Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (31 page)

4
Durante algunos minutos después de despertar, poco antes de las ocho, Warren Trent se preguntaba cuál sería la razón de su buen humor. Luego recordó: esta mañana consumaría el trato hecho ayer con el Sindicato de Jornaleros. Desafiando presiones, malos augurios y diversos obstáculos, había salvado al «St. Gregory» (con sólo unas horas de tiempo) de ser absorbido por la cadena de O'Keefe. Era un triunfo personal. Apartó de su mente el pensamiento de que más adelante esta audaz alianza entre él y el sindicato podría significar un problema mayor. Si eso sucedía, se preocuparía a su debido tiempo; lo más importante era eliminar la amenaza inmediata.

Saliendo de la cama, miró hacia abajo, a la ciudad, desde una ventana de su
suite
en el piso decimoquinto, el más alto del hotel. Afuera, otro día hermoso, el sol ya estaba alto, brillando en un cielo casi sin nubes.

Tarareaba suavemente mientras se duchaba, y luego lo afeitó Aloysius Royce. La evidente alegría de su patrón era tan poco frecuente, que Royce levantó las cejas en un gesto de sorpresa. Pero Warren Trent no le aclaró nada, pues era demasiado temprano para entrar en conversación.

Cuando estuvo vestido, entró en la sala y telefoneó a Royall Edwards. El contador general, a quien la telefonista localizó en su casa, se ingenió para dejar establecidas dos cosas: que había trabajado durante toda la noche, y que la llamada telefónica de su patrón le había interrumpido su bien ganado desayuno. Desoyendo el tono de queja, Warren Trent trató de descubrir qué reacción habían tenido los dos contadores visitantes, durante la noche. Según el contador general, los visitantes, aunque informados de la actual crisis financiera del hotel, no habían descubierto ninguna otra cosa, y parecían satisfechos con las respuestas a sus preguntas.

Tranquilizado, Warren Trent dejó al contador con su desayuno. Tal vez en ese mismo momento,, pensó, se telefoneaba a Washington confirmando sus propias declaraciones sobre la situación del «St. Gregory». Suponía que pronto recibiría una noticia directa.

Casi en seguida sonó el teléfono.

Royce estaba para servir el desayuno que había llegado hacía unos minutos, en una mesa rodante, desde la cocina. Warren Trent le indicó que aguardara.

La voz de la telefonista informó que era una conferencia. Cuando se identificó, una segunda telefonista le rogó que esperara. Al fin, la voz del presidente del Sindicato de Jornaleros se dejó oír bruscamente en la línea.

–¿Trent?

–Sí. Buenos días.

–Ayer le avisé que no ocultara ninguna información. Usted fue lo bastante tonto como para intentarlo. Ahora le digo: la gente que trata de engañarme termina deseando no haber nacido. Usted tiene suerte, esta vez, en que el pito haya sonado antes de cerrar el trato. Pero es una advertencia: ¡no trate de hacerlo conmigo, jamás!

La sorpresa, la voz dura y helada, dejaron momentáneamente sin habla a Warren Trent. Recobrándose, protestó.

–¡En nombre de Dios! No tengo la menor idea de lo que está usted hablando.

–¡No tiene idea, cuando ha habido un conflicto racial en su maldito hotel! ¡Cuando la crónica está en todos los diarios de Nueva York y Washington!

Tardó unos minutos en relacionar la colérica arenga con el informe de Peter McDermott del día anterior.

–Ayer por la mañana hubo un incidente pequeño. No fue un conflicto racial ni nada por el estilo. En el momento que hablamos usted y yo, no tenía conocimiento del hecho. Y aun cuando lo hubiera sabido, no lo habría mencionado, por no considerarlo importante. En cuanto a los diarios de Nueva York, aún no los he visto.

–Mis hombres los han visto. Y si no ésos, otros diarios de todo el país, llevarán la crónica esta noche. Lo que es más, si pongo dinero en un hotel que rechaza a los negros, pondrán el grito en el cielo, juntamente con todos los políticos que quieren obtener el voto de la gente de color.

–De manera que, entonces, lo que importa no es el principio. No le importa lo que hagamos, mientras no se sepa.

–Lo que me importa es mi negocio. Es decir, dónde invierto los fondos del sindicato.

–Nuestra transacción puede mantenerse confidencial.

–Si usted cree eso, es aún más tonto de lo que pensaba.

Era verdad, concedió, entristecido, Warren Trent: tarde o temprano la noticia de su alianza se conocería. Trató de encararlo de otra manera.

–Lo que sucedió ayer no es un caso aislado. Ya ha ocurrido en otros hoteles del Sur, y sucederá de nuevo. Uno o dos días después la atención se vuelca hacia otra cosa.

–Quizá sea así. Pero si su hotel consigue la ayuda financiera de los Jornaleros ahora, la atención volverá a enfocarlo muy pronto. Y es, precisamente, la clase de atención que no quiero provocar.

–Quiero aclarar esto. ¿Debo entender que, a pesar de la inspección realizada anoche por sus contadores, el acuerdo a que llegamos ayer no subsiste?

La voz desde Washington dijo:

–El problema no está en sus libros. El informe de mi gente es afirmativo. Por el otro asunto no se puede llevar a cabo.

De manera que, después de todo, pensó Warren Trent con amargura, por un incidente que ayer consideró insignificante, le había sido arrebatado el néctar de la victoria. Sabiendo que cualquier cosa que dijera, no significaría ya nada, comentó con acritud:-No siempre ha sido usted tan escrupuloso para usar los fondos del sindicato.

Hubo un silencio. Luego el presidente de los Jornaleros replicó con suavidad:

–Alguna vez se arrepentirá de haber dicho eso.

Con lentitud, Warren Trent colocó el teléfono en su lugar. En una mesa próxima, Aloysius Royce había abierto el correo, con los diarios de Nueva Orleáns. Señaló el
Herald Tribune.

–Casi todo está aquí. No veo nada en el
Times.

–Ellos tienen ediciones posteriores en Washington.

Warren Trent leyó por encima los títulos del
Herald Tribune
y miró la fotografía. Era de la escena del día anterior en el vestíbulo del «St. Gregory», con el doctor Nicholas y el doctor Ingram como figuras centrales. Más tarde tendría que leer el artículo completo; pero ahora no se sentía con ánimo para hacerlo.

–¿Quiere que le sirva el desayuno ahora?

–No tengo apetito -dijo moviendo la cabeza. Levantó los ojos, encontrando la mirada tranquila del negro-. Supongo que pensarás que tengo mi merecido.

–Algo así, quizá. Pero más bien diría que usted no acepta los tiempos en que vivimos -respondió Royce después de pensarlo.

–Si eso es verdad, no debe preocuparte más. Desde mañana, dudo que mi opinión cuente mucho aquí.

–Lo siento mucho.

–Lo que significa que O'Keefe lo tomará a su cargo.

El viejo caminó hasta la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Estaba silencioso. Luego, en forma inesperada, dijo:

–Supongo que sabrás las condiciones que me han ofrecido… entre ellas, la de continuar viviendo aquí.

–Sí.

–Ya que tendrá que ser de esa manera, pienso que cuando te gradúes de abogado el mes que viene, tendré que conservarte aquí… en lugar de sacarte de un puntapié, como debiera.

Aloysius Royce vaciló. En cualquier otro momento hubiera devuelto una respuesta rápida y punzante. Pero sabía que lo que estaba oyendo era una súplica de un hombre, vencido y solitario, para que se quedara.

La decisión preocupaba a Royce; de todos modos tendría que tomarla pronto. Durante casi doce años, Warren Trent lo había tratado en muchos sentidos como a un hijo. Si se quedaba, sabía que sus obligaciones podrían ser insignificantes fuera de ser una compañía y confidente, en las horas libres de su trabajo como abogado. La vida distaría mucho de ser desagradable. Y sin embargo, había otras presiones encontradas, que atañían a esa elección de irse o quedarse.

–No lo he pensado mucho -mintió-. Sería mejor que lo hiciera.

Warren Trent reflexionó: todas las cosas grandes y pequeñas estaban cambiando, la mayoría sorprendentemente. No tenía la menor duda de que Royce lo dejaría pronto, del mismo modo que al final había perdido el control del «St. Gregory». Su sensación de soledad, y ahora, de exclusión de la principal corriente de los sucesos, era típica, casi con seguridad, de las personas que han vivido demasiado tiempo.

–Puedes marcharte, Aloysius -le dijo a Royce-. Quiero estar solo un momento.

Decidió que, luego de unos minutos, llamaría a Curtis O'Keefe para rendirse oficialmente.

5
La revista
Time,
cuyos editores adivinaban una historia de éxitos cuando la leían en los diarios de la mañana, se había lanzado sobre el asunto de los derechos civiles en el incidente del «St. Gregory». Su contacto local, integrante del personal del
States-
Item
de Nueva Orleáns, fue puesto sobre aviso y se le ordenó que reuniera todos los antecedentes que pudiera en el ambiente local. Habían telefoneado al jefe del
Time,
en Houston, la noche anterior, poco antes de que una edición temprana del
Herald Tribu
ne
diera la noticia en Nueva York; y el jefe de la agencia de Houston había tomado el avión de las primeras horas de la mañana para Nueva Orleáns.

Ahora ambos hombres estaban conferenciando a puerta cerrada con Herbie Chandler, el jefe de botones, en una pequeña habitación del piso principal, vagamente conocida como oficina de Prensa. Tenía pocos muebles: un escritorio, teléfono y una percha. El hombre de Houston, en razón de su importancia, ocupaba la única silla.

Chandler, respetuosamente, conocedor de la liberalidad del
Time
con aquellos que le facilitaban el camino, estaba proporcionando las noticias que acababa de recoger.

–He averiguado lo que pasa en la reunión de odontólogos. Están encerrándose más herméticamente que un tambor. Le han dicho al camarero principal del piso que nadie puede entrar, excepto los miembros; ni siquiera las esposas, y tienen gente propia en la puerta, controlando los nombres. Antes de que comience la reunión, todo el personal del hotel tiene que marcharse y las puertas se cerrarán con llave.

El jefe de Houston asintió. Era un joven vehemente llamado Quaratone, que ya había entrevistado al presidente de los dentistas, doctor Ingram. El informe del jefe de botones confirmaba lo que había sabido.

–Desde luego, vamos a celebrar una reunión general de emergencia -había dicho el doctor Ingram-. Lo decidió la junta de los ejecutivos anoche, pero será una reunión a puerta cerrada. Si por mí fuera, hijo, usted y todo el que quisiera entraría y los recibiríamos con gusto. Pero algunos de mis colegas lo ven de otra manera. Piensan que la gente hablará con más libertad si la Prensa no está presente. De manera que pienso que tendrán que esperar que terminemos.

Quaratone, que no tenía la intención de esperar, había agradecido cortésmente al doctor Ingram sus declaraciones. Con Herbie Chandler ya comprado, Quaratone había tenido la idea de emplear un viejo truco y asistir a la reunión vestido con el uniforme de un botones. La última información de Chandler, demostró que necesitaba cambiar de plan.

–¿Es grande el recinto donde se celebra la reunión? – preguntó Quaratone.

–Es el Salón Dauphine, señor -informó Chandler-. Tiene capacidad para trescientas personas sentadas. Es la cantidad de gente que esperan tener.

El hombre del
Time
pensó un momento. Cualquier reunión que alcance a trescientas personas, dejará de ser secreta en el instante que termine. Después podré mezclarme fácilmente con los delegados, y actuando como uno de ellos, enterarme de lo que ha sucedido. Sin embargo, de esa manera perdería la mayor parte de las menudencias de interés humano que reclaman el
Time
y sus lectores.

–¿El salón tiene galería?

–Hay una pequeña, pero ya han pensado en ello. Lo averigüé. Habrá un par de personas de la convención allí. Además, se desconectarán los altavoces.

–¡Demonios! – objetó el corresponsal local-. ¿De qué tienen miedo? ¿De saboteadores?

–Algunos de ellos quieren decir algo, pero sin dejar constancia -dijo Quaratone, pensando en voz alta-. La gente profesional, en asuntos raciales por lo menos, no toma posiciones. Aquí mismo se han metido en un brete al admitir el planteo de una definición entre la acción descarada de marcharse o tener un gesto simbólico, sólo para salvar las apariencias. En ese sentido, digo que la situación es excepcional.

Pensó que también por eso podría haber allí una historia mejor de lo que al principio había supuesto. Más que nunca, estaba determinado a encontrar una manera de entrar en la reunión.

–Quiero un plano del piso donde se celebra la reunión y del de arriba -le dijo en forma perentoria a Herbie Chandler-. No sólo un plano de la distribución, sino uno técnico, que muestre las paredes, conductos, espacios en los cielos rasos y todo lo demás. Lo quiero pronto, porque si hemos de hacer algo, tenemos menos de una hora.

–En realidad, no sé que exista una cosa así, señor. En cualquier caso… -el jefe de botones guardó silencio, al observar que Quaratone estaba sacando una cantidad de billetes de veinte dólares.

El hombre del
Time
le dio cinco de los billetes a Chandler.

–Consiga alguien encargado del mantenimiento, mecánico o lo que sea. Utilice esto, por ahora. Me ocuparé de usted más tarde. Búsqueme aquí dentro de media hora; antes, si es posible.

–¡Sí, señor! – La cara de comadreja de Chandler se plegó en una sonrisa obsequiosa.

–Continúe con los enfoques locales, ¿quiere? – ordenó Quaratone al reportero de Nueva Orleáns-. Declaraciones de la Municipalidad de ciudadanos importantes; mejor será que hable con la N.A.A.C.P. Usted sabe… ese tipo de cosas.

–Podría describirlo en sueños.

–No lo haga. Y busque cosas de interés humano. Podría ser una buena idea conseguir hablar con el alcalde en los lavabos. Lavándose las manos, mientras le formula a usted una declaración… Simbólico. Consígase una primicia…

–Trataré de ocultarme en un lavabo. – El reportero salió alegremente, sabiendo que a él también se le pagaría con generosidad por ese trabajo extra.

Quaratone esperó en la cafetería del «St. Gregory». Pidió té helado y lo bebió a sorbos, ausente, absorto en la historia que estaba desarrollándose. No sería muy importante, pero si podía encontrar enfoques nuevos, tal vez resultaría una columna y media en la edición de la semana siguiente. Lo que le agradaría, puesto que en las últimas semanas, una docena o más de sus artículos elaborados con todo cuidado, habían sido rechazados o acortados por Nueva York, durante la preparación de la revista. Esto no era excepcional, y escribir en el vacío era una frustración con la que había aprendido a vivir el personal de
Time-Life.
Pero a Quaratone le gustaba salir en letra de molde, y ser tenido en cuenta por quienes le interesaban.

Volvió a la pequeña oficina de Prensa. A los pocos minutos llegó Herbie Chandler, trayendo a un joven de cara afilada vestido con traje de mecánico. El jefe de botones lo presentó como Ches Ellis, operario del servicio de mantenimiento del hotel. El recién llegado tendió la mano, saludando con deferencia a Quaratone.

–Tengo que devolverlos en seguida -aclaró con nerviosismo, señalando un rollo de planos que llevaba debajo del brazo.

–Lo que yo necesito no tomará mucho tiempo. – Quaratone ayudó a Ellis a extender los planos, sujetando los bordes.– Bien, ¿dónde queda el Salón Dauphine?

–Aquí.

–Ya le advertí a Ellis que había una reunión, señor -interrumpió Chandler-, y que usted quería observar lo que ocurría, sin ser visto.

–¿Qué hay en las paredes y cielos rasos? – preguntó el hombre del
Time
a Ellis.

–Las paredes son macizas. Hay un espacio entre el cielo raso y el piso de arriba, pero si piensa estar allí, no lo haga. Caería a través del yeso.

–Compruébelo -dijo Quaratone, que había estado pensando, precisamente, eso. Señaló el plano con un dedo-. ¿Qué son estas líneas?

–Salidas del aire caliente que viene desde la cocina. En cualquier lugar próximo a eso, se asará.

–¿Y esto otro?

Ellis se inclinó, estudiando el plano. Consultó una segunda hoja.

–Conductos de aire frío. Corre a través del cielo raso del Salón Dauphine.

–¿Hay salidas de aire frío hacia ese salón?

–Tres. En el centro y en cada uno de los extremos. Ahí están marcadas.

–¿De qué tamaño es el conducto?

–Poco más o menos un tercio de metro cuadrado -estimó el hombre del mantenimiento.

–Me gustaría introducirme en ese conducto, y arrastrarme por él, para oír y ver lo que sucede abajo.

Necesitaron menos tiempo del que habían previsto. Ellis (al principio muy reticente), fue convencido por Chandler para que obtuviera otro traje de mecánico y un equipo de herramientas. El hombre del
Time
se puso con rapidez el mono y tomó las herramientas. Luego, con cierto nerviosismo pero sin incidentes, Ellis lo precedió por una salida anexa a la cocina en el piso de la convención. El jefe de los botones se mantenía discretamente apartado. Quaratone no tenía idea de cuántos de los cien dólares habían pasado de Chandler a Ellis… No serían todos, pero era obvio que fueron bastantes.

El paso a través de la cocina (ostensiblemente, de dos operarios del mantenimiento) no llamó la atención. Ellis había retirado de antemano una rejilla de metal colocada arriba, en la pared del anexo. Una escalera alta estaba frente a la abertura que había estado cubierta por la rejilla. Sin hablar, Quaratone subió por la escalera y se introdujo en el hueco. Descubrió que había espacio para arrastrarse, utilizando los codos, pero era muy justo. La oscuridad, exceptuando los fugaces reflejos provenientes de la cocina, era completa. Sintió una ráfaga de aire fresco en la cara; la presión del aire aumentaba a medida que su cuerpo obstruía más el conducto de metal.

–Cuente cuatro salidas de aire -le susurró Ellis desde atrás-. La cuarta, quinta y sexta son las del Salón Dauphine. Trate de no hacer ruido, señor, porque lo oirán. Volveré dentro de media hora; si no ha terminado, insistiré media hora después. – Quaratone trató de volver la cabeza, pero no pudo. Eso le sugirió que salir sería más difícil que entrar. Para animarse, se dijo en voz baja: «¡Adelante, Roger!», y comenzó a arrastrarse.

La superficie metálica era dura para rodillas y codos. Tenía también unos rebordes afilados que lastimaban. Quaratone retrocedió cuando un tornillo le rasgó el pantalón, penetrándole dolorosamente en la pierna. Desenganchó la tela y volvió a avanzar.

Los conductos de aire eran fáciles de localizar por la luz que se filtraba desde abajo. Pasó por encima de tres salidas de aire, deseando que las rejillas y conductos estuvieran bien firmes. Al acercarse a la cuarta, oyó voces. Parecía que la reunión había comenzado. Para alegría de Quaratone, las voces llegaban con claridad, y extendiendo el cuello podía ver una parte de la habitación de abajo. La vista, pensó, probablemente fuera mejor desde la siguiente rejilla. Así era. Ahora podía ver más de la mitad de la concurrida asamblea, donde el presidente de los dentistas, el doctor Ingram, estaba hablando. El hombre del
Time
sacó un bloc y un bolígrafo, este último con una pequeña luz en la punta.

–…les pido -estaba diciendo el doctor Ingram-, que tomen la actitud más dura -se calló un momento, y prosiguió-: Los profesionales como nosotros, por naturaleza, estamos situados en un término medio, pero hemos perdido demasiado tiempo hablando de los derechos humanos. Entre nosotros, no discriminamos, por lo menos, la mayor parte del tiempo, y hemos considerado que ya ha habido bastante de eso en el pasado. En general, hemos desoído los sucesos y las presiones externas a nuestras propias filas. Nuestro razonamiento ha sido que somos profesionales, hombres de la medicina, con poco tiempo para otras cosas. Bien, puede ser que eso sea verdad, aunque cómodo. Pero aquí y ahora… nos guste o no,
estamos
comprometidos hasta los dientes.

El pequeño doctor se detuvo, escrutando con los ojos los rostros de su auditorio.

–Ustedes ya están informados de la intolerable ofensa hecha por este hotel a nuestro distinguido colega, el doctor Nicholas; una ofensa en abierto desafío a la ley de los derechos civiles. En represalia, como presidente, tengo que recomendar una acción extrema: debemos cancelar nuestra convención, y retirarnos del hotel, en masa.

Se produjo un movimiento de sorpresa en los distintos sectores del salón. El doctor Ingram continuó:

–La mayor parte de ustedes estaban enterados de esa proposición. Para otros, para los que han llegado esta mañana, es una cosa nueva. Permítanme añadir, para conocimiento de ambos grupos, que el paso que acabo de proponer significa inconvenientes y frustración, tanto para mí como para ustedes, y una pérdida profesional así como de interés público. Pero hay situaciones que implican planteos de conciencia demasiado serios, en los que sólo caben definiciones categóricas. Creo que ésta es una de ellas. También es la única forma en que podemos demostrar la fuerza de nuestros sentimientos y con la que probaremos, sin lugar a dudas, que en materia de derechos humanos esta profesión no será burlada otra vez.

Desde algunos puntos llegaron exclamaciones de: «¡Bien! ¡Bien!» pero también otras de disentimiento.

Cerca del centro del salón, una figura corpulenta se puso de pie. Quaratone, inclinándose hacia delante, desde su ventajosa situación tuvo una impresión de mandíbulas, una sonrisa en unos labios gruesos, y anteojos de pesada armazón. El hombre anunció:

–Soy de Kansas City.

Hubo un aplauso cálido que fue retribuido con un ademán.

–Sólo tengo una pregunta que hacer al doctor. ¿Será él quien le explique a mi mujercita (que ha estado contando con este viaje, como muchas otras esposas, supongo)
por qué,
no bien hemos llegado, tenemos que volvernos a casa?

–¡No se trata de eso! – protestó una voz indignada, que fue ahogada por comentarios y risas irónicas de otros asistentes.

–Sí, señor -dijo el hombre corpulento-, me gustaría que fuera él quien se lo dijera a mi esposa -y complacido consigo mismo, volvió a sentarse.

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