Clancy deseaba poder recordar. Había tantos boletines… personas buscadas, personas perdidas, automóviles, robos. Todos los días los jóvenes, ansiosos y brillantes de la compañía, garabateaban de prisa en sus cuadernos, recordando, apuntando la información. Clancy trataba de hacerlo. Siempre hacía lo posible. Pero inevitablemente, la voz breve del teniente, la lentitud de su escritura, lo dejaban atrás.
Verde y blanca.
Ojalá pudiera recordar.
–De Michigan, ¿eh? – preguntó Clancy señalando la matrícula.
Keycase asintió. Estaba mareado. El espíritu humano sólo podía absorber hasta determinado límite.
–Water Wonderland: -Clancy leyó en voz alta la leyenda en la matrícula.– He oído decir que allí hay una pesca magnífica.
–Sí… así es.
–Me gustaría ir algún día. Me encanta pescar.
Desde atrás, sonó una bocina. Clancy mantuvo la puerta abierta. Parecía recordar que era un policía.
–Dejemos libre este canal. –
Verde y blanca.
El pensamiento aún le molestaba.
El coche se puso en movimiento. Keycase siguió adelante. Clancy lo miró partir. Keycase, con precisión, ni muy ligero ni muy despacio, firme en su resolución enderezó el coche hacia la rampa del Expressway.
Verde y blanca.
Clancy movió la cabeza y volvió a dirigir el tránsito.
No en balde le llamaban el policía más tonto de la compañía, sin una mención especial.
Curtis la siguió de cerca, casi corriendo para mantenerse al lado.
–¡Emergencia! Abran paso -exclamó un asistente.
El grupo de personas en el vestíbulo de entrada y salida se hizo a un lado para dejar pasar la pequeña procesión. Ojos curiosos los siguieron mientras entraban. Casi todos estaban fijos en el rostro pálido, como una máscara de cera, de Dodo.
Las puertas de vaivén donde se leía
Sala de Primeros Auxilios
se separaron para que entrara la camilla. Dentro había enfermeras, médicos, actividad, otras camillas. Un ayudante le cortó el paso a Curtis O'Keefe.
–Por favor, espere aquí.
–Quiero saber… -protestó O'Keefe.
Una enfermera que entraba, se detuvo un momento:
–Se hará cuanto sea posible. Un médico hablará con usted tan pronto pueda hacerlo. – Entró. La puerta de vaivén se cerró.
Curtis O'Keefe permaneció mirando las puertas. Tenía los ojos nublados, y el corazón destrozado.
Después de la partida de Dodo (menos de media hora antes), había quedado caminando de un lado al otro, en la sala de la
suite,
confuso y turbado. El instinto le decía que algo se había ido de su vida, que jamás podría volver a encontrar. La lógica se burlaba de él. Otras, antes que Dodo, habían llegado y se habían marchado. El había sobrevivido a las partidas. La idea de que esta vez podría ser distinto, era absurda.
Aun así, había estado tentado de ir tras de Dodo, quizá para demorar su separación por unas horas, y en ese tiempo pesar sus sentimientos una vez más. La razón venció. Permaneció donde estaba.
Pocos minutos después había oído las sirenas. Al principio no le habían interesado. Luego, al advertir el creciente número y la patente convergencia al hotel, se había asomado a la ventana de la
suite.
La actividad abajo le decidió a descender. Acudió como estaba, en mangas de camisa, sin ponerse la chaqueta.
En el piso duodécimo, mientras esperaba un ascensor se oían alarmantes ruidos. Después de casi cinco minutos, cuando el ascensor no llegaba, O'Keefe decidió utilizar la escalera de emergencia. A medida que bajaba, descubrió que otros habían tenido la misma idea. Cerca de los pisos más bajos, los ruidos se hacían más distintos. Sus condiciones físicas le permitieron aumentar la velocidad.
En el vestíbulo se enteró, por los excitados espectadores, de los hechos esenciales que habían ocurrido. Fue entonces cuando rezó por que Dodo hubiera abandonado el hotel antes del accidente. Un momento después vio que la sacaban inconsciente del hueco del ascensor.
El traje amarillo que había admirado, su pelo, sus piernas, eran una masa de sangre. La muerte estaba en su rostro.
En ese instante, con una dura y tremenda claridad, Curtis O'Keefe descubrió la verdad de la que se había defendido durante tanto tiempo. La amaba. Mucho, con ardor, con una devoción más allá de lo humano. Demasiado tarde, se dio cuenta que al dejar partir a Dodo, había cometido el gran error de su vida.
Reflexionaba en ello ahora, con amargura, vigilando las puertas de la sala de primeros auxilios. Se abrieron brevemente, y salió una enfermera. Cuando él se le acercó, la enfermera movió la cabeza y siguió su camino.
Curtis tenía una sensación de desamparo. ¡Era tan poco lo que podía hacer! Pero lo que pudiera, lo haría.
Dando media vuelta, caminó por el hospital. Atravesando los vestíbulos y corredores llenos de gente, la apartó para seguir los indicadores y flechas hacia su objetivo. Abrió una puerta que decía
Privado
desoyendo a las secretarias que protestaban. Se detuvo ante el escritorio del director.
El director se incorporó colérico de su silla. Cuando Curtis O'Keefe se identificó, la cólera cedió algo.
Quince minutos más tarde el director salió de la sala de primeros auxilios acompañado por un hombre tranquilo, delgado, que presentó como el doctor Beauclaire. El médico y O'Keefe se dieron la mano.
–Entiendo que usted es amigo de la señorita… creo que es miss Lash.
–¿Cómo está, doctor?
–Su estado es crítico. Estamos haciendo todo lo posible. Pero tengo que decirle que no hay muchas probabilidades de que sobreviva.
O'Keefe se quedó en silencio, abrumado.
–Tiene una herida grave en la cabeza que superficialmente parece ser una fractura con depresión de cráneo. También existe la posibilidad de que los fragmentos de hueso hayan entrado en el cerebro. Lo sabremos mejor después de los rayos X -terminó el médico.
–Primero estamos reanimando a la paciente -explicó el director.
–Le estamos haciendo transfusiones. Perdió mucha sangre -agregó el médico-. Y se ha empezado el tratamiento para el
shock.
–¿Cuánto tiempo…?
–Reanimarla tardará por lo menos una hora más. Luego, si los rayos X confirman el diagnóstico, tendremos que operar en seguida. ¿El pariente más próximo está en Nueva Orleáns?
O'Keefe negó con la cabeza.
–En realidad no importa. En este tipo de emergencia, la ley nos permite proceder sin permiso.
–¿Puedo verla?
–Quizá más tarde. Todavía no.
–Doctor, si usted necesita algo… una cuestión de dinero, ayuda profesional… -El director interrumpió con calma.
–Este es un hospital gratuito, míster O'Keefe. Es para indigentes y emergencias. A pesar de ello, aquí se prestan servicios que el dinero no podría comprar. Tenemos anexas dos Universidades de Medicina, su personal está a nuestra disposición. Debo decirle que el doctor Beauclaire es uno de los principales neuro-cirujanos del país.
–Lo siento -dijo O'Keefe con humildad.
–Tal vez pueda hacer una cosa -recordó el médico.
O'Keefe levantó la cabeza.
–La paciente está inconsciente ahora, y bajo sedantes. Pero antes tuvo momentos de lucidez. En uno de ellos, preguntó por su madre. Si fuera posible traerla aquí…
–Es posible -era un alivio que, por lo menos, hubiera algo que pudiera hacer él.
Desde un teléfono de pago del corredor, Curtis O'Keefe pidió una comunicación a Akron, Ohio. Era el «O'Keefe-Cuyahoga Hotel». El gerente Harrison estaba en la oficina.
–Deje lo que está haciendo -instruyó O'Keefe-. No haga nada hasta que haya cumplido, con la mayor rapidez posible, lo que voy a decirle.
–Sí, señor. – La voz alerta de Harrison se oyó en el extremo de la línea.
–Tiene que ponerse en contacto con mistress Irene Lash, de Exchange Street, en Akron. No tengo el número de la casa. – O'Keefe recordaba la calle desde aquel día en que Dodo había ordenado por telégrafo que enviaran la canasta de fruta. ¿Había sido el martes último?
Oyó que Harrison decía a alguien en su oficina:
–Una guía…, ¡ rápido!
–Vea a mistress Lash usted en persona. Déle la noticia de que su hija Dorothy, ha tenido un accidente y puede morir -continuó O'Keefe-. Quiero que mistress Lash venga a Nueva Orleáns por el medio más rápido posible. Fletando un avión si es necesario. No se preocupe de lo que cueste.
–Un momento, míster O'Keefe -éste podía oír las rápidas órdenes de Harrison-. Consigan una comunicación con Easter Airline… el departamento de ventas en Cleveland… en otra línea. Luego, necesito una
limousine
con un conductor bueno y rápido, en la puerta de Market Street. – La voz volvió, se oyó más fuerte.– Continúe, míster O'Keefe.
Tan pronto como se hubieron hecho los arreglos, O'Keefe ordenó que lo llamaran al «Charity Hospital».
Colgó el receptor, confiado en que sus instrucciones se llevarían a cabo. Harrison era un buen hombre. Quizá mereciera un hotel más importante.
Noventa minutos más tarde, los rayos X confirmaron el diagnóstico del doctor Beauclaire. Se estaba preparando una sala de operaciones en el piso duodécimo. La neurocirugía, para llegar a algo definitivo, llevaría varias horas.
Antes de que Dodo fuera llevada en una camilla a la sala de operaciones, Curtis O'Keefe tuvo permiso para verla un momento. Estaba pálida e inconsciente. Le pareció como si toda su dulzura y vitalidad hubiera desaparecido.
Las puertas de la sala de operaciones se habían cerrado.
La madre de Dodo estaba en camino. Harrison se lo había notificado. McDermott del «St. Gregory», a quien O'Keefe telefoneó hacía unos minutos, estaba ocupándose de que alguien esperara a mistress Lash en el aeropuerto y la llevara directamente al hospital.
Por el momento nada se podía hacer más que esperar.
Poco antes, O'Keefe había declinado una invitación para descansar en la oficina del director. Esperaría en el piso duodécimo, el tiempo que fuera.
De pronto, tuvo deseos de rezar.
Una puerta próxima tenía la inscripción
Señoras de Color.
Próxima a ella había otra con la de
Sala de Instrumental de
Recuperación.
Un panel de vidrio mostró que dentro estaba oscuro.
Abrió la puerta y entró andando a tientas; a un lado, una carpa de oxígeno y un pulmón de acero. En la semioscuridad encontró un espacio libre para arrodillarse. El piso era bastante más duro para sus rodillas, que la alfombra a la que estaba habituado.
Pero no parecía importarle. Unió las manos suplicantes y bajó la cabeza.
Era curioso, por primera vez en muchos años, no encontraba palabras para lo que sentía en su corazón.
Pero pasarían muchos atardeceres y noches y días antes que aquellos que estuvieron cerca de los sucesos acaecidos hoy, pudieran liberarse de la sensación de tragedia y terror. Las aguas del Leteo estaban aún muy distantes. Río del olvido.
La actividad, si bien no curaba, mitigaba un poco.
Desde esta tarde temprano, habían pasado muchas cosas.
Solo, en su oficina del entresuelo principal, Peter pasó revista a lo que se había hecho y a lo que quedaba por hacer.
El triste proceso de identificar a las personas muertas y notificarlo a sus familias, ya se había llevado a cabo. Y se estaban tomando las disposiciones pertinentes para que el hotel ayudara, en los casos necesarios.
Lo poco que podía hacerse por los heridos, además del cuidado en el hospital, se estaba haciendo.
El personal de emergencia, bomberos y policías, hacía mucho que se habían marchado. En su lugar estaban los inspectores de ascensores, examinando cada una de las piezas del equipo de ascensores que poseía el hotel. Trabajarían toda la noche y mañana. Entretanto, el servicio de ascensores había sido restablecido parcialmente.
Los inspectores de seguros, hombres sombríos, previendo cuantiosas reclamaciones, interrogaban en forma intensiva, tomando declaraciones.
El lunes, un equipo de consultores vendría por avión desde Nueva York para comenzar a proyectar el reemplazo de la maquinaria de todos los ascensores de pasajeros por otra nueva. Sería el primer gasto grande del régimen Albert Wells-Dempster-McDermott.
La renuncia del jefe de mecánicos estaba sobre el escritorio de Peter. Pensaba aceptarla.
El jefe, Doc Vickery, debería ser retirado honorablemente, con una pensión que compensara sus largos años de servicio en el hotel. Peter se ocuparía de que fuera bien tratado.
Monsieur Hebrand, el
chef de cuisine,
recibiría el mismo trato. Pero el retiro del viejo
chef
debía realizarse rápidamente, y André Lemieux sería promovido a su lugar.
El futuro del «St. Gregory» dependería en gran parte del joven André Lemieux (con sus ideas para crear restaurantes de especialidades, bares íntimos, severo control del sistema de abastecimiento del hotel). El hotel no vivía sólo de lo producido por las habitaciones. Podría tener un lleno cada día y quebrar. Servicios especiales, tales como convenciones, restaurantes, bares, eran la veta madre donde yacían las ganancias.
Serían necesarias otras designaciones, una reorganización de los departamentos, una nueva clara delimitación de responsabilidades. Como vicepresidente ejecutivo, Peter estaría ocupado mucho tiempo en el aspecto político. Necesitaría un ayudante general para que supervisara todos los días la marcha del hotel. Quienquiera que fuera tenía que ser joven, eficiente, disciplinado cuando fuera necesario, pero capaz de llevarse bien con personas mayores que él. Un graduado del «School of Hotel Administration» podría servir. El lunes, decidió Peter, telefonearía al Dean Robert Beck en Cornell. El decano se mantenía en contacto con sus exalumnos más capaces. Pudiera ser que conociera a un hombre de esas condiciones que en este momento estuviera disponible.
A pesar de la tragedia de hoy era necesario pensar en el futuro.
También debía considerar su propio futuro con Christine. La idea era inspiradora. Todavía no se había acordado nada entre ellos. Pero sabía cuál sería la solución. Christine se había marchado, más temprano, a su apartamento de Gentilly. Pronto la vería.
Otra cosa, menos agradable, quedaba por hacer. Hacía una hora que el capitán Yolles de la Policía de Nueva Orleáns había llegado a la oficina de Peter. Volvía de entrevistar a la duquesa deCroydon.
–Cuando se está con ella -había dicho Yolles-, uno se pregunta: ¿qué hay debajo de toda esa coraza de hielo? ¿Es una mujer? ¿Es que
siente
algo por la forma en que murió su marido? Vi su cuerpo.
Mon Dieu!
Nadie merece una cosa así. Ella también lo vio. Pocas mujeres lo hubieran resistido. Sin embargo la duquesa no se inmutó. Ni sentimiento, ni lágrimas. Sólo la cabeza echada hacia atrás, con ese gesto que tiene, y la altanera forma con que lo mira a uno. Si le digo la verdad, como hombre me siento atraído por ella. A uno se le ocurre que quisiera saber qué es en realidad. – El detective guardó silencio.
Más tarde, respondiendo a una pregunta de Peter, Yolles informó:
–La acusaremos como cómplice, y será arrestada después del funeral. Lo que suceda después, si el jurado la condena, si la defensa sostiene que el marido era culpable, y está muerto… Bien, veremos.
Ogilvie ya había sido ocusado. Dijo el policía:
–Está detenido por complicidad. Podemos cargarle algo más después. El fiscal del distrito decidirá. De cualquier manera, si le reserva el puesto a Ogilvie, no cuente con él hasta dentro de cinco años.
–No pensamos hacerlo. – La reorganización de la fuerza de detectives del hotel encabezaba la lista de cosas que debía hacer Peter.
Cuando el capitán Yolles se marchó, la oficina quedó en silencio. Ya eran las primeras horas de la noche. Un momento después, Peter oyó la puerta exterior abrirse y cerrarse. Un golpe suave sonó en la de su oficina.
–¡Adelante!
Era Aloysius Royce. El joven negro traía una bandeja con un jarro y una sola copa. Dejó la bandeja sobre el escritorio y dijo:
–Pensé que quizá le gustaría esto.
–Gracias-respondió Peter-. Pero nunca bebo solo.
–Tenía la idea de que iba a decir eso. – Del bolsillo sacó una segunda copa.
Bebieron en silencio. Lo que habían vivido en el día de hoy, estaba demasiado próximo para hacer ningún brindis.
–¿Fue usted quien acompañó a mistress Lash?
–La llevé al hospital. Tuvimos que entrar por puertas diferentes, pero nos encontramos dentro y la acompañé a ver a míster O'Keefe.
–Gracias -después de la llamada de Curtis O'Keefe, Peter había querido que alguien de su confianza fuera al aeropuerto. Esa fue la razón por la que se lo pidió a Royce.
–Habían terminado de operar cuando llegamos al hospital.
Salvo que se produzcan complicaciones, la señorita… miss Lash… se repondrá.
–¡Me alegro!
–Míster O'Keefe me dijo que iban a casarse tan pronto se recupere. A su madre parece gustarle la idea.
Peter sonrió fugazmente.
–Supongo que a las madres les gustaría.
Hubo un silencio; luego Royce dijo:
–He oído hablar de la reunión de esta mañana. La posición que usted adoptó. La forma en que terminaron las cosas.
–El hotel ya no es segregacionista. A partir de ahora.
–Supongo que usted espera que le dé las gracias, por darnos lo que en derecho nos pertenece.
–No -respondió Peter-. Y está quisquilloso de nuevo. Me pregunto si decidirá quedarse con W. T. Yo sé que a él le gustaría y usted estaría enteramente libre. En el hotel hay trabajo para un abogado. Puedo ocuparme de que sea usted.
–Le agradezco eso, pero la respuesta es
no.
Se lo dije a míster Trent esta tarde… Me marcho tan pronto me gradúe. – Volvió a llenar los vasos con «Martini» y quedó contemplando el suyo.– Estamos en una guerra, usted y yo… en bandos contrarios. No terminará en nuestra época, tampoco. Lo que yo pueda hacer, lo que he aprendido de la ley, pienso utilizarlo en ayudar a mi gente. Hay.muchas luchas por delante, algunas legales, y también de otro tipo. No siempre serán limpias de nuestro lado, como tampoco del de ustedes. Pero cuando somos injustos, intolerantes, poco razonables, recuerde… lo hemos aprendido de ustedes. Todos tendremos dificultades. Ustedes también. Usted ha eliminado la discriminación, pero no es el fin. Habrá problemas: con la gente a quien no le gusta lo que usted ha hecho, con negros que no se comportarán agradablemente, que lo perturbarán porque algunos son como son. ¿Qué hará con el negro vocinglero, con el negro pícaro, con el negro enamoradizo, medio borracho? Nosotros también los tenemos. Cuando los blancos se comportan así, ustedes se lo aguantan, tratan de sonreír, y la mayoría de las veces los disculpan. ¿Cuando sean negros… qué harán entonces?
–Puede no ser fácil -respondió Peter-. Trataré de ser objetivo.
–Usted lo será. Otros no. De todas maneras, la guerra seguirá su curso. Sólo hay una cosa buena. – ¿Cuál? – De vez en cuando habrá treguas. – Royce tomó la bandeja con el jarro y los vasos vacíos.– Creo que esto ha sido una.
Ya era de noche.
Dentro del hotel, el ciclo de otro día hotelero había seguido su curso. Este había sido distinto de la mayoría, pero bajo los acontecimientos excepcionales, la rueda continuaba. Reservas, recepciones, administración, manejo doméstico, mecánico, garaje, tesorería, cocinas… todo se combinaba en una sola y simple función: Dar la bienvenida al viajero, alimentarlo, proporcionarle descanso y despedirlo.
Pronto el ciclo comenzaría otra vez.
Cansado, Peter McDermott se preparó para marcharse. Apagó las luces de la oficina y, desde la
suite
de los ejecutivos, caminó a lo largo del entresuelo principal. Cerca de las escaleras que iban al vestíbulo de entrada se vio en el espejo.
Por primera vez advirtió que el traje que llevaba estaba arrugado y manchado. Se había puesto así, reflexionó, bajo los escombros del ascensor, donde Billyboi había muerto.
Se estiró la chaqueta y la limpió lo mejor que pudo con la mano; el ligero crujir de un papel, le hizo buscar en el bolsillo donde sus dedos encontraron una nota doblada. Al sacarla, recordó. Era la que Christine le había dado al dejar la reunión esa mañana… la reunión en donde había expuesto su carrera en aras de un principio, y había vencido.
No había recordado la nota hasta este momento. La abrió con curiosidad. Decía:
Será un hermoso hotel, porque se parecerá
al hombre que lo dirige.
Abajo, con letra más pequeña, Christine había esrito:
Post
data: Te amo.
Sonriendo y alargando los pasos, bajó las escaleras hasta llegar al vestíbulo principal de su hotel.