Cuando la puerta del corredor de la
Presidential Suite
se cerró detrás del último huésped, las palabras reprimidas salieron en tropel de labios del duque de Croydon.
–¡Mi Dios, no puedes hacerlo! No puedes de ninguna manera salirte con…
–¡Calla! – La duquesa de Croydon recorrió con los ojos la silenciosa sala.– No hablemos aquí. Desconfía de este hotel y de todo lo que contiene.
–¿Dónde, entonces? ¿Por Dios, dónde?
–Saldremos. Donde nadie pueda oírnos. Pero cuando salgamos, por favor, compórtate en forma menos nerviosa que ahora.
Abrió las puertas que comunicaban con sus dormitorios donde los
Bedlington terriers
habían estado confinados. Comenzaron a saltar juguetones, ladrando mientras la duquesa les ponía las correas, sabiendo lo que eso significaba. En el pasillo, el secretario abrió la puerta de la
suite
mientras los
terriers
salían.
En el ascensor, el duque parecía querer decir algo, pero su esposa le hizo un gesto negativo. Sólo cuando estuvieron fuera, lejos del hotel y fuera de la posibilidad de ser oídos por los peatones, murmuró:
–¡Ahora!
–¡Te digo que es una locura! – Su voz sonaba tensa y angustiada.– Ya está todo bastante mal. Hemos complicado y complicado lo que sucedió al principio. ¿Concibes lo que será ahora, cuando al final salga a relucir la verdad?
–Sí, tengo una idea. Si es que sale a luz.
–Aparte de todo lo demás… el principio moral, todo el resto… nunca podrás lograrlo.
–¿Por qué no?
–Porque es imposible. Inconcebible. Ya estamos mucho peor que al comienzo. Ahora, con esto… -la voz se entrecortó.
–No estamos peor. Por el momento estamos mejor. Recuerda tu designación para Washington.
–¡No puedes creer con seriedad que tengamos la más remota posibilidad de llegar allí, nunca!
–Tenemos todas las posibilidades.
Precedidos por los entusiastas
terriers,
habían caminado por St. Charles Avenue a Canal Street, mucho más concurrida e iluminada. Luego, doblando hacia el Sudeste, en dirección al río, simularon interesarse en las vitrinas llenas de colorido de las tiendas mientras los grupos de peatones pasaban en ambas direcciones.
–Por muy desagradables aue sean, hay ciertas cosas que debo saber de la noche del lunes. Esa mujer con quien estabas en el «Iris Bayou». ¿Tú la llevaste allí? – preguntó la duquesa en voz baja.
–No. Ella fue en un taxi. Nos encontramos dentro. Luego intenté… -el duque había enrojecido.
–Evítame tus intenciones. Por lo que ella sabe, tú mismo podías haber llegado en un taxi.
–No lo he pensado. Pero supongo que sí.
–Después que yo llegué (también en un taxi) lo que puede ser confirmado si fuera necesario, advertí que nuestro coche no estaba allí, lo habías estacionado lejos de ese horrible club. No había sereno.
–Lo dejé lejos a propósito. Supuse que había menos probabilidad de que te enteraras.
–De manera que no hubo testigos de que condujeras el coche la noche del lunes.
–Recuerda el garaje del hotel. Cuando entramos alguien pudo vernos.
–¡No! Piensa…, te detuviste en la entrada del garaje, y dejaste el coche, como haces con frecuencia. No vimos a nadie. Nadie nos vio.
–¿Y cuando lo sacamos del garaje?
–No pudiste haberlo sacado. No, desde el garaje del hotel. El lunes por la
mañana
lo dejamos en un estacionamiento, fuera.
–Tienes razón -exclamó el duque-. Lo saqué de allí por la noche.
La duquesa continuó pensando en voz alta:
–Por supuesto que diremos que llevamos el coche al garaje del hotel después de usarlo el lunes por la mañana. No habrá registro de su entrada, pero eso no prueba nada. En cuanto a nosotros, no hemos visto el coche desde el mediodía del lunes.
El duque guardaba silencio mientras continuaba caminando. Con un ademán tomó las correas de los perros, relevando a su esposa. Sintiendo una nueva mano en sus correas, tiraban hacia delante más vigorosamente que antes.
–En realidad es notable la forma en que todo coincide -comentó al fin el duque.
–Es más que notable. Parece hecho a propósito. Desde el comienzo, todo ha salido bien. Ahora…
–Ahora te propones mandar a otro hombre a la cárcel, en mi lugar.
–¡No!
–No podría hacerlo, ni siquiera a él.
–En cuanto a él, te prometo que nada le sucederá.
–¿Cómo puedes estar segura?
–Porque la Policía tendría que probar que estaba conduciendo el coche en el momento del accidente. No podrán hacerlo, como tampoco pueden probar que eras tú. ¿No lo comprendes?
Pueden
saber
que es uno de vosotros dos. Pueden creer que saben cuál fue. Pero creer no basta. Hay que tener pruebas.
–Sabes -respondió él con admiración-, hay momentos en que resultas absolutamente increíble.
–Soy práctica. Y hablando de ser práctica, hay algo que debes recordar. Ese hombre Ogilvie tiene diez mil dólares de nuestro dinero. Por lo menos debemos recibir algo a cambio.
–De paso -preguntó el duque-, ¿dónde están los otros quince mil?
–Todavía están en mi maleta pequeña, que está bajo llave en mi dormitorio. La llevaremos cuando nos vayamos. Ya decidí que podría llamar la atención si pusiéramos el dinero de nuevo en el Banco.
–En realidad piensas en todo.
–No lo hice con respecto a esa nota. Cuando pensé que la tenían… debí de estar loca para escribirla.
–No podías preverlo.
Habían llegado al final de la parte más iluminada de Canal Street. Ahora giraron, volviendo sobre sus pasos hacia el centro de la ciudad.
–Es diabólico -exclamó el duque de Croydon. Había tomado su última copa a la hora de almorzar. Como resultado, su voz estaba bastante más clara que en los últimos días-. Es ingenioso, demoníaco y diabólico. Pero podría, podría ser… que resultara.
–Su marido podría quebrantarse -sugirió el segundo detective-, si conseguimos hablar a solas con él.
–No hay la menor posibilidad. Primero, ella es demasiado lista para permitir que eso suceda. Segundo, siendo ellos quienes son y lo que son, tendremos que proceder con cautela -miró a Peter-. No se engañe pensando que hay procedimientos policiales distintos unos para los pobres, otros para los ricos e influyentes.
Del otro lado de la oficina, Peter asintió, si bien con una sensación de indiferencia. Habiendo cumplido con su deber y conciencia, lo que siguiera era asunto de la Policía. A pesar de ello, la curiosidad le hizo preguntar.
–La nota que la duquesa escribió al garaje…
–Si la tuviéramos -exclamó el segundo detective-, sería definitiva.
–¿No es suficiente que el sereno… y Ogilvie declaren bajo juramento que la nota existió?
–Ella diría que era apócrifa, que Ogilvie la había escrito él mismo -respondió Yolles. Pensó un momento y agregó.– Me dijo que era un papel especial. Déjeme ver una hoja.
Peter salió y en un mueble con artículos de escritorio encontró varias hojas. Era un papel grueso, azul pálido con el nombre del hotel arriba en relieve. Abajo, también en relieve, las palabras
Presidential Suite.
Peter volvió y los policías examinaron los papeles.
–Muy bonitos -comentó el segundo de los detectives.
–¿Cuánta gente tiene acceso a esto? – preguntó Yolles.
–En forma corriente, pocos. Pero supongo que bastantes más podrían apoderarse de las hojas si realmente quisieran.
–Eso las elimina -gruñó Yolles.
–Hay una posibilidad -exclamó Peter, ante un súbito pensamiento; su indiferencia había desaparecido.
–¿Cuál?
–Sé que usted me ha preguntado esto y que respondí que una vez que los desperdicios se sacaban, en este caso del garaje, no había posibilidad de recuperar nada. En realidad pensé… me pareció imposible, la idea de localizar un pedazo de papel. Además, la nota no era tan importante en aquel momento.
Sabía que los ojos de ambos detectives estaban fijos en su rostro.
–Tenemos al hombre, está a cargo del incinerador. Muchos desperdicios los maneja a mano. Será un disparo en la oscuridad y tal vez demasiado tarde.
–¡Por el amor de Dios! – exclamó Yolles-. Vamos a verlo.
Deprisa se dirigieron al piso principal, luego usaron la puerta del personal de servicio para llegar al montacargas que los llevaría abajo. El ascensor estaba ocupado un piso más abajo y Peter podía oír que descargaban paquetes. Les gritó que se dieran prisa.
Mientras esperaban, Bennett, el segundo detective dijo:
–He oído decir que han tenido otros problemas esta semana.
–Hubo un robo ayer a la madrugada. Con todo esto casi lo he olvidado.
–Estuve hablando con uno de los nuestros, quien conversó con el detective del hotel… ¿cómo se llama?
–Finegan. Está reemplazando al jefe. – A pesar de lo serio del asunto, Peter sonrió.– Nuestro jefe titular está comprometido en otra parte.
–En cuanto al robo no había mucho en qué basarse. Nuestra gente verificó la lista de huéspedes, que no arrojó ninguna luz. Si bien hoy sucedió algo curioso. Hubo un asalto en una casa de Lakeview. Un asunto de llave. La mujer perdió las llaves en el centro esta mañana. La persona que las encontró debió de ir directamente a la casa. Tenía todas las características del robo de un hotel, incluyendo las cosas que se llevó, y no había impresiones digitales.
–¿Se ha arrestado a alguien?
–No se descubrió hasta unas cuantas horas después. Sin embargo, hay una pista. Un vecino vio un coche. No recordaba nada excepto que la matrícula era verde y blanca. Cinco Estados usan matrículas con esos colores… Michigan, Idaho, Nebraska, Vermont, Washington… y Saskatchewan en Canadá.
–¿Entonces en qué forma puede servir?
–Durante dos días, todos nuestros agentes buscarán coches con esas matrículas. Los detendrán y verificarán. Podría descubrirse algo. En alguna ocasión hemos sido afortunados con mucho menos como referencia.
Peter asintió, si bien con alguna frialdad. El robo se había perpetrado hacía dos días. Por el momento muchas otras cosas parecían más importantes.
Un momento después llegó el ascensor.
El rostro de Booker T. Graham, brillante de sudor rebosó de alegría, al ver a Peter McDermott, el único miembro del personal ejecutivo del hotel que se molestaba en visitar el recinto incinerador, bien abajo en el subsuelo. Las visitas, aunque poco frecuentes, eran atesoradas por Booker T. Graham como ocasiones principescas.
El capitán Yolles arrugó la nariz por el intenso olor a desperdicios, magnificado por el fuerte calor. El reflejo de las llamas bailaba en las paredes sucias de humo. Gritando para hacerse oír sobre el rugir del horno instalado a un costado del recinto, Peter previno:
–Es mejor me que dejen esto a mí. Le explicaré lo que quiero.
Yolles asintió. Como los otros que le habían precedido a este lugar, se le ocurrió que la primera impresión del infierno podría ser muy parecida a este momento. Se preguntaba cómo un ser humano podría vivir en lugares como aquél.
Yolles observaba mientras Peter McDermott hablaba con el corpulento negro que separaba los desperdicios antes de incinerarlos. McDermott había traído una hoja de papel especial de la
Presidential Suite
y se la mostraba. El negro asintió y tomó la hoja, reteniéndola, pero su expresión era dubitativa. Señaló las docenas de barriles llenos de basura que los rodeaban. Yolles observó al entrar que también había otros recipientes alineados fuera, sobre carretillas. Comprendió por qué antes, McDermott había desechado la posibilidad de localizar un pedazo de papel. Ahora, en respuesta a una pregunta, el negro sacudió la cabeza. McDermott volvió al lado de los dos detectives.
–La mayor parte de esto -explicó-, es el desperdicio de ayer, recogido hoy. Una tercera parte de lo que ha entrado ya está quemado y no podemos saber si lo que queremos estaba o no allí. En cuanto al resto, Graham tiene que arrojarlo al incinerador separando cosas que salvamos, como cubiertos y botellas. Mientras está haciendo eso, vigilará por si ve un papel como la muestra que le he dado, pero como puede advertir, es un trabajo insólito. Antes de que los desperdicios lleguen aquí, se comprimen y gran parte se moja, lo que empapa todo lo demás. Le he preguntado a Graham si quiere que lo ayuden, pero dice que aún hay menos probabilidad de encontrarlo si viene alguien que no está acostumbrado a trabajar de la manera que él lo hace.
–En ninguno de los casos, haría una apuesta -exclamó el segundo detective.
–Supongo que es lo mejor que podemos hacer. ¿Qué ha dispuesto para el caso de que el hombre encuentre algo? – preguntó Yolles.
–Llamará arriba en seguida. Le dejé instrucciones de que debo ser avisado a cualquier hora. Luego le informaré a usted.
Yolles asintió. Mientras los tres hombres se marchaban, Booker T. Graham, tenía las manos en una bandeja plana y grande llena de desperdicios.