Y así seguían las cosas en todo el hotel. En el escenario, y entre bambalinas, en los departamentos de servicio, oficinas, carpintería, panadería, imprenta, dependencias domésticas, fontanería, compras, diseños y decoraciones, despensas, garaje, reparaciones de TV, y otras despertaba un nuevo día.
Esta mostraba profundas arrugas y grietas, y una boca floja que en ocasiones podía ser caprichosa, una nariz aguileña y ojos hundidos con una sugerencia de cautelosa reserva. El pelo, oscuro en su juventud, era ahora canoso, aunque grueso y ensortijado. Un cuello palomita y la corbata anudada con cuidado, completaban la figura de un caballero sureño importante y distinguido.
En otro momento, su apariencia, muy cuidada, le hubiera producido placer. Pero hoy no era así. El estado de depresión que se había apoderado de él en los últimos tiempos, eclipsaba todo lo demás. De manera que ya había llegado el martes de la última semana, recordó. Calculó, como lo había hecho muchas otras mañanas. Incluyendo hoy sólo le quedaban cuatro días, cuatro días para evitar que toda su vida de trabajo se disolviera en la nada.
Malhumorado por sus pensamientos pesimistas, el propietario del hotel entró cojeando en el comedor, donde Aloysius Royce había dispuesto el desayuno sobre la mesa de roble, con su mantelería almidonada y la platería reluciente. A su lado había una mesa provista de ruedas, con hornillos que acababan de mandar de las cocinas del hotel, con toda premura. Warren Trent se sentó en actitud despreocupada en la silla que Royce le ofrecía, y luego hizo un ademán, señalando el lado opuesto de la mesa. En seguida el negro colocó un segundo cubierto y se sentó. Había otro desayuno en la mesa de ruedas, disponible para las ocasiones en que el capricho del viejo cambiaba la rutina de desayunar solo.
Sirviendo las dos porciones, huevos escalfados en crema con tocino canadiense y sémola, Royce permaneció callado, sabiendo que su patrón hablaría cuando quisiera. Hasta ahora no había habido comentario alguno sobre la cara lastimada de Royce y los dos parches que le habían colocado, cubriendo las partes más dañadas durante la refriega de la noche anterior. Por último, apartando su plato, Warren Trent observó:
–Será mejor que aproveches esto. Quizá no podamos gozar de ello por mucho tiempo más.
–¿La gente del trust no ha cambiado de idea con respecto a la renovación? – preguntó Royce.
–No ha cambiado, y no lo harán. Ya no. – Sin previo aviso, el viejo golpeó con el puño en la mesa.– ¡Gran Dios! Hubo una época en que bailaban al compás que yo quería. En una época formaban fila… Bancos, compañías financieras, y todos los demás… tratando de prestarme su dinero, urgiéndome a tomarlo.
–Los tiempos cambian para todos. – Aloysius sirvió café.– Algunas cosas mejoran, otras empeoran.
Warren Trent dijo con amargura:
–Es fácil para ti. Eres joven. No has vivido lo bastante para ver que todo aquello por lo que has trabajado se derrumba.
Y a eso había llegado, reflexionó con desaliento. Dentro de cuatro días, el viernes, antes del cierre de los negocios, vencía una hipoteca de veinte años sobre la propiedad, y el sindicato de inversiones acreedor de la hipoteca se negaba a renovarla. Al principio, enterado de la decisión, su reacción había sido de sorpresa, pero no se sintió preocupado. Muchos otros prestamistas, imaginó, se harían cargo de la hipoteca, con gusto, con un interés mayor, sin duda, pero cualesquiera que fueran las condiciones, acordarían los dos millones que se necesitaban. Sólo cuando todos se hubieron negado en forma decidida: Bancos, trusts, compañías de seguros y prestamistas privados… se desvaneció su confianza original. Un banquero, a quien conocía mucho, le aconsejó francamente:
–Los hoteles como el tuyo han perdido actualidad, Warren. Muchas personas piensan que la época de los grandes independientes ha pasado y que ahora los hoteles en cadena son los únieos que dan un beneficio razonable. Además, mira tu balance. Has estado perdiendo dinero sin cesar. ¿Cómo imaginas que un prestamista puede aceptar esa situación?
Sus protestas de que las pérdidas actuales sólo eran temporales y que cuando el negocio mejorara sería a la inversa, no dio resultado. No le creyeron.
Fue en ese momento cuando Curtis O'Keefe había telefoneado sugiriendo una entrevista para esa semana en Nueva Orleáns:
–Lo único que deseo es tener una conversación amistosa, Warren -había declarado el magnate de los hoteles, con su suave acento tejano en la conferencia telefónica-. Después de todo, usted y yo somos un par de hoteleros envejeciendo. Deberíamos vernos alguna que otra vez.
Pero Warren Trent no se engañó con la suavidad; antes ya había habido propuestas de la cadena O'Keefe. Los buitres están rondando, pensó. Curtis O'Keefe llegaría hoy, y no había la menor duda de que estaba enterado de la situación financiera del «St. Gregory».
Con un suspiro interior, Warren Trent dirigió sus pensamientos a asuntos más inmediatos.
–Te mencionan en el informe de la noche -le dijo a Aloysius Royce.
–Ya lo sé -respondió éste-. Lo he leído. – Había leído superficialmente el informe cuando llegó, temprano como siempre, observando la anotación:
Quejas de exceso de ruidos en la habitación 1126,
y luego, manuscrito por Peter McDermott:
Solucionado por A. Royce y P. McD. Más tarde habrá un breve memorándum por separado.
–Supongo que lo único que falta es que leas mi correspondencia privada -gruñó Warren Trent.
Royce sonrió.
–Todavía no lo he hecho. ¿Quiere que lo haga?
Este intercambio era parte de un juego privado que practicaba sin admitirlo. Royce sabía que si no hubiera leído el informe, el viejo lo habría acusado de falta de interés en los asuntos del hotel.
Warren Trent inquirió en tono sarcástico:
–Ya que todo el mundo parece estar enterado de lo que ha sucedido, ¿sería impropio que preguntara algunos detalles?
–No lo creo. – Royce sirvió más café a su patrón.– Miss Marsha Preyscott, hija de míster Preyscott, casi fue violada. ¿Quiere que le refiera lo que pasó?
Por un momento, en tanto se endurecía la expresión de Trent, pensó si no había ido demasiado lejos. Su relación indefinida y casual estaba basada en gran parte sobre los precedentes establecidos por el padre de Aloysius Royce, muchos años antes. El viejo Royce, quien sirvió a Warren Trent, primero como ayuda de cámara y luego como compañero y amigo privilegiado, siempre había hablado espontáneamente, sin tener en cuenta las consecuencias, que en los primeros años de estar juntos provocaban en Trent arranques de furia; y cambiar insulto por insulto, los había vuelto inseparables. Aloysius era poco más que un niño cuando su padre murió, diez años antes, pero nunca olvidó el rostro de Warren Trent apenado y lloroso en el funeral del negro. Habían vuelto juntos del cementerio de Mount Olívet, detrás de la banda de jazz negra que tocaba festivamente
Oh, Didn't He
Ramble;
Aloysius tenía su mano en la de Warren Trent, quien le dijo con aspereza:
–Te quedarás conmigo en el hotel. Luego pensaremos en algo. – El muchacho aceptó confiado; la muerte de su padre lo había dejado completamente solo. Su madre había muerto al nacer él, y el «algo» resultó ser enviarlo al colegio y luego a estudiar Derecho, en el que se graduaría dentro de pocas semanas. Entretanto, mientras el niño se hacía hombre, había tomado a su cargo la dirección de la
suite
del propietario, y si bien la mayor parte del trabajo material lo hacían los otros empleados del hotel, Aloysius realizaba servicios personales que Warren Trent aceptaba, sin comentarios o con quejas, según el humor que tuviera en aquel momento. Otras veces discutían acaloradamente, en general, cuando Aloysius iniciaba (como sabía que se esperaba que lo hiciera) atractivas conversaciones que Warren Trent estimulaba.
Y sin embargo, a pesar de su intimidad y de saber que podía tomarse ciertas libertades que Warren Trent nunca toleraría a otros, Aloysius Royce tenía conciencia de un límite sutil que no debería cruzar jamás.
En ese momento dijo:
–La señorita pidió socorro. Yo la oí. – Describió su actitud sin dramatizarla, y la intervención de Peter McDermott, a quien no elogió ni criticó.
Warren Trent escuchó, y al final dijo:
–McDermott lo manejó todo perfectamente. ¿Por qué no te gusta?
No era la primera vez que Royce se sorprendía de la perspicacia del viejo. Respondió:
–Quizás haya algo químico entre nosotros, que no combina.
O tal vez no me gusten los grandes jugadores de fútbol blancos, tratando de ser amables con los muchachos de color.
Warren Trent miró burlonamente a Royce:
–Eres una persona complicada. ¿Has pensado que podrías estar cometiendo una injusticia con McDermott?
–Es lo que dije… quizás una reacción química.
–Tu padre tenía un instinto especial para la gente. Pero era mucho más tolerante que tú.
–A un perro le gusta que la gente le acaricie la cabeza. Y es porque sus pensamientos no están complicados por los conocimientos ni la educación.
–Aun cuando así fuera, dudo que hubiera elegido esas palabras. – Los ojos de Trent, valorándolo, encontraron los ojos del joven, y Royce guardó silencio. El recuerdo de su padre siempre lo turbaba. El viejo Royce nació mientras sus padres todavía eran esclavos, y había sido, suponía Aloysius, lo que los negros de nuestra época llamarían un «negro del Tío Tom». El viejo siempre había aceptado, gozoso, cualquier cosa que le trajera la vida, sin hacer preguntas ni quejarse. El conocimiento de asuntos más allá de su propio y limitado horizonte, rara vez lo perturbaba. Y sin embargo había poseído independencia de espíritu, como lo atestiguaba la relación con Warren Trent, y una penetración de los seres humanos, demasiado profunda para ser juzgada como una sabiduría superficial. Aloysius había amado a su padre con amor sincero que, en momentos como éste, se transformaba en añoranza. Respondió:
–Tal vez he utilizado mal las palabras, pero no cambian el sentido.
Warren Trent asintió sin comentario y sacó su viejo reloj del bolsillo.
–Será mejor que le digas al joven McDermott que venga a verme. Dile que venga aquí. Estoy un poco cansado esta mañana.
El propietario del hotel musitó:
–Mark Preyscott está en Roma, ¿eh? Supongo que debo telefonearle.
–Su hija insistió en que no lo hiciéramos -replicó Peter.
Ambos estaban en la sala lujosamente amueblada de la
suite
de Warren Trent. El viejo, recostado en un sillón blando y profundo, con los pies apoyados en un escabel. Peter se sentó enfrente.
Warren Trent dijo enfadado:
–Yo seré quien decida eso. Si en mi hotel se deja violar, debo aceptar las consecuencias.
–En realidad, evitamos la violación. Además, quiero saber qué sucedió antes.
–¿Ha visto a la muchacha esta mañana?
–Miss Preyscott estaba dormida cuando pasé por allí. Le he dejado un mensaje pidiendo verla antes de que se marche del hotel.
Warren Trent suspiró y movió la mano despidiéndolo:
–Arréglelo usted… -Su tono indicaba que ya estaba cansado del tema. Peter pensó, aliviado, que ya no habría llamada telefónica a Roma.
–Hay algo más que me gustaría resolver, concerniente a los empleados del servicio de habitaciones. – Peter describió el incidente de Albert Wells y vio que el rostro de Warren Trent se endurecía cuando se le mencionó el arbitrario cambio de habitación.
–Debimos haber clausurado esa habitación hace años -gruñó el viejo-. Será mejor que lo haga ahora.
–No creo que necesite ser clausurada, siempre que quede establecido que la utilizaremos como último recurso y se prevenga a los clientes de lo que les espera.
–Hágase cargo de eso -asintió Warren Trent.
Peter titubeó.
–Lo que me gustaría hacer es dar algunas instrucciones específicas para el cambio de las habitaciones, en general. Ha habido otros incidentes y creo que es necesario destacar que nuestros clientes no deben ser trasladados como piezas de ajedrez.
–Encargúese del primer asunto. Si quiero dar instrucciones generales, las daré yo.
La cortante réplica, pensó Peter con resignación, era un ejemplo típico de por qué andaba mal la administración del hotel. Los errores eran corregidos fragmentariamente después de cometidos, con poca o ninguna intención de eliminar de raíz las causas.
–Creo que debería saber lo del duque y la duquesa de Croydon -dijo-. La duquesa preguntó por usted -describió el incidente de la mancha con la
Creóle
de langostinos, y la diferente versión del camarero Sol Natchez.
–Conozco a esa maldita mujer. No quedará satisfecha si no despedimos al camarero.
–No creo que deba ser despedido.
–Dígale que se vaya a pescar por unos días, con paga, pero que no aparezca por el hotel. Y prevéngale en mi nombre que si alguna vez derrama algo, se asegura de que está hirviendo y que sea sobre la cabeza de la duquesa. Supongo que todavía tiene esos malditos perros.