Ya habían pasado catorce horas.
Desde la noche anterior, después de marcharse los detectives de la Policía, no había sabido una palabra más. Perturbadoras incógnitas seguían sin respuesta. ¿Qué estaba haciendo la Policía? ¿Dónde estaba Ogilvie? ¿Y el «Jaguar»? ¿Habría algún detalle que, a pesar de su ingenio, la duquesa hubiera pasado por alto? Aun ahora, no creía haberlo hecho.
Una cosa parecía importante. Cualquiera que fuera su tensión interna, exteriormente los Croydon deberían mantener apariencia de normalidad. Por este motivo habían pedido el desayuno a la hora acostumbrada. Incitado por la duquesa, el duque de Croydon hizo llamadas telefónicas a Londres y Washington.
Comenzaron a hacer planes para salir de Nueva Orleáns al día siguiente.
Mediada la mañana, como casi todos los días, la duquesa dejó el hotel para llevar a caminar a los
Bedlington terriers.
Había vuelto a la
Presidential Suite
hacía media hora.
Eran casi las doce. Todavía no había noticias respecto a la única cosa que les importaba.
Considerada con lógica, la posición de los Croydon parecía inatacable la noche anterior. Y sin embargo, hoy, la lógica parecía más débil, menos segura.
–Casi se diría -aventuró el duque de Croydon-, que están tratando de quebrantarnos con el silencio. – Estaba de pie, mirando por la ventana de la sala, como lo había hecho muchas veces en estos últimos días. En contraste con otras ocasiones, su voz era clara. Desde ayer, si bien el licor permanecía disponible en la
suite
no lo había tocado.
–Si ése es el caso -respondió la duquesa-, lo remediaremos…
Fue interrumpida por la campanilla del teléfono, que llevó hasta el límite su nerviosismo, como todas las llamadas de esa mañana.
La duquesa estaba más próxima al teléfono. Estiró la mano, pero luego se arrepintió.
–¿Quieres que lo atienda yo? – preguntó el duque con amabilidad.
Negó con la cabeza, rechazando la momentánea debilidad. Levantando el auricular respondió:
–¡Diga!
Una pausa. La duquesa respondió:
–Soy yo -cubriendo el micrófono, informó a su marido-: (Es el hombre del hotel… míster McDermott… que estuvo anoche aquí.) Sí, recuerdo, usted estaba presente cuando hicieron aquellas ridiculas acusaciones…
La duquesa calló.
A medida que escuchaba, su rostro palidecía. Cerró los ojos, luego los abrió.
–Sí -dijo con lentitud-. Sí, comprendo.
Colocó el receptor en su lugar. Le temblaban las manos.
–Algo salió mal -exclamó el duque de Croydon. No era una pregunta, sino una afirmación.
–La nota -informó la duquesa con lentitud; apenas se le oía la voz-. Han encontrado la nota que escribí. El gerente del hotel la tiene en su poder.
Su marido se había trasladado desde la ventana al centro de la habitación. Permaneció de pie, inmóvil, con las manos caídas a los costados, tomándose tiempo para asimilar la información. Por fin exclamó:
–Y ¿ahora?
–Llamará a la Policía. Dijo que había querido notificárnoslo antes. – Se llevó una mano a la frente con un gesto de desesperación.– La nota fue el peor error. Si no la hubiera escrito…
–No. Si no hubiera sido eso, sería otra cosa. Tú no cometiste errores. El único que importa, el originario, fue mío -replicó el duque.
Cruzó la habitación hasta el aparador que también era bar, y se sirvió un whisky doble, con soda.
–No tomaré más que éste. Supongo que pasará tiempo antes del próximo.
–¿Qué vas a hacer?
–Es un poco tarde para hablar de decencia. Pero si queda algún resto, trataré de salvarlo -respondió, bebiendo el whisky de un trago.
Se dirigió al dormitorio contiguo, volviendo casi en seguida con un impermeable ligero y un sombrero hongo.
–Si puedo, trataré de llegar a la Policía antes de que vengan a buscarme. Creo que es lo que se conoce como «entregarse».
Imagino que no queda mucho tiempo, de manera que diré lo que tengo que decir en la forma más breve posible.
Los ojos de la duquesa estaban fijos en él. En este momento, hablar requería más esfuerzo que el que ella podía realizar.
–Quiero que sepas que te agradezco todo lo que has hecho. Los dos hemos cometido ese error, pero lo mismo te lo agradezco. Haré cuanto pueda para que no te veas comprometida en esto. Si a pesar de todo te complican, diré que toda la idea, después del accidente, fue mía y que yo te persuadí -el duque hablaba con voz tranquila y controlada.
La duquesa asintió torpemente con la cabeza.
–Hay algo más. Supongo que necesitaré un abogado. Me gustaría que te ocuparas de eso, si quieres hacerlo.
El duque se puso el sombrero y con un dedo lo colocó en su lugar. Para ser una persona cuya vida entera y su futuro se habían desmoronado momentos antes, su compostura parecía admirable.
–Necesitarás dinero para el abogado -le recordó-, imagino que bastante. Podrás darle para empezar algo de los quince mil dólares que ibas a llevar a Chicago. El resto deberías ponerlo en el Banco. Ya no importa llamar la atención.
La duquesa no dio señales de haber oído.
Una expresión de pena cruzó por el rostro de su marido.
–Puede pasar mucho tiempo… -estiró los brazos hacia ella.
Fría y deliberadamente, la duquesa desvió la cabeza.
Parecía que el duque iba a volver a hablar, luego cambió de idea. Con un ligero encogimiento de hombros, salió de prisa, cerrando la puerta tras de sí.
Por un momento la duquesa se sentó pasivamente, considerando el futuro y calculando la publicidad y el oprobio que la aguardaban. Luego, por el hábito de recuperarse, se puso de pie. Se ocuparía del abogado, que parecía ser necesario en seguida. Más tarde, decidió con calma, examinaría los medios de suicidarse.
Entretanto, el dinero que se había mencionado debería guardarse en lugar más seguro. Se dirigió a su dormitorio.
Le llevó pocos minutos, primero de incredulidad, y luego de frenética búsqueda, descubrir que el maletín había desaparecido. La razón sólo podía ser una: robo. Cuando analizó la posibilidad de informar a la Policía, la sacudió una risa frenética de demente.
Si se desea un ascensor urgentemente, reflexionó el duque de Croydon, es seguro que tardará.
Le pareció haber esperado durante muchos minutos. Ahora, por fin, pudo oír que el ascensor se acercaba desde arriba. Un momento después las puertas se abrieron en el noveno piso.
Durante un instante el duque vaciló. Un segundo antes le pareció oír un grito de su esposa. Estuvo tentado de volverse, pero decidió no hacerlo.
Entró en el ascensor número cuatro.
Dentro había algunas personas incluyendo una atractiva muchacha rubia y el jefe de botones, que reconoció al duque.
–Buenos días, su Gracia.
El duque de Croydon, distraído, saludó con la cabeza mientras las puertas se cerraban.
Era típico de Keycase que, a pesar de todo, no se perdiera la noche.
Si bien dudando de que este increíble golpe de suerte fuera verdad, trazaba planes y tomaba precauciones por si era una realidad.
Quince mil dólares en billetes era algo con lo que nunca se había encontrado Keycase durante todos sus años de ladrón profesional.
Aún más extraordinario era que en apariencia sólo había dos problemas para marcharse del hotel con todo el dinero. Uno era cómo y cuándo salir del «St. Gregory Hotel». El otro era el transporte del dinero.
La noche anterior había llegado a una decisión para ambas cosas.
Al abandonar el hotel, trataría de atraer un mínimo de atención. Es decir, marcharse en forma corriente pagando su cuenta.
Hacer otra cosa sería una locura, proclamando un delito e invitando a que lo persiguieran.
Era una tentación marcharse en seguida. Keycase la rechazó. Irse a altas horas de la noche, enredándose quizás en una discusión con respecto al tiempo o a que no se cobrara un día extra por la habitación, sería como encender un faro. El cajero de la noche lo recordaría y podría describirlo. También podrían hacerlo otros si el hotel estaba tranquilo, como era muy probable que estuviera.
¡No! La mejor hora para marcharse era a media mañana o más tarde, cuando mucha gente hiciera lo mismo. De esa manera, podría pasar inadvertido.
Por supuesto que era peligroso demorarse. El duque y la duquesa de Croydon podrían descubrir la desaparición del dinero, e informar a la Policía. Eso significaría que habría policías en el vestíbulo y el escrutinio de todos los huéspedes que se marcharan. Pero, por otra parte, no había nada que relacionara a Keycase con el robo, ni siquiera que lo comprometiera como sospechoso. Aún más, parecía improbable que se abriera y registrara el equipaje de cada uno de los huéspedes.
También había algo intangible. El instinto le decía a Keycase que la presencia de una suma de dinero tan grande en billetes (precisamente donde y como los había hallado) era extraño, hasta sospechoso.
¿Se daría
la voz de alarma? Por lo menos había la posibilidad de que no la dieran.
Reflexionando, pensó que esperar era el riesgo menor.
El segundo problema era sacar el dinero del hotel.
Keycase pensó mandarlo por correo, utilizando el conducto del hotel, enviándolo a su nombre a otro hotel en alguna ciudad distinta a donde él mismo llegaría a buscarlo uno o dos días después. Era un método que había utilizado con éxito antes. Luego, apesadumbrado, decidió que la suma era demasiado grande. Necesitaría muchos paquetes separados, que por sí mismos podrían llamar la atención.
Tendría que llevárselo en persona. Pero ¿cómo?
Era evidente que no lo haría en el maletín en que lo había sacado de la
suite
del duque y la duquesa de Croydon. Antes de cualquier cosa, tenía que destruirlo Keycase se aplicó a hacerlo con cuidado.
El maletín era de un cuero muy costoso y estaba sólidamente armado. Con esmero, lo separó, luego con una hoja de afeitar lo cortó en pequeños pedazos. El trabajo era lento y tedioso. De cuando en cuando, se detenía para arrojar los pedazos por el inodoro, espaciando el uso de éste para no llamar la atención de las habitaciones contiguas.
Eso le llevó más de dos horas. Al fin, lo único que quedaba del maletín eran las cerraduras y bisagras de metal. Keycase se las metió en el bolsillo. Saliendo de la habitación caminó hasta el corredor del piso octavo.
Cerca de los ascensores había muchos recipientes de arena. Barrenando en uno con los dedos, introdujo las cerraduras y bisagras, bien adentro. Podrían ser descubiertas por casualidad, pero antes pasaría bastante tiempo.
En ese momento faltaban una o dos horas para amanecer, y el hotel estaba silencioso. Keycase volvió a su habitación y recogió sus pertenencias, salvo algunas cosas de último momento. Utilizó las dos maletas que había traído el martes por la mañana. En la más grande metió los quince mil dólares, entre varias camisas usadas. Luego, todavía mareado e incrédulo, Keycase se durmió.
Había puesto el despertador en las diez, pero no lo oyó, o no sonó. Cuando despertó eran casi las once y media; el sol entraba, brillante, en la habitación.
El sueño logró una cosa. Keycase al fin se convenció de que los sucesos eran reales y no una ilusión. Un momento de deprimente fracaso, gracias a la magia de la Cenicienta, se había convertido en un brillante triunfo. Ese pensamiento levantó su espíritu.
Se afeitó y vistió con rapidez, luego terminó de recoger y cerró con llave las dos maletas.
Dejaría las maletas en su habitación, mientras pagaba la cuenta y reconocía el vestíbulo.
Antes de bajar se deshizo del excedente de llaves… de las habitaciones 449, 641, 803, 1062 y la de la
Presidential Suite.
Mientras se afeitaba había observado una chapa para la inspección de las cañerías, en la parte de abajo de la pared del cuarto de baño. Destornillando la chapa, dejó caer las llaves dentro. Una a una las oyó golpear muy abajo en el fondo.
Retuvo su propia llave, 830, para entregarla cuando saliera de la habitación por última vez. La partida de «Byron Meader» del «St. Gregory Hotel» tendría que ser normal en todo sentido.
En el vestíbulo podía verse el trajín de siempre, de todos los días, sin señal de ninguna actividad extraordinaria.
Keycase pagó su cuenta y recibió una amable sonrisa de la cajera:
–¿Queda la habitación libre, señor?
–Quedará dentro de unos minutos. – Keycase devolvió la sonrisa.– Tengo que recoger mis maletas, nada más.
Satisfecho, volvió a subir.
En la habitación 830 hizo un último y cuidadoso recorrido. No había dejado nada; ni un pedazo de papel, ni la más mínima cosa como una caja de fósforos, ninguna clave que pudiera denunciar su verdadera identidad. Con una toalla mojada, Keycase repasó las superficies que podrían retener impresiones digitales. Luego, tomando sus maletas se marchó.
Su reloj marcaba las doce y diez.
Cogió con fuerza la maleta más grande. Ante la perspectiva de tener que atravesar el vestíbulo para salir del hotel, el pulso de Keycase se aceleró, sus manos traspiraron.
En el piso octavo llamó el ascensor. Esperando, oyó que uno bajaba. Se detuvo en el piso de arriba y volvió a bajar, luego se detuvo otra vez. Frente a Keycase, la puerta del número cuatro se abrió.
Lo primero que vio fue al duque de Croydon.
Por un instante horrible tuvo el impulso de dar la vuelta y echar a correr. Se dominó. En ese mismo instante el sentido común le dijo que el encuentro era casual. Rápidas miradas lo confirmaron. El duque estaba solo. Ni siquiera había visto a Keycase. A juzgar por la expresión del duque, sus pensamientos estaban muy lejos.
–¡Para abajo! – dijo el ascensorista, un hombre viejo.
Al lado del ascensorista estaba el jefe de botones, a quien Keycase reconoció por haberlo visto en el vestíbulo. Señalando las dos maletas el jefe de botones preguntó:
–¿Quiere que se las lleve, señor?
Keycase negó con la cabeza.
Cuando entró en el ascensor, el duque de Croydon y una hermosa muchacha rubia se corrieron al fondo para hacerle sitio.
Las puertas se cerraron. El ascensorista, Cy Lewin, empujó la manija hacia donde decía «abajo». Al hacerlo, el ascensor se precipitó, fuera de control, con estrépito de metales.