En un hotel de la cadena de O'Keefe, en el caso poco probable de que tales ineficiencias ocurrieran simultáneamente, habrían provocado severas reprimendas, y quizás incluso despidos. «Pero el "St. Gregory" no es mi hotel -recordó O'Keefe-. Todavía no.»
Se dirigió a la recepción, una figura gallarda, delgada, de un metro ochenta de altura, vestido con un traje muy bien planchado color gris oscuro, que caminaba con paso elástico como de baile, casi con afectación. Esto último era una de las características de O'Keefe, ya fuera en una cancha de pelota a las que concurría con frecuencia, en un salón de baile, o en la cubierta de su crucero
Innkeeper
IV.
Su flexible cuerpo atlético había sido su orgullo, durante la mayor parte de sus cincuenta y seis años, en que había subido desde una baja clase media sin ningún relieve, hasta convertirse en uno de los hombres más ricos del país… y también de los más inquietos.
En el mostrador recubierto de mármol, casi sin mirarlo, un empleado del servicio de habitaciones empujó hacia él el libro de firmas. El hotelero lo ignoró.
Anunció con solemnidad:
–Mi nombre es O'Keefe, y he reservado dos
suites,
una para mí y la otra a nombre de miss Dorothy Lash -desde la periferia de su visión, podía ver a Dodo entrando en el vestíbulo; toda piernas y pechos, irradiando sexualismo como una pirotecnia. Las cabezas se volvían reteniendo el aliento, como siempre sucedía. La había dejado en el coche, supervisando el equipaje. Se divertía haciendo cosas así, de vez en cuando. Todo lo que requiriera un mayor esfuerzo cerebral, era superior a ella.
Sus palabras tuvieron el efecto de una granada limpiamente arrojada.
El empleado se endureció, cuadrando sus hombros. Mientras miraba a los ojos grises, tranquilos, que sin esfuerzo parecían taladrarlo, su actitud cambió de indiferencia a solícito respeto. Con gesto nervioso, llevóse la mano a la corbata.
–Perdóneme, señor. ¿Es míster Curtis O'Keefe?
El hotelero asintió, con una media sonrisa que le revoloteaba; el rostro compuesto, el mismo rostro que brillaba benignamente desde medio millón de cubiertas de libros de
I am your host,
uno de cuyos ejemplares estaba colocado ostensiblemente en todas las habitaciones de los hoteles de la cadena O'Keefe.
(Este
libro es para su entretenimiento y placer. Si desea llevárselo,
por favor, notifíqueselo al empleado del servicio de habitaciones,
y se añadirá a su cuenta un dólar y veinticinco centavos.)
–Sí, señor. Estoy seguro de que sus habitaciones están listas, señor. Si quiere esperar un momento, por favor…
Mientras el empleado buscaba entre las tarjetas de reservas, O'Keefe dio un paso hacia atrás desde el mostrador, haciendo lugar a otros recién llegados. El escritorio de la recepción, que un momento antes estaba más bien tranquilo, comenzaba uno de sus períodos agobiantes que eran parte del día de todos los hoteles. Afuera, con un sol brillante y cálido, en las
limousines
del aeropuerto y los taxis estaban llegando pasajeros que habían viajado al Sur, como lo había hecho él mismo en el vuelo de la mañana en
jet,
desde Nueva York. Advirtió que estaba reuniéndose un congreso. Un estandarte suspendido del abovedado techo del vestíbulo proclamaba:
Bienvenidos delegados
al Congreso de
Odontología Americana
Dodo se le acercó; dos botones cargados la seguían como acólitos detrás de una diosa. Bajo la gran capelina flexible, que no conseguía ocultar el pelo ondulado rubio-ceniza, sus ojos azules de niña parecían más grandes que nunca en un rostro infantil y sin mácula.
–Curtie, dicen que muchos dentistas se alojan aquí.
–Me alegra que me lo digas -dijo con sequedad-. Si no lo hubieras hecho, quizá no me hubiera enterado.
–Bien, podría hacerme hacer esa obturación. Siempre intento hacerlo, y por alguna razón nunca…
–Están aquí para abrir sus propias bocas, no las de otras personas.
Dodo parecía perpleja, como siempre que los acontecimientos que la rodeaban eran algo que debería comprender, pero que no comprendía. Un gerente de los hoteles de O'Keefe que no sabía que su jefe ejecutivo lo estaba escuchando, había declarado con respecto a Dodo no hacía mucho tiempo: «Su inteligencia está en embrión; lástima que no se desarrolle.»
O'Keefe sabía que algunas de sus amistades se asombraban de que hubiera elegido a Dodo como compañera de viaje, cuando con su fortuna e influencia podría, dentro de límites razonables, elegir lo que quisiera. Pero ellos, por supuesto, sólo podrían imaginar y, casi seguro subestimar, la salvaje sensualidad que Dodo podía despertar o mantener latente, de acuerdo con el estado de ánimo de él. Sus moderadas estupideces así como sus frecuentes torpezas, que parecían molestar a otros, para O'Keefe no eran más que motivo de diversión, tal vez porque en ciertos momentos se había cansado de estar rodeado de mentalidades inteligentes y alertas, tratando siempre de hacer competencia a su propia astucia.
Sin embargo, suponía que pronto terminaría con Dodo. Había sido su amante estable durante casi un año, más que la mayoría de las otras. Había muchas estrellitas más en la galaxia de Hollywood para elegir. Por supuesto, que se ocuparía de ella, usando su gran influencia para conseguirle uno o dos papeles importantes, y quién sabe si aún podría destacarse… Tenía el cuerpo y la cara. Otras habían llegado muy alto con esas dos únicas condiciones.
El empleado volvió al mostrador del frente.
–Todo está listo, señor.
Curtis O'Keefe asintió. Luego, precedido por el jefe de los botones, Herbie Chandler, que con presteza se había presentado, marcharon en pequeña procesión hacia un ascensor que los esperaba.
Keycase telefoneó a las diez y cuarenta y cinco utilizando la línea directa del hotel desde el aeropuerto de Moisant
(«Hable
gratis, al mejor hotel de Nueva Orleáns»)
para confirmar una reserva hecha muchos días antes desde fuera de la ciudad. Le respondieron que su reserva estaba registrada, y que si tenía la gentileza de dirigirse en seguida a la ciudad, se le acomodaría sin demora. Si bien su decisión de alojarse en el «St. Gregory» había sido tomada sólo unos minutos antes, se sentía complacido con la noticia aunque no sorprendido, porque su plan original había previsto hacer reservas en todos los hoteles importantes de Nueva Orleáns, empleando distintos nombres para cada uno. En el «St. Gregory» lo había hecho bajo el de «Byron Meader», nombre que había seleccionado del periódico, porque su verdadero propietario había sido el ganador de una importante carrera de caballos. Esto parecía un buen augurio, y los augurios eran algo que impresionaba mucho a Keycase.
Y a decir verdad, parecían haber surtido efecto en varias ocasiones; por ejemplo, la última vez que se le procesó, inmediatamente después de declararse culpable, un rayo de sol cayó sobre el sillón del juez y la sentencia que siguió (el sol todavía estaba allí) había sido sólo de tres años, cuando Keycase esperaba cinco. Hasta la cadena de sucesos que precedieron a sus declaraciones y a la sentencia, parecían haberse enlazado en forma favorable, debido a la misma razón. Sus incursiones a varias habitaciones del hotel de Detroit fueron fáciles y productivas, en buena parte (lo supuso después) porque todos los números de las habitaciones, excepto la última, incluían el guarismo dos, su número de suerte. Fue en esa última habitación, carente de ese dígito, donde su ocupante se despertó y dio un alarido, en el preciso momento en que estaba metiendo el abrigo de visón en una maleta, habiendo ya guardado el dinero y las joyas en uno de los bolsillos del abrigo, especialmente grandes.
Fue pura mala suerte, tal vez influencia de la combinación de números, que un detective del hotel oyera los gritos y se apresurara a llegar. Keycase, filosóficamente, aceptó la inevitable de buen talante, sin tomarse el trabajo siquiera de urdir una explicación ingeniosa, que algunas veces había resultado muy eficaz dando una razón para estar en una habitación que no era la suya. Sin embargo, era un riesgo que cualquiera que viviera de la agilidad de sus dedos tenía que aceptar, hasta un experto profesional como Keycase. Pero ahora, habiendo cumplido su condena (con la máxima conmutación por buena conducta) y habiendo gozado más recientemente de una provechosa correría de diez días en Kansas City, preveía una amable y fructífera quincena en Nueva Orleáns. Había empezado bien.
Llegó al aeropuerto de Moisant poco antes de las siete y treinta desde el barato hotel situado en la carretera de Chef Menteur, donde había pasado la noche. Era un hermoso y moderno edificio terminal, pensó Keycase, con mucho vidrio y cromo, y muchos recipientes de desperdicios, esto último muy importante para lo que se proponía hacer.
Leyó en una placa que el aeropuerto llevaba el nombre de John Moisant, natural de Orleáns, que había sido un precursor de la aviación mundial, y advirtió que las iniciales eran las mismas que las suyas, lo que también podía ser un presagio favorable. Era el tipo de aeropuerto del que le gustaría partir en uno de esos grandes
jets,
rugiendo, y quizá lo hiciera pronto si las cosas continuaban en la forma que se habían producido antes de que el último encierro lo hubiera mantenido fuera de ejercicio por una temporada. Sin embargo, estaba seguro de que se recuperaba con rapidez, aunque ahora vacilaba algunas veces donde en otras oportunidades había operado con frialdad, casi con indiferencia.
Pero eso era natural, porque sabía que si esta vez lo apresaban sería por diez o quince años; por lo tanto, difícil de afrontar. A los cincuenta y dos años de edad quedan pocos períodos de esa extensión.
Paseando naturalmente por la terminal del aeropuerto, una figura acicalada, bien vestida, con un periódico doblado bajo el brazo, Keycase se mantenía bien alerta. Tenía la apariencia de un acomodado hombre de negocios, tranquilo y confiado. Sólo sus ojos se movían sin tregua, siguiendo el movimiento de los viajeros madrugadores que se volcaban a la terminal de
limousines
y taxis que los habían traído desde los hoteles del centro. Era el primer éxodo del día hacia el Norte y bien numeroso, por cuanto las líneas «United National», «Eastern» y «Delta», tenían previstos varios vuelos matutinos con
jets
para Nueva York, Washington, Chicago, Miami y Los Angeles. Dos veces vio el comienzo del tipo de cosas que estaba buscando, pero resultó ser sólo el comienzo y nada más. Dos hombres buscando en sus bolsillos, billetes o cambio, encontraron la llave de la habitación del hotel, que habían traído por error. El primero se tomó el trabajo de localizar el buzón y devolverla por correo, como se indicaba en la plaqueta plástica de la llave. El otro, se la dio a un empleado del aeropuerto, quien la puso en un cajón, presumiblemente, para devolverla al hotel.
Ambos incidentes eran descorazonadores, aunque una experiencia conocida. Keycase continuó observando. Era un hombre paciente. Sabía que pronto tendría que suceder lo que estaba esperando.
Diez minutos más tarde su espera se vio recompensada.
Un hombre de cara rojiza que empezaba a quedarse calvo, cargado con un abrigo, una voluminosa maleta de avión y una cámara fotográfica, se detuvo para elegir una revista en camino a la rampa de partida. Cuando fue a pagar la revista, descubrió la llave del hotel, y lanzó una exclamación de sorpresa. Su esposa, una mujer suave y delgada, le hizo una tranquila sugerencia, a lo que él respondió: «¡No hay tiempo!» Keycase, que lo oyó, lo siguió de cerca. ¡Bien! Al pasar al lado de uno de los cubos de basura, el hombre arrojó la llave dentro.
Para Keycase el resto era cosa fácil. Se acercó al recipiente y arrojó en él su periódico doblado; luego, como si de pronto hubiera cambiado de parecer, se volvió y lo recuperó. Al mismo tiempo miró al interior y observó la llave que cogió sin dificultad. Minutos después, en la intimidad del lavabo de caballeros, comprobó que correspondía a la habitación 641 del «St. Gregory Hotel».
A la media hora, en una forma que a menudo sucede cuando las cosas empiezan a venir bien, un incidente similar terminó con el mismo éxito. La segunda llave también era del «St. Gregory», hecho que pronto determinó a Keycase a telefonear en seguida, confirmando su propia reserva. Decidió no presionar su suerte permaneciendo por más tiempo en la terminal. Estaba en vías de un buen comienzo y esta noche se detendría en la estación del ferrocarril; luego, en un par de días quizá, volvería al aeropuerto. Había otras maneras de obtener llaves de hotel, una de las cuales utilizó la noche anterior. No sin razón el fiscal de Nueva York, años antes había dicho en el tribunal: «Su Señoría, detrás de este hombre siempre hay una llave. Francamente, cada vez que pienso en él, es como en "Keycase" Milne.»
La frase se había abierto camino en los registros de la Policía y el alias subsistió, de tal forma que el mismo Keycase lo usaba ahora con cierto orgullo. Era un orgullo sazonado por el conocimiento de que, con tiempo, paciencia y suerte, eran extremadamente buenas las probabilidades de obtener una llave para casi todas las cosas.
Su actual especialidad-dentro-de-una-especialidad se basaba en la indiferencia de la gente por las llaves de los hoteles, Keycase lo sabía desde tiempo atrás, constante desesperación de los hoteleros de todas partes. Teóricamente, cuando un huésped partía y pagaba su cuenta, debía dejar la llave; pero infinidad de personas se marchaban del hotel con la llave de la habitación olvidada en el bolsillo o en la cartera. Los conscientes, algunas veces, la metían en un buzón, y un gran hotel como el «St. Gregory» pagaba con regularidad cincuenta o más dólares por semana por el franqueo de llaves devueltas. Pero había otras personas que las guardaban o las tiraban con indiferencia.
Este último grupo mantenía constantemente ocupados a los ladrones profesionales de hoteles como Keycase.
Desde el edificio de la terminal, Keycase volvió al estacionamiento y a su «Ford», un sedán de cinco años atrás, que había comprado en Detroit y había llevado primero a Kansas y luego a Nueva Orleáns. Era un coche ideal para Keycase por lo poco notorio, de un gris sucio, ni demasiado nuevo ni demasiado viejo como para ser advertido o recordado. El único detalle que lo molestaba un poco era la matrícula de Michigan, en una atractiva combinación verde y blanca. Las matrículas de otros estados eran frecuentes en Nueva Orleáns pero hubiera preferido no tener ese pequeño rasgo distintivo. Había estudiado la posibilidad de utilizar matrículas de Luisiana falsificadas, pero esto parecía un riesgo mayor, y además Keycase era lo bastante perspicaz para no alejarse demasiado de su propia especialidad. Para su tranquilidad, el motor del coche se puso en marcha al primer contacto, ronroneando suavemente, como resultado de un arreglo que él mismo le había hecho: habilidad aprendida a expensas del Gobierno federal durante una de sus varias condenas.
Condujo los veintidós kilómetros hasta el centro observando con cuidado los límites de velocidad, y se dirigió al «St. Gregory» donde había tomado y confirmado una habitación el día anterior. Estacionó el coche cerca de Canal Street, a pocas manzanas del hotel, y sacó dos maletas. El resto de su equipaje había quedado en su habitación del motel, cuyo alquiler dejó pagado por adelantado.
Era muy costoso mantener una habitación extra, pero también era prudente. El motel serviría como escondrijo para cualquier cosa que pudiera lograr, y si resultaba un desastre, podía ser abandonado por completo. Había tenido cuidado de no dejar allí nada que lo identificara. La llave del motel se encontraba bien oculta en el filtro de aire del carburador del coche.
Entró en el «St. Gregory» con aire confiado entregando sus maletas al portero y se registró como «Byron W. Meader, Ann Arbour, Michigan». El empleado del servicio de habitaciones, conocedor de la ropa bien cortada y de los bien cuidados rasgos que revelan autoridad, trató al recién venido con respeto y le dio la habitación 830. Ahora, pensó con agrado Keycase, tendría en su posesión tres llaves del «St. Gregory»: una, de la que estaba enterado el hotel, y otras dos que el hotel ignoraba.
La habitación 830, a la que lo llevó el botones pocos momentos después, resultó ser ideal. Era espaciosa y cómoda, y la escalera de servicio, observó Keycase al entrar, quedaba a pocos metros.
Cuando estuvo solo, deshizo la maleta. Más tarde, resolvió dormir preparándose para el importante trabajo que debía realizar durante la noche.