Por suerte había muy pocas dudas con referencia a la disponibilidad del jefe. Doc Vickery era soltero y vivía en el hotel. Tenía una pasión dominante: el equipo mecánico del «St. Gregory», que se extendía desde los cimientos hasta el techo. Durante un cuarto de siglo, desde que había abandonado el mar y su Clydeside nativo, había revisado la mayor parte de la instalación del hotel, y en tiempos de apreturas, cuando el dinero para reemplazar el equipo era escaso, tenía una manera particular de obtener un rendimiento extra de la cansada maquinaria. El jefe era un amigo de Christine, y ésta sabía que era una de sus preferidas. En un instante su acento escocés estuvo en la línea.
-Helio…?
En pocas palabras le refirió el asunto de míster Albert Wells.
–El médico todavía no ha llegado, pero es probable que necesite oxígeno. Tenemos algunos equipos portátiles, ¿no es cierto?
–Sí, tenemos cilindros de oxígeno, Chris, pero lo utilizamos para las soldaduras de gas.
–Oxígeno es oxígeno -afirmó Christine. Volvía a recordar alguna de las cosas que había oído a su padre-. No importa el envase. ¿Podría ordenar a alguno de sus empleados nocturnos que envíe el que sea necesario?
El jefe asintió con un gruñido.
–Lo haré tan pronto esté listo. Yo mismo lo haré. De lo contrario, probablemente algún gracioso abriría un tanque de acetileno bajo la nariz de su enfermo, y eso terminaría con él.
–Por favor, ¡dése prisa! – Colgó el receptor y se volvió hacia el enfermo.
Los ojos del hombrecito estaban cerrados. Ya no luchaba y parecía no respirar.
Se oyó un ligero golpe en la puerta, que se abrió, y un hombre alto, delgado, entró desde el corredor. Tenía un rostro anguloso y el pelo comenzaba a encanecer en las sienes. El traje azul oscuro, de corte antiguo, no ocultaba del todo el pijama que llevaba debajo.
–Uxbridge -anunció con voz tranquila y firme.
–Doctor, en este mismo momento…
El recién llegado asintió con la cabeza, y del maletín de cuero que puso sobre la cama, extrajo sin perder un minuto un estetoscopio. En seguida, buscó por debajo del camisón de franela, y auscultó brevemente el pecho y la espalda. Luego, volviendo al maletín, en una serie de movimientos eficientes, tomó una jeringa, la armó, y rompió el cuello de una ampolleta de vidrio. Cuando hubo extraído el líquido de la ampolleta pasándolo a la jeringa, se inclinó sobre el enfermo y le levantó la manga del camisón arrollándola como un torniquete.
–Manténgalo así, con fuerza -dijo a Christine.
Con un trozo de algodón, limpió el antebrazo sobre la vena, e insertó la aguja. Hizo una seña afirmativa con respecto al torniquete.
–Ya lo puede aflojar -luego, mirando su reloj, comenzó a inyectar el líquido con lentitud.
Christine volvió los ojos buscando el rostro del médico. Sin mirarla, le informó:
–Aminofilina, para estimularle el corazón -volvió a consultar el reloj, manteniendo una dosis gradual. Pasó un minuto, luego dos. La jeringa estaba ya por la mitad; y todavía no había ninguna reacción en el enfermo.
–¿Qué es lo que tiene? – susurró Christine.
–Una fuerte bronquitis, complicada con asma. Sospecho que antes ha tenido estos ataques.
De pronto, el pecho del hombrecito se levantó. Luego comenzó a respirar más lenta, amplia y profundamente que antes. Abrió los ojos.
La tensión había disminuido en la habitación. El médico retiró la jeringa y comenzó a desarmarla.
–Míster Wells -dijo Christine-, míster Wells… ¿me oye?
Le respondió con una serie de movimientos afirmativos de cabeza. Como antes, los ojos de gamo se fijaron en los de ella.
–Estaba muy enfermo cuando lo encontramos, míster Wells. Este es el doctor Uxbridge, huésped del hotel, y ha venido a ayudarlo.
Los ojos se dirigieron al médico. Entonces, con un esfuerzo, dijo:
–Muchas gracias -las palabras eran como un susurro, pero eran las primeras que el enfermo pronunciaba. El color le volvía al rostro.
–Si hay alguien a quien dar las gracias, es a la señorita -el médico sonrió apenas, y le dijo a Christine-: Este caballero todavía está muy enfermo y necesita atención médica. Mi consejo es trasladarlo en seguida al hospital.
–¡No, no! ¡No quiero eso! – Las palabras brotaron, en respuesta urgente, rápida, del hombre tendido en la cama. Se inclinaba hacia delante desde las almohadas, los ojos alerta, las manos fuera de las sábanas donde Christine se las había colocado antes. Pensó que el cambio en su condición, en el corto espacio de unos minutos, era extraordinario. Todavía respiraba con un silbido, y algunas veces con esfuerzo, pero el ataque agudo había pasado.
Por primera vez Christine tuvo tiempo de estudiar su aspecto. Originariamente, había pensado que tendría alrededor de sesenta años; ahora le parecía que debía agregarle otros seis más. Era de constitución delgada y bajo, además tenía las facciones marcadas y agudas, y una sugerencia de espalda agobiada, que le daban la apariencia de gorrión, que recordaba de anteriores encuentros. El poco y canoso pelo que le quedaba, lo peinaba partido a un costado, pero ahora estaba desarreglado y húmedo de transpiración. Por lo común su rostro tenía una expresión suave e inofensiva, casi humilde, y sin embargo, ella sospechaba que bajo esa apariencia había una serena determinación.
Conoció a Albert Wells dos años antes. Este había entrado discretamente en el sector de los ejecutivos del hotel, para quejarse por una diferencia en su cuenta que no había podido solucionar en la oficina de abajo. Christine recordó que la cantidad cuestionada era de setenta y cinco centavos. Como sucedía por lo común cuando los huéspedes discutían por pequeñas sumas, el cajero jefe le había ofrecido anular el cargo; pero Albert Wells quería probar que no correspondía. Después de paciente investigación, Christine comprobó que el hombrecillo tenía razón, y puesto que ella misma tenía algunas veces arrestos de economía, aun cuando alternándolos con extravagancia femenina, simpatizó con él, respetándolo por su actitud. También dedujo por la cuenta del hotel, que acusaba gastos modestos, y por su ropa, que era sin duda de confección, que se trataba de un hombre con medios muy discretos, tal vez un jubilado, cuyas visitas anuales a Nueva Orleáns eran cosa importante en su vida.
–No me gustan los hospitales. Nunca me han gustado -declaró Albert Wells.
–Si se queda aquí -replicó el doctor- necesitará atención médica, y una enfermera durante veinticuatro horas, por lo menos. También se le debería dar oxígeno a intervalos.
El hombrecillo insistió:
–El hotel puede ocuparse de conseguir una enfermera -le urgió a Christine-. Usted puede hacerlo, ¿no es cierto, señorita?
–Supongo que sí -era evidente que el desagrado que sentía Albert Wells por los hospitales era muy fuerte. Por el momento, había superado su actitud habitual de no causar molestias. Se preguntó, sin embargo, si míster Wells tendría idea de lo mucho que le costaría una enfermera privada.
Hubo una interrupción desde el corredor. Entró un operario empujando un cilindro de oxígeno en una carretilla. Lo seguía la figura corpulenta del jefe de mecánicos, trayendo un tubo de goma largo, alambre y una bolsa plástica.
–No es como en el hospital, Chris -dijo el jefe-, pero creo que servirá. – Se había vestido de prisa; una chaqueta vieja de
tweed
y pantalones sobre una camisa sin abrochar, dejando al descubierto su ancho y velludo pecho. Tenía los pies metidos en unas sandalias amplias. Un poco más abajo de su alta calva, un par de anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se apoyaban en la punta de la nariz. Ahora, utilizando el alambre, estaba haciendo una conexión entre el Tubo y la bolsa plástica. Ordenó al ayudante que se había detenido vacilando.– Coloca el cilindro al lado de la cama, muchacho. Si te mueves con esa lentitud diría que eres tú el que necesita el oxígeno.
El doctor Uxbridge pareció sorprenderse. Christine le explicó su idea de que podría necesitarse oxígeno, y le presentó al jefe de mecánicos. Con las manos todavía ocupadas, éste saludó con la cabeza, mirando brevemente por encima de sus anteojos. Un momento después, ya con el tubo conectado, anunció:
–Estas bolsas plásticas han ahogado a mucha gente. No hay razón para que no sea al revés. ¿Cree usted que servirá, doctor?
Algo de la frialdad que mostró al principio el doctor Uxbridge, había desaparecido.
–Creo que servirá muy bien -miró a Christine-. Este hotel parece tener personal muy competente.
Ella rió.
–Espere a que confundamos las habitaciones que haya reservado. Cambiará de concepto.
El médico se dirigió hacia el lecho.
–El oxígeno lo aliviará, míster Wells. Supongo que ha tenido este problema bronquial otras veces.
Albert Wells asintió. Dijo con voz ronca:
–La bronquitis que contraje siendo minero. Luego, más tarde, el asma. – Sus ojos se dirigieron a Christine.– Siento mucho todo lo que ha pasado, miss.
–Yo también lo siento, pero especialmente porque lo cambiaron de habitación.
El jefe de operarios había conectado el extremo libre del tubo de goma al cilindro pintado de verde. El doctor Uxbridge le dijo:
–Comenzaremos a darle oxígeno durante cinco minutos, y a interrumpir por otros cinco. – Juntos arreglaron la máscara improvisada, sobre la cara del enfermo. Un susurro continuo denotaba que pasaba el oxígeno.
El médico miró su reloj y preguntó:
–¿Ha llamado usted al médico del hotel?
Christine explicó lo del doctor Aarons.
El doctor asintió.
–El se hará cargo del enfermo cuando llegue. Yo vengo de Illinois y no tengo licencia para ejercer en Luisiana -se inclinó sobre Albert Wells-. ¿Está mejor? – Debajo de la máscara plástica, el hombrecito movió la cabeza afirmando.
Se oyeron firmes pisadas por el corredor y Peter McDermott entró; su corpulenta figura llenaba la puerta.
–Recibí su mensaje -le dijo a Christine. Sus ojos se volvieron hacia la cama-. ¿Mejorará?
–Creo que sí, y le debemos algo a míster Wells -llevando a Peter al corredor, le contó el cambio de habitaciones que el botones le había referido. Como vio que Peter fruncía el ceño, agregó-: Si se queda deberíamos darle otra habitación, e imagino que podríamos conseguir una enfermera sin mucha dificultad.
Peter asintió. Había un teléfono interno en una habitación del servicio, atravesando el pasillo. Se dirigió a él, y pidió con la recepción.
–Estoy en el piso decimocuarto -informó al empleado que respondió-. ¿Hay alguna habitación disponible en este piso?
Hubo un momento de pausa. El empleado nocturno era un veterano, contratado hacía muchos años por Warren Trent. Tenía una manera autoritaria de realizar sus tareas, a la que poca gente se oponía. También había dado a entender a Peter McDermott en un par de ocasiones, que le disgustaban los recién incorporados al personal, especialmente si eran más jóvenes que él, con mayor jerarquía y si procedían del Norte.
–Bien, ¿hay o no una habitación disponible?
–Tengo la 1410 -respondió el empleado con su mejor acento sureño-, pero estoy para dársela a un caballero que acaba de registrarse. – Y agregó:- Le advierto, por si no lo sabe, que el hotel está casi lleno.
La 1410 era una habitación que Peter recordaba. Era grande, aireada y daba sobre St. Charles Avenue.
–Si tomo la 1410, ¿tiene alguna otra que ofrecerle a ese cliente? – preguntó.
–No, míster McDermott. No tengo más que una pequeña
suite
en el piso quinto, y el caballero no quiere pagar un precio más elevado.
–Dele a su hombre la pequeña
suite
al precio de una habitación, por esta noche -dispuso Peter-. Puede ser trasladado mañana. Entretanto, usaré la 1410, para una transferencia del número 1439, y, por favor, envíe un muchacho con las llaves, en seguida.
–Un momento, míster McDermott -anteriormente, el tono del empleado había sido distante; ahora era abiertamente agresivo-. Siempre ha sido política de míster Trent…
–En este momento hablamos de mi política -le cortó Peter-. Y otra cosa, antes de dejar el servicio, dígale a los empleados diurnos que mañana quiero una explicación de por qué míster Wells fue cambiado de su habitación original a la 1439, y puede agregarles que será mejor que hayan tenido una buena razón para hacerlo.
Se sonrió con Christine mientras colgaba el receptor.
El duque se movió incómodo, como hacía siempre que su esposa tenía uno de sus periódicos arrebatos de cólera.
–Lo lamento, mujer. La televisión estaba conectada y no pude oír al hombre. Pensé que se había marchado. – Bebió un largo trago del whisky con soda que sostenía con dificultad; luego agregó:- Además, estoy perturbado con todo lo otro.
–¿Lo lamentas? ¿Estás perturbado…? – Había un tono de histeria que no era común en su mujer.– Lo dices en una forma como si se tratara de un juego. Como si lo que ha sucedido esta noche no pudiera ser la ruina…
–No pienses semejante cosa. Sé que es muy serio, endiabladamente serio -abrumado, se hundió en un amplio sillón de cuero. Parecía un hombre pequeñito, semejante a esos geniecillos con un enorme sombrero, a los que tan afectos son los caricaturistas ingleses.
La duquesa continuó, acusadora:
–Estaba haciendo cuanto podía. Lo mejor, después de tu increíble locura, para dejar establecido que tú y yo pasábamos una noche tranquila en el hotel. Hasta inventé que habíamos salido a caminar por si alguien nos hubiera visto entrar. Y entonces, con torpeza, estúpidamente, entras anunciando que has dejado los cigarrillos en el coche.
–Sólo una persona me oyó. Ese administrador. Ni se habrá fijado.
–Lo advirtió. Observé su cara -con trabajo, la duquesa mantuvo el control de sí misma-. ¿Tienes acaso una ligera noción del embrollo en que estamos?
–Ya te dije que sí -el duque tomó otro trago y quedó contemplando el vaso vacío-. Y bien avergonzado que estoy. Si no me hubieras persuadido… si no hubiera estado bebiendo…
–¡Estabas borracho! Estabas borracho cuando te encontré, y todavía lo estás.
Movió la cabeza como para aclararla.
–Ahora estoy sobrio -le había llegado el turno de acusar-.
Tuviste
que seguirme, que entrometerte. Hubieras dejado las cosas como estaban…
–Eso no importa. Es lo otro lo que tiene importancia.
–
Tú
me persuadiste… -repitió él.
–No podíamos hacer nada. ¡Nada! Y había una mejor posibilidad como yo decía.
–No estoy tan seguro. Si la Policía mete sus narices en…
–Primero tienen que sospechar de nosotros. Por eso provoqué el incidente con el camarero, y lo continué. No es una coartada, pero a falta de ella, es lo mejor. Quería grabar en sus mentes que estuvimos aquí esta noche… y así habría sido, si tú no lo hubieras echado a perder. Podría ponerme a llorar…
–Eso sería interesante -dijo el duque-. No pensaba que eras tan mujer como para eso. – Se incorporó en el sillón, y en cierta forma se había desprendido de su sumisión, o de la mayor parte de ella. Era una calidad de camaleón que algunas veces desconcertaba a quienes lo trataban, dejándolos sin saber cuál era su verdadera personalidad.
La duquesa se sonrojó, lo que realzó su belleza estatuaria.
–Eso no es necesario.
–Tal vez no. – Levantándose, el duque se dirigió a una mesa lateral, donde se sirvió whisky con generosidad, agregándole un chorro de soda. Dándole la espalda, continuó:- De todos modos, debes admitir que eso es lo que está en el fondo de la mayor parte de nuestros problemas.
–No admito nada semejante. Tus hábitos, quizá, pero no los míos. Ir a ese desagradable lugar de juego esta noche, fue una locura; y llevar a esa mujer…
–Ya te he explicado eso -dijo el duque con cansancio-. Exhaustivamente, cuando volvíamos. Antes de que sucediera aquello.
–No sabía que lo que te dije te hubiera llegado tan a fondo.
–Tus palabras, mujer, penetran las nieblas más profundas. Trato de hacerlas impenetrables. Hasta ahora no lo he conseguido. – El duque tomó un trago.– ¿Por qué te casaste conmigo?
–Supongo que fue porque te destacabas en nuestro círculo como alguien que valía la pena. La gente decía que la aristocracia estaba vencida. Tú parecías probar que no era así.
Sostuvo en alto el vaso, estudiándolo como si fuese una bola de cristal.
–No lo estoy probando ahora, ¿eh?
–Si así lo parece, es porque yo te estoy apoyando.
–¿Washington? – La palabra era una pregunta.
–Podríamos lograrlo -respondió la duquesa-. Si consiguieras mantenerte sobrio y en tu propio lecho.
–¡Aja! – respondió huecamente su marido-. En verdad, ese lecho es bastante frío.
–Ya te he dicho que no es necesario insistir en eso.
–¿Te has preguntado por qué me casé
contigo?
–Tengo mis opiniones.
–Te diré la más importante. – Volvió a beber como buscando valor; luego dijo pesadamente:- Te quería en ese lecho. Con urgencia. Legalmente. Sabía que era la única forma.
–Me sorprende que te hayas incomodado. Con tantas otras para elegir, antes… y desde entonces.
Sus ojos sanguinolentos estaban fijos en el rostro de ella.
–No quería otras. Te quería a ti. Y todavía lo quiero.
–¡Basta ya! Ya es bastante -respondió ella con energía.
El movió la cabeza.
–Hay algo que debes oír. Tu orgullo, mujer. ¡Magnífico! ¡Salvaje! Siempre me ha atraído. No quería quebrarlo. Compartirlo. Tú de espaldas, los muslos separados. Apasionada. Temblando…
–¡Calla! ¡Calla! ¡Eres… un libertino! – Su rostro estaba pálido y la voz se tornó aguda.– ¡No me importa que la Policía te prenda! ¡Ojalá te condenaran a diez años!