Tomando aliento, Marsha gritó. Gritó tres veces y terminó con un desesperado alarido:
–¡Socorro! ¡Por favor, socorro!
Sólo la última palabra se ahogó cuando la mano de Stanley Dixon cayó de nuevo en su lugar, con una fuerza que casi le hizo perder el sentido. Lo oyó vociferar:
–¡Estúpido, idiota!
–¡Me ha mordido! – dijo una voz en un sollozo de dolor-. ¡Esta perra me ha mordido la mano…!
Dixon replicó furioso:
–Qué esperabas que hiciera… ¿que te la besara? Ahora tendremos a todo el hotel tras de nosotros.
–¡Vayámonos de aquí! – urgió Lyle Dumaire.
–¡Cállate! – ordenó Dixon. Todos guardaron silencio. Y agregó con suavidad-: No hay ruido; supongo que nadie ha oído.
Es verdad, pensó con desesperación Marsha. Más lágrimas le nublaban los ojos. Parecía haber perdido la energía para continuar luchando.
Se oyó llamar a la puerta exterior. Tres golpes, firmes y seguros.
–¡Dios! – exclamó el tercer muchacho-. Alguien ha oído -añadió con un quejido-: ¡Dios… mi mano!
–¿Qué hacemos? – preguntó el cuarto nerviosamente.
Se repitieron otra vez los golpes, esta vez más vigorosos.
Después de un momento, una voz desde afuera, dijo:
–Por favor, abran la puerta. Hemos oído a alguien pidiendo socorro. – El que hablaba tenía un acento sureño, suave.
Lyle Dumaire susurró:
–No hay más que uno; está solo. Quizá podamos dominarlo.
–Vale la pena probarlo -dijo en un susurro Dixon-. Iré yo -y dirigiéndose a los otros, murmuró-: Sujetad, y esta vez no cometáis equivocaciones.
La mano en la boca de Marsha se cambió de prisa, y otra retenía su cuerpo. Se oyó el ruido del cerrojo seguido de un chirrido al abrirse la puerta parcialmente. Stanley Dixon, como sorprendido, dijo:
–¡Oh!
–Perdón, señor. Soy empleado del hotel. – Era la voz que había oído un momento antes.– Pasaba por aquí y oí que alguien gritaba.
–Pasaba, ¿eh? – El tono de Dixon era, sin ninguna duda, hostil. Luego, como si hubiera decidido ser diplomático agregó:- Bien, gracias, de todos modos. Pero sólo se trataba de mi esposa… tenía una pesadilla. Se acostó antes que yo. Ya se le pasó.
–Bien… -el otro parecía vacilar-. Si está seguro que no es nada…
–Absolutamente nada -agregó Dixon-. Sólo una de esas cosas que pasan de vez en cuando. – Era convincente y dominaba la situación. Marsha sabía que, en cualquier momento, la puerta se cerraría.
Como se había relajado algo, advirtió que la presión sobre su cara también había aflojado. Ahora se preparó para un esfuerzo final. Girando el cuerpo, liberó un instante la boca.
–¡Socorro! – gritó-. ¡No crea lo que dice! ¡Socorro! – una vez más fue acallada con rudeza.
Afuera hubo un rápido cuchicheo. Oyó que la nueva voz decía:
–Quisiera entrar, por favor.
–Esto es una habitación privada. Le digo que mi esposa tiene una pesadilla.
–Lo siento, señor. No le creo.
–Muy bien -dijo Dixon-. Entre.
Como si no quisieran testigos, las manos que aprisionaban a Marsha, se retiraron. Entonces ella se dio vuelta, y se levantó en parte, dando frente a la puerta. En ese momento estaba entrando un negro joven. Tendría alrededor de veinte años, el rostro inteligente y vestido con prolijidad; su cabello corto, peinado con raya y bien cepillado.
Comprendió la situación en seguida, y dijo en tono autoritario.
–Dejad salir a la señorita.
–Mirad, muchachos, quién está dando órdenes -comentó Dixon.
De manera confusa, Marsha vio que la puerta que daba al corredor todavía seguía abierta.
–Bien, negro -gruñó Dixon-. Tú lo has querido -su puño derecho salió disparado con pericia, y toda la fuerza de sus anchos hombros hubiera caído sobre el negro, de haber acertado el objetivo. Pero con un solo movimiento, ágil como paso de ballet, el otro se movió al costado en tal forma que el brazo pasó sin tocarlo, con Dixon que se tambaleaba hacia delante. En el mismo instante el puño izquierdo del negro golpeó hacia arriba, pegando con certera rapidez en la cara de su atacante.
En alguna otra parte del corredor, otra puerta se abrió y cerró.
Con la mano sobre su mejilla, Dixon dijo:
–¡Hijo de p…! – y volviéndose hacia los otros, urgió-: ¡Vamos a darle!
Sólo el muchacho con la mano lastimada, se quedó atrás. Como llevados por un mismo impulso los otros tres cayeron sobre el negro, y ante su asalto combinado, éste cayó. Marsha oyó el ruido de los golpes, y un rumor creciente de voces en el corredor.
Los otros oyeron las voces también.
–Se nos viene encima el techo -advirtió con urgencia, Lyle Dumaire-. Os dije que nos marcháramos de aquí.
Hubo una desbandada hacia la puerta encabezada por el muchacho que no había intervenido en la lucha; los otros lo seguían de prisa.
Marsha oyó que Stanley Dixon se detuvo para decir:
–Se ha producido un conflicto. Vamos en busca de ayuda.
El negro se estaba levantando del suelo con la cara ensangrentada.
Afuera, una voz autoritaria se elevó por encima de las otras.
–Por favor, ¿dónde se ha producido el conflicto?
–Hubo gritos y lucha -dijo una mujer muy excitada- Allí dentro.
–Me quejé hace un rato, pero nadie me hizo caso -agregó otra.
La puerta se abrió por completo. Marsha vislumbró una cantidad de rostros atisbando y una figura alta, imponente, que entraba. Luego la puerta se cerró desde dentro y se encendieron las luces.
Peter McDermott, viendo el desorden de la habitación, preguntó:
–¿Qué ha sucedido?
El cuerpo de Marsha estaba sacudido por los sollozos. Intentó ponerse de pie, pero cayó hacia atrás, débil, contra la cabecera de la cama, cubriéndose con los restos de su traje. Entre sollozos, sus labios formaron las palabras.
–…intentaron… violar…
La expresión de McDermott se endureció. Sus ojos se volvieron al negro, que ahora se apoyaba contra la pared, utilizando un pañuelo para restañar la sangre de su rostro.
–¡Royce! – una fría cólera brillaba en los ojos de McDermott.
–¡No! ¡No! – apenas con coherencia, Marsha lo llamaba desde el extremo de la habitación-. ¡No fue él! ¡El vino a ayudarme! – Cerró los ojos, la idea de una violencia más la descomponía.
El joven negro se enderezó. Apartando el pañuelo, se burló:
–¿Por qué no me golpea, míster McDermott? Siempre podría decir después que fue una equivocación.
Peter habló secamente:
–He cometido un error, Royce, y le pido disculpas -tenía una profunda antipatía por Aloysius Royce, quien combinaba su trabajo de ayuda de cámara de Warren Trent propietario del hotel, con el estudio de leyes en la Universidad de Loyola. Años antes el padre de Royce, el hijo de un esclavo, se había convertido en el «ayuda de cámara», compañero y confidente de Warren Trent. Veinticinco años después, cuando el anciano murió, su hijo Aloysius que había nacido y crecido en el «St. Gregory», permaneció allí, y ahora vivía en la
suite
privada del dueño del hotel, con un arreglo muy liberal por el cual iba y venía según lo requerían sus estudios. Pero en opinión de Peter McDermott, Royce era innecesariamente arrogante y altanero, pareciendo combinar una desconfianza de cualquier gesto amistoso, con una perpetua belicosidad.
–Dígame lo que sabe -exigió Peter.
–Eran cuatro. Cuatro jóvenes y agradables caballeros blancos.
–¿Reconoció a alguno?
–A dos -asintió Royce.
–Eso basta -Peter cruzó la habitación hacia el teléfono cerca de la cama más próxima.
–¿A quién llama?
–A la Policía, señorita. No tenemos más remedio que informarla.
Había una débil sonrisa en la cara del negro.
–Si me permite un consejo… yo no lo haría.
–¿Porqué no?
–Por una razón -Aloysius Royce arrastraba las palabras, acentuándolas con deliberación-. Yo tendré que ser testigo. Y déjeme decirle, míster McDermott, que ningún tribunal en este Estado soberano de Luisiana va a creer en la palabra de un negro, en un caso de violación, tentativa o cualquier otra cosa, cometida por blancos. No, señor; no lo harán cuando cuatro destacados jóvenes caballeros blancos digan que el negro está mintiendo. Ni aun cuando miss Preyscott apoye al negro, cosa que dudo que su papá consienta, considerando la publicidad y escándalo que promoverían todos los periódicos.
Peter había levantado el auricular. Lo volvió a bajar.
–Algunas veces parece que usted quiere hacer las cosas más difíciles de lo que son -pero sabía que Royce decía la verdad. Volvió los ojos hacia Marsha, y preguntó-: ¿Dijo usted miss Preyscott?
El negro asintió.
–Su padre es míster Preyscott.
El
Preyscott. ¿No es verdad, miss?
Con tristeza, Marsha confirmó.
–Miss Preyscott -preguntó Peter-. ¿Conocía usted a la gente responsable de esto?
Apenas pudo oírse la respuesta.
–Sí.
–Creo que todos son miembros de Alpha Kappa Epsilon -informó Royce.
–¿Es verdad eso, miss Preyscott?
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
–¿Y vino usted aquí con ellos… a esta
suite?
Nuevo susurro:
–Sí.
Peter miró a Marsha, como a la expectativa. Por fin dijo:
–Depende de usted, miss Preyscott; si usted quiere o no formular una queja oficial. El hotel hará lo que usted decida. Pero temo que haya mucha verdad en lo que acaba de decir Royce en cuanto a la publicidad. Desde luego que habrá publicidad, me imagino que bastante, y no muy agradable. Por supuesto que es su padre quien debe decidir. ¿No cree usted que debería llamarlo y hacerlo venir?
Marsha levantó la cabeza, y mirando en forma directa a Peter por primera vez, le dijo:
–Mi padre está en Roma. No se lo diga nunca, por favor.
–Estoy seguro de que se puede hacer algo en forma privada. No creo que nadie deba salir completamente impune de esto. – Peter dio vuelta alrededor del lecho. Se sorprendió al ver qué niña era, y cuan hermosa-. ¿Puedo hacer algo por usted, ahora?
–No lo sé. No lo sé -comenzó a llorar de nuevo, algo más calmada.
Con inseguridad, Peter sacó su pañuelo de lino blanco, que Marsha aceptó, se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
–¿Se siente mejor?
Ella asintió:
–Gracias. – Su cabeza era un torbellino de emociones; estaba lastimada, avergonzada, colérica, y tenía urgencia de devolver el golpe a ciegas, cualesquiera que fueran las consecuencias, y un deseo… que la experiencia le decía que no sería satisfecho… de estar cobijada por brazos amorosos y protectores. Pero más allá de las emociones y sobrepasándolas había una insoportable extenuación física.
–Creo que usted debería descansar por un momento. – Peter McDermott levantó el cobertor de la cama que no había sido utilizada y Marsha se acostó sobre la frazada, cubriéndose con el cobertor. El contacto de la almohada refrescaba su rostro.
–No quiero quedarme aquí. No podría.
El la miró comprensivo.
–Dentro de un momento la llevaremos a su casa.
–¡No! ¡Ni siquiera un momento! Por favor, ¿no hay otra habitación en el hotel?
Peter negó con la cabeza.
–El hotel está lleno.
Aloysius Royce había ido hasta el cuarto de baño para lavarse la sangre de la cara. Volvió y ahora estaba de pie en la puerta de la sala adyacente. Silbaba en tono bajo contemplando el desorden de los muebles, ceniceros sucios, botellas derramadas y vasos rotos.
Cuando McDermott se le reunió, Royce le dijo:
–Creo que ha sido una fiesta mayúscula.
–Así parece. – Peter cerró la puerta de comunicación entre la sala y el dormitorio.
–Tiene que haber algún lugar en el hotel -imploraba Marsha-. No podría soportar ir a casa esta noche.
Peter vaciló.
–Está la 555, supongo -miró a Royce.
La habitación 555 era pequeña y correspondía a la subgerencia general. Peter rara vez la utilizaba, excepto para mudarse de ropa. Ahora estaba vacía.
–Servirá -dijo Marsha-. Siempre que alguien llame por teléfono a casa, llamen a Anna, el ama de llaves.
–Si usted quiere -se ofreció Royce- iré a buscar la llave.
Peter asintió:
–Al volver, pase por la habitación… encontrará una bata. Supongo que debería llamar a la camarera.
–Si usted deja que entre una camarera en este momento, será lo mismo que si pasara la información por radio.
Peter lo consideró. En estas circunstancias, nada detendría la murmuración. Inevitablemente, cuando en cualquier hotel sucede este tipo de incidentes, las escaleras de servicio vibran como un teléfono de la selva. Pero comprendió que no había interés en añadir nada.
–Muy bien. Nosotros mismos llevaremos a miss Preyscott abajo, en el ascensor de servicio.
Cuando el negro abrió la puerta, se filtraron voces con innumerables y ansiosas preguntas. Por el momento, Peter había olvidado el conjunto de huéspedes que se había reunido en el corredor. Oyó las respuestas de Royce muy tranquilizadoras, y las voces se perdieron.