Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (16 page)

–¿Cómo se llama la pieza del coche que tiene la Policía?

–El aro de un faro.

–¿Podría ser una pista?

Ogilvie asintió.

–Con eso pueden descubrir qué clase de coche es: marca, modelo, quizás el año, o por lo menos muy aproximado. Lo mismo ocurre con los vidrios. Pero como su automóvil es extranjero, posiblemente tarden algunos días más.

–Pero después de eso -persistió la duquesa-, la Policía sabrá que buscan un «Jaguar».

–Creo que sí.

Hoy es martes. Por todo lo que había dicho aquel hombre, tendrían hasta el viernes o sábado en el mejor de los casos. En calculada frialdad la duquesa razonó: la situación se reducía a un punto esencial. Suponiendo que se comprara al hombre del hotel, su única oportunidad, y muy débil, residía en sacar el coche en seguida. Si se pudiera llevar hacia el Norte, a una de las grandes ciudades donde la tragedia e investigación de Nueva Orleáns fueran desconocidas, se podrían hacer las reparaciones de prisa. Entonces, aun si las sospechas recaían luego en los Croydon, nada se podría probar. ¿Pero cómo sacar el coche?

Era indudable que lo que decía el detective era verdad: así como Luisiana, los otros Estados por los cuales tendría que pasar estarían alerta y vigilantes. Todas las patrullas de las carreteras buscarían un faro maltrecho, sin aro. Con seguridad habría caminos bloqueados. Sería difícil no caer víctima de algún policía avispado.

Pero
quizá pudiera
lograrse si fuera conducido de noche y ocultado durante el día. Había muchos lugares para salir de las carreteras y pasar inadvertido. Sería peligroso, pero no más que esperar aquí a que con seguridad los detuvieran. Hay caminos poco transitados. Podrían elegir uno de ellos para evitar llamar la atención.

Pero habría otras complicaciones… y ahora era el momento de considerarlas. Viajar por caminos secundarios sería difícil si no se conocía el terreno. Los Croydon no lo conocían. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a utilizar mapas. Y cuando se detuvieran para repostar, como se verían obligados a hacer, la manera de hablar y sus modales los traicionarían, haciéndolos notorios. Y, sin embargo, éstos eran riesgos que tendrían que correr.

¿Tendrían…?

La duquesa miró de frente a Ogilvie.

–¿Cuánto quiere usted?

El exabrupto lo cogió de sorpresa.

–Bien… me imagino que ustedes tienen bastante dinero.

–He preguntado cuánto -interrumpió ella con frialdad.

Los ojos de cerdo pestañearon.

–Diez mil dólares.

Si bien era el doble de lo que había esperado, la expresión de ella no cambió.

–Suponiendo que pagáramos esa absurda suma, ¿qué recibiríamos a cambio?

El gordo pareció perplejo.

–Como le dije, no diré nada de lo que sé.


¿Y
la alternativa?

Se encogió de hombros.

Bajaré al vestíbulo y cogeré el teléfono.

–No -la expresión era inequívoca-. No le pagaremos.

Mientras el duque de Croydon se movía incómodo, la voluminosa cara del detective del hotel enrojeció:

–Escuche, señora…

–No escucharé -lo interrumpió perentoriamente-. En cambio será usted el que me escuche a mí. – Los ojos de él estaban fijos en su rostro, los hermosos rasgos y los pómulos altos con la más imperiosa expresión.– No lograríamos nada pagándole a usted excepto algunos días de tregua. Usted lo ha dicho muy claramente.

–Es un riesgo que tiene…

–¡Silencio! – Su voz era un latigazo. Sus ojos penetraban los del gordo. Tragando saliva, ceñudo, aguardó.

La duquesa de Croydon sabía que lo que vendría podría ser lo más importante que jamás hubiera hecho. No podía cometer una equivocación, ni vacilar, ni regatear por estrechez de criterio. Cuando se jugaban las cosas más importantes, había que hacer las apuestas más altas. Intentaba apostar sobre la codicia del gordo. Debía hacerlo en tal forma que asegurara el resultado más allá de toda duda.

–No le pagaremos diez mil dólares -declaró con decisión-. Le pagaremos veinticinco mil.

Los ojos del detective se le salían de las órbitas.

–A cambio de eso -continuó en la misma forma-, usted conducirá el coche hacia el Norte.

Ogilvie continuaba mirando.

–Veinticinco mil dólares -repitió la duquesa-. Diez mil ahora y quince mil cuando se encuentre con nosotros en Chicago.

Aún sin hablar, el gordo se chupó los labios. Sus ojos como cuentas, incrédulos, fijos en ella. El silencio se mantuvo.

Luego, mientras la duquesa lo miraba con intensidad, él hizo un leve gesto de asentimiento.

El silencio continuaba. Al fin Ogilvie habló:

–¿Le molesta el cigarro, duquesa?

Como ella asintiera, lo apagó.

12
–Es una cosa extraña. – Christine bajó la gran minuta multicolor.– Tengo la sensación de que esta semana va a suceder algo trascendental.

Peter McDermott sonrió a través de la mesa, alumbrada por un candelabro, la platería y mantelería reluciente.

–Quizá ya haya sucedido.

–No, por lo menos en la forma a que usted se refiere. Es una cosa incómoda, quisiera poder quitármela.

–La comida y el vino obran maravillas.

Ella rió, respondiendo a su estado de ánimo, y cerró la minuta.

–Pida usted para los dos.

Estaban en el «Restaurante deBrennan», en el French Quarter. Una hora antes, conduciendo un automóvil que había alquilado en el mostrador de la agencia «Hertz», en el vestíbulo principal del «St. Gregory», Peter había recogido a Christine en su apartamento. Estacionaron el coche en Iberville, al entrar en el Quarter, y caminaron a lo largo de Royal Street, deteniéndose en los escaparates de las casas de antigüedades, con su extraña mezcla de
objets d'art,
un
bric-a-brac
de cosas importadas y de armas de los Confederados…
cualquier espada de esta caja, diez dólares.
Era una noche cálida y sofocante, con los ruidos de Nueva Orleáns rodeándolos: un profundo gruñido de los ómnibus en las calles estrechas, el clop-clop y cascabel de un fiacre, y la melancólica sirena de un carguero que se alejaba por el Mississippi.

El «Brennan», considerado el mejor restaurante de la ciudad, estaba lleno de comensales. Mientras esperaban que se desocupara una mesa, Peter y Christine bebieron con calma un Old Fashioned, aromado con hierbas, en el patio alumbrado tenuemente.

Peter tenía una sensación de bienestar y estaba encantado con la compañía de Christine. La sensación continuaba mientras los condujeron a su mesa, situada en el fresco comedor del piso principal. Aceptando la sugerencia de Christine, hizo una seña al camarero.

Ordenó para ambos: 2-2-2 ostras, una especialidad de la casa combinando ostras Rockefeller, Bienville y Roffignac, lenguado Nouvelle Orleáns, relleno con carne de cangrejo condimentada, coliflor a la polonesa, y manzanas al horno y, al mozo de los vinos que andaba rondando, le pidió una botella de Montrachet.

–Es agradable -dijo Christine-, no tener que tomar decisiones. – Con firmeza resolvió arrojar la sensación de intranquilidad mencionada un momento antes. Después de todo no era más que una intuición, que tal vez se explicara por el hecho de que había dormido menos que lo usual la noche anterior.

–Con una cocina bien dirigida, como la que tienen aquí -dijo Peter-, las decisiones sobre la comida no importan mucho. Es una cuestión de gusto entre calidades idénticas.

Ella le hizo una broma.

–Está demostrando su conocimiento sobre hoteles.

–Lo lamento. Imagino que lo hago con frecuencia.

–No mucho. Y si le interesa saberlo, me gusta. Sin embargo a veces me he preguntado qué fue lo que lo impulsó a dedicarse a esto.

–¿Al negocio de hoteles? Pues yo era un botones ambicioso.

–¿No es una explicación muy simple?

–Probablemente no. Tuve suerte después con otras cosas. Vivía en Brooklyn, y los veranos, cuando terminaba el colegio, conseguía un puesto de botones en Manhattan. Una vez, el segundo verano, llevé a un borracho a la cama… lo ayudé a subir las escaleras, le puse el pijama y lo metí en cama.

–¿Todos hacían ese tipo de servicio?

–No. Resultó ser una noche especial, y además tenía mucha práctica. Hice lo mismo en casa, para mi padre, durante años. – Por un instante un matiz de tristeza rozó los ojos de Peter, luego continuó:- De cualquier manera, sucedió que el que había acostado resultó ser un cronista del
The New Yorker.
Una o dos semanas después, escribió sobre lo que había pasado. Creo que nos llamó «el hotel más dulce que la leche de madre». Nos hicieron muchas bromas, pero resultó beneficioso para el hotel.

–Y usted, ¿fue ascendido?

–En cierta forma. Pero sobre todo llamó la atención sobre mí.

–Aquí vienen las ostras -dijo Christine. Dos aromáticas fuentes calientes, con las medias conchas cocinadas asentadas sobre sal gruesa, fueron colocadas con destreza frente a ellos.

Mientras Peter paladeaba y aprobaba el Montrachet, Christine preguntó:

–¿Por qué razón en Luisiana se pueden comer ostras todos los meses del año, tengan
r
o no la tengan?

–Se pueden comer ostras en cualquier parte, y en todo tiempo. La idea de un mes con
r
es un mito comenzado hace cuatrocientos años por un vicario inglés de pueblo, creo que se llamaba Butler. Los científicos lo han ridiculizado, el Gobierno de los Estados Unidos dice que es una tontería, pero la gente aún cree en eso.

Christine mordisqueó una ostra Bienville:

–Siempre pensé que era porque desovan en verano.

–Algunas ostras lo hacen, en determinadas estaciones, en Nueva Inglaterra y Nueva York. Pero no en Chesapeake Bay, que es la mayor fuente de ostras del mundo. Allí y en el Sur el desove puede suceder en cualquier época del año. De manera que no hay una sola razón para que los del Norte no puedan comer ostras todo el año, como en Luisiana.

Hubo un silencio, luego Christine preguntó:

–¿Cuando usted aprende algo, lo recuerda?

–Supongo que casi siempre. Tengo un tipo extraño de mente en la cual las cosas se pegan: algo así como el anticuado papel para cazar moscas. En cierta forma ha sido una suerte para mí.

Tomó una ostra Rockefeller, saboreando su sutil sabor a ajenjo.

–¿Por qué suerte?

–Bien, aquel mismo verano de que estábamos hablando, me dejaron desempeñar otros trabajos en el hotel, inclusive ayudar en el bar. Ya para entonces comenzaba a sentir interés y pedí prestados unos libros: uno se refería a la mezcla de bebidas. – Peter calló, repasando
in mente
otros sucesos que casi había olvidado.– Sucedió que estaba solo en el bar cuando entró un cliente. Yo no sabía quién era, pero él dijo: «He oído decir que usted es el brillante muchacho sobre el cual escribió
The New Yorker.
¿Puede prepararme un Rusty Nail?»

–¿Le gastaba una broma?

–No. Pero así hubiera pensado de no haber leído un par de horas antes los ingredientes que lleva: Drambuie y Escocés. Eso es lo que quiero definir como suerte. De cualquier manera se lo preparé y luego dijo: «Está bien, pero no aprenderás el negocio de hotel en esta forma. Las cosas han cambiado desde
Work of Art.»
Le dije que no me consideraba un Ayron Weagle, pero que no me importaría ser Evelyn Orcham. Rió al oírme; supongo que también habría leído a Arnold Bennett. Luego me dio su tarjeta y me dijo que lo fuera a ver al día siguiente.

–Supongo que sería el dueño de cincuenta hoteles.

–Sucedió que no era dueño de nada. Su nombre era Herb Fischer y su ocupación vendedor: alimentos envasados al por mayor o algo por el estilo. También era importuno y jactancioso, y tenía una manera de hablar subestimando a la gente. Pero conocía el negocio de hoteles y a la mayor parte de las personas que se ocupaban en eso, porque era allí donde efectuaba sus ventas.

Quitaron los platos usados. El camarero, vigilado por un
maitre
de casaca roja, colocó el lenguado ante ellos.

–Tengo miedo de comerlo -dijo Christine-. Nada puede saber tan delicioso como eso. – Probó un bocado del suculento y admirable sazonado pescado-. ¡Hum! Increíble, todavía mejor mejor de lo que prometía.

Pasaron algunos minutos antes de que dijera:

–Cuénteme más sobre míster Fischer.

–Al principio creí que sólo era un charlatán; llegan millones a los bares. Lo que cambió mi opinión fue una carta de Cornell. Me dijo que me presentara en la Statler Hall, la escuela de Administración de Hoteles, para una entrevista de selección. Sucedió que me ofrecieron una beca, que utilicé al terminar el bachillerato. Luego descubrí que Herb me había recomendado. Supongo que era un buen vendedor.

–¡Lo supone solamente!

–Nunca he estado totalmente seguro -respondió Peter, pensativo-; le debo mucho a Herb Fischer, pero a veces me pregunto si la gente no hacía ciertas cosas, incluso darle negocios, para liberarse de él. Después que se concertó lo de Cornell sólo lo vi una vez más. Traté de darle las gracias y también intenté darle satisfacciones. Pero no me permitió ninguna de las dos cosas; sólo seguía jactándose, hablando de los negocios que había hecho o que haría. Luego dijo que yo necesitaría ropa para la Universidad; tenía razón, e insistió en prestarme doscientos dólares. Debió de significar mucho para él, porque luego me enteré de que sus comisiones no eran grandes. Se los devolví enviándole cheques por pequeñas cantidades. La mayoría de ellos no fueron cobrados nunca.

–Creo que es una historia maravillosa -Christine oía embelesada-. ¿Por qué no volvió a verlo?

–Murió. Traté de verlo muchas veces, pero nunca coincidimos. Luego, hace como un año, recibí una llamada telefónica de un abogado; aparentemente Herb no tenía familia. Fui al funeral. Y encontré que allí estaban ocho personas a quienes él había ayudado en la misma forma que a mí. Lo curioso es que, con todas sus jactancias, nunca habló a ninguno acerca de los otros.

–Creo que podría llorar -dijo Christine.

El asintió.

–Ya lo sé. Yo sentí lo mismo entonces. Supongo que eso me habrá enseñado algo, todavía no sé bien qué. Tal vez sea que algunas personas levantan grandes barreras, aunque siempre están deseando que el otro las abata, y si uno no lo logra no se los llega a conocer.

Christine se mantuvo callada mientras tomaban café (de común acuerdo ambos habían suprimido el postre). Por último preguntó:

–¿Acaso alguno de nosotros sabe lo que queremos nosotros mismos?

Peter lo consideró.

–Supongo que no del todo. Sin embargo, yo sé qué es lo que quiero conseguir… o por lo menos algo parecido. – Hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.

–Dígamelo.

–Haré algo mejor, se lo mostraré.

Ya fuera del «Brennan» se detuvieron, tratando de adaptarse del fresco interior, al aire cálido de la noche. La ciudad parecía más callada que una hora antes. Algunas luces en los alrededores comenzaban a apagarse, la vida nocturna del Quarter se dirigía a otros sectores.

Tomando del brazo a Christine, Peter la llevó cruzando en diagonal por Royel Street. Se detuvieron en la esquina sudoeste de St. Louis, mirando hacia delante.

–Eso es lo que me gustaría crear -dijo-. Por lo menos algo tan bueno o quizá mejor.

Bajo la gracia de los balcones con rejas y las esbeltas columnas de hierro había faroles de gas que arrojaban luz y sombra sobre la clásica fachada blanco grisácea del «Royal Orleans Hotel». A través de ventanas con arcos y columnas, una luz ambarina se proyectaba hacia fuera. En la acera de entrada se paseaba un portero uniformado con librea dorada y gorra con visera. Bien arriba, sacudidos por una brisa repentina, las banderas y cuerdas golpeaban contra los mástiles. Llegó un taxi. El portero se dirigió con presteza a abrir la portezuela. Los tacones de las mujeres sonaron y la risa de los hombres continuaba mientras entraban al hotel. Se cerró la puerta y el taxi partió.

–Hay algunas personas -dijo Peter-, que creen que el «Royal Orleans» es el mejor hotel en Norteamérica. No importa mucho estar o no de acuerdo. El asunto es que representa un ejemplo de lo bueno que puede ser un hotel.

Cruzaron St. Louis hacia el lugar ocupado antiguamente por un hotel tradicional, que luego pasó a ser un centro de la sociedad local, mercado de esclavos, hospital en la guerra civil, legislatura estatal, y ahora se había convertido otra vez en hotel.

La voz de Peter cobró entusiasmo.

–Tenían todo a su favor: historia, estilo, instalación moderna e imaginación. Para hacer el nuevo edificio había dos firmas de arquitectos de Nueva Orleans, una empapada en tradición, la otra moderna. Probaron que se puede construir algo nuevo y sin embargo retener la vieja personalidad.

El portero, que había dejado de pasearse, tenía la puerta abierta para que pudieran entrar. Delante mismo, las estatuas de dos negros gigantescos custodiaban las escaleras de mármol blanco que conducían al vestíbulo.

–Lo curioso -observó Peter-, es que a pesar de toda su individualidad, el «Royal Orleans» pertenece a una cadena de hoteles. – Y agregó con suavidad:- Pero no es del tipo de la de Curtis O'Keefe.

–¿Más parecida a la de Peter McDermott?

–Hay mucho que andar para eso. Y yo he dado un paso hacia atrás. Supongo que usted lo sabe.

–Sí, lo sé. Pero aun así lo logrará. Apuesto mil dólares que algún día lo hará.

El le oprimió el brazo.

–Si tiene tanto dinero, es mejor que compre acciones de los «Hoteles O'Keefe».

Caminaron a lo largo del vestíbulo del «Royal Orleans», de mármol blanco y porcelanas blancas, con tapicerías color limón y damasco, y salieron por las puertas de Royal Street.

Durante hora y media anduvieron por el Quarter, y se detuvieron en el «Preservation Hall», decididos a soportar el sofocante calor y los bancos llenos de gente para saborear el jazz de Dixieland en su más pura expresión; luego gozaron del fresco relativo de Jackson Square tomando café en el mercado francés a orillas del río, criticando el mal arte que abunda en Nueva Orleans; y más tarde en el
Court of the Two Sisters,
sorbieron frescos julepes de menta bajo las estrellas, las luces amortiguadas y el encaje de los árboles.

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