–Mándeme llamar si hay alguna dificultad.
–Si es inevitable, gritaré. – Mientras las puertas corredizas se iban cerrando, sus miradas se encontraron. Durante un momento permaneció pensativo, mirando el lugar donde ella había estado; luego, con paso largo y cauteloso, caminó por el corredor alfombrado hacia la
Presidential Suite.
El departamento más grande y lujoso del «St. Gregory», conocido familiarmente como la «casa dorada», había albergado en su tiempo a una sucesión de huéspedes distinguidos, incluyendo presidentes y realeza. A la mayoría de la gente le gustaba Nueva Orleáns porque después de la bienvenida inicial, la ciudad tenía la manera de respetar la vida privada de los visitantes, incluyendo sus indiscreciones, si las había. Algo menos que cabezas de Estado, aun cuando distinguidos a su manera, eran los actuales huéspedes de la
suite.
El duque y la duquesa de Croydon, además de su séquito constituido por un secretario, la doncella de la duquesa, y cinco
Bedlington terriers.
En la parte exterior de las dobles puertas, tapizadas de cuero, decoradas con flores de lis doradas, McDermott hizo presión en un timbre de nácar, y oyó un leve zumbido en el interior, seguido por un coro menos leve de ladridos.
Mientras esperaba, reflexionó en lo que había oído y sabido sobre los Croydon.
El duque de Croydon, descendiente de una antigua familia, se había adaptado a la época con tendencia a las cosas vulgares. En la década anterior y ayudado por la duquesa -que era una persona muy conocida y prima de la reina- se había convertido en embajador permanente, y en constante creador de dificultades para el Gobierno británico. A pesar de ello, últimamente se rumoreaba que la carrera del duque había llegado a un punto crítico, quizá porque sus tendencias se habían acentuado por demás en diversos terrenos y en especial en cuanto al alcohol y a las esposas ajenas. Sin embargo, había otras informaciones que decían que las sombras que se proyectaban sobre el duque eran menores y pasajeras; y que la duquesa era quien manejaba la situación. Confirmando este segundo punto de vista, se decía que el duque de Croydon podría ser nombrado, muy pronto, embajador británico en Washington.
Detrás de Peter una voz murmuró:
–Perdóneme, míster McDermott. ¿Puedo hablar con usted?
Volviéndose con rapidez, reconoció a Sol Natchez, uno de los camareros del servicio de habitaciones más antiguo, que había llegado con paso silencioso por el corredor, una figura encorvada y cadavérica, con una corta chaqueta blanca, ribeteada con los colores rojo y oro del hotel. El hombre se peinaba a la antigua, aplastado y hacia delante. Sus ojos eran pálidos y acuosos, y las venas en el reverso de las manos, que frotaba con expresión nerviosa, sobresalían como cuerdas con la piel hundida entre ellas.
–¿Qué sucede, Sol?
Con voz que denotaba su agitación, el camarero respondió:
–Supongo que usted viene por la queja… la queja sobre mí.
McDermott echó una mirada a la puerta doble. Todavía no habían acudido a su llamada, ni se había producido, aparte de los ladridos, ningún otro ruido en el interior.
–Cuénteme qué sucedió.
El otro tragó dos veces. Eludiendo la respuesta, dijo en un rápido susurro plañidero:
–Si pierdo este trabajo, míster McDermott, a mi edad es muy difícil encontrar otro -miró hacia la
Presidencial Suite
con una expresión mezcla de ansiedad y resentimiento-. No son gente muy difícil de servir… exceptuando esta noche. Exigen mucho, pero a mí no me importa, aun cuando nunca dan una propina.
Peter sonrió involuntariamente. La nobleza británica da propinas muy rara vez, presumiendo quizá que el privilegio de servirlos es ya recompensa en sí mismo.
Interrumpió:
–Todavía no me ha dicho…
–Voy a ello, míster McDermott -por venir de alguien que podía ser padre de Peter, la angustia del hombre resultaba casi embarazosa-. Sucedió hace media hora. El duque y la duquesa ordenaron una cena… ostras, champaña y una
Creóle
de langostinos.
–El menú no interesa. ¿Qué sucedió?
–Fue la
Creóle
de langostinos, señor. Cuando la estaba sirviendo… Bien, es algo que en todos estos años ha pasado muy rara vez.
–¡Por amor de Dios! – Peter tenía un ojo en las puertas de la
suite,
listo para interrumpir la conversación en el momento en que se abrieran.
–Sí, míster McDermott. Bien, cuando estaba sirviendo la
Creóle,
la duquesa se levantó de la mesa y. cuando volvió, me tocó el brazo, empujándome. Si no tuviera experiencia, diría que fue deliberado.
–¡Eso es ridículo!
–Lo sé, señor, lo sé. Pero lo único que sucedió fue que se produjo una pequeña mancha… le juro que no era más de medio centímetro… sobre los pantalones del duque.
Peter, dubitativamente, preguntó:
–¿No se trata de
nada más
que eso?
–Míster McDermott, le juro a usted que nada más. Pero con el alboroto que armó la duquesa… diría usted que cometí un asesinato. Me disculpé, traje una servilleta limpia y agua para quitar la mancha, pero de nada sirvió. Insistió en llamar a míster Trent…
–Míster Trent no está en el hotel.
Peter decidió oír la otra versión del suceso antes de emitir juicio. Entretanto ordenó:
–Si ya ha terminado por esta noche, será mejor que se vaya a su casa. Preséntese mañana y se le dirá lo que se resuelva.
En tanto se retiraba el camarero, Peter McDermott volvió a tocar el timbre. Apenas hubo tiempo para que se reanudaran los ladridos, cuando abrió la puerta un hombre joven de cara redonda, y lentes montados en la nariz. Peter reconoció al secretario de los Croydon.
Antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, se oyó una voz de mujer desde el interior del apartamento.
–Quienquiera que sea, dígale que no siga tocando el timbre. – A pesar del tono perentorio, Peter pensó que era una voz atractiva, levemente ronca, que despertaba interés.
–Discúlpeme -le dijo al secretario-. Pensé que no habían oído -se presentó y luego agregó-: Entiendo que ha habido algún inconveniente en nuestro servicio. Veré si puedo subsanarlo.
–Estábamos esperando a míster Trent.
–Míster Trent no está en el hotel esta noche.
Mientras hablaban habían pasado desde el pasillo al recibidor del apartamento, un rectángulo arreglado con muy buen gusto y con una gruesa alfombra, dos sillas tapizadas, y una mesa para el teléfono, bajo un grabado que representaba la antigua Nueva Orleáns, de Morris Henry Hobbs. La doble puerta que daba al pasillo formaba un lado del rectángulo. En el otro lado la puerta que daba a la gran sala estaba parcialmente abierta. A derecha e izquierda había otras dos puertas, una que daba a la cocina y la otra a una especie de oficina-sala-dormitorio, que al presente ocupaba el secretario de los Croydon. Los dos dormitorios principales de la
suite,
comunicados entre sí, eran accesibles tanto desde la cocina como desde la sala. Un arreglo concebido a fin de que un visitante subrepticio de los dormitorios pudiera entrar y salir por la cocina, en caso de necesidad.
–¿Por qué no se le puede llamar? – la pregunta fue formulada sin preámbulos desde la puerta abierta de la sala, y apareció la duquesa de Croydon con tres de sus
Bedlington terriers,
que la seguían entusiasmados. Con un rápido castañeteo de sus dedos, que fue inmediatamente obedecido, acalló a los perros y volvió sus ojos inquisidores hacia Peter. Este reconoció el hermoso rostro de pómulos altos, familiar a través de miles de fotografías. Observó que hasta con traje corriente, la duquesa estaba vestida con mucha elegancia.
–Para ser sincero, Su Gracia, no estaba en antecedentes de que usted hubiera requerido a míster Trent, en persona.
Los ojos gris-verdosos lo miraron con expresión apreciativa.
–Aun en ausencia de míster Trent, hubiera esperado que viniera uno de los
principales
ejecutivos.
A su pesar, Peter se sonrojó. Había una soberbia altivez en la duquesa de Croydon que, en una forma maligna, atraía de manera inexplicable. De pronto, como un relámpago, recordó una fotografía. La había visto en una de las revistas ilustradas… la duquesa en un potro, saltando una alta valla. Desdeñando el peligro, había dominado la situación en forma segura y soberbia. Tenía la impresión en este momento de estar él a pie, y la duquesa montada.
–Soy el subgerente general. Por eso he venido.
Hubo un destello divertido en los ojos que desafiaban los suyos.
–¿No es un poco joven para eso?
–En verdad, no lo creo. Ahora muchos hombres jóvenes están al frente de la administración de hoteles. – Advirtió que el secretario, con gran discreción, había desaparecido.
–¿Cuántos años tiene usted?
–Treinta y dos.
La duquesa sonrió. Cuando quería, como en este momento, su rostro se animaba y se hacía cordial. No era difícil, pensó Peter, admitir su famoso encanto. Tenía cinco o seis años más que él, calculó, aunque era más joven que el duque, quien se aproximaba a los cincuenta.
Ella preguntó:
–¿Sigue usted algún curso, o algo?
–Me gradué en Cornell University, en el Departamento de Administración de Hoteles. Antes de venir aquí, fui subgerente general del «Waldorf» -le requirió un esfuerzo mencionar el «Waldorf», y estuvo tentado de agregar…
«del que fui despe
dido ignominiosamente y puesto en la lista negra de la cadena
de hoteles, de manera que me considero afortunado al trabajar
aquí, que es un hotel independiente».
Pero no lo dijo, por supuesto, porque un infierno privado es algo que uno vive solo, aun cuando las preguntas fortuitas de alguien reabran las heridas dentro de uno mismo.
–El «Waldorf» nunca hubiera tolerado un incidente como el de esta noche -expresó la duquesa.
–Le aseguro, señora, que si estamos en falta, el «St. Gregory» tampoco lo tolerará. – Pensó que la conversación era como un partido de tenis, con la pelota pasando de un lado a otro. Esperó que volviera.
–¡Si estuviera en falta! ¿Está enterado de que su camarero derramó la
Creóle
de langostinos sobre mi marido?
Era una exageración tan evidente, que se preguntó el porqué de la misma. Resultaba también muy fuera de lógica, por cuanto las relaciones entre el hotel y los Croydon, hasta ahora, habían sido excelentes.
–Estaba enterado de que había habido un accidente, debido probablemente a una negligencia. En este caso he venido a presentarle las disculpas en nombre del hotel.
–Toda nuestra velada se echó a perder -insistió la duquesa-. Mi marido y yo habíamos decidido pasar una velada tranquila en nuestro apartamento y solos. Salimos unos minutos para dar una vuelta a la manzana, y volvimos para cenar…y ¡luego esto!
Peter asintió con la cabeza, dándole exteriormente la razón, pero confundido ante la actitud de la duquesa. Casi parecía que ella deseaba dejarle impreso este incidente en su memoria para que no lo olvidara.
–Tal vez, si pudiera presentarle nuestras excusas al duque…
–Eso no será necesario -respondió con firmeza la duquesa.
Estaba por marcharse, cuando la puerta de la sala, que había permanecido entornada, se abrió de par en par. Enmarcó al duque de Croydon.
En contraste con la duquesa, el duque estaba vestido con una camisa blanca arrugada y pantalones negros de smoking- En forma instintiva los ojos de Peter McDermott buscaron la mencionada mancha donde Natchez, según las palabras de la duquesa, había «derramado la
Creóle
de langostinos sobre mi marido». La encontró, aun cuando apenas era visible… una pequeña mancha que un sirviente podría quitar sin la menor dificultad. Detrás del duque, en la sala espaciosa, funcionaba un aparato de televisión.
El rostro del duque estaba congestionado y con más arrugas que las que mostraban sus recientes fotografías. Tenía un vaso en la mano y cuando habló su voz era confusa.
–¡Oh, perdón! – luego dirigiéndose a la duquesa-: Debo de haber dejado mis cigarrillos en el coche.
–Te traeré algunos -respondió con rapidez. Había en el tono de su voz una perentoria orden de despido, y con una inclinación de cabeza el duque se volvió a la sala. Era una escena curiosa e incómoda, y por alguna razón había provocado la cólera de la duquesa.
Volviéndose a Peter, le espetó:
–Insisto en que se informe de esto a míster Trent, y usted puede advertirle que espero una disculpa personal.
Todavía perplejo, Peter salió mientras la puerta del departamento se cerró con firmeza detrás de él. Pero no tuvo tiempo para reflexionar. En el corredor externo, el botones que había acompañado a Christine al piso decimocuarto, estaba esperándolo.
–Míster McDermott -dijo con urgencia-, miss Francis lo necesita en el 1439, y por favor, dése prisa.
–¿Está haciendo la detective, miss Francis?
–Si estuviera el detective del hotel, no tendría que hacerlo.
El botones, Jimmy Duckworth, hombre calvo y vigoroso, cuyo hijo casado trabajaba en la contaduría del «St. Gregory», dijo con desprecio:
–¡Oh, ése…! – Un momento después el ascensor se detuvo en el piso decimocuarto.
–Es el 1439, Jimmy -dijo Christine, y automáticamente los dos giraron a la derecha. Ella comprendió que había diferencia en la forma en que ambos conocían la geografía del hotel: el botones, a través de años de conducir huéspedes desde el hall de entrada hasta las habitaciones; ella, a través de una serie de imágenes mentales que le había proporcionado su contacto con los planos impresos del «St. Gregory».
Cinco años antes, pensó, si alguien en la Universidad de Wisconsin hubiera preguntado a Chris Francis (brillante alumna con facilidad para los idiomas modernos) qué estaría haciendo un lustro después, ni la más absurda sugerencia la hubiera supuesto trabajando en un hotel de Nueva Orleáns. En aquel entonces, sus conocimientos de la Crescent City eran ínfimos, y su interés aún menor. En la escuela se había enterado de la compra de Louisiana, y había visto
Un tranvía llamado Deseo.
Pero hasta esto último estaba pasado de moda, cuando eventualmente llegó. El
Tranvía
se había convertido en un ómnibus Diesel, y
Deseo
era un oscuro callejón en el lado Este de la ciudad, que los turistas veían rara vez.
Suponía que, en cierta forma, fue la falta de conocimiento lo que la había traído a Nueva Orleáns. Después del accidente en Wisconsin, entristecida y sin reflexionarlo mayormente, había buscado un lugar en el que nadie la conociera, y que a la vez le fuera poco familiar. Las cosas familiares: su contacto, su vista, su sonido… hasta el último detalle… se habían convertido en algo doloroso para su corazón, que llenaba toda su vigilia y penetraba su sueño. Era algo extraño, y en cierto modo se avergonzaba de ello, pero nunca tenía pesadillas: sólo era la constante procesión de sucesos, tal como habían ocurrido aquel memorable día en el aeródromo de Madison. Había ido a despedir a su familia que partía para Europa: su madre, alegre y nerviosa, con la orquídea de
Bon Voyage
que le había enviado una amiga; su padre, descansado y complacido de que las enfermedades reales o imaginarias de sus pacientes, serían problema de algún otro, durante un mes. Había estado fumando su pipa, que golpeó contra el zapato, cuando llamaron para subir al avión. Babs, su hermana mayor, abrazó a Christine, y hasta Tony, dos años menor y que odiaba las expresiones públicas de afecto, consintió en que lo besara.
–¡Hasta la vista, Ham! – Babs y Tony la saludaron, y Christine sonrió al oír el tonto y cariñoso sobrenombre que le daban, porque ella se encontraba en medio de aquel sandwich formado por los tres hermanos. Todos habían prometido escribir, aunque ella se reuniría con el grupo en París, dos semanas después, cuando terminara su período de estudios. En el último momento la madre la había abrazado apretadamente, recomendándole que se cuidara. Poco después el gran
jet
se había puesto en movimiento, majestuoso, y rugiente, pero apenas despegó de la pista cayó, clavando un ala, girando como una mariposa herida. Durante un momento hubo una nube de polvo; luego una antorcha encendida y, por fin, una silenciosa pila de fragmentos: la máquina y los restos de los cuerpos humanos.
Habían transcurrido cinco años. Poco después de aquello, dejó Wisconsin y no retornó jamás.
Sus pisadas y las del botones eran amortiguadas por la alfombra del corredor. Adelantándose, Jimmy murmuró:
–Habitación 1439, ésa es la del viejo míster Wells. Lo mudamos desde la habitación de la esquina hace un par de días.
Más allá, en el corredor, se abrió una puerta y salió un hombre bien vestido de cuarenta años, poco más o menos. Cerrando la puerta tras de sí y disponiéndose a guardar la llave, titubeó mirando a Christine con franco interés. Parecía que iba a hablar, pero el botones le hizo un gesto negativo con la cabeza. Christine, que no había perdido detalle, supuso que debía sentirse halagada por haber sido confundida con una muchacha galante. Por los rumores que habían llegado a sus oídos, la lista de Herbie Chandler sólo incluía mujeres hermosas.
Cuando hubieron pasado, preguntó:
–¿Por qué se cambió de habitación a míster Wells?
–Según me lo han contado, miss, algún otro había tenido antes la habitación 1439 y se quejó. Entonces hicieron el cambio.
Christine recordó ahora la habitación 1439; había habido quejas con anterioridad. Estaba al lado del ascensor de servicio, y parecía ser el lugar de cita de todas las cañerías del hotel. En consecuencia, el lugar era ruidoso e intolerablemente cálido. Todos los hoteles tienen, por lo menos, una habitación como ésa (algunos la llaman la «habitación ja-ja») que en general no se alquila hasta que el resto del hotel está lleno por completo.
–Si míster Wells tenía una habitación mejor, ¿por qué se le pidió que se mudara?
El botones se encogió de hombros.
–Será mejor que se lo pregunte a los empleados que adjudican las habitaciones.
–Pero usted debe de tener alguna idea -insistió ella.
–Bien, supongo que es porque nunca se queja. Hace muchos años que el anciano viene aquí, sin preocuparse jamás por sus vecinos. Hay algunos que parecen creer que se trata de una broma.
Los labios de Christine se apretaron coléricos, mientras Jimmy Duckworth continuaba.
Christine, molesta, pensó: «A alguno le va a importar mañana por la mañana.» Iba a encargarse de que así fuera. Al comprobar que un huésped habitual, que resultaba ser también un señor tranquilo, había sido tratado con tanta desconsideración, sintió que su mal genio se encrespaba. ¡Bien, que así fuera! Su mal genio era conocido en el hotel y sabía que algunos decían que hacía juego con sus cabellos rojos. Si bien por lo general lo controlaba, de vez en cuando servía para que las cosas se hicieran bien.
Doblaron y se detuvieron ante la puerta del 1439. El botones llamó. Esperaron, tratando de escuchar. No hubo ningún ruido que revelara que la llamada había sido oída, y Jimmy Duckworth volvió a golpear, esta vez más fuerte. Al punto hubo una respuesta: un quejido que comenzó como un susurro, y después de un
crescendo,
terminó tan súbitamente como había empezado.
–Utilice la llave maestra -ordenó Christine-. Abra la puerta, ¡rápido!
Se mantuvo un poco atrás mientras entró el botones; aun en momentos de aparente crisis, el hotel tenía reglas de decoro que debían ser observadas. La habitación estaba a oscuras, y la muchacha vio a Duckworth encender la luz del techo, y luego desaparecer de su vista tras un ángulo de la pared. Casi en seguida, la llamó:
–Miss Francis, es mejor que venga.
La habitación, cuando entró Christine, estaba sofocadamente caliente, aun cuando una mirada al regulador de aire acondicionado le advirtió que marcaba «fresco». Pero eso fue lo único que tuvo tiempo de ver, antes de observar la figura que luchaba, incorporada a medias en la cama. Era el hombrecito, parecido a un pájaro, que conocía como Albert Wells, con la cara gris-ceniza, los ojos saliéndosele de las órbitas y los labios temblorosos, que intentaba, con desesperación, respirar, sin lograrlo del todo.
Se dirigió rápidamente al lado de la cama. Una vez, muchos años antes, había visto en el consultorio de su padre a un paciente
in extremis,
luchando por respirar. Su padre había hecho cosas que ella no podía hacer ahora, pero recordaba una. Le dijo, con decisión, a Duckworth:
–Abra bien la ventana. Necesitamos aire.
Los ojos del botones estaban fijos en la cara del hombre. Respondió nerviosamente:
–Esta ventana está clausurada. Lo hicieron por el aire acondicionado.
–Entonces, fuércela. Si es necesario, rompa el cristal.
Ya había cogido el teléfono que estaba al lado de la cama. Cuando el telefonista respondió Christine dijo:
–Habla miss Francis. ¿Está el doctor Aarons en el hotel?
–No, miss Francis, pero dejó un número. Si es un caso de emergencia, puedo llamarlo.
–Es un caso de emergencia. Dígale al doctor Aarons que es en la habitación 1439 y que se dé prisa, por favor. Pregúntele cuánto tiempo va a tardar en llegar, y luego infórmeme.
Colgando el receptor, Christine se volvió al hombre que todavía luchaba en la cama. El frágil anciano no respiraba mejor que antes, y advirtió que su rostro, que momentos antes tenía un color gris-ceniza, se estaba volviendo azul. El quejido que ya había oído desde fuera, comenzó de nuevo; era la lucha por respirar, pero resultaba obvio que las energías del paciente se estaban consumiendo en su desesperado esfuerzo físico.
–Míster Wells -le dijo tratando de inspirarle una confianza que estaba lejos de sentir-, creo que podría respirar con más facilidad si se quedara quieto.
Advirtió que el botones conseguía abrir la ventana. Había utilizado una percha para romper el material que sellaba las junturas, y ahora estaba levantando la mitad inferior.
Como en respuesta a las palabras de Christine, la lucha del hombrecito cedió. Tenía puesto un camisón de franela pasado de moda, y Christine, al poner su brazo alrededor de él, sintió a través de la gruesa tela la fragilidad de sus hombros. Buscó unas almohadas y se las colocó detrás, de manera que pudiera recostarse y al mismo tiempo mantenerse derecho. Sus ojos estaban fijos en ella, «se parecen a los de un gamo», pensó Christine, y trataban de expresarle gratitud. Para tranquilizarlo, le dijo:
–He llamado al médico. Estará aquí en seguida.
Mientras ella hablaba, el botones, resoplando y haciendo un esfuerzo mayor, abrió por fin la ventana. En seguida, una ráfaga de aire fresco inundó la habitación. Así que la tormenta
se había
desplazado hacia el Sur, pensó Christine con alivio, enviando una brisa refrescante como avanzada, y la temperatura exterior debía de ser inferior a la de los días pasados. En el lecho, Albert Wells respiraba con ansia el aire renovado. Sonó el teléfono. Haciéndole una seña al botones para que tornara su lugar al lado de la cama, la muchacha respondió a la llamada.
–El doctor Aarons ya está en camino, miss Francis -le anunció el telefonista-. Se encontraba en el «Paradis» y me dijo que le anunciara que llegará al hotel dentro de veinte minutos.
Christine titubeó. El «Paradis» estaba al otro lado del Mississippi, más allá de Algiers. Aun andando a gran velocidad, veinte minutos era un cálculo optimista. Además, algunas veces tenía dudas sobre la competencia del majestuoso doctor Aarons, amigo de beber «Sazerac», quien como médico del hotel, vivía gratis en él, en retribución de sus servicios. Le dijo al telefonista:
–No creo que podamos esperar tanto. ¿Quiere comprobar en su propia lista de huéspedes si hay algún médico registrado?
–Ya lo he hecho -había una ligera presunción en la respuesta, como si el que hablaba hubiera estudiado heroicas narraciones sobre operadores telefónicos, y estuviera decidido a vivir según su ejemplo-. Está el doctor Koening en el 221, y el doctor Uxbridgeenell203.
Christine anotó los números en un anotador próximo al teléfono.
–Bien, llame al 221, por favor. – Los médicos que se registran en hoteles esperan no ser molestados, y tienen derecho a ello. Sin embargo, de cuando en cuando, una emergencia justifica que se quiebre el protocolo.
Se oyeron algunos «clicks» mientras el teléfono continuaba llamando. Luego una voz adormilada, con acento teutónico, contestó:
–Diga, ¿quién es?
Christine se dio a conocer.
–Lamento molestarlo, doctor Koening, pero uno de nuestros huéspedes está muy enfermo -sus ojos se dirigieron al lecho. Advirtió que, por el momento, el tono azulado del rostro había desaparecido, pero aún estaba con una palidez gris cenicienta, respirandoconmucha dificultad. Agregó-: ¿Podría usted venir?
Hubo un silencio, luego la misma voz suave y agradable:
–Mi estimada señorita, sería una enorme alegría para mí ofrecerle mis humildes servicios. Sin embargo, temo no poder hacerlo -se oyó una risita-. Soy doctor en música y estoy aquí, en su hermosa ciudad, como «director invitado», creo que ésa es la palabra, para dirigir su magnífica orquesta sinfónica.
A pesar de su preocupación, Christine tuvo el impulso de reír. Se disculpó.
–Lamento mucho haberlo molestado.
–Por favor, no se preocupe. Por supuesto, si ese infortunado huésped se… ¿cómo podría decirlo?… resulta estar más allá del otro
tipo
de doctores, puedo llevar mi violín y tocar algo en su honor. – Se oyó un profundo suspiro del otro lado del teléfono.– ¿Qué mejor manera de morir que con un
adaggio
de Vivaldi o Tartini… soberbiamente ejecutado?
–Gracias. Pero espero que eso no sea necesario -estaba impaciente por llamar al otro número.
El doctor Uxbridge en el 1203 respondió al teléfono en seguida, con expresión seria. En respuesta a la primera pregunta de Christine, contestó:
–Sí, soy doctor en Medicina… un clínico -escuchó sin interrumpir mientras ella le describía el problema y luego dijo sucintamente-: Estaré ahí en unos minutos.
El botones todavía estaba al lado del lecho. Christine le dijo:
–Míster McDermott está en la
Presidential Suite.
Vaya y dígale que en cuanto se desocupe venga aquí lo más aprisa posible -levantó el auricular de nuevo-. El jefe de mecánicos, por favor.