–¡No! No vendería. Todavía no. Mientras hubiera una esperanza, se sostendría. Aún tenía cuatro días para conseguir el dinero de la hipoteca, y además de eso, las pérdidas actuales eran una cosa temporal. Pronto cambiaría la marea, y dejaría al «St. Gregory» solvente y esplendoroso.
Poniendo en práctica su resolución, caminó con dificultad cruzando la habitación hasta la otra ventana. Sus ojos alcanzaron a ver un aeroplano volando alto desde el Norte. Era un
jet,
perdiendo altura y preparándose a aterrizar en el aeropuerto de Moisant. Se preguntó si Curtis O'Keefe estaría a bordo.
Sus dedos bailaban ahora sobre las tarjetas (una para cada huésped y habitación) de una máquina computadora mientras miraba, a través de sus gruesos anteojos, los nombres y las cuentas por columnas; de vez en cuando hacía una anotación en un cuadernillo que tenía al lado. Sin detenerse levantó los ojos y los volvió a bajar.
–Terminaré en unos minutos, miss Francis.
–Puedo esperar. ¿Hay algo interesante esta mañana?
Sin detenerse, Jakubiec asintió.
–Algunas cosas.
–¿Por ejemplo?
Hizo una nueva anotación en el cuaderno.
–Habitación 512. H. Baker. Entró a las ocho y diez. A las ocho y veinte pidió una botella de licor y la hizo cargar en la cuenta.
–Quizá le guste limpiarse los dientes con licor.
Con la cabeza baja, Jakubiec asintió.
–Quizá…
Pero era más probable, Christine lo sabía, que H. Baker, de la 512, fuera un tramposo. Automáticamente el huésped que pedía una botella de licor poco después de su llegada, provocaba sospechas en el gerente de créditos. La mayor parte de los recién llegados que querían beber en seguida (después de un viaje o de un día agotador), pedían un cóctel en el bar. El que ordenaba una botella, era a menudo un borracho y podía no tener intención de pagar, o no tendría con qué hacerlo.
Ella también sabía lo que sucedería después. Jakubiec enviaría a una de las camareras de las habitaciones al 512 con cualquier pretexto, para que inspeccionara al huésped y su equipaje. Las camareras sabían qué tenían que observar: un equipaje razonable y buena ropa. Si el huésped los tenía, el gerente de créditos, con toda probabilidad, no haría nada más, fuera de vigilar la cuenta.
Algunas veces, ciudadanos de posición sólida y respetable tomaban una habitación en el hotel a fin de embriagarse, y siempre que pudieran pagar y no molestaran a nadie, era asunto exclusivamente suyo.
Pero si no había equipaje u otras señales de solvencia, Jakubiec, en persona, iría a conversar con él. Establecería contacto con discreción y cordialidad. Si el huésped demostraba que podía pagar o aceptaba hacer un depósito previo, se separarían amistosamente. Sin embargo, si la primera sospecha se confirmaba, el gerente de créditos podía ser áspero y cortante, expulsando al huésped antes de que la cuenta se hiciera mayor.
–Aquí hay otro -dijo Sam Jakubiec a Christine-. Sanderson, habitación 1207. Propinas desproporcionadas.
Ella inspeccionó la tarjeta que él tenía en la mano. Mostraba dos anotaciones por servicios en la habitación: una por un dólar y medio, la otra por dos dólares. En cada caso la propina era de dos dólares, que estaban agregados y firmados.
–La gente que no tiene intención de pagar, anota por lo general grandes propinas -dijo Jakubiec-. De otra manera: es un cliente para despachar.
Christine sabía que, como en anteriores pesquisas, el gerente de créditos llevaría a cabo su tarea con cautela. Parte de su trabajo (de igual importancia que prevenir el fraude) era
no
ofender a los huéspedes honrados. Después de años de experiencia, un maduro hombre de créditos, podía por lo común distinguir los lobos de las ovejas, por instinto; aunque de vez en cuando podía equivocarse… para detrimento del hotel. Christine sabía la razón por la cual, en algunas ocasiones, los gerentes de créditos se arriesgaban a ampliar el crédito o a autorizar cheques en casos algo dudosos, caminando mentalmente por la cuerda floja mientras lo hacían. La mayor parte de los hoteles, hasta los más calificados, no se preocupaban por la moral de los que estaban entre sus paredes, sabiendo que si lo hacían perderían gran cantidad de clientes. Su preocupación (reflexionaba el gerente de créditos) se refería a una sola pregunta básica: ¿Podría pagar el cliente?
Con un solo movimiento rápido, Sam Jakubiec devolvió las tarjetas con las cuentas personales al lugar correspondiente, y cerró el cajón del archivo.
–Ahora -dijo-, ¿qué puedo hacer por usted?
–Hemos tomado una enfermera privada para el 1410. – Brevemente le informó Christine sobre la crisis sufrida la noche antes por Albert Wells.– Estoy un poco preocupada porque no sé si míster Wells puede pagarla; no estoy segura de que comprenda lo costoso que será. – Podía haber agregado que estaba más preocupada por el hombrecito que por el hotel, pero prefirió no hacerlo.
–El asunto de una enfermera particular puede significar mucho dinero -asintió Jakubiec. Caminando juntos, salieron de la recepción cruzando el hall de entrada, que ahora estaba lleno, hasta la oficina del gerente de créditos, una habitación pequeña y cuadrada, situada detrás del mostrador del conserje. Dentro, una regordeta secretaria morena estaba trabajando contra una pared constituida sólo por bandejas de tarjetas de archivo.
–Madge -dijo Sam Jakubiec-, vea qué tenemos de Wells, Albert.
Sin responder, cerró el cajón, abrió otro cuyas tarjetas recorrió con los dedos. Deteniéndose, dijo en un solo aliento:
–Alburquerque, Coon Rapids, o Montreal. Elija.
–Montreal -dijo Christine.
Jakubiec tomó la tarjeta que le ofreció la secretaria. Examinándola, observó:
–Parece bueno. Ha estado aquí seis veces. Paga al contado. Una pequeña diferencia que parece haber sido solucionada.
–Ya conozco eso -dijo Christine-. El error fue nuestro.
El hombre del crédito asintió:
–Diría que no hay de qué preocuparse. La gente honrada deja una marca, lo mismo que los tramposos -devolvió la tarjeta a la secretaria para que la pusiera en su lugar, con las otras que formaban un registro de cada uno de los huéspedes que habían estado en el hotel durante los últimos años-. Me preocuparé de eso, sin embargo; averiguaré cuánto costará, y luego hablaré con míster Wells. Si tiene problemas de dinero quizá podamos ayudarle dándole un tiempo para que lo pague.,
–Gracias, Sam -Christine se sintió aliviada, sabierrdo que Jakubiec podía ser servicial y comprensivo en un caso legítimo, tanto como inflexible en los malos.
Cuando llegaba a la puerta de la oficina, el gerente de créditos la alcanzó:
–Miss Francis, ¿cómo andan las cosas arriba?
Christine sonrió:
–Se está jugando el destino del hotel, Sam. No quería decírselo, pero usted me ha forzado a ello.
–Si estudian mi ficha, la volverán a colocar. No me preocupa; de todas maneras tengo bastantes problemas.
Detrás de su jactancia, Christine sospechaba que el gerente de créditos estaba tan preocupado por conservar su trabajo, como muchos otros. Los asuntos financieros del hotel deberían ser confidenciales, pero rara vez lo eran, y había sido imposible evitar que las noticias de las recientes dificultades se esparcieran como un contagio.
Volvió a cruzar el vestíbulo principal, respondiendo a los «Buenos días» de los botones, del florista del hotel, y de uno de los ayudantes de la gerencia sentado, dándose importancia, en su escritorio situado en el centro. Luego, pasando de largo por los ascensores, corrió, ágil, escaleras arriba, hasta el entresuelo principal.
Al ver al ayudante de la gerencia, recordó a su inmediato superior, Peter McDermott. Desde la noche anterior Christine había pensado con frecuencia en Peter. Se preguntaba si el rato que habían pasado juntos habría producido el mismo efecto en él. Muchas veces se sorprendió deseando que así fuera; luego se controlaba contra cualquier complicación emocional que pudiera ser prematura. Durante los años en que había aprendido a vivir sola, hubo algunos hombres en la vida de Christine, pero no había tomado en serio a ninguno de ellos. A veces, pensaba, parecía que el instinto la preservaba de renovar el tipo de vinculación íntima que cinco años antes le había sido arrebatada de manera tan cruel. Sin embargo, se preguntaba dónde estaría Peter en ese momento, y qué estaría haciendo. Bien, decidió con criterio práctico, tarde o temprano en el curso del día, sus caminos se cruzarían.
De nuevo en su oficina, en la
suite
de los ejecutivos, Christine se asomó a la de Warren Trent, pero el propietario del hotel todavía no había bajado de su apartamento en el decimoquinto piso. El correo de la mañana estaba apilado en su propio escritorio y muchos mensajes telefónicos requerían atención inmediata. Decidió primero completar la gestión que la había llevado abajo. Levantando el teléfono pidió que la comunicaran con la habitación 1410.
Respondió una voz de mujer: sin duda, era la enfermera particular. Christine se identificó, y preguntó cortésmente por el estado del paciente.
–Míster Wells ha pasado bien la noche -le informó la voz-, y su estado general ha mejorado.
Preguntándose por qué algunas enfermeras pensaban que debían responder como boletines oficiales, Christine replicó:
–¿En ese caso podré ir a verlo?
–Temo que por ahora no -tuvo la impresión de que una mano guardiana se había levantado con firmeza-. El doctor Aarons vendrá a ver al paciente esta mañana, y quiero tenerlo todo en orden.
Parece referirse a una visita oficial, pensó Christine. La idea de que el pomposo doctor Aarons era esperado por una enfermera igualmente pomposa, la divertía.
En voz alta, dijo:
–Entonces, haga el favor de decir a míster Wells que he llamado y que lo veré esta tarde.
Cerca de los ascensores se detuvo para hacer una llamada telefónica, pidiendo que le pusieran con la recepción para preguntar qué habitaciones se habían reservado para míster Curtis O'Keefe y su acompañante. Eran dos
suites
contiguas en el duodécimo piso, informó el empleado, y Peter utilizó las escaleras de servicio para bajar dos pisos. Como todos los grandes hoteles, el «St. Gregory» simulaba no tener un piso
trece,
llamándole decimocuarto, en cambio.
Las cuatro puertas de las
suites
reservadas, estaban abiertas; desde el interior se oía el ruido de las aspiradoras, cuando se acercó. Dentro, dos camareras trabajaban bajo la vigilancia de mistress Blanche du Quesnay, el ama de llaves del hotel, altamente competente, aunque de lengua incisiva. Se volvió al entrar ' Peter, brillantes los ojos, echando chispas.
–Podía haber imaginado que vendría uno de ustedes a comprobar si mi trabajo está bien hecho, como si no supiera que es mejor que sea así, considerando quién viene.
Peter sonrió.
–Tranquilícese, señora. Míster Trent me pidió que viniera. – Le gustaba la mujer madura pelirroja, una de las jefes de departamento en quien más se podía confiar. Las dos camareras sonreían. Les hizo un guiño, agregando para mistress Du Quesnay: – Si míster Trent hubiera sabido que usted le dedicaba su atención personal, no habría pensado en ello.
–Y si nos quedamos sin jabón en el lavadero, enviaremos por usted -respondió el ama de llaves con un vestigio de sonrisa, mientras golpeaba con pericia los almohadones de dos largos canapés.
El rió, y preguntó:
–¿Se han pedido las flores y el canasto de fruta? – Peter pensó que el magnate de los hoteles, probablemente, estuviera harto de la inevitable canasta de frutas (saludo corriente de los hoteles a los huéspedes importantes). Pero su ausencia podía ser advertida.
–Ya están en camino. – Mistress Du Quesnay levantó los ojos de los almohadones y dijo con irónica intención:- Por lo que he escuchado, míster O'Keefe trae sus propias flores, y no en jarrones.
Era una referencia -Peter comprendió- al hecho de que Curtis O'Keefe rara vez viajaba sin su escolta femenina, la que cambiaba con frecuencia; prefirió ignorarla.
Mistress Du Quesnay le dirigió una de sus rápidas miradas atrevidas.
–Puede echar una ojeada. No se cobra.
Peter observó que las dos
suites
habían sido limpiadas a fondo. Los muebles, blanco y dorado, con un motivo francés, estaban sin polvo y en orden. En los dormitorios y cuartos de baño, la ropa blanca inmaculada y muy bien doblada. Lavabos y bañeras, secas y brillantes, los inodoros limpios con las tapas bajadas. Espejos y vidrios relucientes. Las luces, así como el combinado de radio y TV marchaban a la perfección. El aire acondicionado respondía a los cambios de los termostatos, y en este momento estaba fijado a una agradable temperatura de 20° C. No había nada más que hacer, pensó Peter, mientras de pie en el centro de la segunda
suite,
la inspeccionaba.
De pronto recordó algo. Curtis O'Keefe era muy devoto; a veces, hasta la ostentación, decían algunos. El hotelero oraba frecuentemente, y hasta en público. Un comentario decía que cuando le interesaba un nuevo hotel, rogaba por él como lo haría un niño para obtener un juguete en Navidad; otro sostenía que antes de entrar en negociaciones, asistía a un servicio en una iglesia privada, a la que los ejecutivos de O'Keefe concurrían respetuosamente. El director de una cadena de hoteles competidora, recordó Peter, dijo cierta vez con malignidad. «Curtis nunca pierde una oportunidad para rezar. Por eso orina de rodillas.»
Esto llevó a Peter a verificar si había Biblias de Gedeón… en cada uno de los dormitorios. Se alegró de comprobarlo.
Como sucedía casi siempre cuando habían sido utilizadas por mucho tiempo, las primeras páginas de las biblias estaban llenas de anotaciones con los números de teléfono de muchachas «disponibles», porque como saben los viajeros experimentados, una Biblia de Gedeón era el primer lugar en donde buscar esa clase de información. Peter mostró los libros en silencio a mistress Du Quesnay. Ella chascó la lengua:
–Míster O'Keefe no utilizará ésas; he hecho subir otras nuevas.
Poniendo las biblias bajo el brazo, miró con ojos inquisidores a Peter:
–Supongo que lo que a míster O'Keefe le guste o deje de gustarle, será lo que determine que la gente conserve sus trabajos aquí.
Movió la cabeza:
–Sinceramente, no lo sé, mistress Q. Su opinión es tan buena como la mía. – Sabía que los ojos del ama de llaves lo seguían interrogadores al dejar la
suite.
Sabía que mistress Du Quesnay sostenía un marido inválido y que cualquier amenaza a su trabajo sería motivo de ansiedad. Sentía una auténtica conmiseración por ella mientras iba en uno de los ascensores al entresuelo principal.
Peter suponía que en el caso de un cambio en la administración, la mayor parte del personal, más joven y capaz, tendría oportunidad de permanecer. Imaginaba que la mayoría aprovecharía esa oportunidad, puesto que la cadena de O'Keefe tenía fama de tratar bien a sus empleados. Los empleados más viejos, sin embargo, algunos de los cuales se habían hecho más negligentes en su tarea, tenían verdadero motivo para preocuparse.
Cuando Peter McDermott se acercaba a la
suite
de los ejecutivos, el mecánico jefe Doc Vickery se alejaba. Deteniéndose, Peterledijo:
–El ascensor número cuatro tuvo algunos inconvenientes anoche, jefe. No sé si usted lo sabe.
El jefe asintió con su cabeza calva y redondeada.
–Es mal negocio cuando se necesita dinero para reparar una maquinaria, y no se obtiene.
–¿Está en tan malas condiciones? – Peter sabía que el presupuesto de los mecánicos había sido reducido recientemente, pero ésta era la primera vez que se enteraba de un problema serio con los ascensores.
El jefe negó con la cabeza:
–Si usted se refiere a que.puede haber un accidente, la respuesta es: no. Vigilo los mecanismos de seguridad como vigilaría a un niño. Pero hemos tenido pequeñas interrupciones y podrían producirse otras mayores. Lo que se necesita es detener un par de ascensores durante algunas horas, y repararlos en la forma debida.
Peter asintió. Si eso era lo peor que podía suceder, no había motivo para preocuparse mucho. Preguntó:
–¿Cuánto dinero necesita?
El jefe lo miró por encima de sus anteojos de gruesa armazón.
–Cien mil dólares para empezar. Con eso arrancaría la mayor parte de las tripas del ascensor y las reemplazaría, además de otras cosas.
Peter emitió un silbido suave.
–Le diré una cosa -observó el jefe-. La buena maquinaria es una cosa hermosa, y algunas veces bastante parecida a la humana. La mayor parte del tiempo soporta más trabajo del que se piensa, y además, se la puede componer y ayudar, y seguirá trabajando. Pero de pronto, en alguna parte hay un punto muerto, al que nunca llegará por mucho que usted y la maquinaria… lo deseen.
Peter aún estaba pensando en las palabras del jefe, cuando entró en su oficina. ¿Cuál sería el punto muerto, se preguntó, para todo un hotel? Ciertamente, todavía no había llegado para el «St. Gregory», aun cuando sospechaba que para el régimen actual del hotel, sí.
Había una pila de correspondencia, memorándums y mensajes telefónicos en su escritorio. Tomó el de más arriba y leyó:
«Miss
Marsha Preyscott, respondiendo a su llamada, lo esperará en la
habitación 555 hasta tener noticias suyas.»
Le recordaba su propio interés en saber algo más de lo sucedido en la 1126-7.
Además, tenía que pasar pronto para ver a Christine. Había algunas cosas menores que requerían la decisión de Warren Trent, aunque no eran lo bastante importantes como para planteárselas en la entrevista de esa mañana. Luego, sonriendo, se dijo: «¡Deja de razonar! Quieres verla, y, ¿por qué no hacerlo?»
Mientras pensaba qué haría primero, llamó el teléfono. Era de la recepción. Uno de los empleados:
–Pensé que desearía saberlo. Míster Curtis O'Keefe acaba de llegar.