Sin duda alguna, su instinto le decía que la aparición de la duquesa de Croydon en el mismo momento en que él pasaba por el vestíbulo, había sido algo más que una mera coincidencia. Era un favorable augurio, señalando un camino a cuyo término estaban las brillantes joyas de la duquesa.
Admitía que la fabulosa colección de joyas no estuviera en su totalidad en Nueva Orleáns. En sus viajes, como era sabido, la duquesa no llevaba más que algunas piezas de su tesoro de A!adino. Aun así, era casi seguro que el botín sería grande, y aunque algunas alhajas estarían bien guardadas en la caja fuerte del hotel, era indudable que habría algunas otras a mano.
La clave de la situación, como siempre, estaba en la llave de la
suite
de los Croydon. Siguiendo su método, Keycase Milne se puso en campaña para obtenerla.
Subió y bajó por los ascensores varias veces, eligiendo distintos ascensores para no llamar la atención. Finalmente, encontrándose solo con un ascensorista, preguntó con indiferencia:
–¿Es cierto que el duque y la duquesa de Croydon están alojados en el hotel?
–Sí, señor.
–Supongo que el hotel tiene habitaciones especiales para huéspedes como ésos. – Keycase sonrió con afabilidad.– No como las nuestras, gente común.
–Sí, señor, el duque y la duquesa ocupan la
Presidential Suite.
–¡Oh, sí! ¿Y en qué piso está?
–En el noveno.
Keycase, hablando consigo mismo, dijo que había terminado con el punto uno, y dejó el ascensor en su propio piso, el octavo.
El punto dos era establecer el número exacto de la habitación. Resultó fácil. Subió un piso por las escaleras de servicio; luego dio unos pasos más. Las puertas dobles, forradas con cuero con las flores de lis doradas proclamaban la
Presidential Suite.
Keycase anotó el número: 973-7.
Bajó al vestíbulo una vez más. En esta ocasión para dar un paseo aparentemente casual, y pasar por el escritorio de recepción. Una inspección visual demostró que la 973-7, como la mayor parte de las habitaciones plebeyas, tenía una casilla corriente para el correo. Había una llave en ella.
Sería un error pedir la llave en seguida. Keycase se sentó para observar y esperar. La precaución resultó acertada.
Después de unos minutos de observación se hizo obvio que el hotel estaba alerta. Comparado con el método normal y simple de entregar las llaves, los empleados hoy tomaban precauciones. A medida que los huéspedes pedían las llaves, el empleado solicitaba el nombre. Luego controlaba la respuesta en la lista de registros. Era indudable que su golpe de esta madrugada había sido denunciado, dando como resultado un aumento de precauciones.
Una fría punzada de miedo le recordó una consecuencia también previsible: la Policía de Nueva Orleáns estaría ya alerta y dentro de algunas horas podrían estar buscando a Keycase Milne por el nombre. Cierto que, si había de dar crédito al matutino, las muertes ocasionadas por el automóvil que había atropellado y huido dos noches antes, todavía reclamaba la atención de la mayor parte de la Policía. Pero era indudable que alguien en el Departamento de Policía encontraría tiempo para transmitir por teletipo al FBI. Una vez más, recordando el terrible precio de un nuevo proceso, Keycase estuvo tentado de apostar a lo seguro, marcharse del hotel y huir. La irresolución lo retuvo. Luego, tratando de dejar las dudas a un lado, se tranquilizó con el recuerdo de los augurios favorables de esa mañana.
Después de un tiempo, la espera resultó provechosa. Apareció un empleado joven con cabellos claros y ondulados. Daba la impresión de inseguridad y por momentos parecía nervioso. Keycase presumió que era nuevo en su trabajo.
La presencia del joven proporcionaba una posible oportunidad, aun cuando utilizarla significaba un riesgo, razonaba Keycase para sí, un disparo a ciegas. Pero quizá la oportunidad (como los otros días) fuera un augurio en sí misma. Resolvió aprovecharla, empleando una técnica que había usado antes.
Los preparativos le llevarían por lo menos una hora. Como ya había pasado la mitad de la tarde, debería terminarlos antes de que el joven cumpliera su horario. Deprisa, Keycase dejó el hotel. Se dirigió a la gran tienda «Maison Blanche», en Canal Street.
Utilizando su dinero con economía, Keycase compró algunos artículos poco costosos pero grandes (especialmente juguetes para niños) y esperó mientras cada uno era puesto en una caja o envuelto en un papel con el nombre de «Maison Blanche». Al fin, con los brazos llenos de paquetes que apenas podía sostener, dejó la tienda. Se detuvo una vez más, en una floristería, coronando sus compras con una planta de azalea florecida, después de lo cual volvió al hotel.
En la entrada por Carondelet Street un portero uniformado se apresuró a abrir la puerta. El hombre sonrió al ver a Keycase, casi oculto detrás de sus paquetes y florida azalea.
Dentro del hotel, Keycase vagó, ostensiblemente inspeccionando una serie de vitrinas, pero en realidad esperando que sucedieran dos cosas. Una era que se reunieran varias personas en el mostrador de la recepción; la segunda que reapareciera el joven que había visto antes. Las dos cosas sucedieron casi en seguida.
Tenso, y con el corazón saltando en el pecho, Keycase se acercó al mostrador de la recepción.
Era el tercero en la fila frente al joven de cabello rubio y ondulado. Un momento después no había más que una mujer de mediana edad delante de él que se llevó su llave después de identificarse. Luego, cuando ya estaba por retirarse, la mujer recordó una queja concerniente a una correspondencia vuelta a mandar al hotel. Sus preguntas parecían interminables; las respuestas del joven empleado, inseguras. Impaciente, Keycase advertía que el núcleo de gente en el mostrador estaba disminuyendo. Ya estaba libre uno de los otros empleados, y miró hacia donde él se hallaba. Keycase evitó sus ojos, rogando en silencio que el diálogo terminara de una vez.
Por fin la mujer se marchó. El joven empleado se volvió a Keycase; luego, como había hecho el portero, sonrió involuntariamente ante la profusión de paquetes con la azalea encima.
Hablando con acritud, Keycase utilizó una frase ya ensayada.
–Estoy seguro que es muy cómico. Pero si no es mucho pedirle, ¿quiere darme la llave 973?
El joven enrojeció, la sonrisa se desvaneció en seguida:
–Desde luego, señor -confundido, como había sido el propósito de Keycase, el hombre giró y tomó la llave de su lugar.
Keycase había advertido que cuando dijo el número, uno de los otros empleados miró hacia los costados. Era un momento crucial. Obviamente el número de la
Presidential Suite,
era bien conocido, la intervención de un empleado más experimentado sería un riesgo.
–¿Su nombre, señor?
–¿Qué es esto, un interrogatorio? – Simultáneamente permitió que se cayeran dos paquetes. Uno se quedó sobre el mostrador, el otro se fue al suelo del lado interior del mostrador. Cada vez más confundido el joven empleado recogió ambos. Su colega más antiguo, con una sonrisa indulgente, desvió la mirada.
–Lo siento, señor.
–No importa -aceptando los paquetes y reacondicionando los otros, Keycase extendió la mano para tomar la llave.
Por una milésima de segundo el joven vaciló. Luego la imagen que Keycase había deseado crear venció: una persona que viene cansada y frustrada, absurdamente cargada; epítome de la respetabilidad como lo atestiguan las cajas y paquetes de la conocida «Maison Blanche»; un huésped ya irritado que no debe ser importunado más aún…
Con deferencia el empleado le dio la llave 973.
Mientras Keycase caminaba sin prisa hacia los ascensores, la actividad volvió a concentrarse en el mostrador. Una mirada hacia atrás le demostró que los empleados estaban muy ocupados. ¡Bien! Disminuía la probabilidad de discusiones y de posibles recapitulaciones sobre lo que acababa de ocurrir. Aun así, tenía que devolver la llave lo más pronto posible. Su ausencia podía ser advertida, despertando interrogantes y sospechas… muy peligrosas dado que el hotel ya estaba parcialmente alerta.
Tomando el ascensor dijo:
–Nueve… -una precaución para el caso de que alguien hubiera oído que pedía una llave del piso nueve. Cuando el ascensor se detuvo salió, se entretuvo arreglando los paquetes hasta que las puertas se cerraron tras de él, luego se apresuró a las escaleras de servicio. Era un solo piso hasta el propio. En un descanso a mitad de camino había una lata de desperdicios. Abriéndola, metió la planta que había cumplido su misión. Pocos minutos después estaba en su propia habitación, 830.
Ocultó los paquetes con rapidez en el armario. Al día siguiente los devolvería a la tienda y pediría el dinero de vuelta. El costo no era importante comparado con el premio que esperaba ganar, pero eran difíciles de sacar, y abandonarlos allí sería un rastro fácil de seguir.
Actuando deprisa, corrió el cierre relámpago de una maleta y una pequeña caja de cuero. Contenía una cantidad de tarjetas blancas, algunos lápices bien afilados, un calibrador y un micrometro. Seleccionando una de las tarjetas, Keycase apoyó la llave de la
Presidential Suite
en ella. Luego sosteniendo la llave, pasó el lápiz por el contorno. Con el micrómetro y el calibrador, midió el grosor de la llave y las dimensiones exactas de cada una de las muescas y cortes verticales, apuntó los resultados en un costado de la tarjeta. La clave de letras y números de un fabricante estaba grabado en el metal. Los copió; la clave podría ayudar a seleccionar un modelo adecuado. Finalmente, sosteniendo la llave a la luz, trazó un cuidadoso dibujo a mano de sus detalles.
Tenía ahora una especificación detallada con pericia, que un hábil cerrajero podría seguir sin error. El procedimiento, reflexionaba Keycase, distaba mucho del truco de impresión en cera tan amada por los autores de las novelas policíacas, pero era mucho más efectivo.
Guardó la caja de cuero y puso la tarjeta en su bolsillo. Momentos después estaba de nuevo en el vestíbulo del hotel.
Exactamente como antes, esperó hasta que los empleados estuvieran ocupados. Luego caminando con indiferencia, puso la llave 973 sin ser visto sobre el mostrador.
De nuevo se quedó vigilando. En el primer momento de calma un empleado vio la llave. Con desinterés la tomó, miró el número y la colocó en su lugar.
Keycase sintió una cálida oleada de satisfacción profesional. A través de una combinación de inventiva y habilidad, y burlando las precauciones del hotel, había alcanzado su primer objetivo.
Ahora que había llegado el momento, se encontró lamentando haber aceptado la invitación, deseando en cambio estar libre para encontrarse con Christine. Estuvo tentado de llamarla por teléfono antes de salir, y luego decidió que sería más discreto esperar hasta mañana.
Tenía una sensación extraña esa noche, de estar suspendido en el tiempo entre el pasado y el futuro. Tantas cosas que le interesaban parecían indefinidas, con decisiones demoradas hasta que se conocieran los resultados. Estaba el asunto del «St. Gregory». ¿Se haría cargo de todo Curtis O'Keefe? Si así fuera, los otros asuntos, en comparación, parecían de menor importancia, hasta la convención de odontólogos, cuyos ejecutivos todavía estaban debatiendo si se marcharían del «St. Gregory» en señal de protesta. Hacía una hora que la sesión de ejecutivos citada por el valiente presidente de los odontólogos, doctor Ingram, estaba reunida, y parecía que iba a continuar, según el camarero jefe del servicio de habitaciones, cuyo personal había hecho muchos viajes al lugar de la reunión llevando hielo y bebidas. Aunque Peter ocultó su preocupación interior había preguntado al jefe de camareros si la reunión mostraba señales de terminar, éste le informó que en apariencia había una discusión muy acalorada. Antes de partir del hotel, Peter había dejado encargado al ayudante de gerencia de turno que, si se conocía cualquier decisión tomada por los dentistas, le telefoneara en seguida. Hasta este momento no lo habían llamado. Ahora se preguntaba si prevalecería el punto de vista recto del doctor Ingram, o la predicción más cínica de Warren Trent, de que nada pasaría.
La misma incertidumbre fue causa de que Peter difiriera (por lo menos hasta el día siguiente) cualquier acción concerniente a Herbie Chandler. Sabía que lo que debería hacer era despedir inmediatamente al irresponsable jefe de botones, que sería como purgar al hotel de un espíritu sucio. Por supuesto que Chandler no sería despedido por administrar el sistema de las muchachas galantes, específicamente (que algún otro hubiera organizado de no hacerlo Chandler), sino por permitir que la codicia sobrepasara el sentido común.
Con el despido de Chandler, se podrían limitar muchos otros abusos, aunque no sabía si Warren Trent estaría de acuerdo con una acción tan dura. Sin embargo, recordando la acumulada evidencia y la preocupación de Warren Trent por el buen prestigio del hotel, Peter tenía la idea de que podría ser así.
De cualquier manera, recordó Peter, debía asegurarse de que las declaraciones del grupo Dixon-Dumaire estuvieran a buen recaudo y fueran utilizadas dentro del hotel únicamente. Cumpliría su promesa en ese sentido. También había estado alardeando esta tarde cuando había amenazado con informar a Mark Preys-cott sobre el intento de violación de su hija. Entonces como ahora, Peter recordó la imploración de Marsha:
Mi padre está en Roma. ¡No se lo diga, por favor… nunca!
El recuerdo de Marsha era una advertencia de que debía de darse prisa. Pocos minutos después dejó el apartamento y tomó un taxi.
–¿Es ésta la casa? – preguntó Peter.
–Por supuesto. – El chófer miró especulativamente a su pasajero.– Por lo menos, si la dirección que me ha dado es correcta.
–Es correcta. – Los ojos de Peter siguieron a los del conductor hacia la inmensa mansión blanca. La fachada, sola, era impresionante. Detrás de un seto vivo de boj y gigantescos árboles de magnolia, se levantaban graciosas y delgadas columnas desde una terraza a una alta galería con baranda. Sobre la galería las columnas se encumbraban hasta un frontispicio de clásicas proporciones, que la coronaba. En cada extremo del edificio principal dos alas repetían los detalles en miniatura. Toda la fachada estaba bien cuidada, con las superficies de madera preservadas con pintura fresca. Alrededor de la casa, el perfume de las flores de olivo dulce embalsamaba el aire de la tarde.
Apeándose del coche después de pagar, Peter se aproximó al portón de hierro, que se abrió con suavidad. Un sendero curvo de viejo ladrillo rojo se abría paso entre los árboles y el césped. Aunque apenas oscurecido, se habían encendido dos altos jarrones, uno a cada lado del sendero, próximo a la entrada.
Había alcanzado la escalinata de la terraza cuando un cerrojo hizo clic y la doble puerta de la mansión se abrió de par en par. La amplia puerta enmarcó a Marsha. Esperó a que llegara arriba; entonces caminó hacia él.
Estaba vestida de blanco… un traje fino, ajustado; su cabello oscuro brillando por contraste. Más que nunca sintió esa condición provocativa de mujer-niña.
–¡Bien venido! – exclamó alegremente.
–Gracias. – Hizo un gesto mirando en torno.– Por el momento estoy un poco sobrecogido.
–Eso le sucede a todo el mundo. – Pasó su brazo por el de él.– Le haré dar la vuelta oficial por Preyscott antes de que oscurezca.
Volviendo a bajar los escalones de la terraza cruzaron el césped, suave bajo los pies. Marsha se mantenía próxima a él. A través de la manga de su chaqueta podía sentir la cálida firmeza de su carne. Con la punta de los dedos tocaba ligeramente la muñeca de él. Se agregaba una sutil fragancia al perfume de las flores.
–¡Hemos llegado! – Abruptamente Marsha se volvió.– Este es el mejor lugar para verlo todo. Eligen este sitio para tomar las fotografías.
Desde este lado del césped la vista era aún más imponente.
–En 1840 un noble francés amante de la diversión, construyó esta casa -dijo Marsha-. Le gustaba la arquitectura del renacimiento griego, esclavos felices y rientes, y también tener a su amante cerca, razón por la cual la casa tenía un ala extra. Mi padre le agregó la otra. El prefiere las cosas equilibradas… cuentas y casas.
–¿Es éste el nuevo estilo de los guías… filosofía y hechos?
–Oh, estoy harta de ambos. ¿Quiere hechos? Mire al techo.
Juntos levantaron la mirada.
–Verá que sobrepasa de la galería superior. Ese es el estilo Luisiana-griego; la mayor parte de las grandes casas antiguas se construían así, se justifica porque en este clima da sombra y aire. Muchas veces la galería fue el lugar donde más se vivía. Se convirtió en el centro familiar, un lugar para hablar y compartir la vida.
–Dueños de casas y familiares, compartiendo la buena vida, en una forma a la vez completa y autosuficiente -citó Peter.
–¿Quién dijo eso?
–Aristóteles.
–Ha cavado hondo. – Se detuvo pensativa.– Mi padre ha hecho muchas restauraciones. La casa está mejor ahora, pero no nuestro uso de ella.
–Usted debe amar mucho todo esto.
–Lo odio. He odiado este lugar desde que tengo uso de razón.
El la miró inquisitivamente.
–Oh, yo tampoco la odiaría si viniera a verla, como una visita junto con otros que pagan cincuenta centavos para que se les muestre la forma en que abrimos la casa para la Fiesta de la Primavera. La habría admirado porque amo todas las cosas antiguas. Pero no para vivir siempre en ella, sola, especialmente cuando oscurece.
–Está oscureciendo ahora -le recordó él.
–Ya lo sé. Pero usted está aquí. Y eso es diferente.
Habían comenzado a volver por el césped. Por primera vez Peter advirtió el silencio que reinaba.
–¿No la echarán de menos sus huéspedes?
Ella miró hacia los lados, inquieta:
–¿Qué huéspedes?
–Usted me dijo…
–Le dije que daba una comida, así es. Para usted. Si lo que le preocupa es la compañía, no se inquiete, Anna está aquí.
Habían entrado en la casa. Estaba en penumbra y fresca. Los cielos rasos, muy altos. En el fondo, una mujer vieja vestida de seda negra saludó sonriendo.
–He hablado a Anna de usted. Y lo aprueba. Mi padre confía totalmente en ella, de manera que todo va bien. Además está Ben.
Un negro sirviente los siguió, pisando con suavidad, hasta un pequeño estudio de paredes cubiertas de libros. De un aparador trajo una bandeja con un botellón de jerez y vasos. Marsha movió la cabeza. Peter aceptó el jerez y lo sorbió pensativo. Desde una banqueta, Marsha le hizo un gesto para que se sentara junto a ella.
–¿Pasa usted mucho tiempo aquí sola?
–Mi padre viene entre uno y otro viaje. Lo que sucede es que los viajes se hacen cada vez más largos y el tiempo intermedio más corto. Preferiría vivir en un feo y moderno
bungalow
con tal de que tuviera más vida.
–No sé si en realidad le gustaría.
–Estoy segura de que sí -afirmó Marsha-. Si lo compartiera con alguien a quien realmente amara. También serviría un hotel. Creo que los gerentes tienen un apartamento para vivir… en el piso superior, ¿no es así?
Asombrado, levantó los ojos y la encontró sonriendo.
Un momento después el sirviente anunció en voz baja que la comida estaba servida.
En una habitación adyacente, una mesa redonda y pequeña estaba preparada para dos. La luz de los candelabros iluminaba la mesa y las paredes artesonadas. Sobre el mármol negro de la chimenea el retrato de un patriarca de rostro severo miraba hacia abajo a Peter, dándole la impresión de ser estudiado y criticado.
–No deje que mi bisabuelo lo moleste -dijo Marsha cuando se sentaron-. Es a mí a quien reprende. Vea usted, cierta vez escribió en su diario que quería fundar una dinastía y yo soy su última y desdichada esperanza.
Conversaron durante la comida (con menos restricción) mientras el sirviente los atendía con habilidad. La comida era exquisita: el plato principal era un
jambalaya
muy bien sazonado, seguido de una delicada
Créme Brülée.
Peter descubrió que estaba resultando muy agradable una situación que había encarado con cierto recelo. Marsha parecía más vivaz y encantadora a medida que pasaban los minutos; y él mismo, más cómodo en su compañía. Lo que no era sorprendente, ya que la diferencia de edades no era tan grande. Además, a la luz de los candelabros, en la antigua y sombreada habitación, pudo apreciar cuan hermosa era.
Se preguntó si mucho tiempo atrás, el noble francés que construyó la gran casa, y su amante, habrían comido aquí en tanta intimidad. Quizás este pensamiento fuera producto del hechizo que el ambiente y la ocasión derramaban sobre él.
Al final de la comida Marsha anunció:
–Tomaremos el café en la galería.
Le retiró la silla y ella se levantó ligera, tomando impulsivamente su brazo como lo había hecho antes. Divertido, se dejó conducir a un pasillo; luego subieron una amplia escalera. En la parte superior, un ancho corredor, con las paredes decoradas con frescos, tenuemente iluminados, llevaba a la galería abierta que habían visto desde el jardín de abajo, ahora oscuro.
En una mesa de mimbre había tazas pequeñas y un servicio de café, de plata. Un vacilante farol de gas estaba encendido más arriba. Llevaron el café a una hamaca con almohadones que se balanceó cuando se sentaron. El aire de la noche era agradable, fresco, y soplaba una ligera brisa. Desde el jardín el zumbido de los insectos se oía distinto; y los amortiguados ruidos del tránsito llegaban desde St. Charles Avenue, distante dos manzanas. Tenía conciencia de Marsha inmóvil, a su lado.
–De pronto se ha quedado muy callada.
–Ya lo sé. Estaba pensando la manera de decir algo.
–Puede tratar de hacerlo en forma directa. Con frecuencia da buenos resultados.
–Muy bien. – Se notaba cierta falta de aliento en su voz.– He decidido que quiero casarme con usted.
Durante lo que parecieron largos minutos, pero que Peter sospechaba que fueron sólo segundos, permaneció inmóvil; hasta el suave mecerse de la hamaca pareció detenerse. Al fin, con cuidadosa precisión, Peter puso en la mesa la taza de café.
Marsha tosió, luego cambió la tos en una risa nerviosa.
–Si quiere huir, las escaleras están allá.
–No. Si lo hiciera, nunca sabría por qué ha dicho usted eso.
–Ni yo estoy muy segura. – Miraba hacia delante, a la noche, con el rostro vuelto. Sintió que ella temblaba.– Sólo sé que de pronto tuve ganas de decirlo. Y estoy segura de que lo haría.
Peter sabía que era importante que cualquier cosa que dijera a esta niña impulsiva tendría que ser dicha con mucha suavidad y respeto. Peter también estaba nervioso, sintiendo una contracción en la garganta. Sin razón alguna, recordó algo que Christine le había dicho esa mañana.
La pequeña miss Preyscott tiene
tanto parecido a una niña como un gatito a un tigre. Pero supon
go que será divertido para un hombre dejarse devorar.
El comentario era injusto, por supuesto, hasta áspero. Pero era verdad que Marsha no era una niña ni debía ser tratada como tal.
–Marsha, usted apenas me conoce, ni yo a usted.
–¿Cree usted en el instinto?
–Hasta cierto punto, sí.
–Tuve una intuición con respecto a usted desde el primer momento. – Al principio la voz le temblaba; luego se afirmó.– La mayor parte de las veces mis intuiciones han sido acertadas.
–¿Y con respecto a Stanley Dixon y Lyle Dumaire? – le recordó con suavidad.