–¡Doctor! – llamó Peter con urgencia-. ¡Por aquí!
Primero en cuclillas, luego arrastrándose, el recién venido se unió a Peter y a Aloysius Royce. Detrás de ellos, colocadas con rapidez, se encendían otras luces. Billyboi gimió nuevamente. Su cara se volvía hacia el médico, implorantes los ojos, distorsionado el rostro por el dolor.
–¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Por favor, déme algo…
El médico asintió, buscando en su maletín. Sacó una jeringa.
Peter arremangó la manga de Billyboi, dejando el brazo al descubierto. El médico pasó un algodón con rapidez e introdujo una aguja.
A los pocos segundos la morfina produjo su efecto. La cabeza de Billyboi cayó hacia atrás. Los ojos cerrados.
El médico aplicó un estetoscopio al pecho de Billyboi:
–No traigo muchos elementos. He venido de la calle. ¿En cuánto tiempo lo pueden sacar de aquí?
–Tan pronto como tengamos ayuda. Ya están en camino.
Se oyeron pasos que corrían. Esta vez, el pesado andar de muchos pies. Estaban entrando bomberos con cascos. Con brillantes linternas, y equipo pesado…, hachas, poderosos gatos, herramientas cortantes, palancas. Poca charla, palabras cortas dichas en
staccato.
Gruñidos, órdenes rápidas.
–¡Aquí! Un gato allí abajo. ¡Quiten estas cosas pesadas!
Desde arriba, el golpear del hacha rompiendo algo. El sonido de metal que cede. Una corriente de luz cuando las puertas del pozo se abrieron a nivel del vestíbulo principal. Un grito:
–¡Escaleras! ¡Necesitamos escaleras aquí!
Comenzaron a bajar escaleras largas.
El joven médico ordenó:
–
¡Necesito
que me saquen a este hombre!
Dos bomberos luchaban para poner en posición un gato, que al funcionar quitaría el peso de encima del cuerpo de Billyboi. Los bomberos, tentando, blasfemando, maniobrando para poder colocarlo. El gato era demasiado grande.
–¡Necesitamos un gato más pequeño! Se necesita otro gato, para colocar el grande en su lugar. – La demanda se repitió por una radio portátil.– ¡Traigan el gato pequeño del camión de rescate!
–
Tengo que sacar en seguida a este hombre de aquí
-decía la voz del médico con insistencia.
–¡Las palancas allí! La más alta. Si la mueve, levantará las más bajas; dejen espacio para el gato -era la voz de Peter.
–Hay veinte toneladas. Allí. Cambien algo; todo puede venirse abajo. Cuando empecemos lo haremos despacio -advertía un bombero.
–¡Probemos! – exclamó Aloysius Royce.
Royce y Peter, hombro con hombro, y las espaldas bajo la barra más alta, con los brazos entrelazados, hicieron fuerza hacia arriba. Nada. ¡Con más fuerza aún! ¡Todavía con más fuerza! Los pulmones estallando, la sangre afluyendo, perdiendo el sentido. La barra apenas se movía. ¡Aún con más fuerza! ¡Hacer lo imposible! Se perdía la conciencia. Se perdía la visión. Sólo una niebla roja. Estorzándose, moviéndose. Un grito.
–¡El gato calzó! – se acabó el esfuerzo. Hacia abajo… Libre. El gato giraba, levantándolo todo; también los escombros.
–¡Podemos sacarlo!
–No hace falta. Acaba de morir -anunció el médico en voz baja.
Los muertos y heridos fueron subidos por la escalera, uno a uno. El vestíbulo se convirtió en un lugar de separación donde se prestaba rápida ayuda a los que todavía estaban vivos y se identificaba a los muertos. Se sacaron los muebles a un lado. Los camilleros llenaban la parte central. Detrás del cordón, las gentes, ahora silenciosas, se apretaban unos contra otros. Las mujeres lloraban. Algunos hombres se marchaban.
Fuera esperaba una fila de ambulancias. St. Charles Avenue y Carondelet, entre las calles Canal y Gravier, estaban cerradas al tránsito. Se estaba reuniendo una multitud detrás de las barreras de la Policía en ambos extremos. Una a una, las ambulancias partían de prisa. Primero, con Herbie Chandler, luego el dentista herido, que murió; un momento después la mujer de Nueva Orleáns con heridas en la pierna y la mandíbula. Otras ambulancias iban más despacio, hacia el depósito de la ciudad. Dentro del hotel, un capitán de Policía interrogaba a los testigos, inquiriendo el nombre de las víctimas.
De las personas heridas, Dodo fue la última en salir. Un médico, al bajar, le había aplicado una venda de compresión a la herida abierta en la cabeza. Su brazo estaba en una tablilla plástica. Keycase Milne, desechando los ofrecimientos de ayuda, se había quedado con Dodo, sosteniéndola, guiando al equipo de rescate adonde ella yacía. Keycase fue el último en salir. El congresista de la «Gold Crown Cola» y su esposa lo precedieron. Un bombero pasaba las maletas (las de Dodo y Keycase), desde los restos del ascensor al vestíbulo. Un policía uniformado las recibía y cuidaba.
Peter McDermott había vuelto al vestíbulo cuando subieron a Dodo. Estaba pálida e inmóvil, su cuerpo empapado en sangre; la compresa, roja. Mientras se la puso en la camilla, dos médicos se ocuparon de ella brevemente. Un joven interno, el otro un hombre mayor. El más joven movió la cabeza.
Detrás del cordón se oyó una conmoción. Un hombre en mangas de camisa, agitado, gritaba:
–¡Déjeme pasar!
Peter volvió la cabeza, luego se acercó al oficial de Marina.
El cordón se abrió. Curtis O'Keefe pasó precipitadamente. Con el rostro distorsionado, caminó al lado de la camilla. Cuando Peter lo vio, estaba en la calle, rogando ser admitido en la ambulancia. El interno asintió. Las puertas se cerraron. Sonó la sirena, y la ambulancia partió velozmente.
Keycase descubrió que podía tenerse de pie y moverse sin ayuda. Sus sentidos se recuperaron. Una vez más su cerebro estaba alerta. Había uniformes por todas partes. Lo atemorizaron.
¡Sus dos maletas! ¡Si la más grande se hubiera abierto…! Pero no. Estaba con algunas otras ahí cerca. Se dirigió hacia ellas.
–Señor, hay una ambulancia esperando -le advirtió una voz detrás de él. Keycase se volvió. Era un policía joven.
–No necesito…
–Todos tienen que hacerlo, señor. Es una revisión. Para su propia protección.
–Necesito mis maletas -protestó Keycase.
–Las puede recoger luego, señor. Estarán cuidadas.
–No, ahora.
Otra voz intervino:
–¡Cristo! Si quiere sus maletas, deje que las lleve. Cualquiera que haya tenido semejante accidente tiene derecho…
El joven policía tomó las maletas y escoltó a Keycase hasta la puerta que daba a St. Charles Avenue.
–Si espera aquí, por favor, señor, veré cuál es la ambulancia -dejó las maletas en la acera.
Mientras el policía se marchaba, Keycase cogió las maletas y se mezcló con la muchedumbre. Nadie lo observó mientras se alejaba a pie.
Continuó caminando sin prisa, hasta la plaza de estacionamiento exterior donde había dejado el día anterior su coche, después del afortunado pillaje de la casa de Lakeview. Tenía una sensación de paz y confianza. Ahora no podía pasarle nada.
El estacionamiento estaba lleno, pero Keycase divisó su «Ford» sedán por sus placas distintivas verde y blanco. Recordó que el lunes había estado preocupado por las chapas que podían atraer la atención. Era evidente que su preocupación había sido injustificada.
El coche estaba tal cual lo había dejado. Como siempre, el motor arrancó no bien lo tocó.
Desde el centro, Keycase condujo el coche con cuidado hasta su motel en la carretera de Cher Menteur, donde había ocultado sus robos anteriores. Tenían poco valor, comparado con los gloriosos quince mil dólares en efectivo, pero aun así valían la pena.
En el motel, Keycase colocó el coche próximo
a
su habitación antes de abrir la maleta grande para asegurarse de que el dinero todavía estaba allí. Así era.
Había guardado muchos efectos personales en el motel; ahora volvió a hacer sus distintas maletas para que todo cupiera. Al final, vio que no tenía espacio para los dos abrigos de piel, y la fuente y bandeja de plata que había robado en la casa de Lakeview. No tenía espacio para colocarlos, salvo que volviera a hacer las maletas.
Keycase sabía que debía hacerlo. Pero los últimos minutos pasados le habían advertido que sentía una tremenda fatiga, una reacción, supuso, de los sucesos y tensiones del día. También el tiempo corría y era importante que saliera de Nueva Orleáns lo antes posible. Decidió que los abrigos y platería estarían seguros sueltos en la maletera.
Asegurándose de no ser visto, cargó las maletas en el coche, colocando los abrigos y platería al lado.
Se marchó del motel pagando el saldo de su cuenta. Algo de su cansancio pareció aliviarse cuando partió.
Su destino era Detroit. Deseaba hacer el viaje en etapas fáciles, deteniéndose cuando tuviera ganas. En el camino podría pensar seriamente en su futuro. Durante muchos años Keycase se había prometido que si alguna vez se apoderaba de una suma sustancial de dinero, la utilizaría para comprar un pequeño garaje. Abandonaría su errante vida de delito para establecerse a trabajar honradamente por el resto de sus días. Poseería habilidad. El «Ford» que tenía en sus manos era la prueba. Y quince mil dólares era un comienzo cómodo. La pregunta que se hacía era: ¿Había llegado el momento?
Keycase ya estaba analizando la posibilidad, mientras conducía cruzando la parte norte de Nueva Qrleáns, hacia el Pontchartrain Expressway, camino a la libertad.
Había argumentos lógicos que apoyaban la posibilidad de establecerse. Ya no era joven. Los riesgos y las tensiones lo cansaban. Esta vez en Nueva Orleáns había sido tocado por la mano del temor.
Y sin embargo… los sucesos de las treinta y seis horas pasadas le daban una nueva confianza, un nuevo vigor. El afortunado robo en la casa; el dinero en efectivo como un prodigio de Aladino; salir vivo del desastre ocurrido en el ascensor, sólo una hora antes… todo esto parecía síntoma de invencibilidad. Seguramente, sumados eran un augurio que le indicaba lo que debía hacer.
Quizá después de todo, reflexionó Keycase, debería seguir por la vieja senda durante un tiempo más. El garaje vendría después. En realidad, tenía mucho tiempo.
Había conducido desde la carretera de Chef Menteur hasta Gentilly Boulevard, por el City Park, dejando atrás las lagunas y los antiguos y copudos robles. Ahora, en City Park Avenue, se acercaba a Metarie Road. Era aquí donde los cementerios más nuevos de Nueva Orleáns (Greenwood, Metarie, St. Patrick, Firemans Charity Hospital, Cypress Grove) extendían un mar de lápidas hasta donde alcanzaba la vista. Arriba, por encima de todas ellas estaba el elevado Pontchartrain Expressway. Keycase podía ver ahora el Expressway, una ciudadela en el cielo, una bendición celestial. En pocos minutos estaría en ella.
Acercándose al empalme de Canal Street y City Park Avenue, la última etapa antes de la rampa del Expressway, Keycase observó que los semáforos de la intersección no funcionaban. Un policía dirigía el tránsito desde el centro de la carretera en el lado de Canal Street.
A pocos pasos de la intersección, Keycase advirtió que un neumático se había pinchado.
El patrullero Nicholas Clancy, de la Policía de Nueva Orleáns, había sido acusado cierta vez por su amargado sargento de ser «el policía sin galones más tonto de la compañía».
La imputación era cierta. A pesar de su larga prestación de servicios que lo había convertido en veterano, Clancy no había avanzado en el rango, ni siquiera había sido considerado para una promoción. Sus antecedentes carecían de gloria. Casi no había hecho arrestos, y ninguno de importancia. Si Clancy perseguía a un automóvil que huía, su conductor podía estar seguro de evadirse. Cierta vez, en un desorden, le dijeron a Clancy que pusiera las esposas a un sospechoso a quien otro policía había capturado. Clancy todavía estaba luchando por sacar las esposas de su cinturón cuando el sospechoso estaba a cientos de metros de distancia. En otra ocasión un ladrón de Banco muy buscado, que era religioso, se entregó a Clancy en una calle de la ciudad. Él bandido le tendió la pistola, que Clancy, al coger, la dejó caer. El arma se disparó sobrecogiendo al hombre, que cambió de idea y se fugó. Estuvo implicado en asaltos durante un año y medio más, antes de que se le volviera a capturar.
Hubo algo, en tantos años, que evitó que Clancy fuera dado de baja: su carácter sumamente bondadoso, al que nadie se podía sustraer, más una humilde tristeza de clown que se daba cuenta de sus propias deficiencias.
Algunas veces, en su intimidad, Clancy deseaba poder alcanzar un momento que valiera la pena, si no para equilibrar su concepto, al menos para que no fuera tan malo. Hasta ahora había fracasado.
Había sólo una cosa, dentro de sus obligaciones, que no significaba para Clancy el menor problema: dirigir el tránsito. Le gustaba hacerlo. Si de alguna manera Clancy hubiera podido volver atrás en la historia para evitar la invención de los semáforos, lo habría hecho con gusto.
Hacía diez minutos, cuando advirtió que las luces de Canal y City Park no funcionaban, pasó por radio la información, estacionó su motocicleta, y se hizo cargo de la intersección Esperaba que los operarios de reparación de las luces de las calles tardaran en llegar.
Desde el otro lado de la avenida, Clancy vio el «Ford» sedán gris que aminoraba la marcha y se detenía. Con calma cruzó la calle. Keycase estaba sentado, inmóvil, como cuando el automóvil se detuvo.
Clancy inspeccionó el neumático de atrás que descansaba en el aro.
–¿Una rueda desinflada?
Keycase asintió. Si Clancy hubiera sido más observador, habría advertido que los nudillos de las manos en el volante estaban blancos. Keycase, a través de un velo de amarga autorrecriminación, recordaba el único y simple factor que sus elaborados planes habían pasado por alto. La rueda de recambio y el gato estaban en el portaequipajes. Para sacarlos tenía que abrirlo, y revelarían los abrigos de piel, la bandeja y fuente de plata y las maletas.
Esperó, sudando. El policía no mostraba señales de marcharse.
–¿Supongo que tendrá que cambiar la rueda, eh?
Nuevamente Keycase asintió. Calculó. Podía hacerlo de prisa. Tres minutos a lo sumo. ¡Gato! ¡Sacar la rueda de auxilio! ¡Quitar las tuercas! ¡Sacar la rueda! ¡Poner la de repuesto! ¡Ajustaría! ¡Arrojar la rueda y el gato y la llave en el asiento de atrás! ¡Cerrar el portaequipajes! Podría irse. Estar en el Expressway.
Con sólo que el policía se marchara.
Detrás del «Ford», otros coches aminoraban la marcha, algunos tenían que detenerse antes de entrar en el canal central. Uno arrancó demasiado pronto. Detrás de él, se oyó crujir un neumático. Una bocina sonó protestando. El policía se inclinó hacia delante, apoyando sus brazos en la puerta del lado de Keycase.
–Esto se está llenando.
–Sí. – Keycase tragó saliva.
El policía se enderezó, abriendo la puerta.
–Debe comenzar a mover las herramientas.
Keycase sacó las llaves del panel de contacto. Con lentitud bajó al suelo. Se obligó a sonreír.
–Le echaré una mano -ofreció Clancy con buena voluntad. Keycase tuvo el impulso de abandonar el coche y echar a correr. Lo desechó por inútil. Con resignación, insertó la llave y abrió el portaequipajes.
Un minuto después, puso el gato en su lugar, la rueda y las tuercas aflojadas, y estaba levantando la parte de atrás del coche. Las maletas, abrigos de piel y platería estaban amontonados a un lado del portaequipajes. Mientras trabajaba, Keycase podía ver al policía contemplando la colección. Increíble: hasta ahora no había dicho una palabra.
Lo que Keycase no podía saber era que el proceso de razonamiento de Clancy necesitaba tiempo para funcionar.
Clancy se inclinó y tocó los abrigos.
–Hace calor para esto. – La temperatura a la sombra en la ciudad durante los últimos diez días había sido de treinta y cinco grados C.
–Mi esposa, algunas veces tiene frío.
Había sacado las tuercas y liberado la rueda pinchada. Con un solo movimiento, Keycase abrió la puerta de atrás del coche y tiró la rueda dentro.
El policía, dando una vuelta, miró el interior del coche.
–La señora no está con usted, ¿eh?
–La… la voy a buscar.
Las manos de Keycase luchaban frenéticamente para sacar la rueda de recambio. La tuerca de seguridad estaba dura. Se rompió una uña y se despellejó los dedos en ella. Sin hacer caso del dolor, sacó la rueda.
–Todo esto parece raro.
Keycase se quedó helado. No se atrevió a moverse. Había llegado al Gólgota. La intuición le decía por qué.
El destino le había ofrecido una oportunidad, y él la había desechado. No importaba que la decisión no hubiera pasado más allá de su mente. El destino había sido bondadoso, pero Keycase había despreciado su bondad. Ahora, colérico, el destino le había vuelto la espalda.
El terror lo sobrecogió cuando recordó lo que pocos minutos antes había olvidado con tanta rapidez… el tremendo precio de una nueva condena: el largo tiempo en presidio, quizá por el resto de su vida. La libertad nunca le resultó más preciosa. El Expressway tan próximo, le parecía a medio mundo de distancia.
Por fin Keycase supo lo que los augurios del día anterior habían significado en realidad. Le habían ofrecido una liberación, una oportunidad para iniciar una nueva vida, una salida decente al mañana. ¡Si hubiera sabido…!
En cambio había interpretado mal los augurios. Con arrogancia y vanidad interpretó la bondad del destino como propia invencibilidad. Había tomado su decisión. Este era el resultado. Ahora era demasiado tarde.
¿Acaso lo sería? ¿Sería alguna vez demasiado tarde… por lo menos para esperar? Keycase cerró los ojos.
Prometió, con una profunda resolución que, si tenía la oportunidad, sabía que cumpliría, que, si por una gran casualidad, podía superar este momento, nunca más en toda su vida haría una cosa deshonrosa.
Keycase abrió los ojos. El policía estaba caminando hacia otro coche cuyo conductor se había detenido para pedir una dirección.
Con movimientos más rápidos de los que creía posible, Keycase puso la rueda, insertó las tuercas y sacó el gato, que arrojó al portaequipajes. Aun en este momento, instintivamente, como haría un buen mecánico, Keycase dio a las tuercas un apretón más cuando la rueda estuvo en el asfalto. Había vuelto a cerrar el portaequipajes cuando volvió el policía.
–Ya está listo, ¿eh? – aprobó Clancy olvidado de su pensamiento anterior.
Keycase bajó la tapa de la maletera. Por primera vez, el patrullero Clancy vio la matrícula de Michigan.
Michigan. Verde y blanca. En las profundidades de la mente de Clancy la memoria comenzó a trabajar.
¿Había sido hoy, ayer, el día anterior? El comandante de su pelotón, al pasar la orden del día, leyendo el último boletín en voz alta dijo algo referente a las patentes verdes y blancas.