Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (33 page)

7
Durante los veinte minutos que duró la sección de plegarias antes de desayunar en su
suite,
Curtis O'Keefe, por dos veces, se sorprendió distraído. Era un síntoma conocido de inquietud por el que se disculpaba brevemente ante Dios, si bien sin insistir demasiado en el punto, ya que el instinto de estar siempre en movimiento era parte de la naturaleza del magnate hotelero y, presumiblemente, conformado así por la misma divinidad.

Era un alivio, sin embargo, recordar que éste era el último día en Nueva Orleáns. Partiría para Nueva York e Italia al día siguiente. Su destino allá, para él y Dodo, era el «Hotel O'Keefe» en Napóles. Además del cambio de escenario, sería satisfactorio estar en uno de sus hoteles, otra vez. Curtis O'Keefe nunca había entendido la sutileza de sus críticos cuando decían que, alojándose en los hoteles de la cadena O'Keefe, era posible viajar alrededor del mundo, sin tener la sensación de dejar los EE.UU. A pesar de que le gustaba viajar por el extranjero, le placía estar rodeado de cosas que le eran familiares: el decorado americano, con sólo mínimas concesiones al color local; el sistema de cañerías americanas; la comida americana; y, la mayoría de las veces, la gente americana. Los establecimientos O'Keefe proporcionaban todo eso.

Tampoco tenía importancia que, dentro de una semana, se sintiera tan impaciente por partir de Italia, como lo estaba ahora por partir de Nueva Orleáns. Había muchos sitios dentro de su propio imperio: el «Taj Mahal O'Keefe»; «O'Keefe Lisbon»; «Adelaide O'Keefe»; «O'Keefe Copenhagen», y otros… en los que una visita del magnate (aunque en esta época eso no era esencial para un manejo eficiente de la cadena) estimularía el negocio, como la visita de un Papa aceleraría la construcción de una catedral.

Luego, por supuesto, volvería a Nueva Orleáns, quizá dentro de uno o dos meses, cuando el «St. Gregory» (para entonces el «O'Keefe St. Gregory») estaría hecho, y moldeado según el patrón de los hoteles de la cadena O'Keefe. Su llegada para las ceremonias inaugurales sería triunfal, con fanfarrias, y la población le haría llegar un saludo de bienvenida y habría comentarios de la Prensa, Radio y Televisión. Como siempre, en tales ocasiones, traería consigo un séquito de celebridades, incluyendo estrellas de Hollywood, no difíciles de reclutar para un festejo gratis y pródigo.

Pensando en ello, Curtis O'Keefe estaba impaciente porque esto sucediera pronto. También se sentía un poco frustrado por no haber recibido hasta ahora la aceptación oficial de Warren Trent, de los términos ofrecidos dos noches antes. Ya era la media mañana del jueves. Faltaban noventa minutos para que finalizara el plazo acordado. Era obvio que, por razones propias, el dueño del «St. Gregory» intentaba esperar hasta el último momento, antes de aceptar.

O'Keefe caminaba inquieto por la
suite.
Media hora antes, Dodo se había marchado a hacer compras, para lo que le había dado unos cuantos cientos de dólares. Sus compras, sugirió, deberían incluir algunas ropas livianas, ya que era probable que en Napóles hiciera más calor que en Nueva Orleáns, y no habría tiempo para recorrer tiendas en Nueva York. Dodo le dio muchas gracias, como siempre lo hacía, aun cuando sin el entusiasmo desbordante que había demostrado el día anterior durante la excursión en el barco alrededor de la bahía, que sólo había costado seis dólares. Las mujeres, pensó, son criaturas que te dejan perplejo.

Se detuvo frente a la ventana, mirando hacia fuera, cuando al otro lado de la habitación llamó el teléfono. Llegó hasta él en media docena de pasos.

–¿Diga?

Esperaba oír la voz de Warren Trent. En cambio una telefonista anunció que era una conferencia. Un momento después oyó en la línea el deje nasal californiano de Hank Lemnitzer.

–¿Es usted, O'Keefe?

–Sí, soy yo -sin razón alguna Curtis O'Keefe deseó que su representante en la costa occidental no hubiera considerado necesario telefonearle dos veces en veinticuatro horas.

–Tengo espléndidas noticias para usted.

–¿Qué clase de noticias?

–He firmado un contrato para Dodo.

–Creo que aclaré ayer que insistía en que fuera algo especial para miss Lash.

–¿A qué le llama especial, míster O'Keefe? Esto es lo más especial; una verdadera oportunidad. Dodo es una muchacha afortunada.

–Cuénteme…

–¿Recuerda que Walt Curzon estaba filmando una nueva versión de
You Can't Take it With You?
¿Recuerda? Pusimos dinero en el asunto.

–Recuerdo.

–Ayer descubrí que Walt necesitaba una muchacha para desempeñar el papel de la vieja Ann Miller. Es un buen papel. Le queda a Dodo tan perfecto como un corpiño ajustado.

Curtis O'Keefe, malhumorado, deseó una vez más que Lemnitzer fuera más sutil en la elección de las palabras.

–Presumo que habrá una prueba en pantalla.

–Por supuesto.

–Entonces, ¿cómo sabemos si Curzon estará de acuerdo en darle el papel?

–¿Está usted bromeando? No subestime su influencia, míster O'Keefe. Dodo tiene su papel. Además, he puesto a Sandra Straughan para que trabaje con ella. ¿Usted conoce a Sandra?

–Sí. – O'Keefe sabía quién era Sandra Straughan. Tenía reputación de ser una de las mejores profesoras de arte dramático del ambiente cinematográfico. Entre otras cosas, tenía fama de aceptar muchachas desconocidas, con padrinos influyentes, para convertirlas en princesas de taquilla.

–Me alegro mucho por Dodo -agregó Lemnitzer-. Es una muchacha que siempre me gustó. Lo único que pasa es que debemos actuar con rapidez.

–¿A qué llama rapidez?

–La necesitaban ayer, míster O'Keefe. Todo encaja bien, sin embargo, con lo otro, que ya he arreglado.

–¿Qué es lo otro?

–Jenny LaMarsh. ¿Ya ha olvidado? – preguntó Hank Lemnitzer sorprendido.

–No. – Por supuesto que O'Keefe no había olvidado a la inteligente y hermosa morena de Vassar, que lo había impresionado tanto hacía uno o dos meses. Pero después de la conversación de ayer con Lemnitzer, había apartado sus pensamientos de Jenny LaMarsh, por el momento.

–Todo está arreglado, míster O'Keefe; Jenny toma el avión esta noche para Nueva York; se reunirá con usted mañana. Cambiaremos las reservas de Dodo para Napóles, y las pondremos a nombre de Jenny. Entonces, Dodo puede venir directamente aquí, por avión desde Nueva Orleáns. Es sencillo, ¿no?

Era, en verdad, sencillo. Tan sencillo que O'Keefe, en realidad, no pudo encontrar ninguna falla en el plan. Se preguntó por qué quería encontrar alguna.

–¿Me asegura usted que miss Lash tendrá ese papel?

–Míster O'Keefe, se lo juro sobre la tumba de mi madre.

–Su madre no ha muerto.

–Entonces, sobre la de mi abuelo. – Hubo una pausa; luego, como por una inspiración repentina, Lemnitzer prosiguió:- Si está preocupado por tener que decírselo a Dodo… ¿por qué no lo hago yo? Salga usted por un par de horas. Yo la llamaré y arreglaré todo. De esa manera no hay escenas ni despedidas.

–Gracias. Puedo resolver el asunto personalmente.

–Como quiera, míster O'Keefe. Sólo estoy tratando de ayudarlo.

–Miss Lash le telegrafiará anunciando su llegada a Los Angeles. ¿La irá a recibir?

–¡Por supuesto! Será muy agradable ver a Dodo. Bien, míster O'Keefe, que lo pase bien en Napóles. Le envidio tener a Jenny.

Sin responder, O'Keefe colgó el receptor.

Dodo volvió sin aliento, cargada de paquetes y seguida de un botones sonriente e igualmente cargado.

–Tengo que volver, Curtie. Hay más.

–Podías haber hecho que lo mandaran.

–¡Oh, así es más divertido! Como en Navidad… -Le dijo al botones:- Nos vamos a Nápoles. Está en Italia.

O'Keefe le dio un dólar al botones y esperó hasta que se fuera.

–¿Me echaste de menos? ¡Curtie, si vieras qué feliz soy! – Liberándose de los paquetes, Dodo le echó, impulsivamente, los brazos alrededor del cuello. Lo besó en ambas mejillas.

–Sentémonos. – O'Keefe le apartó los brazos con suavidad.– Quiero informarte de algunos cambios en el plan. Además, te tengo buenas noticias.

–¿Nos vamos antes?

–Te conciernen más a ti que a mí. El hecho es, querida mía, que te han asignado un papel en una película. Desde hace tiempo me he estado ocupando de ello. Hoy me han llamado. Todo está arreglado.

Tenía conciencia de que los ojos azules de Dodo lo estaban mirando.

–Estoy seguro de que es un papel importante; en verdad, insistí en que lo fuera. Si las cosas andan bien, como espero que suceda, podría ser el comienzo de algo muy importante para ti. – Curtis O'Keefe se interrumpió advirtiendo lo vacío de sus palabras.

–Supongo que eso significa… que tengo que marcharme -comentó Dodo con lentitud.

–Desgraciadamente, querida, así es.

–¿Pronto?

–Temo… que tendrá que ser mañana por la mañana. Tomarás el avión de Los Angeles. Hank Lemnitzer te recibirá.

Dodo movió la cabeza despacio, como asintiendo. Los dedos largos de su mano, en forma ausente, se dirigieron a su rostro para echar hacia atrás una guedeja de pelo rubio ceniza. Fue un movimiento simple y, sin embargo, como muchos de los de Dodo, profundamente sensual. En forma absurda, O'Keefe sintió celos ante la idea de que Hank Lemnitzer estuviera con Dodo. Lemnitzer, que había hecho el trabajo de fondo para la mayoría de las
liaisons
de su jefe en el pasado, no se atrevería a tener ninguna actitud dudosa, de antemano, con la favorita elegida. Pero después…, después ya era distinto. Apartó el pensamiento.

–Quiero que sepas, querida, que perderte es un golpe para mí. Pero debemos pensar en tu futuro.

–Curtie, está bien. – Los ojos de Dodo seguían fijos en los de él. A pesar de su inocencia, Curtis tenía la absurda idea de que había penetrado la verdad.– Está bien. No tienes de qué preocuparte -insistió ella.

–Esperaba que, con respecto al papel en la película, estarías más contenta.

–¡Lo estoy, Curtie! ¡De veras, lo estoy! ¡Haces las cosas más lindas de una manera tan delicada!

–Es, en verdad, una espléndida oportunidad. – Ante la reacción de ella, sintió reforzada su propia confianza.– Estoy seguro de que lo harás bien, y por supuesto, seguiré de cerca tu carrera. – Resolvió concentrar sus pensamientos en Jenny LaMarsh.

–Supongo… -había un dejo como de llanto en la voz de Dodo-, supongo que te irás esta noche. Antes que yo.

–No -dijo, tomando una decisión inmediata-, cancelaré mi pasaje y partiré mañana por la mañana. Esta noche será algo especial para los dos.

Mientras Dodo lo miraba con agradecimiento, sonó el teléfono. Con una sensación de alivio al tener otra cosa que hacer, Curtis lo atendió.

–¿Míster O'Keefe? – preguntó una voz agradable.

–Sí.

–Soy Christine Francis… ayudante de míster Warren Trent. Míster Trent pregunta si puede recibirlo ahora.

O'Keefe miró su reloj. Faltaban unos minutos para las doce.

–Sí. Veré a míster Trent. Dígale que venga.

Poniendo el teléfono en su lugar, sonrió a Dodo.

–Parece, querida, que ambos tenemos algo que celebrar… Tú, un brillante futuro, y yo, un nuevo hotel.

8
Una hora antes Warren Trent, pensativo, estaba sentado tras las cerradas puertas dobles de su despacho, en la
suite
de los ejecutivos. Esa mañana, varias veces, había llegado hasta el teléfono con la intención de llamar a Curtis O'Keefe, aceptando los términos de este último para hacerse cargo del hotel. Parecía que ya no había por qué demorarlo. El Sindicato de Jornaleros había sido la última esperanza de una refinanciación. El brusco rechazo proveniente de esa fuente, derrumbó la postrera resistencia de Warren Trent a la absorción por el monstruo O'Keefe.

Sin embargo, en cada ocasión, después del movimiento inicial de su mano, Warren Trent se echó atrás. Era como un prisionero condenado a morir a una hora determinada, pero con la posibilidad de suicidarse antes.

Aceptó lo inevitable. Comprendía que pondría fin a su propia posesión, porque no había otra alternativa. Sin embargo, la naturaleza humana le urgía a mantenerse hasta el último instante del plazo en que todo terminaría.

Había estado próximo a capitular, cuando la llegada de Peter McDermott lo detuvo. McDermott le informó de la decisión del Congreso de Dentistas Americanos de continuar la convención, hecho que no lo sorprendió porque lo había predicho el día anterior. Pero ahora todo eso parecía remoto y sin importancia. Se alegró cuando McDermott se marchó.

Después, durante un momento, cayó en una de esas ensoñaciones, recordando los triunfos pasados y las satisfacciones que trajeron consigo. Ese había sido el momento, no hacía mucho, en realidad, cuando su hotel era el preferido de los grandes y casi-grandes: presidentes, testas coronadas, nobleza, damas resplandecientes y hombres distinguidos, los nababs del poder y del dinero, famosos e infames (todos con una característica: exigían atención, y la recibían). Y adonde iba esa
élite,
otros la seguían, hasta que el «St. Gregory» se convirtió en una Meca y en una máquina para hacer dinero.

Cuando los recuerdos es lo único que se tiene (o así lo parecía), es mejor saborearlos. Warren Trent deseaba que durante la hora, más o menos, que le quedaba para seguir siendo propietario, nadie lo molestara.

El deseo no se realizó.

Christine Francis entró tranquilamente, captando, como siempre, su estado de ánimo.

–Míster Emile Dumaire quiere hablar con usted. Yo no le hubiera incomodado, pero insiste en que es urgente.

Seguro que se trataba de algo de O'Keefe, gruñó. Los buitres se estaban reuniendo. Sin duda, pensándolo bien, el símil no era justo. Una buena cantidad del dinero del «Industrial Merchants Bank», del que era presidente Emile Dumaire, estaba comprometida en el «St. Gregory Hotel». También era el «Industrial Merchants Bank» el que algunos meses antes se había negado a prorrogar el crédito, como así también el préstamo mayor para una refinanciación. Bien, Dumaire y sus colegas directores no tenían por qué preocuparse ahora. Con el inminente arreglo, su dinero estaba asegurado. Warren Trent supuso que debía tranquilizarlo.

Estiró la mano para tomar el teléfono.

–No. Míster Dumaire está aquí, esperando fuera.

Warren Trent se detuvo sorprendido. Era poco usual que Emile Dumaire dejara la fortaleza de su Banco para visitar a alguien.

Un momento después, Christine hizo entrar al visitante, cerrando la puerta al marcharse.

Emile Dumaire, bajo, majestuoso, con una orla de cabello cano y rizado, tenía una línea directa de antepasados criollos. Sin embargo, se le veía petulante, como si saliera de una de las páginas de
Pickwick Papers.
Sus maneras eran de una pomposidad que hacía juego.

–Le pido disculpas, Warren, por esta sorprendente visita sin haberla concertado antes. Sin embargo, la naturaleza de mi misión no me ha dejado mucho tiempo para etiquetas.

Se estrecharon las manos sin mucha cordialidad. El propietario del hotel, con un ademán, indicó una silla al visitante.

–¿Qué misión?

–Si no se opone, prefiero seguir un orden. Primero, permítame decirle cuánto lamenté que no fuera posible acceder a su solicitud de renovación del préstamo. Por desgracia, la suma y los términos estaban mucho más allá de nuestros recursos o de la política establecida.

Warren Trent asintió con indiferencia. No le gustaba mucho el banquero, aunque nunca había cometido el error de subestimarlo. Debajo de las ostentosas apariencias (que engañaban a muchos) había una mente astuta y capaz.

–Sin embargo, estoy aquí -prosiguió Dumaire-, con un objeto que espero disipe algunos de los poco afortunados aspectos de aquella primera ocasión.

–Eso es muy poco probable.

–Veremos. – De una delgada cartera, el banquero extrajo algunas hojas de papel rayado cubiertas con anotaciones hechas a lápiz.– Entiendo que usted ha recibido una oferta de la «O'Keefe Corporation», por este hotel.

–No se necesita del FBI para poder saber eso.

El banquero sonrió.

–¿Querría decirme cuáles han sido los términos ofrecidos?

–¿Por qué habría de hacerlo?

–Porque estoy aquí -respondió Emile Dumaire con cautela-, para hacer una oferta.

–Si ése es el caso, razón de más para no hacerlo. Lo que le diré es que he quedado en dar la respuesta a la gente de O'Keefe a las doce de hoy.

–Eso es. Mi información era ésa: razón de mi súbita aparición aquí. De paso, discúlpeme por no haber venido antes, pero necesité algún tiempo para reunir información e instrucciones.

La noticia de una oferta a las once de la mañana (por lo menos de esta fuente) no alegró demasiado a Warren Trent. Supuso que un grupo local de inversores de los que Dumaire era el portavoz, se había combinado en un intento para comprar barato y luego vender con ganancias. Cualesquiera que fueran los términos que sugiriesen, era difícil que pudieran competir con la oferta de O'Keefe. Tampoco era probable que la posición de Warren Trent fuera mejorada.

–Entiendo que los términos ofrecidos por la «O'Keefe Corporation» es un precio de compra de cuatro millones -el banquero consultaba sus anotaciones hechas a lápiz-. De éstos, dos millones serían aplicados a cubrir la hipoteca existente; del resto, un millón en efectivo y otro millón de dólares a invertir en una nueva emisión de acciones de la «O'Keefe Corp.». Hay también otro rumor: de que a usted, personalmente, se le daría una especie de posesión vitalicia de sus aposentos en el hotel.

El rostro de Warren Trent se puso rojo de cólera. Dio un golpe sobre el escritorio.

–¡Al diablo, Emile! ¡No juegue al gato y al ratón conmigo! – Si le parece eso, lo lamento.

–¡Por el amor de Dios! Si conoce los detalles, ¿por qué me los pregunta?

–Francamente, esperaba la confirmación que acaba de darme. Además, la oferta que estoy autorizado a hacerle, es algo mejor. Warren Trent comprendió que había caído en una vieja trampa elemental. Pero estaba indignado de que Dumaire lo hubiera considerado oportuno.

También era obvio que O'Keefe tenía, tal vez, un traidor en su propia organización, alguien en su cuartel general que tenía acceso a la política de alto nivel. En cierta forma, había una irónica justicia en el hecho de que Curtis O'Keefe (que utilizaba el espionaje como herramienta de trabajo) fuera espiado a su vez.

–¿Cuánto mejoran los términos? ¿Y quién los ofrece?

–No estoy autorizado, por el momento, a contestar a la segunda pregunta.

–Hago negocios con personas que puedo ver, no con fantasmas.

–Yo no soy un fantasma -le recordó Dumaire-. Aún más, tiene la garantía del Banco, de que la oferta que estoy autorizado a hacerle es de buena fe, y que las partes que el Banco representa tienen antecedentes impecables.

Todavía fastidiado por la estratagema de unos minutos antes, el propietario del hotel reflexionó al instante.

–Vayamos al grano.

–Estaba para hacerlo -el banquero miró sus notas-. Básicamente, la valuación que mis clientes le hacen por el hotel, es idéntica a las de «O'Keefe Corporation».

–No es muy sorprendente, teniendo las cifras de O'Keefe.

–Sin embargo, en otros aspectos, hay diferencias importantes.

Por primera vez desde el comienzo de la entrevista, Warren Trent tuvo conciencia de su creciente interés en lo que tenía que decir el banquero.

–Primero, mis clientes no desean eliminar su conexión personal con el «St. Gregory Hotel», ni que se divorcie de su estructura financiera. Segundo, su intención sería (en lo que comercialmente sea posible) mantener la independencia del hotel y su característica existente.

Warren Trent se aferró a los brazos de su sillón con fuerza. Miró el reloj de pared que tenía a su derecha. Indicaba las doce menos cuarto.

–Sin embargo -prosiguió Dumaire-, insistirían en adquirir la mayoría de las acciones ordinarias, requerimiento lógico, dadas las circunstancias, para disponer de un control administrativo efectivo. Usted mismo conservaría el
status
de mayor accionista de la minoría. Otra exigencia sería su inmediata renuncia como presidente y director-gerente. ¿Podría pedirle un vaso de agua?

Warren Trent llenó un vaso de la jarra-termo que tenía a su lado.

–Qué es lo que pretenden… ¿que me convierta en un mandadero? ¿O quizás en ayudante de portero?

–Eso no -Emile Dumaire bebió del vaso; luego lo miró-. Siempre me ha sorprendido que nuestro barroso Mississippi se convierta en agua tan agradable al paladar.

–¡Continúe con eso!

El banquero volvió a sonreír.

–Mis clientes proponen que en cuanto haya renunciado se le nombre presidente de la junta, inicialmente por un término de dos años.

–¡Mera figura, supongo!

–Tal vez. Pero me parece que hay cosas peores. O quizás usted prefiera que la figura sea míster Curtis O'Keefe.

El propietario del hotel guardó silencio.

–Además tengo instrucciones de informarle que mis clientes igualarán cualquier oferta de carácter personal relativa a su estancia aquí, en el hotel, que haya recibido de la «O'Keefe Corporation». Ahora, en cuanto a la transferencia de acciones y refinanciación, me gustaría entrar en algunos detalles.

A medida que el banquero hablaba, consultando con cuidado sus notas, Warren Trent tenía una sensación de cansancio e irrealidad. Recordó un incidente ocurrido mucho tiempo atrás. Cierta vez, siendo niño, había ido a una fiesta campestre, con un puñado de monedas para gastar en los juegos. Se había arriesgado a subir a uno… al
cake-walk.

Era un tipo de diversión que había pasado al limbo hacía mucho tiempo. Lo recordaba como una plataforma con un piso con múltiples goznes articulados que se movía constantemente: para arriba, para abajo, hacia delante, hacia atrás, adelante… de manera que la perspectiva nunca estaba a nivel, y por el precio de unos céntimos se tenía la inminente oportunidad de caer antes de llegar al otro extremo. Al principio resultaba divertido, pero recordaba que cerca ya del final del
cake-walk
lo que más había deseado en el mundo era salir de allí.

Las semanas pasadas habían sido como un
cake-walk.
En el primer momento había tenido confianza; luego, de repente, el piso había comenzado a moverse bajo sus pies. Se había elevado cuando la esperanza revivió, y luego volvió a caer. Cerca del final, el Sindicato de Jornaleros significó una promesa de estabilización, y luego también, de pronto, eso se desmoronó sobre los goznes enloquecidos.

Ahora, de improviso, el
cake-walk
se había estabilizado una vez más, y lo único que deseaba Warren Trent era salir de eso.

Sabía que más tarde sus sentimientos cambiarían, reviviría su interés personal en el hotel, como siempre había sucedido. Pero por el momento, sólo tenía conciencia del alivio que significaba que, de una u otra forma, se liberaba de la responsabilidad. Juntamente con el alivio, sentía curiosidad.

¿Quién, entre los líderes de los negocios en la ciudad, estaba detrás de Emile Dumaire? ¿A quién le podía interesar tanto, como para correr los riesgos financieros de mantener al «St. Gregory» como un hotel tradicional e independiente? ¿Mark Preyscott, quizá? ¿Podría el dueño de las grandes tiendas estar buscando ampliar sus ya extendidos intereses? Warren Trent recordaba que hacía algunos días, alguien le había dicho que Mark Preyscott estaba en Roma. Eso podría ser la razón de la forma de acercamiento indirecto. Bien, quienquiera que fuese, suponía que pronto se enteraría.

La transacción de acciones que el banquero estaba detallando, era justa. Comparado con el ofrecimiento de O'Keefe, el dinero que recibiría Warren Trent en forma personal, sería menos, pero compensado por un subsistente interés financiero en el hotel. En cambio, las condiciones de O'Keefe lo mantendrían al margen de los asuntos del «St. Gregory».

En cuanto al nombramiento como presidente de la junta, aunque sólo podría ser un cargo simbólico, desprovisto de poder, por lo menos estaría dentro, como un espectador privilegiado de todo lo que pudiera suceder. Tampoco su prestigio se vería disminuido.

–Eso -concluyó Emile Dumaire-, es la suma y sustancia. En cuanto a la integridad de la persona que lo ofrece, le he dicho que está garantizada por el Banco. Aún más, estoy preparado para darle esta tarde, una carta legalizada, a esos efectos.

–¿Y si estoy de acuerdo, cuándo se terminaría con todo?

Los labios del banquero se apretaron, mientras pensaba.

–No hay razón alguna para que los papeles no puedan prepararse rápidamente; además, el asunto de la inminencia del vencimiento de la hipoteca, le da cierta urgencia. Yo diría que todo puede estar terminado mañana a esta hora.

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