–Si usted lo aprueba -informó al doctor Uxbridge- trasladaremos a su paciente a otra habitación en este mismo piso.
El alto y fornido médico que había respondido a la llamada de emergencia de Christine, asintió. Recorrió con la mirada la pequeña «habitación ja-ja», con el laberinto de cañerías de la calefacción y del agua.
–Cualquier cambio sólo puede significar una mejora.
Cuando el médico se volvió hacia el hombrecito de la cama para darle cinco minutos de oxígeno, Christine recordó a Peter:
–Lo que necesitamos ahora es una enfermera.
–Dejaremos que el doctor Aarons se encargue de eso -respondió en voz alta Peter-. El hotel tendrá que contratarla, supongo, lo que significa que seremos responsables de su pago. ¿Cree usted que su amigo Wells podrá afrontar ese gasto?
Habían vuelto al corredor, hablando en voz baja.
–Estoy preocupada con eso. No creo que tenga mucho dinero. – Peter advirtió que cuando se concentraba, la nariz de Christine se plegaba de una manera encantadora. Tenía conciencia de su proximidad y de un tenue perfume.
–Oh, bien, no estaremos demasiado endeudados a la mañana. Dejaremos que el departamento de crédito se haga cargo, entonces.
Cuando llegó la llave, Christine se adelantó para abrir la nueva habitación 1410.
–Está lista -anunció al volver.
–Lo mejor será cambiar las camas -dijo Peter a los otros-. Llevemos ésta a la 1410 y traigamos la otra aquí -pero descubrieron que la puerta era unos centímetros más angosta.
Albert Wells, respirando mejor y ya con algo de color en las mejillas, se ofreció:
–He caminado durante toda mi vida; puedo caminar un poco ahora -pero el doctor Uxbridge negó decididamente con la cabeza.
El jefe de mecánicos verificó la diferencia de anchos.
–Sacaré la puerta de los goznes -dijo al enfermo-. Entonces saldrá como un corcho de una botella.
–No se preocupe -intervino Peter-. Hay una manera más rápida… si usted está de acuerdo, míster Wells.
El otro sonrió y asintió.
Peter se inclinó, puso una frazada alrededor de los hombros del enfermo y lo levantó.
–Tiene usted brazos fuertes, hijo.
Peter sonrió. Entonces, tan fácilmente como si estuviera llevando un niño, caminó por el corredor hasta la nueva habitación.
Quince minutos después todo funcionaba como sobre ruedas. El equipo de oxígeno se había trasladado sin dificultad, aun cuando ahora era menos urgente, ya que el aire acondicionado en la habitación más espaciosa 1410, no tenía el inconveniente de las cañerías calientes, y por eso era más agradable. El médico residente, el doctor Aarons, había llegado majestuoso, jovial, con un fuerte aliento a alcohol que formaba una nube casi visible. Aceptó con presteza el ofrecimiento del doctor Uxbridge para una consulta al día siguiente, y también aprobó la sugerencia de que la cortisona podía prevenir que se repitiera el ataque anterior. Una enfermera privada, a quien el doctor Aarons telefoneó afectuosamente («¡Una noticia maravillosa, querida! ¡Trabajaremos en equipo otra vez!») estaba ya en camino.
Cuando el jefe de mecánicos y el doctor Uxbridge se retiraron, Albert Wells dormía tranquilo.
Siguiendo a Christine al corredor, Peter cerró con cuidado la puerta, dejando al doctor Aarons que, mientras esperaba a su enfermera, paseaba por la habitación tarareando
pianissimo
el Aria del Toreador, de
Carmen…
(Pom, pom, pom, pom-pom; pom, pom, pom, pom-pom…) Al cerrarse el picaporte, cortó la tonada.
Eran las veintitrés y cuarenta y cinco minutos.
Caminando hacia los ascensores, Christine dijo:
–Me alegro de que se haya quedado.
Peter pareció sorprenderse.
–¿Míster Wells? ¿Por qué no habría de quedarse?
–En algunos hoteles no lo dejarían. Usted sabe cómo son: nada que salga de lo cotidiano, y además no puede molestarse a nadie. Lo único que quieren es gente que llegue, que pague su cuenta y se vaya. Eso es todo.
–Eso son fábricas de salchichas. Un verdadero hotel se interesa en la hospitalidad; y auxilia a un huésped, si lo necesita. Los mejores comenzaron así. Por desgracia, demasiada gente en este negocio lo ha olvidado.
Ella lo miró con curiosidad.
–¿Cree usted que aquí lo hemos olvidado?
–¡Por supuesto que sí! Por lo menos, la mayor parte del tiempo. Si pudiera hacer lo que quiero, habría algunos cambios… -se calló confundido por su propio exabrupto-. No importa. La mayor parte de las veces guardo esos pensamientos traidores para mí mismo.
–No debería hacerlo, y si lo hace, debería avergonzarse -detrás de las palabras de Christine estaba la convicción de que el «St. Gregory»
era
deficiente en muchos sentidos, y que en los
últimos
años se había dormido a la sombra de sus antiguas glorias. En la actualidad el hotel estaba enfrentado también a una crisis financiera que podría obligar a drásticos cambios, le gustara o no a su propietario Warren Trent.
–Hay cabezas y muros de ladrillo -objetó Peter-. Golpearse unos con otros no sirve de nada. W. T. no es partidario de ideas nuevas.
–Eso no es una razón para abandonarse.
–Habla usted como una mujer -rió él.
–
Soy
una mujer.
–Lo sé. Ahora comienzo a advertirlo.
Era verdad, pensó. La mayor parte del tiempo desde que había conocido a Christine, a partir de su propia llegada al.«St. Gregory», lo había dado por descontado. Últimamente, sin embargo, se había encontrado cada vez más consciente de cuan atractiva y personal era. Se preguntó qué haría ella el resto de la noche.
Dijo a manera de tanteo:
–No he cenado todavía; había demasiadas cosas que hacer. ¿Quiere acompañarme a cenar?
–Me encantan las cenas bien entrada la noche -respondió Christine.
Ya en el ascensor, él apuntó:
–Hay una cosa más que quiero investigar. Envié a Herbie Chandler para que se ocupara del problema del undécimo piso, pero no confío en él. Después estaré libre. – La tomó del brazo, oprimiéndolo apenas.– ¿Quiere esperarme en el entresuelo principal?
Las manos eran sorprendentemente suaves para pertenecer a quien podía ser desmañado a causa de su estatura. Ella miró de costado al fuerte y enérgico perfil con su acentuada mandíbula. Era una cara interesante, pensó, con una sugerencia de determinación que podía convertirse en obstinación si se le provocaba. Notó que sus propios sentidos se aguzaban.
–Bien, esperaré.
El rumor del baile, atenuado por la distancia y otros ruidos, llegaba hasta ella por las ventanas de la
suite
del undécimo piso, que uno de los muchachos había abierto hacía unos minutos cuando el calor, el humo de los cigarrillos y el olor de las bebidas en la pequeña habitación, se habían hecho insoportables, hasta para los que podían apreciar, cada vez menos, esos detalles.
Fue un error venir aquí. Pero, con su rebeldía de siempre, había buscado algo diferente, que era lo que Lyle Dumaire le prometió. Había conocido a Lyle años atrás, salía con él de vez en cuando, y su padre era el presidente de uno de los Bancos locales, y muy amigo del suyo. Lyle le había dicho mientras bailaban: -Esto es para niños, Marsha. Algunos de los muchachos han tomado una
suite
y hemos estado allí la mayor parte de la tarde. Se están divirtiendo -ensayó una risa de nombre que en cierta forma se convirtió en una risita falsa, y luego le preguntó en forma directa-: ¿Por qué no vienes?
Sin recapacitar, había respondido que sí, y abandonando el baile subieron a la pequeña y repleta
suite
1126-7, donde los envolvió una atmósfera pesada y un clamor de agudas voces. Encontró más gente de la que esperaba, y el hecho de que algunos de los muchachos ya estuvieran muy ebrios, era algo con lo que no había contado.
Se hallaban varias jóvenes, a la mayoría de las cuales conocía de manera superficial, y les dirigió algunas palabras a pesar de que era difícil oír o ser oído. Una que no hablaba, Sue Phillippe, aparentaba haberse desmayado, y su compañero, un muchacho de Baton Rouge, le echaba agua encima con un zapato, que llenaba en el cuarto de baño. El vestido de Sue, que era de organza rosa, estaba empapado.
Los muchachos recibieron a Marsha con gran efusión, aunque casi en seguida se volvieron a su improvisado bar, instalado en un botiquín con cristales, colocado de costado y la puerta abierta. Alguien, no sabía quién, le había puesto un vaso, torpemente, en la mano.
Era obvio que algo sucedía en la habitación adyacente, cuya puerta estaba cerrada y en la que se habían reunido como un racimo un grupo de muchachos, entre ellos Lyle Dumaire, dejando sola a Marsha. Oyó retazos de conversación, incluyendo la pregunta:
–¿Qué te ha parecido? – pero la respuesta se perdió en una explosión de risas lascivas.
Cuando algunas otras observaciones le hicieron comprender o suponer lo que estaba sucediendo, el desagrado la determinó a marcharse. Hasta la grande y solitaria mansión de Garden District era preferible a esto, a pesar de que le disgustaba su vacío, pues sólo quedaban ella y los sirvientes cuando su padre se marchaba, como ahora, por seis semanas. Continuaría ausente por dos semanas más, por lo menos.
El pensamiento de su padre recordó a Marsha que si éste hubiese vuelto como lo había pensado y prometido en un principio, ella no estaría ahora aquí, ni hubiera venido al baile de la fraternidad. En cambio, habría tenido una fiesta de cumpleaños, presidida por Mark Preyscott, con su modo fácil y jovial, reuniendo algunas de las amigas de su hija, quienes si se presentaba la alternativa, estaba segura, hubieran rechazado la invitación de Alpha Kappa Epsilon. Pero no había vuelto a su casa. En cambio, telefoneó disculpándose, como siempre lo hacía, y esta vez desde Roma.
–Marsha querida, he tratado de llegar, pero no he podido. El negocio aquí me retendrá dos o tres semanas más, pero te lo compensaré, querida. De veras, lo haré cuando llegue a casa -le preguntó, a manera de tanteo, si Marsha querría visitar a su madre y al último marido de ésta en Los Angeles, y cuando rehusó, sin tener que pensarlo siquiera, su padre le dijo-: Bien, de todas maneras, que pases un feliz cumpleaños… y va algo en camino que creo te gustará. – Marsha sintió deseos de llorar ante el tono dulce de su voz, pero no lo hizo porque desde hacía mucho tiempo había aprendido a no hacerlo. Tampoco tenía objeto preguntarse por qué el propietario de una gran tienda de Nueva Orleáns, con un plantel de ejecutivos muy bien remunerados, había de estar más inflexiblemente atado a los negocios que cualquiera de sus empleados.
Tal vez hubiera otras cosas en Roma que no le quisiera contar, así como ella jamás le diría lo que estaba sucediendo ahora mismo en la habitación 1126.
Cuando decidió marcharse, fue a dejar el vaso en el borde de la ventana, y ahora, allá abajo, podía oír que estaban tocando
Stardust. A
esa hora de la noche la música que elegían era más sentimental, especialmente si el director de la banda era Moxie Buchanan con sus
All Star Southern Gentlemen
que tocaban en la mayoría de las fiestas sociales de categoría del «St. Gregory». Aunque no hubiera estado bailando allí antes, habría reconocido el arreglo… los bronces cálidos y dulces y sin embargo, dominantes, que era la característica de Buchanan.
Titubeando en la ventana, Marsha pensó en volver al piso del baile, aun cuando sabía lo que sería ahora: los muchachos, muy acalorados en sus smokings, algunos incómodos aflojándose el cuello, otros adolescentes deseando estar de nuevo en sus «jeans» y camisas corrientes, y las muchachas yendo y viniendo de las
toilettes,
cambiando confidencias y risas detrás de la puerta. Todo, como si un grupo de niños se hubiera vestido para jugar a las charadas. La adolescencia es una época insulsa, pensaba Marsha a menudo, en especial cuando se tenía que compartir con otros de la misma edad. Había momentos, y éste era uno de ellos, en que anhelaba una compañía más madura.
No la habría de encontrar, sin embargo, en Lyle Dumaire.
Podía verlo entre el grupo apiñado contra la puerta, con el rostro congestionado, la camisa con la pechera almidonada arrugada, la corbata negra torcida. Marsha se preguntó cómo pudo tomarlo alguna vez en serio.
Otras, como ella misma, comenzaban a abandonar la
suite,
dirigiéndose a la puerta exterior, en lo que parecía ser un éxodo general. Uno de los muchachos mayores a quien conocía como Stanley Dixon, salió de la otra habitación. Mientras indicaba con la cabeza la puerta que cerró cuidadosamente tras de sí, Marsha pudo oír algunas palabras: «…las muchachas dicen que se marchan… ya han tenido bastante… tienen miedo… están hartas…».
–…les advertí que no debíamos hacer esto… -dijo otro.
–¿Por qué no tomamos algunas de las de aquí? – Era la voz de Lyle Dumaire, con mucho menos control que antes.
–Sí, ¿pero quién? – Los ojos del pequeño grupo recorrieron la habitación apreciativamente. Marsha, deliberadamente, los ignoró.
Algunos amigos de Sue Phillipe, la muchacha que se había desvanecido, trataban de ayudarla a ponerse de pie, sin lograrlo. Uno de ellos, menos ebrio que los demás, la llamó preocupado:
–¡Marsha! Me parece que Sue está bastante mal. ¿Podrías auxiliarla?
Marsha, con desgana, se detuvo, bajando la mirada hacia la muchacha que había abierto los ojos y estaba recostada, con su rosto infantil muy pálido, la boca floja y la pintura de los labios corrida. Con un suspiro interior, Marsha dijo a los otros:
–Ayudadme a llevarla al cuarto de baño -mientras tres de ellos la levantaron, la muchacha ebria comenzó a llorar.
Uno de ellos parecía dispuesto a seguirlas al baño, pero Marsha cerró la puerta con firmeza y echó el cerrojo. Se volvió hacia Sue Phillipe, que se miraba fijamente en el espejo con expresión de horror. Por lo menos, pensó Marsha con satisfacción, el impacto le ha devuelto la sobriedad.
–En tu caso no me preocuparía demasiado -afirmó-. Dicen que a todos nos tiene que suceder alguna vez.
–¡Oh, Dios! Mi madre me
matará
-las palabras eran un lamento, y terminó dirigiéndose al inodoro para vomitar.
Sentándose en el borde de la bañera, Marsha dijo con sentido práctico:
–Te sentirás mejor después de eso. Cuando termines te lavaré la cara, y podrás maquillarte de nuevo.
Con la cabeza baja, la otra muchacha asintió con desmayo.
Pasaron diez o quince minutos antes de que salieran del cuarto de baño y la
suite
estaba casi vacía, aun cuando Lyle Dumaire y sus compinches todavía seguían agrupados al lado de la puerta. Si Lyle intentaba llevarla a su casa, pensó Marsha, rehusaría. Otro de
los
presentes, el que había pedido ayuda, se adelantó explicando con urgencia:
–Hemos arreglado que una amiga de Sue la lleve a su casa, y así podrá pasar la noche algo más tranquila. – Tomó del brazo a la joven, que lo siguió protestando. Por sobre el hombro, el muchacho dijo:- Tenemos un coche esperando abajo. Gracias, Marsha.
Esta, aliviada, los vio marcharse.
Estaba cogiendo su abrigo, que había dejado para ayudar a Sue Phillipe, cuando oyó cerrarse la puerta exterior. Stanley Dixon estaba en pie frente a ella, con las manos a la espalda. Marsha oyó el «click» del cerrojo, que era corrido con suavidad.
–Eh, Marsha -exclamó Lyle Dumaire-. ¿Por qué tienes tanta prisa?
Marsha conocía a Lyle desde niños, pero ahora había una diferencia. Este era un extraño, con la expresión de un bravucón borracho.
–Me voy a casa -respondió.
–Vamos -se tambaleó hacia ella-, no seas aguafiestas… toma una copa.
–No, gracias.
Como si no hubiera oído, insistió:
–No vas a ser una aguafiestas, ¿no es cierto? Es sólo en privado. – Tenía una fuerte voz nasal y una mirada lasciva.– Algunos ya nos hemos divertido. Y eso hace que deseemos más de lo mismo. – Los otros dos cuyos nombres no conocía, sonreían.
–No me interesa lo que vosotros deseéis -aún cuando su voz era firme, en el fondo había una nota de temor. Se dirigió a la puerta, pero Dixon meneó la cabeza.
–Por favor -rogó ella-. ¡Por favor, déjame ir!
–Oye, Marsha -dijo Lyle-. Sabemos que tú lo deseas -rió groseramente-. Todas las chicas lo desean. En el fondo, nunca quieren decir que no; lo que quieren decir es: ven a buscarlo -se dirigió a los otros-. ¿Eh, muchachos?
El tercero de ellos canturreó suavemente:
–Así es, así es… Tienes que entrar y probarlo.
Comenzaron a acercarse.
Marsha giró.
–Os lo advierto… Si me tocáis, gritaré.
–Sería una lástima que hicieras eso -murmuró Stanley Dixon-, podrías perderte toda la diversión. – De improviso, sin parecer moverse, estaba detrás de ella, apretando una mano grande y transpirada contra su boca, y con la otra, sujetando sus brazos. Tenía la cabeza próxima a la de ella, y el olor a whisky de centeno era insoportable.
Ella luchó y trató de morderle la mano, pero sin éxito.
–Mira, Marsha -hablaba Lyle con la cara torcida por una sonrisa-, vas a hacerlo, de manera que es mejor que lo goces. Eso es lo que siempre dicen, ¿no es así? Si Stan te suelta, ¿prometes no hacer ningún ruido?
Movió la cabeza enfurecida.
Uno de los otros la cogió por los brazos.
–Ven, Marsha, Lyle dice que eres una buena chica. ¿Por qué no lo pruebas?
Ahora luchaba con desesperación, pero sin resultado. La garra que la apretaba, no cedía. Lyle la tenía por el otro brazo y juntos la forzaban hacia el dormitorio adyacente.
–Al demonio con ella -dijo Dixon-. Que alguien la coja por los pies.
El muchacho que quedaba se hizo cargo de eso. Ella trató de dar puntapiés, pero lo único que consiguió fue perder los zapatos de tacones altos. Con una sensación de irrealidad, Marsha se sintió cargada al atravesar la puerta del dormitorio.
–Esta es la última vez -advirtió Lyle. La apariencia de buen humor se había desvanecido-. ¿Vas a cooperar o no?
Su respuesta fue luchar con más violencia.
–Quítale la ropa -dijo alguien.
Y otra voz, que Marsha pensó que provenía del que la tenía por los pies, preguntó, vacilante:
–¿Creéis que debemos hacerlo?
–Deja de preocuparte -era Lyle Dumaire-. Nada pasará. Su padre está en Roma, con alguna mujerzuela.
En la habitación había camas gemelas. Resistiendo con furia salvaje, Marsha fue arrojada sobre la más próxima. Un momento después estaba tendida, con la cabeza cruelmente presionada hacia atrás, al extremo de que no podía ver nada más que el cielo raso, pintado en otro tiempo de blanco, pero ahora más parecido al gris, y ornamentado en el centro donde brillaba una luz. El polvo se había acumulado en el artefacto y al lado había una mancha amarilla de humedad.
De pronto la luz del cielo raso se apagó, pero quedaba un resplandor en la habitación, de otra lámpara encendida. Dixon cambió de postura. Ahora estaba sentado en la cama, próximo a su cabeza, pero los brazos que sujetaban su cuerpo, así como la mano sobre su boca, eran más inflexibles que nunca. Sintió otras manos y la histeria se apoderó de ella. Contorsionándose, intentó dar un puntapié, pero sus piernas estaban sujetas. Trató de girar y hubo un ruido de algo que cedía: su traje de Balenciaga estaba rasgado.
–Yo primero -dijo Stanley Dixon-. Que alguien la sujete en mi lugar. – Marsha podía oír su pesada respiración.
Oyó algunos pasos sobre la alfombra alrededor de la cama. Todavía le aprisionaban las piernas con firmeza, pero la mano que Dixon tenía sobre su cara se estaba moviendo, y otra tomaba su lugar. Era una oportunidad. Cuando llegó la nueva mano, Marsha mordió con fiereza. Sintió que sus dientes atravesaban la carne y encontraban el hueso.
Se oyó un grito de dolor, y la mano se retrajo.