Marsha, con los ojos cerrados, murmuró:
–No me ha dicho quién es usted.
–Lo lamento. Debía habérselo dicho -le dijo su nombre y su cargo en el hotel. Marsha escuchó sin responder, sabiendo lo que se le decía, pero dejando, más bien, que la voz tranquila y reconfortable fluyera sobre ella. Después de un momento, con los ojos todavía cerrados, sus pensamientos vagaron soñolientos. Tuvo una leve idea del retorno de Aloysius, de que la ayudaban a salir de la cama y a ponerse una bata, y de que la acompañaban calladamente por un corredor silencioso. Desde el ascensor había otro corredor, luego otra cama en la que la acostaron con suavidad. La voz tranquilizadora dijo:
–Está agotada.
El ruido del agua que corría. Una voz que le decía que el baño estaba preparado. Se repuso lo suficiente como para arrastrarse hasta el cuarto de baño, donde se encerró con llave.
En el cuarto de baño había pijamas, extendidos profusamente; Marsha se puso uno. Era de hombre, color azul oscuro y muy grande. Las mangas le cubrían las manos, y era muy difícil no pisar los pantalones, a pesar de que éstos estaban doblados hacia arriba.
Salió del cuarto de baño y ella misma se metió en la cama. Acomodándose en las frescas sábanas, tuvo conciencia una vez más de la tranquila y reconfortante voz de Peter McDermott. Era una voz que le placía, pensó Marsha, y su dueño también.
–Royce y yo nos marchamos ahora, miss Preyscott. La puerta de esta habitación queda con llave al cerrarse y la llave está al lado de la cama. No la molestarán.
–Gracias. – Con la voz adormilada, preguntó:- ¿De quién son los pijamas?
–Míos. Lamento que sean tan grandes.
Trató de mover la cabeza, pero estaba demasiado cansada.
–No importa… agradables… -Se alegraba de que los pijamas fueran de él. Tenía la consoladora sensación de estar cobijada, después de todo.– Agradables -repitió con suavidad. Fue el último pensamiento mientras estuvo despierta.
Había sido una noche llena de acontecimientos, pensó Peter… con su parte de cosas desagradables… aun cuando no excepcionales tratándose de un gran hotel, que a menudo presentaba y exhibía pedazos de vida que los empleados de hoteles se habituaban a ver.
Cuando llegó el ascensor, dijo al ascensorista:
–Al salón de entrada, por favor -recordando que Christine estaba esperando en el entresuelo principal, pero que su tarea en la planta baja sólo le llevaría unos minutos.
Advirtió con impaciencia que, aunque las puertas del ascensor estaban cerradas, no había comenzado a bajar. El ascensorista, uno de los hombres que hacían el servicio nocturno con regularidad, movía la manija de control de atrás para adelante. Peter preguntó:
–¿Está seguro que las puertas están bien cerradas?
–Sí, señor. No es eso; son las conexiones. Aquí o arriba. – El hombre movió la cabeza en dirección al techo, donde estaba la maquinaria, y agregó:- He tenido bastantes inconvenientes, últimamente. El jefe de mecánicos estaba inspeccionándolo todo el otro día -movió la manija con vigor. Con un brusco movimiento el mecanismo funcionó y el ascensor comenzó a descender.
–¿Qué ascensor es éste?
–El número cuatro.
Peter tomó nota mental, para preguntar al mecánico cuál era el inconveniente.
Eran casi las doce y media de la noche en el reloj del salón de entrada, cuando salió del ascensor. Como siempre a esta hora, había mermado la entrada y salida de gente, pero todavía se veían bastantes personas, y los acordes de la música desde el «índigo Room» próximo, indicaba que la cena danzante estaba en su apogeo. Peter se volvió a la derecha, hacia la recepción, pero sólo había dado unos pasos cuando vio una figura obesa que se le aproximaba. Era Ogilvie, el detective principal, a quien no, se le había encontrado horas antes. El rostro de fuertes maxilares del expolicía (años antes había servido sin destacarse en la fuerza de Nueva Orleáns) se mostraba inexpresivo, aunque sus pequeños ojos de cerdo se movían de un lado a otro, observando lo que ocurría alrededor. Como siempre, lo acompañaba un olor rancio a humo de tabaco, y una hilera de gruesos cigarros, como torpedos sin disparar, llenaba el bolsillo superior de su chaqueta.
–Me han dicho que andaba buscándome -dijo Ogilvie. Fue un comentario simple, despreocupado.
Peter sintió que la cólera que había experimentado antes recrudecía:
–Por supuesto que sí. ¿Dónde demonios estaba usted?
Trabajando, míster McDermott. – Para ser un hombre grande, Ogilvie tenía una sorprendente voz de falsete.– Si quiere saberlo, estaba en el Departamento de Policía informando sobre algunos inconvenientes que hemos tenido aquí. Hoy robaron una maleta del cuarto de los equipajes.
–¡Departamento de Policía…! ¿En qué habitación estuvieron jugando al póquer?
Los ojos de cerdo brillaron con resentimiento:
–Si lo toma usted de esa manera, será mejor que haga una inspección… o que hable con míster Trent.
Peter asintió con resignación. Sería una pérdida de tiempo; lo sabía. La coartada, sin duda alguna, era buena; los amigos de Ogilvie en el Departamento de Policía, lo respaldarían. Además, Warren Trent jamás haría nada contra Ogilvie, que estaba en el «St. Gregory», tanto tiempo como el propietario mismo. Algunas personas decían que el grueso detective sabía dónde estaban enterrados uno o dos cuerpos, y por eso tenía amarrado a Warren Trent. Pero, cualquiera que fuera la razón, la posición de Ogilvie era inatacable.
–Bien, se ha perdido usted un par de emergencias -dijo Peter-. Ambas están solucionadas.
Quizá, después de todo, lo mismo daba que Ogilvie no hubiera estado presente. Sin duda el detective del hotel no habría respondido en el caso de Albert Wells con la misma eficiencia que Christine, ni hubiera manejado el asunto de Marsha Preyscott con tacto y comprensión.
Resuelto a no pensar más en Ogilvie, tras un ligero movimiento de cabeza, se dirigió a la recepción.
El empleado nocturno a quien había telefoneado con anterioridad estaba en su escritorio. Peter decidió intentar un acercamiento conciliatorio. Dijo en tono agradable:
–Gracias por ayudarme con el problema del piso decimocuarto. Hemos instalado a míster Wells cómodamente en la habitación 1410. El doctor Aarons se está ocupando de la enfermera, y el mecánico proveyó el oxígeno.
El rostro del empleado del servicio de habitaciones se había endurecido cuando Peter se le aproximó. Ahora aflojaba:
–No imaginé que se tratara de algo tan serio.
–Fue una cosa de vida o muerte en un momento dado; por eso me interesaba tanto que se le trasladara a la otra habitación.
El empleado asintió con gravedad.
–En ese caso haré investigaciones. Sí, puede usted estar seguro.
–También hemos tenido problemas en el piso undécimo. ¿Quiere decirme a nombre de quién está la
suite
1126-7?
El empleado miró su lista; mostró una tarjeta:
–Míster Stanley Dixon.
–Dixon… -Era uno de los dos nombres que Aloysius Royce le había dado en su breve conversación después de dejar a Marsha.
–Es el hijo del comerciante de automóviles. Míster Dixon, padre, está con frecuencia en el hotel.
–Gracias. – Peter asintió con la cabeza.– Será mejor que le ponga entre los que se marchan del hotel, y haga que el cajero envíe la cuenta. – Se le ocurrió una idea.– No, ocúpese de que me manden la cuenta a mí, mañana, y yo escribiré la carta. Habrá un excedente por daños, después de que hayamos calculado el importe.
–Muy bien, míster McDermott. – El cambio en la actitud del empleado era notoria.– Le diré al cajero que haga lo que usted solicita. Entiendo que la
suite
queda disponible ahora.
–Sí. – Peter decidió que no había para qué mencionar la presencia de Marsha en el 555, que quizá pudiera marcharse sin ser vista por la mañana, temprano. Ese pensamiento le recordó su promesa de telefonear a la casa de los Preyscott. Tras un cordial «¡buenas noches!» al empleado, cruzó el salón de entrada hasta un escritorio que no estaba ocupado, utilizado durante el día por uno de los ayudantes de gerencia. Encontró en la guía a un Mark Preyscott, en Garden District, y marcó el número. El teléfono continuó llamando durante un tiempo antes que una voz de mujer adormilada contestara. Identificándose, anunció:
–Tengo un mensaje de Miss Preyscott para Anna.
La voz respondió, con un marcado acento sureño:
–Soy Anna. ¿Está bien miss Marsha?
–Está bien, pero me pidió que le dijera que pasará la noche en el hotel.
La voz del ama de llaves preguntó:
–¿Quién dijo usted que era?
Peter explicó con paciencia.
–Bien, si quiere comprobarlo, ¿por qué no llama aquí? Es el «St. Gregory», y pida hablar con el subgerente que está en su escritorio, en la entrada.
La mujer, obviamente más tranquila, dijo:
–Sí, señor, haré lo que me dice. – En menos de un minuto estaban hablando de nuevo.– Está bien -dijo la mujer.– Ahora estoy segura de quién es. Estábamos preocupados por miss Marsha, ya que su padre está ausente.
Al poner el receptor en su lugar, se encontró pensando otra vez en Marsha Preyscott. Decidió tener una conversación con ella al día siguiente, para averiguar con exactitud lo que había pasado antes de que tuviera lugar el intento de violación. El desorden de la habitación, por ejemplo, planteaba algunas preguntas que no habían tenido respuesta.
Había advertido que Herbie Chandler lo había estado mirando con disimulo desde su escritorio. Dirigiéndose hacia él, Peter dijo:
–Creí que le había dado instrucciones para que verificara los desórdenes en el undécimo piso.
El rostro de comadreja de Chandler enmarcaba un par de ojos inocentes:
–Claro que lo hice, míster McDermott. Estuve por allí y todo estaba tranquilo.
En efecto, así había sido, pensó Herbie. Al fin había subido muy nervioso hasta el undécimo, y para su alivio verificó que cualquiera que hubiese sido el desorden, ya había terminado. Mejor aún, al volver al salón de entrada, vio que las muchachas invitadas se marchaban sin que nadie les prestara atención.
–No ha mirado ni escuchado con atención.
Herbie Chandler movió con obstinación la cabeza:
–Lo que le puedo decir es que hice lo que usted me indicó, míster McDermott. Me dijo que subiera y así lo hice, aun cuando no es tarea mía.
–Muy bien. – El instinto le dijo que el jefe de botones sabía más de lo que estaba diciendo. Peter decidió no presionar sobre ese punto.– Haré algunas averiguaciones. Tal vez hable con usted de nuevo.
Cuando volvió a cruzar el salón de la planta baja y entró en el ascensor, tenía conciencia de que ambos, Herbie Chandler y el detective Ogilvie lo observaban. Esta vez subió un solo piso, hasta el entresuelo principal.
Christine lo esperaba en su oficina. Se había quitado los zapatos y estaba acurrucada sobre sus pies, en el sillón tapizado de cuero que había ocupado hora y media antes. Tenía los ojos cerrados y los pensamientos muy lejos en tiempo y espacio. Cuando Peter entró, levantó los ojos y se situó en el presente.
–No se case con un hombre que trabaje en un hotel -le advirtió-. Nunca se termina.
–Es una advertencia oportuna -respondió Christine-. No se lo dije, pero tomé una naranjada, invitada por ese nuevo
sub-
chef
que se parece a Rock Hudson -estiró las piernas y buscó los zapatos-. ¿Tenemos más problemas?
Peter sonrió, sintiendo que la presencia y la voz de Christine eran tonificantes.
–De otras personas, en su mayoría. Se lo contaré cuando salgamos.
–¿Adonde?
–A cualquier parte lejos del hotel. Ambos hemos tenido bastante para un solo día.
Christine lo consideró:
–Podríamos ir al Quarter. Hay muchos lugares abiertos. O si lo prefiere, vamos a mi casa; soy un genio para hacer
omelettes.
Peter la ayudó a incorporarse y la condujo hasta la puerta; apagó la luz de la oficina.
–
Omelette
-declaró-. Es lo que en realidad tenía deseos de comer, y no lo sabía.
El cuidador del aparcamiento, medio dormido, trajo el «Volkswagen» de Christine y subieron en él; Peter, comprimiendo su estatura para sentarse en el asiento de la derecha.
–¡Esto es vivir! ¿No le importa que me estire? – Apoyó su brazo a lo largo del respaldo del asiento del conductor, muy próximo, pero sin tocar los hombros de Christine.
Mientras esperaban que cambiaran las luces del semáforo en Canal Strett, uno de los ómnibus nuevos, con aire acondicionado, se deslizó hacia el paseo central, frente a ellos.
–Me iba a contar lo que ha sucedido -le recordó ella.
El frunció el ceño, volviendo sus pensamientos al hotel, y con rápidas y precisas frases le relató lo que sabía referente a la tentativa de violación de Marsha Preyscott. Christine oyó en silencio, dirigiendo el pequeño automóvil hacia el noroeste mientras Peter hablaba, terminando con su conversación con Herbie Chandler y su sospecha de que el jefe de botones sabía mucho más de lo que había dicho.
–Herbie siempre sabe más. Por eso permanece aquí.
–El hecho de «permanecer aquí» no es una respuesta a todo -dijo Peter, tajante.
El comentario, como ambos sabían, indicaba la impaciencia de Peter por la falta de eficiencia que reinaba dentro del hotel y que por falta de autoridad no podía corregir. En un establecimiento dirigido normalmente, sobre directrices claras y definidas, no habría tales problemas. Pero en el «St. Gregory», no estaba reglamentada gran parte de la organización, y las resoluciones finales dependían de Warren Trent, quien las tomaba según su propio arbitrio.
En circunstancias ordinarias, Peter, graduado con honores en la Escuela de Administración de Hoteles de la Universidad de Cornell, habría tomado una decisión meses atrás, buscando trabajo más satisfactorio en alguna otra parte. Pero las circunstancias no eran normales. Había llegado al «St. Gregory» precedido por una nube que, sin duda, ocultaría, por mucho tiempo, toda posibilidad de alcanzar otro empleo.
Reflexionaba a veces con mal humor, sobre la forma en que había arruinado su carrera, y cuya culpa -admitía con honradez- sólo la tenía él.
En el «Waldorf», donde había ido a trabajar después de graduarse en Cornell, Peter McDermott había sido el brillante joven que parecía tener el futuro en sus manos. Como subgerente novel, había sido seleccionado para una promoción, cuando intervinieron la indiscreción y la mala suerte. En un momento en que debía estar cumpliendo sus tareas y que fue requerido en el hotel, lo descubrieron
in fraganti
en un dormitorio con una huésped.
Aun así, podría haber evitado el castigo. Los jóvenes atrayentes que trabajan en hoteles acostumbran recibir propuestas de mujeres solas, y la mayoría de ellos sucumben en algún momento de su carrera. Los gerentes, sabiendo eso, podían castigar la primera transgresión con una severa advertencia de que no podía repetirse jamás una cosa similar. Sin embargo, dos factores conspiraron contra Peter. El marido de la mujer en cuestión; ayudado por detectives privados, intervino en el descubrimiento, dando por resultado un divorcio escandaloso que tuvo publicidad, cosa que todos los hoteles aborrecen.
Como si esto fuera poco, hubo una represalia personal. Tres años antes del desastre del «Waldorf», Peter McDermott se había casado impulsivamente, y el casamiento pronto terminó en una separación. Hasta cierto punto, su soledad y desilusión habían sido causa del incidente en el hotel. Sin tener en cuenta la causa, y utilizando la reciente evidencia, la esposa separada obtuvo el divorcio.
El resultado final, fue un ignominioso despido, poniéndolo en la lista negra de la principal cadena de hoteles.
Por supuesto que nadie admitía la existencia de una lista negra. Pero en una gran cantidad de hoteles, la mayoría afiliados a la misma cadena, las solicitudes de empleo de Peter McDermott fueron rechazadas en forma definitiva. Sólo en el «St. Gregory», un hotel independiente, pudo obtener trabajo con un salario que Warren Trent, con un encogimiento de hombros, condicionó a la propia desesperación de Peter.
Por ello, cuando un momento antes había dicho: «El hecho de permanecer aquí no es una respuesta a todo», había presumido de una independencia que no existía. Sospechaba que Christine también lo sabía.
Peter la observaba mientras ella maniobraba con pericia su pequeño coche a través del estrecho espacio de Burgundy Street, por los suburbios del French Quarter, corriendo paralelamente al Mississippi, un kilómetro más al Sur. Christine aminoró por un momento la marcha eludiendo un grupo de tambaleantes juerguistas que venían desde Bourbon Street, brillante y congestionada, dos manzanas más adelante.
–Creo que hay algo que usted debería saber. Curtis O'Keefe llega mañana -anunció entonces Christine.
Era el tipo de noticia que McDermott había temido y esperado por igual.
Curtis O'Keefe era un hombre que le hacía temblar. Cabeza de la cadena mundial de «Hoteles O'Keefe», compraba hoteles como otros hombres compran corbatas o pañuelos. Era obvio, hasta para el menos informado, que la aparición de Curtis O'Keefe en el «St. Gregory» no podía tener más que un significado: su interés en adquirir el hotel para la cadena O'Keefe, que se expandía continuamente.
–¿Viene para comprarlo? – preguntó Peter.
–Podría ser. – Christine mantuvo sus ojos en la calle poco iluminada.– W. T. no quiere vender. Pero puede suceder que no le quede alternativa. – Estaba por agregar que esto último era una información confidencial, pero no lo hizo. Peter lo entendería así. Y en cuanto a la presencia de Curtis O'Keefe, esta novedad electrizante correría por el «St. Gregory» por la mañana, a los pocos minutos de la llegada del importante personaje.
–Supongo que tenía que suceder. – Peter lo sabía, lo mismo que otros ejecutivos del hotel, que en los últimos meses el «St. Gregory» había sufrido grandes pérdidas financieras.– A pesar de todo, creo que es una pena.
–Todavía no ha sucedido. Le dije que W. T. no quiere vender -le recordó.
Peter asintió con la cabeza, sin hablar.
Estaban dejando atrás el French Quarter, girando a la izquierda por el bulevar bordeado de árboles de Esplanade Avenue, desierta ahora, salvo por las luces posteriores de alguno que otro coche que desaparecía con rapidez hacia Bayou St. John.
Luego Christine informó:
–Hay problemas para la refinanciación. W. T. ha tratado de buscar nuevos capitales. Todavía espera lograrlos.
–Entonces, supongo que veremos bastante más frecuentemente a míster Curtis O'Keefe.
–¿Y si no?
Y mucho menos a Peter McDermott, pensó Peter. Se preguntaba si había llegado el momento en que en una cadena de hoteles, tal como la «O'Keefe» pudiera considerarlo rehabilitado y digno de empleo. Lo dudaba. En algún momento podría suceder si su concepto seguía siendo bueno. Pero todavía no.
Parecía probable que pronto tendría que buscar otro empleo. Decidió no preocuparse hasta que sucediera.
–El «O'Keefe St. Gregory» -rumió Peter-. ¿Cuándo lo sabremos con seguridad?
–En cualquiera de los dos casos, a fin de semana.
–¿Tan pronto?
Christine sabía que había razones apremiantes para que fuera tan pronto. Por el momento se las reservó.
Peter dijo con énfasis:
–El viejo no encontrará nuevo capitalista.
–¿Por qué es tan categórico?
–Porque la gente que tiene esa cantidad de dinero quiere invertirla en cosas seguras. Seguridad significa buena administración. Y el «St. Gregory» no la tiene. Podría tenerla, pero no la tiene.
Se dirigían al Norte, por Elysian Fields, con sus dos direcciones desiertas, cuando, de súbito, una relampagueante luz blanca que se movía de un lado a otro apareció delante. Christine frenó, y cuando el coche se detuvo, se acercó un agente de tránsito uniformado. Dirigiendo su linterna sobre el «Volkswagen», dio una vuelta alrededor del coche, inspeccionándolo. Mientras lo hacía, pudieron ver que la sección del camino que tenían enfrente estaba bloqueada por una valla. Más allá de la misma había otros hombres uniformados, y algunos vestidos de paisano, que estaban examinando la superficie del camino con ayuda de potentes luces.
Christine bajó el cristal de la ventanilla cuando el policía se acercó a su lado. Aparentemente satisfecho con la inspección, dijo:
–Tendrán que hacer un desvío. Vayan despacio por la otra dirección, y el agente del otro extremo los volverá de nuevo a ésta.
–¿Qué pasa? – preguntó Peter-. ¿Qué ha sucedido?
–Uno que atropello a alguien y huyó. Sucedió esta noche, temprano.
–¿Hubo muertos? – preguntó Christine.
–Una niñita de siete años. – Y en respuesta a sus expresiones de desagrado, el policía les refirió:- Iba caminando de la mano de su madre. Esta está en el hospital. La niña murió instantáneamente. Los que iban en el coche tuvieron que darse cuenta, pero siguieron… -Y añadió en voz baja:- ¡Miserables!
–¿Los encontrarán?
–Los encontraremos -afirmó ceñudo el policía, indicando la actividad que se desarrollaba detrás de la barrera-. Los muchachos, por lo común, los encuentran. Y esto los ha indignado. Hay vidrios en el camino, y el coche que las atropelló debe de tener marcas. – Más faros se estaban aproximando desde atrás, y entonces les hizo continuar la marcha.
Permanecieron silenciosos, mientras Christine conducía despacio por el desvío, al final del cual le hicieron una señal para que tomara la dirección correspondiente. En algún lugar de la mente de Peter se había alojado una impresión, un medio pensamiento errante, que no podía definir. Suponía que era el incidente mismo lo que lo estaba molestando, como siempre sucedía con las tragedias repentinas, pero una vaga inquietud lo mantuvo preocupado hasta que, con sorpresa, oyó que Christine le decía:
–Ya estamos cerca de casa.
Había dejado atrás Elysian Fields y tomado Prentiss Avenue. Un momento después el pequeño coche giró a la derecha, luego a la izquierda, para detenerse en el
parking
de un edificio de apartamentos.
–Si todo lo demás falla -dijo alegremente Peter-, me haré barman. – Estaba preparando cócteles en la sala de Christine, de suaves tonos verde-musgo y azul, mientras ella cascaba huevos en la cocina.
–¿Ha sido barman alguna vez?
–Durante algún tiempo. – Calculó tres medidas de whisky de centeno, dividiéndolo en dos partes, luego buscó «angostura» y los amargos de Peychaud.– Alguna vez se lo contaré. – Y pensándolo de nuevo, aumentó la proporción de whisky, utilizando un pañuelo para enjugar algunas gotas que habían caído en la alfombra azul de Wedgewood.
Incorporándose, echó una mirada por la sala, con su agradable combinación de muebles y colores; un sofá provenzal francés tapizado con un diseño de hojas en blanco, azul y verde; un par de sillas Hepplewhite próximas a una mesa de nogal con tapa de mármol, y un aparador de caoba con incrustaciones, en el que estaba preparando las bebidas. En las paredes había algunos grabados de la Luisiana francesa, y un óleo de un impresionista moderno. El conjunto era acogedor, alegre, muy parecido a Christine, pensó. Sólo un pesado reloj de chimenea colocado sobre el mueble que tenía a su lado resultaba una nota incongruente. El reloj, que sonaba con suavidad, era, sin duda alguna, victoriano, con complicados adornos de bronce, anticuados y algo oxidados. Peter lo miró con curiosidad.
Cuando llevó las bebidas a la cocina, Christine estaba vertiendo los huevos batidos en el tazón a una sartén caliente.
–Tres minutos más -dijo- y estará lista.
Le dio su bebida y chocaron los vasos.
–Preste atención a mi
omelette
-dijo Christine-. Ya está lista.
Resultó lo que prometía ser: liviana, jugosa y sazonada con hierbas.
–Tal como deben ser las
omelettes
-aseguró él-, pero rara vez las hacen así.
–También sé hacer huevos pasados por agua.
El hizo un ademán.
–Los probaremos en algún desayuno.
Luego volvieron a la sala y Peter preparó otros cócteles. Eran casi las dos de la madrugada.
Sentado al lado de ella en el sofá, Peter señaló el curioso reloj.
–Tengo la sensación de que me está espiando…, anunciando la hora con desaprobación.
–Tal vez sea así. Era de mi padre. Estaba en el consultorio, donde los pacientes pudieran verlo. Es lo único que he guardado.
Se produjo un silencio. Cierta vez Christine le había hablado, en forma incidental, del accidente de aviación ocurrido en Wisconsin.
–Después de lo que pasó, debe de haberse sentido muy sola -dijo Peter, con suavidad.
–Quería morir. Aun cuando eso se supera, por supuesto, después de un tiempo -respondió ella simplemente.
–¿Cuánto tiempo?
Christine sonrió apenas, con fugacidad:
–El espíritu humano se repone con rapidez. Me refiero a eso de querer morir… Me duró una o dos semanas.
–¿Y luego?
–Cuando vine a Nueva Orleáns, traté de concentrarme en no pensar. Se hizo cada vez peor a medida que pasaban los días. Sabía que tenía que hacer algo, pero no estaba segura de qué ni de dónde.