bien -respondió la enfermera-, sólo estaré ausente diez minutos, y si me necesita, por favor, llámeme a la cafetería.

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