El cortejo fúnebre continuó adelante por el cementerio, y luego se perdió de vista. Esperaron a que todos los deudos y acompañantes pasaran.
–Ahora podemos marcharnos -dijo Marsha.
Inesperadamente, una mano tocó el brazo de Peter. Volviendo la cabeza, vio a Sol Natchez. Después de todo, los había visto.
–Lo vi allí, míster McDermott. ¿Conocía usted a la familia?
–No -respondió Peter-. Estábamos aquí por casualidad -y presentó a Marsha.
–¿Usted no esperó a que terminaran los servicios?
El viejo movió la cabeza.
–Algunas veces no se puede soportar todo esto.
–Entonces, ¿usted conocía a la familia? – inquirió Peter al viejo.
–Sí, muy bien. Es una cosa triste, demasiado triste.
Peter asintió. Pareció que todo estaba dicho.
–El martes, no pude decírselo, míster McDermott, pero le agradezco lo que hizo. Me refiero a lo que habló por mí.
–Está bien, Sol. Nunca pensé que tuviera la culpa.
–Es una cosa extraña, cuando se piensa en ella. – El viejo miró a Marsha; luego a Peter. Parecía no querer marcharse.
–¿Qué es lo extraño?
–Todo esto. El accidente… -Natchez hizo un ademán señalando hacia donde había desaparecido el cortejo.
–Debió de suceder poco antes de que yo tuviera ese pequeño incidente el lunes por la noche, mientras usted y yo estábamos hablando…
–Sí -replicó Peter. Se sentía poco inclinado a explicar su propia experiencia un poco más tarde, en la escena del accidente.
–Quería preguntarle, míster McDermott… ¿se dijo algo más acerca del asunto con el duque y la duquesa?
–Ni una palabra.
Peter supuso que Natchez encontraba un alivio, como él mismo lo sentía, comentando otra cosa que no fuera el funeral.
–Más tarde he pensado mucho en eso -rumiaba el camarero-. Parecería como si se hubieran empeñado en hacer un alboroto. No puedo entenderlo. Todavía no puedo.
Peter recordó que Natchez había dicho algo muy parecido el mismo lunes por la noche. Recordó las palabras exactas que había pronunciado el camarero. Natchez había estado hablando de la duquesa de Croydon:
Me empujó el brazo Si no supiera que
es imposible, diría que fue deliberado.
Y luego había tenido la misma impresión general: que la duquesa quería que se recordara el incidente. ¿Qué había dicho ella? Algo acerca de pasar una noche tranquila en la
suite,
y luego haber dado una vuelta a pie alrededor de la manzana. Acababan de llegar, había dicho la duquesa. Peter recordaba haberse preguntado en aquel momento por qué había insistido en eso.
Entonces el duque de Croydon había murmurado algo sobre haber dejado sus cigarrillos en el coche, y que la duquesa lo había acallado en seguida.
…El
duque había dejado sus cigarrillos en el coche…
Pero si los Croydon se habían quedado en el departamento, y luego salieron a dar una vuelta a la manzana…
Por supuesto, podía haberlos olvidado antes.
Sin saber por qué, Peter no le creyó.
Olvidado de Marsha y de Sol, se concentró.
¿Por qué los Croydon deseaban ocultar haber utilizado su coche el lunes por la noche? ¿Por qué la simulación de haber pasado la noche en el hotel? ¿La queja sobre la
Creóle
de langostinos derramada, sería un ardid teatral… involucrando deliberadamente a Natchez, luego a Peter… para afianzar la ficción? De no ser por la observación casual del duque,
que encolerizó a
la duquesa,
Peter lo habría aceptado como cierto.
¿Por qué callar que habían utilizado el coche?
Natchez había dicho hacía un momento:
«Es una cosa curio
sa…
el accidente… debió de haber ocurrido un momento antes de que tuviera ese pequeño incidente.»
El coche de los Croydon era un «jaguar».
Ogilvie.
De pronto tuvo el recuerdo del «Jaguar» emergiendo del garaje la noche anterior. Cuando se detuvo por un momento bajo la luz, había visto algo extraño. Recordaba haber visto algo. Pero, ¿qué? Con una terrible frialdad recordó:
Eran el faro y el guardabarros delantero; ambos estaban averiados.
Por primera vez tenían significado los boletines de la Policía.
–Peter -comentó Marsha-, de pronto se ha puesto pálido.
Apenas la oyó.
Era esencial que pudiera marcharse. Estar en alguna parte solo, donde pudiera pensar. Tenía que razonar con cuidado, en forma lógica y sin prisa. Sobre todo, no podía proceder con premura, ni llegar a conclusiones engañosas.
Eran las piezas de un rompecabezas: parecían estar relacionadas.
Pero había que pensar una y otra vez, arreglar y volver a arreglar. Quizá descartar.
La idea parecía imposible. Era demasiado fantástica para ser verdad. Y sin embargo…
Oyó la voz de Marsha como si estuviera muy lejos.
–Peter, ¿qué tiene? ¿Qué ha pasado?
Sol Natchez también lo miraba extrañado.
–Marsha, no puedo decirle nada ahora, pero tengo que irme.
–¿Ir adonde?
–Al hotel. Lo siento. Le explicaré después.
–Creía que tomaríamos el té. – Su voz tenía un leve desencanto.
–Por favor, créame. Es importante.
–Si tiene que irse, lo llevaré.
–No, por favor. – Volver con Marsha significaría hablar, explicar.– La llamaré más tarde.
Los dejó plantados y aturdidos, mirándolo.
Fuera, en Basin Street, llamó un taxi. Le había dicho a Marsha que iría al hotel, pero cambiando de idea, le dio al conductor la dirección de su apartamento.
Allí estaría más tranquilo.
Tenía que pensar. Decidir qué iba a hacer.
Eran las últimas horas de la tarde, cuando Peter McDermott resumió sus deducciones.
Cuando se suma algo, veinte, treinta, cuarenta veces… cuando en todos los casos la conclusión a que se llega es la misma; cuando el resultado es el mismo a que uno se ve obligado; cuando todo esto sucede, la propia responsabilidad es ineludible.
Desde que dejó a Marsha hora y media antes, había permanecido en su apartamento. Se había obligado, venciendo la agitación y el impulso apremiante, a pensar razonadamente, con cuidado, sin excitación. Había revisado, punto por punto, los incidentes acumulados desde el lunes por la noche. Había buscado explicaciones, tanto para los hechos individuales como para la acumulación de todos ellos. No encontró ninguna que ofreciera consistencia ni sentido común, salvo la terrible conclusión a que había llegado en forma sorprendente esa tarde.
Ahora el análisis había terminado. Tenía que tomar una decisión.
Consideró la posibilidad de decir todo lo que sabía y había conjeturado, a Warren Trent. Luego, desechó la idea por ser una cobarde evasión de su responsabilidad. Cualquier cosa que fuera necesario hacer, tendría que realizarla solo.
Tenía la sensación de que debía actuar de acuerdo a las circunstancias. Se cambió con rapidez el traje claro por otro oscuro. Al salir tomó un taxi para recorrer las pocas manzanas que lo separaban del hotel.
Caminó desde el vestíbulo contestando saludos, hasta su oficina en el entresuelo principal. Flora tenía la tarde libre. Había un montón de mensajes, que no leyó, sobre su escritorio.
Se sentó tranquilamente por un momento, en la silenciosa oficina, pensando en lo que iba a hacer. Luego levantó el auricular, esperó a que le dieran línea, y marcó el número de la Policía.
El escondite, en apariencia, había sido bien elegido. Una mirada al reloj le indicó que había dormido, sin interrupción, casi ocho horas.
Al recobrar la conciencia, también sintió una intensa molestia. En el coche, que no era mullido, su cuerpo sometido al confinamiento del estrecho asiento posterior, estaba envarado y dolorido. Tenía la boca seca y con mal gusto. Tenía hambre y sed.
Con un gruñido de dolor, Ogilvie enderezó su pesado cuerpo, y abrió la portezuela. En seguida se vio rodeado por una docena de mosquitos. Los espantó y miró alrededor, tomándose tiempo para orientarse, comparando lo que ahora veía con sus impresiones de la mañana. En aquel momento apenas había luz y estaba fresco; ahora el sol brillaba alto, y aun a la sombra de los árboles, el calor era intenso. Llegándose hasta el borde del bosquecillo, podía ver el distante camino principal con reverberaciones de calor. Por la mañana, temprano, no había mucho tránsito. Ahora, los automóviles y camiones marchaban con rapidez eft ambas direcciones. El ruido de los motores a distancia, apenas era audible.
Más cerca, aparte del constante zumbar de insectos, no había señales de actividad. Entre Ogilvie y el camino principal sólo existían adormecidos campos, el sendero tranquilo y el aislado bosquecillo. Bajo este último, el «Jaguar» permanecía oculto.
Ogilvie se tranquilizó, luego abrió un paquete que había guardado en el portaequipajes del coche antes de salir del hotel. Contenía un termo con café, varias latas de cerveza, sandwiches, embutido, un tarro de pepinillos y una tarta de manzana. Comió con voracidad, rociando la comida con copiosos tragos de cerveza, y luego café. Este se había enfriado desde la noche anterior, pero estaba fuerte y satisfacía.
Mientras comía escuchó la radio del coche, esperando las noticias de Nueva Orleáns. Cuando éstas llegaron, no hubo más que una breve referencia a la investigación sobre el trágico accidente, sin que se hubiera producido ninguna novedad al respecto.
Luego, decidió explorar. A unos centenares de metros, en la cresta de una loma, había un segundo grupo de árboles, algo más grande que el primero. Cruzó un campo abierto hacia él, y del otro lado de los árboles encontró una orilla musgosa y una corriente de agua lenta y barrosa. Arrodillándose se hizo una somera
toilette
y se sintió refrescado. El pasto era más verde y acogedor que donde ocultara el coche y se tendió satisfecho, utilizando su chaqueta como almohada.
Cuando estuvo cómodamente instalado, Ogilvie pasó revista a los sucesos de la noche y la perspectiva que tenía por delante. La reflexión confirmó sus conclusiones previas de que el encuentro con Peter McDermott al salir del garaje del hotel, había sido accidental y podía desecharse. Era previsible que la reacción de McDermott al enterarse de la ausencia del jefe de detectives, fuera explosiva. Pero en sí misma, no revelaría el destino de Ogilvie ni la razón de su partida.
Por supuesto que era posible que cualquier otra causa hubiera provocado alguna alarma desde anoche, y que ahora mismo Ogilvie y el «Jaguar» fueran objeto de una activa búsqueda. Pero según la información radiada, parecía poco probable.
En conjunto, la perspectiva parecía brillante, en especial cuando pensaba en el dinero ya guardado, y en el que tenía que recoger en Chicago, mañana.
Ahora sólo tenía que esperar que oscureciera.
Había utilizado otra vez la escalera de servicio desde el octavo hasta el noveno piso. El duplicado de la llave hecho por el cerrajero de Irish Channel, se hallaba en su bolsillo.
El corredor de la
Presidential Suite
estaba vacío. Se detuvo frente a las dobles puertas tapizadas de cuero, escuchando con atención, pero no pudo oír ningún ruido.
Miró a ambos lados del corredor; luego, con un solo movimiento, sacó la llave y la probó en la cerradura. De antemano había echado polvo de grafito en ella, como lubricante. Entró, se atascó momentáneamente, luego giró. Keycase abrió una de las puertas dobles, dos centímetros. No hubo ningún ruido desde dentro. Cerró con cuidado la puerta y quitó la llave.
No tenía intenciones de entrar ahora en la
suite.
Eso vendría luego. Por la noche.
Su propósito había sido efectuar un reconocimiento y asegurarse de que la llave servía y estaba lista para cuando decidiera utilizarla. Más tarde comenzaría su vigilancia, a la espera de la oportunidad que su plan había previsto.
Por ahora, volvió a su habitación en el octavo piso, y allí, poniendo en hora el despertador, se dispuso a dormir.
La ausencia de reacción a sus palabras tuvo el efecto de reavivar las dudas de Peter.
–No estoy seguro de que todo o algo de esto tenga sentido -observó Peter al final-. En realidad, comienzo a sentirme un poco tonto.
–Si mucha gente corriera ese riesgo, míster McDermott, haría que el trabajo de la Policía fuese bastante más fácil. – Por primera vez el capitán Yolles sacó un bloc y lápiz.– Si resultara cierto algo de esto, como es natural, necesitaríamos un informe completo. Entretanto, hay algunos detalles que me gustaría conocer. Uno es el número de la matrícula del coche.
El dato estaba en un memorándum de Flora, confirmando su información anterior. Peter lo oyó en voz alta y el detective copió el número.
–Gracias. Lo otro es una descripción física de ese hombre, Ogilvie. Lo conozco, pero quiero que usted me lo describa.
–Eso es fácil. – Por primera vez sonrió Peter.
Al terminar la descripción, sonó el teléfono. Peter respondió y luego acercó el teléfono al capitán.
–Es para usted.
Esta vez pudo oír el final de la conversación del detective que consistía en su mayor parte en repetir «Sí, señor» y «Comprendo».
En determinado momento el detective levantó la mirada y sus ojos sopesaron a Peter. Respondió a su interlocutor:
–Diría que se puede confiar en él. – Una sonrisa plegó su rostro.– Está preocupado, también.
Repitió la información concerniente al número del coche y a la descripción de Ogilvie. Luego colgó.
–Tiene razón; estoy preocupado. ¿Piensa ponerse en contacto con el duque y la duquesa de Croydon?
–Todavía no. Me gustaría algo más concreto. – El detective miró a Peter, pensativo.– ¿Ha visto los diarios de la tarde?
–No.
–Ha habido un rumor que publica el
States-ltem,
acerca de que el duque de Croydon será nombrado embajador británico en Washington.
Peter silbó por lo bajo.
–Acaban de decir por radio, según dice mi jefe, que esa designación ha sido confirmada oficialmente.
–¿Eso significa que habrá algún tipo de inmunidad diplomática?
–No, por algo que haya sucedido con antelación -aclaró el detective-.
Si
sucedió…
–Pero una acusación falsa…
–Sería grave en cualquier caso, especialmente en éste. Por eso nos movemos con cautela, McDermott.
Peter consideró que sería malo para el hotel y para él mismo si se filtrara algo y se enteraban de una investigación, en caso de que los Croydon fueran inocentes.
–Si lo puede tranquilizar un poco -explicó el capitán Yolles-, le diré algo. Nuestra gente ha hecho algunas conjeturas desde que telefoneé la primera vez. Piensan que su hombre, Ogilvie, puede estar tratando de sacar el coche del Estado, quizás a algún lugar del Norte. Desde luego, no sabemos en qué forma encaja esto con los Croydon.
–Yo tampoco lo puedo imaginar.
–Es posible que saliera anoche, después que usted lo vio, y se oculte durante el día. Estando el coche en las condiciones que está, sabe que no puede viajar a la luz del día. Esta noche, si aparece, estaremos listos. Ahora mismo se está difundiendo la alarma a doce Estados.
–¿Entonces usted le atribuye seriedad a esto?
–Le dije que había dos cosas -el detective señaló el teléfono-. Una de las razones de la última llamada fue para decirme que tenemos un informe del laboratorio estatal sobre los vidrios rotos y el aro que nuestra gente encontró en la escena del accidente, el lunes pasado. Hubo cierta dificultad sobre un cambio de especificaciones del fabricante, motivo por el que se tardó tiempo. Pero ahora, sabemos que los vidrios y el aro pertenecen a un «Jaguar».
–¿Cómo pueden estar tan seguros?
–Todavía podemos hacer algo mejor, McDermott. Si conseguimos el coche que mató a la mujer y a la niña, lo probaremos sin sombra de duda.
El capitán Yolles se levantó para retirarse. Peter lo acompañó hasta la oficina exterior. Se sorprendió al ver a Herbie Chandler esperando; luego recordó las instrucciones que había dado para que el jefe de botones se presentara por la tarde o el día siguiente. Después de lo ocurrido después del mediodía, estuvo tentado de posponer lo que seguramente sería una sesión desagradable; en seguida pensó que no ganaría nada con eludirla.
Vio que el detective y Chandler cambiaron una mirada.
–Buenas noches, capitán -saludó Peter, y sintió una maligna satisfacción al observar una sombra de ansiedad en la cara de comadreja de Chandler. Cuando el policía se fue, Peter hizo entrar al jefe de botones a la oficina interior.
Abrió con llave un cajón de su escritorio y sacó la carpeta que contenía las declaraciones hechas el día anterior por Dixon, Dumaire y los otros dos jóvenes. Se las tendió a Chandler.
–Creo que le interesarán. En caso de que imagine algo, le diré que son copias y que yo tengo los originales.
Chandler parecía afligido; luego comenzó a leer. A medida que daba vuelta a las páginas, sus labios se apretaban. Peter oyó que retenía el aliento. Un momento después murmuró:
–¡Miserables!
–¿Dice eso porque lo indentificaron como rufián?
El jefe de botones se sonrojó; luego, dejó a un lado los papeles.
–¿Qué piensa hacer? – preguntó a Peter.
–Lo que quisiera hacer es despedirlo en seguida. Pero como ha estado durante tanto tiempo aquí, pienso plantearle el asunto a míster Trent.
–Míster McDermott, ¿podríamos hablar de esto un momento? – lloriqueó Chandler.
Como no hubo respuesta, comenzó:
–Míster McDermott, hay muchas cosas que suceden en un lugar como éste…
–Si me va a hablar de las cosas de la vida… de las muchachas galantes y todos los otros negocios… dudo mucho que me pueda decir algo que ya no sepa. Pero hay algo más que yo sé y usted también. Hay ciertas cosas que la gerencia puede pasar por alto. Pero proporcionar mujeres a menores de edad, es muy diferente.
–Míster McDermott, ¿no podría usted, por esta vez, evitar llevarle el asunto a míster Trent? ¿No podría hacer que esto quedara entre usted y yo?
–No.
La mirada del jefe de botones iba de un lado a otro de la habitación; luego, la volvió a Peter. Tenía una expresión calculadora.
–Míster McDermott, si alguna gente viviera y dejara vivir… -guardó silencio.
–¿Qué?
–Bien, a veces vale la pena.
La curiosidad mantuvo silencioso a Peter.
Chandler vaciló; luego, con deliberación, desabrochó el bolsillo. Sacó un sobre doblado que puso sobre el escritorio.
–Déjeme ver eso -exclamó Peter.
Chandler le acercó el sobre. No estaba cerrado y contenía cinco billetes de cien dólares. Peter los inspeccionó con curiosidad.
–¿Son buenos?
–Sí -replicó Chandler sonriendo.
–Tenía curiosidad por saber a cuánto creía usted que ascendía mi precio. – Peter le devolvió el dinero-. ¡Lléveselo!
–¡Míster McDermott, si es cuestión de un poco más…!
–¡Márchese! – la voz de Peter era baja. Se levantó a medias de su silla-. ¡Márchese antes de que le rompa la cabeza!
Mientras recogía el dinero y se marchaba, el rostro de Herbie Chandler tenía la máscara del odio.
Cuando quedó solo, Peter McDermott se hundió en la silla, silencioso, detrás del escritorio. Las entrevistas con el policía y con Chandler lo habían dejado exhausto y deprimido. De las dos, fue la última la que lo abatió más, porque la tentativa de soborno le dio la sensación de estar sucio.
¿Sería así? Se quedó cavilando: sé sincero contigo mismo. Hubo un instante, con el dinero en las manos, en que estuvo tentado de tomarlo. Quinientos dólares era una suma interesante. Peter no se hacía ilusiones con respecto a lo que él ganaba, comparado con lo que recibía el jefe de botones que, de seguro, ascendía a bastante más. Si hubiera sido cualquier otra persona, con seguridad hubiera sucumbido. ¿Sería capaz de sucumbir? Desearía saberlo con certeza. De cualquier manera, no sería el primer gerente de hotel que aceptara dinero de su personal.
Lo irónico, por supuesto, era que a pesar de la insistencia de Peter en que pondría las evidencias contra Herbie Chandler en conocimiento de Warren Trent, no había garantía de que así ocurriera. Si el hotel cambiaba de dueño, como parecía probable, a Warren Trent ya no le importaría. Tal vez ni el mismo Peter quedaría en el hotel. Con el advenimiento de una nueva administración, el historial del personal superior sería examinado, sin duda alguna, y en su propio caso, el viejo e insípido escándalo del «Waldorf», desenterrado. Todavía, se preguntó Peter, ¿no había acabado de pagar eso? Bien, era probable que pronto lo supiera.
Volvió su atención a las cosas presentes.
Sobre su escritorio había una hoja impresa que Flora le había dejado, con las últimas cuentas de la tarde. Por primera vez después de llegar, estudió las cifras. Demostraban que el hotel estaba llenándose, y había la certeza de tener el hotel completo, esta noche. Si el «St. Gregory» sucumbía vencido, por lo menos lo haría al son de las trompetas.
Entre las cuentas del hotel y mensajes telefónicos, había una cantidad de cartas y memorándums; Peter les echó una mirada rápida y vio que no había nada que no pudiera dejarse para mañana. Debajo de los memorándums había una carpeta de grueso papel manila, que abrió. Era el plan de abastecimiento propuesto por el
sub-chef
André Lemieux, entregado ayer. Peter había comenzado a estudiar el plan esa mañana.
Mirando su reloj decidió continuar su lectura antes de efectuar el recorrido vespertino por el hotel. Se acomodó, con las páginas manuscritas y los gráficos cuidadosamente trazados, extendidos ante él.
A medida que leía, crecía su admiración por el joven
sub-chef.
El trabajo revelaba amplia comprensión de los problemas del hotel y de la potencialidad del negocio de su restaurante. Peter se encolerizó con el
chef de cuisine
monsieur Hébrand, quien, según Lemieux, había desechado por completo la propuesta.
En verdad que había algunas conclusiones que eran discutibles, y Peter no estaba de acuerdo con algunas ideas de Lemieux. A primera vista también, una cantidad de cálculos sobre costos parecían optimistas. Pero esto era secundario. Lo importante era que una mente fresca, clara y competente hubiera pensado en las deficiencias actuales con respecto a la cuestión de las comidas y se presentara sugiriendo la forma de subsanarlas. Era igualmente obvio que, salvo que el «St. Gregory» hiciera mejor uso del considerable talento de André Lemieux, éste lo ofrecería en otra parte.
Peter puso el plan y los gráficos en su carpeta con una sensación de satisfacción de que alguien en el hotel poseyera un entusiasmo por su trabajo como el que había demostrado Lemieux. Decidió que le agradaría transmitirle sus impresiones a pesar de que en la situación actual del hotel, tan incierta, parecía que Peter no podía hacer nada más.
Una llamada telefónica informó de que esa noche el
chef de
cuisine
estaría ausente porque continuaba enfermo, y que el sub-
chef,
monsieur Lemieux, lo reemplazaba. Guardando el protocolo, Peter dejó un mensaje diciendo que bajaba en seguida a la cocina.
André Lemieux estaba esperándolo en la puerta que daba al comedor principal.
–¡Entre, monsieur! Sea usted bien venido. – Caminó delante, entrando en la cocina ruidosa y humeante; el joven
sub-chef
gritó al oído de Peter:- Nos encuentra, como dicen los músicos, próximos al
crescendo.
En contraste con la relativa quietud de la tarde anterior, el ambiente en estas primeras horas de la noche, era un pandemonio. Con todo el personal de turno trabajando, los
chefs
de blanco almidonado, sus ayudantes de cocina y los pinches, parecían haber surgido como margaritas en el campo. Alrededor de ellos, entre ráfagas de vapor y oleadas de calor, los ayudantes de cocina, sudando, manejaban ruidosamente las bandejas, sartenes y calderos mientras otros empujaban las mesas rodantes, sin cesar, esquivándose, así como apremiando a los camareros y camareras, estas últimas con las bandejas de servir en alto. Sobre las mesas caldeadas, los platos del menú del día se repartían y servían para llevarlos al comedor. Los pedidos especiales, para los
menú a la
carte
y para el servicio de habitaciones, eran preparados por cocineros que se daban prisa, y cuyos brazos y manos parecían estar en todas partes al mismo tiempo. Los camareros preguntaban si estaban listos sus pedidos, mientras los cocineros protestaban. Otros camareros, con las bandejas cargadas, se movían presurosos pasando frente a las dos austeras mujeres del control, sentadas en sus elevados mostradores donde computaban las cuentas. Desde la sección de sopas, se elevaban espirales de vapor mientras burbujeaban los gigantescos calderos. No muy lejos, dos cocineros, especialistas, arreglaban, con hábiles dedos, canapés y
hors d'oeuvres
calientes. Más allá, un
chef
repostero, supervisaba los postres con mirada minuciosa. De cuando en cuando se abrían las puertas de los hornos con ruido metálico, el reflejo de las llamas iluminaba las caras congestionadas, y los interiores ardientes eran como una visión del infierno.