Desde temprano esa tarde había estado vigilando la
Presi
dential Suite.
Poco antes de la hora de comer, se había instalado en el noveno piso cerca de la escalera de servicio, esperando confiado que el duque y la duquesa de Croydon, abandonarían el hotel como hacían casi todos los huéspedes. Desde allí tenía una visión clara de la entrada a la
suite,
con la ventaja de que podía evitar que lo vieran, retrocediendo con presteza por la puerta de la escalera. Hizo esto varias veces cuando los ascensores se detenían y los ocupantes de otras habitaciones iban y venían, aunque en todas las ocasiones Keycase consiguió verlos antes de tener que ocultarse. Asimismo, calculó bien que a esta hora del día habría poco personal en actividad en los pisos superiores. En caso de cualquier imprevisto, era cosa de bajar al octavo y, si fuera necesario, entrar en su propia habitación.
Esa parte de su plan había resultado. Lo que había andado mal era que durante toda la tarde el duque y la duquesa de Croydon no abandonaron la
suite.
Sin embargo, no les habían llevado ningún servicio de restaurante a las habitaciones, por lo cual Keycase permanecería allí, esperando.
En un momento dado, preguntándose si en alguna forma podría no haber visto salir a los Croydon, Keycase caminó con cautela por el corredor y escuchó en la puerta de la
suite.
Oyó voces dentro, incluyendo la de una mujer.
Más tarde su decepción aumentó con la llegada de visitantes. Parecían venir de uno en uno o de dos en dos, y después de los primeros, las puertas de la
Presidential Suite
quedaron abiertas. Pronto los camareros del servicio de habitaciones aparecieron con bandejas de
hors d'oeuvre,
y el rumor de conversaciones, que iba en aumento, mezclado con el ruido del hielo en los vasos, era audible desde el corredor.
Keycase se asombró aún más de la llegada de un hombre joven de anchos hombros, de quien pensó que era un empleado del hotel. El rostro del hotelero estaba serio, así como los de los otros dos hombres, que lo acompañaban. Keycase estudió a los tres con cuidado, y a primera vista supuso que el segundo y tercer hombre eran policías. En seguida se tranquilizó pensando que esta idea era producto de su demasiado activa imaginación.
Los tres recién llegados partieron primero, seguidos una media hora después por los que quedaban. A pesar del intenso ajetreo de las últimas horas de la tarde, Keycase estaba seguro de no haber sido visto, salvo quizá, como un huésped más del hotel.
Con la partida de la última visita, el silencio era completo en el corredor del noveno piso. Ya eran cerca de las once de la noche, y era evidente que nada sucedería esta noche. Keycase decidió esperar otros diez minutos antes de partir.
Su estado de ánimo optimista de la mañana temprano, se había hecho depresivo.
No estaba seguro de si podría arriesgarse a permanecer en el hotel veinticuatro horas más. Ya había considerado la idea de entrar en la
suite
durante la noche o la madrugada; luego la desechó. El riesgo era demasiado grande. Si alguien se despertaba, no concebía ninguna excusa que justificara su presencia en la
Presidential Suite.
Desde ayer, también sabía que tendría que tener en cuenta los movimientos del secretario de los Croydon y la camarera de la duquesa. Se enteró de que la camarera tenía su dormitorio en otra parte del hotel y no la había visto esta noche. Pero el secretario vivía en la
suite
y era una persona más que podría despertarse por una intromisión nocturna. También estaban los perros (Keycase había visto a la duquesa sacarlos a hacer ejercicio) que podían dar la voz de alarma.
Se abocaba a la alternativa de esperar un día más o abandonar la idea de lograr las joyas de la duquesa.
Entonces, cuando estaba por marcharse, aparecieron el duque y la duquesa de Croydon precedidos de los
Bedlington terriers.
Rápidamente, Keycase desapareció por la escalera de servicio. Su corazón comenzó a latir más de prisa. Por fin, cuando ya había abandonado toda esperanza, la oportunidad que había buscado se presentaba.
Cualquiera que fuera el riesgo de un encuentro, tenía que correrlo. Keycase sabía que si ahora no lo hacía, sus nervios no soportarían otro día de espera.
Oyó las puertas del ascensor que se abrían y se cerraban. Con cautela volvió al corredor. Estaba silencioso y vacío. Caminando sin hacer ruido, se acercó a la
Presidential Suite.
Su llave especialmente hecha dio vuelta con facilidad, como lo hizo antes, esa misma tarde. Abrió una de las puertas dobles entonces con suavidad, liberó la presión y sacó la llave. La cerradura no hizo ruido, tampoco la puerta cuando la abrió lentamente.
Delante había un pasillo, más allá una habitación grande. A derecha e izquierda dos puertas, ambas cerradas. A través de la que daba a la derecha podía oír lo que parecía una radio. No había nadie a la vista. Las luces de la
suite
estaban encendidas.
Keycase entró. Se calzó los guantes, luego cerró y echó la llave a la puerta exterior detrás de él.
Se movía con cuidado, y sin perder tiempo. El alfombrado del pasillo y de la sala apagaban sus pasos. Atravesó la sala hacia otra puerta que estaba entreabierta. Como había supuesto Keycase, llevaba a dos espaciosos dormitorios, cada uno con su cuarto de baño y una sala de vestir en el medio. En los dormitorios, así como en todas partes, las luces estaban encendidas. No podía equivocarse con respecto al dormitorio de la duquesa.
Sus muebles incluían una cómoda alta, dos entredoses y un amplio armario. Keycase comenzó sistemáticamente a buscar en todas partes. No encontró el joyero ni en la cómoda alta ni en el primer entredós. Había muchas otras cosas, pitilleras de oro para la noche, cigarreras y polveras costosas, que si tuviera más tiempo, y en otras circunstancias, hubiera recogido con alegría. Pero ahora estaba buscando un premio mejor y descartando todo lo demás.
En el segundo entredós abrió el primer cajón. No contenía nada que valiera la pena. El segundo no dio mejor resultado. En el tercero, en la parte superior había una serie de
negligées
ordenados, debajo de los cuales se encontraba una caja oblonga de cuero trabajado a mano. Estaba cerrada con llave.
Dejando la caja en el cajón, Keycase utilizó un cortaplumas y destornillador para romper la cerradura. La caja estaba bien hecha y no se podía abrir. Pasaron varios minutos. Consciente de que el tiempo volaba, comenzó a traspirar.
Por fin la cerradura cedió, y abrió la tapa. Debajo, titilando en tal forma que quitaba el aliento, había dos compartimentos de joyas, anillos, broches, collares, clips, tiaras; todos de metal precioso y la mayoría incrustado de piedras preciosas. Al verlas, Keycase emitió un suspiro. De manera que después de todo, una parte de la fabulosa colección de la duquesa no se había guardado en la caja fuerte del hotel. Una vez más la intuición y el augurio habían resultado ciertos. Con ambas manos tomó las joyas para calcular el valor del robo. En ese mismo momento se oyó la llave que giraba en la cerradura de la puerta exterior.
Su reflejo fue instantáneo. Keycase bajó la tapa del joyero y cerró el cajón. Al entrar había dejado la puerta del dormitorio semiabierta. A través de una rendija de dos centímetros pudo ver que era una camarera del hotel trayendo toallas y que se dirigía al dormitorio de la duquesa. La camarera era anciana y caminaba con lentitud moviendo las caderas. Esa lentitud ofrecía una sola y débil oportunidad.
Girando, Keycase se abalanzó a la lámpara que estaba al lado de la cama. Encontró el cordón y lo arrancó. La luz se apagó. Ahora necesitaba algo en la mano que indicara actividad. ¡Algo! ¡Cualquier cosa!
Contra la pared había una pequeña maleta de diplomático. La tomó y se dirigió a la puerta.
Cuando Keycase apareció abriendo la puerta, la camarera retrocedió, llevándose la mano al corazón:
–¡Oh! – exclamó.
–¿Dónde ha estado? Debió haber venido más temprano -rezongó Keycase.
El susto, seguido de la acusación, la aturdió, tal era el propósito de Keycase.
–Lo siento, señor. Vi que había gente y…
–Ya no importa. Haga lo que tiene que hacer; además, hay una lámpara que necesita arreglo -dijo interrumpiéndola, haciendo un ademán indicando el dormitorio-. La duquesa la quiere arreglada para esta noche. – Mantuvo el tono de voz bajo, recordando al secretario.
–Oh, veré que se haga, señor.
–Muy bien. – Keycase asintió con frialdad, y salió.
En el corredor trató de no pensar. No lo logró hasta que estuvo en su propia habitación, 830. Entonces, en total desesperación, se arrojó sobre la cama hundiendo el rostro en la almohada.
Pasó más de una hora antes de que se preocupara de forzar el maletín que había traído consigo.
Dentro había montones de dinero de los Estados Unidos. Todo en billetes pequeños.
Con manos temblorosas contó quince mil dólares.
–Por el momento -previno el capitán Yolles-, me gustaría mantener lo sucedido en el máximo secreto. Ya habrá bastantes preguntas cuando acusemos a su hombre, Ogilvie, con lo que sea. No hay objeto en atraer la atención de la Prensa hasta que sea inevitable.
–Si el hotel pudiera elegir, preferiríamos que no hubiera publicidad -respondió Peter.
–No confíe en eso -gruñó Yolles.
Peter volvió al comedor principal y descubrió con sorpresa que Christine y Albert Wells se habían marchado.
En el vestíbulo lo detuvo el gerente nocturno.
–Míster McDermott, aquí hay una nota de miss Francis para usted.
Estaba en un sobre cerrado y decía simplemente:
Me he ido a casa. Si puedes, ven.
Christine.
Decidió ir. Sospechó que Christine estaba ansiosa por hablar de los sucesos del día, incluyendo la sorprendente revelación de Albert Wells.
No había nada más que hacer esta noche en el hotel.
¿O
habría algo más?
De pronto Peter recordó la promesa que había hecho a Marsha Preyscott al dejarla en el cementerio con tan poca gentileza esa tarde. Le dijo que le telefonearía después, pero lo había olvidado hasta ahora. Sólo habían transcurrido unas horas desde la crisis de la tarde. Parecían días, y Marsha era algo, en cierta forma, remoto. Pero suponía que debía llamarla, aunque fuera tarde.
Una vez más utilizó la oficina del gerente de créditos en el piso principal y marcó el número de Preyscott. Marsha respondió a la primera llamada.
–Oh, Peter. He estado sentada al lado del teléfono. He esperado y esperado; luego llamé dos veces y dejé mi nombre.
Recordó, sintiéndose culpable, la pila de mensajes que no había leído en el escritorio de su despacho.
–Lo lamento mucho, y no puedo explicarlo; por lo menos, todavía no. Excepto que ha sucedido todo tipo de cosas.
–Me lo dirá mañana.
–Marsha, temo que mañana será un día muy ocupado…
–Al desayuno -insistió Marsha-; si es que se trata de un día así, necesitará un desayuno al estilo de Nueva Orleáns. Son famosos. ¿Los conoce?
–En general no desayuno.
–Mañana lo hará. Y los de Anna son especiales. Mucho mejor, apostaría, que los de su viejo hotel.
Era imposible no estar fascinado con los entusiasmos de Marsha. Y después de todo, la había dejado plantada.
–Tendrá que ser temprano.
–Todo lo temprano que usted quiera.
Minutos después estaba en un taxi camino del apartamento de Christine en Gentilly.
Llamó desde abajo. Christine lo esperaba con la puerta del apartamento abierta.
–No digas una sola palabra -comentó ella-, hasta después de la segunda copa. No puedo asimilarlo.
–Será mejor que lo intentes. No has sabido todavía más que la mitad.
Christine había preparado daiquiris, que estaban helándose en el refrigerador. Había un plato lleno de sandwiches de pollo y jamón. El aroma del café recién hecho se esparcía por el apartamento.
Peter recordó de pronto que, a pesar de su permanencia en las cocinas del hotel, y de la charla del desayuno de la mañana, no había comido nada desde la hora del almuerzo.
–Era lo que imaginé-respondió Christine cuando él se lo dijo-. ¡Empieza!
Obedeciendo, la observó mientras se movía con eficacia alrededor de la pequeña cocina. Sentado allí, se sentía cómodo y protegido de cualquier cosa que pudiera ocurrir fuera. Pensó: Christine se ha preocupado bastante por mí, para haber hecho todo esto. Más importante aún, había una simpatía entre ellos en la cual hasta los silencios, como el de ahora, parecían compartidos y comprendidos. Apartó el vaso de daiquiri y tomó la taza de café que Christine le había servido.
–Muy bien, ¿desde dónde empezamos?
Hablaron sin interrupción durante casi dos horas, sintiéndose cada vez más próximos. Al fin, lo único que pudieron decir era que mañana sería un día interesante.
–No podré dormir -comentó Christine-. No podría dormir. Estoy segura que no.
–Yo tampoco. Pero no por lo que tú crees.
Peter no tenía dudas; sólo la convicción de que deseaba que este momento no terminara jamás. La tomó en sus brazos y la besó.
Más tarde, pareció la cosa más natural del mundo que se hicieran el amor.