Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (30 page)

15
–Podría ser más útil -observó Royall Edwards, recalcándolo-, si alguien me dijera de qué se trata.

El contador general del «St. Gregory» se dirigía a los dos hombres sentados frente a él en la larga mesa de la contaduría. Entre ellos, estaban desparramados libros y archivos, y toda la oficina, por lo común sumida en la oscuridad a esa hora de la noche, estaba en ese momento iluminada en forma brillante. Edwards mismo encendió las luces una hora antes al traer a los dos visitantes, directamente desde la
suite
de Warren Trent en el piso decimoquinto.

Las instrucciones del propietario del hotel habían sido explícitas: «Estos señores examinarán los libros. Probablemente trabajen hasta mañana por la mañana. Quisiera que usted permaneciera con ellos. Deles todo lo que pidan. No reserve ninguna información.»

Al darle estas instrucciones, reflexionó Royall Edwards, su patrón parecía más alegre de lo que había estado hacía mucho tiempo. Esta alegría, sin embargo, no tranquilizaba al contador general, ya molesto por haber sido citado desde su casa donde estaba trabajando en su colección de sellos, y más irritado aún por no haber sido informado de lo que se trataba. También estaba fastidiado (siendo uno de los más estrictos cumplidores del horario nueve-a-diecisiete, del hotel) ante la idea de trabajar toda la noche.

El contador, sabía desde luego que la hipoteca vencía el viernes y también estaba enterado de la presencia de Curtis O'Keefe en el hotel, con todas sus consecuencias. Era de presumir que esta visita estuviera relacionada con ambas cosas, aunque era difícil imaginar en qué forma. Las etiquetas de las maletas de ambos visitantes, indicando que habían venido por avión de Washington D. C. a Nueva Orleáns, quizá fuera una clave. Sin embargo, el instinto le decía que los dos contadores (que obviamente eran) no tenían conexión con el Gobierno. Bien, en algún momento conocería todos los detalles. Entretanto era desagradable ser tratado como un empleado de menor categoría.

No hubo respuesta a su comentario de que sería más útil si estuviera mejor informado, y lo repitió.

El más viejo de los dos visitantes, un hombre corpulento de mediana edad, con rostro inexpresivo, levantó la taza de café que tenía al lado y bebió.

–Siempre dije, míster Edwards, que no hay nada mejor que una buena taza de café. Verá usted, la mayoría de los hoteles lo preparan mal. Aquí está bien. Por lo tanto pienso que no deben andar mal las cosas en un hotel que sirven café como éste. ¿Qué opina usted, Frank?

–Digo que si tenemos que acabar este trabajo mañana temprano será mejor que charlemos menos. – El segundo hombre respondió sin levantar los ojos de una planilla de balance que estaba estudiando con atención.

El primero hizo un ademán apaciguador con las manos.

–¿Ve usted cómo son las cosas, míster Edwards? Supongo que Frank tiene razón; generalmente la tiene. ¡Con lo que me hubiera gustado explicarle todo el asunto! Pero quizá sea mejor que sigamos trabajando.

–Muy bien -respondió Royall Edwards, en tono poco amable, consciente del desaire.

–Gracias, míster Edwards. Ahora me gustaría revisar su sistema de inventario… compras, tarjetas de control, los stocks actuales, su última verificación de abastecimiento, y todo el resto. En verdad el café
estaba
muy bueno. ¿Podríamos tomar más?

–Telefonearé abajo para que lo traigan -respondió el contador. Observó que era cerca de medianoche. Era evidente que permanecerían allí durante algunas horas más.

Jueves

1

Si quería estar despejado para un nuevo día de trabajo, se dijo Peter McDermott era mejor volver a casa y dormir.

Eran las doce y media. Había caminado durante un par de horas, o quizás, algo más. Se sintió refrescado y no muy cansado.

Caminar mucho era un antiguo hábito, en especial cuando tenía alguna preocupación o un problema de difícil solución.

Esa misma noche, más temprano, después de dejar a Marsha, había vuelto a su apartamento en el centro. Pero se había sentido inquieto en el estrecho recinto y con pocas ganas de dormir, de manera que salió a caminar, hacia el río. Había andado a todo lo largo de los muelles del Poydras y de Julia Street, había pasado frente a los barcos anclados, algunos apenas iluminados, silenciosos, otros activos y preparándose para partir. Luego tomó el
ferry-boat
de Canal Street que cruza el Mississippi; en la otra ribera caminó por los solitarios diques, observando las luces de la ciudad contra la oscuridad del río. Volvió por el Vieux Carré y ahora estaba sentado sorbiendo
café au lait,
en el viejo mercado francés.

Pocos minutos antes, recordando los asuntos del hotel por primera vez en algunas horas, había telefoneado al «St. Gregory». Preguntó si había alguna novedad con respecto a la amenaza de retirar la Convención de los Odontólogos. El ayudante de gerencia nocturno le informó que el jefe de camareros del piso de la convención le había dejado un mensaje poco antes de medianoche. Lo que éste había oído era que la junta de ejecutivos odontólogos, después de seis horas de sesión no había llegado a ninguna conclusión. Sin embargo, tendría lugar una reunión general de emergencia de todos los delegados de la convención a las nueve y treinta horas en el «Dauphine Salón». Se esperaba que asistieran alrededor de trescientas personas. La reunión sería secreta, con muchas precauciones de seguridad y se había pedido al hotel que ayudara a fin de asegurar el aislamiento.

Peter dejó instrucciones de que se hiciera cualquier cosa que pidieran, y apartó el asunto de su mente hasta la mañana.

Salvo esta breve desviación, la mayor parte de sus pensamientos se habían concentrado en Marsha y en los sucesos de la noche. Las preguntas zumbaban en su mente como pertinaces abejas. ¿Cómo resolver la situación con honradez y sin grosería, evitando lastimar a Marsha? Una cosa, por supuesto, era evidente: su proposición era imposible. Y sin embargo sería el peor tipo de grosería, desechar, sin más, una declaración sincera. El le había dicho:
Si hubiera más gente honrada como usted…

Además había otra cosa… ¿y por qué temerlo si ambos eran sinceros? Esta noche se había sentido atraído por Marsha, no como niña, sino como mujer. Si cerraba los ojos podía verla como en aquel momento. El efecto era como vino engañoso.

Pero ya había probado el vino engañoso antes, y el sabor se había convertido en amargura, y, había jurado nunca más dejarse atrapar. Ese tipo de experiencia, ¿acaso templaría el juicio, y haría que un hombre fuera más hábil en la elección de una mujer? Lo dudaba.

Y sin embargo él
era
un hombre, que respiraba, sentía. Ningún aislamiento voluntariamente impuesto podría o debería durar para siempre. La cuestión era: ¿cuándo y cómo ponerle fin?

En cualquier caso, ¿qué sucedería después? ¿Volvería a ver a Marsha? Suponía que a menos de romper su conexión en forma definitiva en seguida… era inevitable que la viera. Entonces, ¿en qué términos? ¿Y la diferencia de edad?

Marsha tenía diecinueve años. El treinta y dos. La diferencia parecía mucha, ¿pero en realidad era tanta? Ciertamente si ambos tuvieran diez años más, una ligazón… o casamiento… no parecía nada raro. También dudaba de que Marsha se interesara en un muchacho de su edad.

Los interrogantes eran interminables. Pero tenía que decidir si vería o no a Marsha otra vez y en qué circunstancias.

En todas sus reflexiones permanecía también el recuerdo de Chnstine. En el espacio de pocos días Christine y él parecían haberse acercado más que en ningún momento. Recordaba que su último pensamiento antes de salir para la casa de los Preyscott la noche anterior, había sido para Christine. Aun ahora, estaba deseando verla y oírla otra vez.

Le resultaba curioso que él, tan libre hacía una semana, se sintiera ahora atraído por dos mujeres.

Peter sonrió con pesadumbre mientras pagaba el café y se levantaba para volver a su casa.

El «St. Gregory» estaba más o menos en el camino, e instintivamente sus pasos lo llevaron a pasar por allí. Cuando llegó al hotel era la una y minutos.

Todavía había actividad dentro del vestíbulo. Fuera, St. Charles Avenue estaba tranquila, no había más que un taxi y algún que otro peatón. Cruzó la calle para cortar camino por detrás del hotel. Aquí estaba más tranquilo aún. Cuando iba a pasar por la entrada del garaje del hotel se detuvo, advertido por el sonido de un motor y el reflejo de los faros que se acercaban por la rampa de adentro. Un momento después apareció un coche negro, largo y bajo. Venía ligero y frenó bruscamente, chirriando las cubiertas, al llegar a la calle. Cuando el coche se detuvo quedó en plena luz. Peter advirtió que era un «Jaguar», y parecía como si el guardabarros estuviera abollado; y en el mismo lado había algo raro en el faro. Deseó que el daño no se hubiera producido por negligencia en el garaje del hotel. Si así fuera pronto lo sabría.

Automáticamente miró al conductor. Se sorprendió al ver a Ogilvie.

El detective jefe, al encontrarse con los ojos de Peter, pareció sorprenderse también. Luego, en forma abrupta el coche salió del garaje y continuó su camino.

Peter se preguntó por qué y adonde iría Ogilvie; y por qué en un «Jaguar» en lugar del acostumbrado y ajetreado «Chevrolet» del detective. Luego, pensando que la conducta de los empleados fuera del hotel era cosa de ellos, Peter continuó hacia su apartamento.

Un poco más tarde dormía profundamente.

2
A diferencia de Peter McDermott, Keycase Milne no durmió bien.

La rapidez y eficiencia con que obtuvo los detalles precisos de la llave de la
Presidential Suite
no se había repetido al hacer el duplicado para su propio uso. Las conexiones que Keycase había establecido al llegar a Nueva Orleáns habían demostrado ser menos útiles de lo que esperó. Un cerrajero, de una calle suburbana próxima a Irish Channel, en quien le aseguraron que podía confiar, aceptó hacer el trabajo, protestando por tener que seguir especificaciones en lugar de copiar la verdadera llave. Pero la nueva llave no estaría lista hasta el mediodía del jueves, y el precio que pidió era exorbitante.

Keycase había aceptado el precio y la espera sabiendo que no tenía alternativa. Pero la espera resultaba muy dura, ya que no ignoraba que cada hora que pasaba, aumentaba la posibilidad de ser perseguido y apresado.

Esta noche, antes de acostarse, había discutido consigo mismo si haría o no otra correría por el hotel, al amanecer. Todavía no habían sido utilizadas dos llaves de su colección: la 449, segunda obtenida en el aeropuerto el martes por la mañana; y la 803, que había pedido y recibido en el mostrador de la recepción, en lugar de la suya propia, la 830. Pero decidió no hacerlo, diciéndose que era más prudente esperar y concentrarse en el proyecto más grande que involucraba a la duquesa de Croydon. Sin embargo, Keycase sabía, al llegar a esa conclusión, que la verdadera razón era el miedo.

Durante la noche, a medida que eludía el sueño, el miedo se hizo más intenso, de manera que ya no intentó ocultárselo a sí mismo, ni con el más sutil velo de engaño. Pero mañana, decidió, de alguna forma vencería el miedo y se convertiría en el león que alguna vez había sido.

Por fin cayó en un sueño intranquilo, y soñó con una gran puerta de hierro, que dejaba fuera la luz del día y el aire, cerrándose tras de él. Trató de correr hacia la puerta mientras se encontraba entreabierta, pero no podía moverse. Cuando la puerta se cerró, lloró, sabiendo que nunca se abriría de nuevo.

Despertó, temblando, en la oscuridad. Su rostro estaba húmedo por las lágrimas.

3
A unos ciento diez kilómetros al norte de Nueva Orleáns, Ogilvie todavía estaba pensando en su encuentro con Peter McDermott. La impresión inicial había sido casi la de un impacto físico. Más de una hora después, Ogilvie había conducido tenso, aunque a veces poco consciente de lo que había adelantado el «Jaguar»; primero, a través de la ciudad, luego cruzando el Pontchartrain Causeway, y después hacia el Norte, por la ruta interestatal 59.

Sus ojos se fijaban sin cesar en el espejo retrovisor. Vigilaba cada par de faros que aparecía detrás, esperando que lo alcanzaran sin dificultad, acompañados del sonido de la sirena. A cada vuelta del camino, se preparaba para frenar ante posibles barreras policiales.

Su inmediata suposición había sido que la única razón posible para justificar la presencia de Peter McDermott, fue presenciar su propia partida acusadora. Ogilvie no tenía la menor idea de cómo McDermott se había enterado del plan. Pues, en apariencia, así era, y el detective del hotel, como el más inexperto novato, había caído en la trampa.

Fue más tarde, a medida que avanzaba por la campiña en la desierta oscuridad del amanecer, cuando comenzó a pensar: «Después de todo, ¿no podría haber sido una coincidencia?»

Era seguro que si McDermott hubiera estado allí con alguna intención, el «Jaguar» ya hubiera sido perseguido o detenido en el camino. La ausencia de tales circunstancias justificaba la suposición de que se trataba de una coincidencia… Era casi seguro que sólo había sido una coincidencia. Con sólo pensarlo, el espíritu de Ogilvie mejoró. Comenzó a pensar con deleite en los veinticinco mil dólares que reuniría al terminar el viaje.

Analizaba: puesto que todo había salido bien hasta ahora, sería más sensato continuar la marcha. Dentro de una hora sería de día. Su plan original había sido apartarse del camino y esperar a que volviera a oscurecer antes de continuar. Pero podía haber peligro en un día de inacción. Estaba a sólo medio camino de Mississippi, todavía relativamente cerca de Nueva Orleáns. Seguir andando, desde luego, sería correr el riesgo de ser descubierto, pero se preguntó cuan grande sería ese riesgo. Contra esa idea, estaba su propio esfuerzo físico del día anterior. Ya estaba cansado, con urgente necesidad de dormir.

Fue entonces cuando sucedió. Detrás de él apareció, como por arte de magia, una luz roja. Sonó imperiosa una sirena.

Era exactamente lo que había esperado que pasara durante las últimas horas. Cuando no había sucedido se había tranquilizado. Ahora la realidad constituía un doble impacto.

En forma instintiva apretó el acelerador. Como una flecha magnífica, el «Jaguar» picó hacia delante. El cuentakilómetros ascendió con rapidez… 110, 120, 130. A los ciento cuarenta kilómetros Ogilvie aminoró la marcha para entrar en una curva. Al hacerlo, la luz roja se acercó por detrás.

La sirena, que se había callado por un momento, sonó otra vez. La luz roja se movió al costado, cuando el conductor trató de pasar.

Era inútil; Ogilvie lo sabía. Aun cuando ahora pudiera ganar distancia, no podría evitar que avisaran a los que estaban delante. Con resignación dejó que menguara la velocidad.

Por un momento tuvo la impresión de que el otro vehículo pasaba por el costado: una larga carrocería
limousine
de color claro, con suave luz interior, y una figura inclinada sobre otra. Luego la ambulancia había desaparecido y su luz roja se perdía camino adelante.

El incidente lo dejó tembloroso y convencido de su propio cansancio. Decidió que cualquiera que fuera el riesgo, tenía que detenerse durante el día. Ahora había pasado por Macón, una pequeña ciudad de Mississippi, que había sido el objetivo de la primera noche de viaje. El resplandor de la madrugada comenzaba a iluminar el cielo. Se detuvo para consultar un mapa, y poco después abandonó la carretera hacia un complejo de caminos secundarios.

Pronto la superficie del camino se trocó en una huella trillada y con pasto. Amanecía con rapidez. Bajándose del coche, Ogilvie inspeccionó los alrededores del campo.

Aquí y allá algunos bosquecillos, pero desolado, sin una vivienda a la vista. El camino principal distaba más de kilómetro y medio. No lejos había un grupo de árboles. Hizo a pie una exploración y descubrió que la huella llegaba hasta los árboles y terminaba.

El gordo emitió uno de sus gruñidos de satisfacción. Volviendo al «Jaguar», lo condujo con cuidado hasta ocultarlo entre el follaje. Luego hizo unos cuantos reconocimientos, quedando satisfecho porque el coche no podía ser visto sino de cerca. Cuando terminó, subió al asiento de atrás y se durmió.

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