–-Si me lo permite, me gustaría estudiar esto con más detenimiento -exclamó Peter, levantando los ojos y encontrando los de su compañero.
–Lléveselo. No hay prisa -sonrió el
sub-chef
-, me han dicho que no es probable que ninguna de mis proposiciones se lleve a cabo.
–Lo que me sorprende es cómo ha podido desarrollar algo así en tan poco tiempo.
–Percibir lo que está mal no lleva mucho tiempo -comentó André Lemieux con un encogimiento de hombros.
–Quizá podamos aplicar el mismo principio para descubrir qué fue lo que pasó con la manteca de freír.
Hubo un destello de humor como respuesta, luego de pena.
–
Touché!
Es verdad, tuve ojos para esto, pero no para la manteca que tenía debajo de la nariz.
–No -objetó Peter-. Por lo que me dijo, usted detectó la manteca rancia, pero no fue cambiada, como lo ordenó.
–Debí haber hallado la causa por la cual se puso rancia la manteca. Siempre hay una causa. Habrá mayores problemas si no la encontramos pronto.
–¿Qué tipo de problemas?
–Hoy, por fortuna hemos usado muy poca manteca de freír. Mañana, monsieur, habrá seiscientas frituras para los almuerzos de la convención.
Peter silbó por lo bajo.
–Así es.
Habían caminado juntos desde la oficina hasta el lugar donde estaba la gran sartén, de la que estaban limpiando los últimos vestigios de la manteca rancia.
–Por supuesto que mañana se cambiará la manteca rancia. ¿Cuándo fue cambiada la última vez?
–Ayer.
–¿Tan recientemente?
–Monsieur Hébrand no hacía bromas cuando se quejaba del alto costo -declaró André Lemieux, con gesto afirmativo-. Pero, qué es lo que anda mal, sigue siendo un misterio.
–Estoy tratando de recordar -replicó Peter con lentitud-,la química de los alimentos. El «punto de humo» para la manteca fresca es…
–Cuatrocientos veinticinco grados Farenheit. Nunca debe llevarse a mayor temperatura, porque se cuaja.
–Y a medida que la manteca se deteriora, su «punto de humo» baja en forma correlativa.
–Con mucha lentitud, si todo anda bien.
–En esta cocina se fríe a…
–A trescientos sesenta grados… la mejor temperatura para cualquier cocina, y también para las amas de casa.
–De manera que mientras el punto de humo se mantenga a trescientos sesenta grados, la manteca cumplirá su cometido. Por debajo de eso, no.
–Es verdad, monsieur. Y esa manteca dará a la comida un sabor desagradable, rancio, como el de hoy.
En la mente de Peter daban vuelta los hechos. Memorizados antiguamente, pero enmohecidos por la falta de práctica. En Cornell había habido un curso de química alimentaria para los estudiantes de administración hotelera. Recordaba con mucha vaguedad una conferencia… era en el «Statler Hall» en una tarde sombría… la blancura de la nieve en los paneles de las ventanas. Había llegado de la calle, fría y ventosa. Dentro estaba templado, y la clase era sobre «Manteca y agentes catalizadores».
–Hay ciertas sustancias -dijo Peter con reminiscencia-, que en contacto con la manteca, actúan como agente catalítico, y la deterioran con rapidez.
–Sí, monsieur -André Lemieux las contaba con los dedos-, son la humedad, la sal, las juntas de bronce o cobre en la sartén, demasiado calor, y el aceite de oliva. Todo esto lo he comprobado, y la causa no es ninguna de ellas.
Una palabra vibró en la mente de Peter. Se conectaba con lo que había observado, subconscientemente, al mirar la profunda sartén que limpiaban un momento antes.
–¿De qué metal son las sartenes para freír?
–Son cromadas. – El tono era de intriga. Ambos hombres sabían que el cromo era inofensivo para la manteca.
–Me pregunto -manifestó Peter- si será bueno el revestimiento. Si no es bueno, ¿qué hay debajo del cromo…? ¿Y no estará cascado o gastado en algunas partes?
Lemieux vaciló, sus ojos se agrandaron ligeramente. En silencio, levantó una de las sartenes, y la secó con cuidado con un paño. Moviéndola bajo la luz, inspeccionaron la superficie del metal. El cromo estaba rozado y rayado por el constante uso.
En algunos lugares había desaparecido por completo. Debajo de las rayaduras y de las partes gastadas se veía un brillo amarillento.
–¡Es bronce! – exclamó el joven francés, llevándose una mano a la frente-. Sin duda es esto lo que hace que la manteca se ponga rancia. He sido un tonto.
–No veo por qué tiene usted que culparse -señaló Peter-. Es obvio que mucho antes de que usted viniera, alguien economizó y compró sartenes baratas. Por desgracia salieron más caras.
–Pero debí descubrirlo… como lo ha hecho usted, monsieur. En cambio, usted, monsieur -André Lemieux parecía a punto de llorar-, usted viene a la cocina, salido del papeleo de su despacho para decirme
a mí
qué es lo que anda mal aquí. Es algo como para que todos se rían de mí.
–Si lo hacen -dijo Peter-, será porque usted mismo hable de ello. Yo no lo comentaré.
–Ya otros me han dicho que usted es un hombre bueno e inteligente -declaró André Lemieux con lentitud-. Ahora yo, personalmente, sé que eso es verdad.
Peter señaló el informe que tenía en la mano.
–Lo leeré y le diré lo que pienso de ello.
–Gracias, monsieur. Y pediré sartenes nuevas para freír. De metal inoxidable. Esta noche estarán aquí aunque tenga que darle un martillazo en la cabeza a alguien.
Peter sonrió.
–Monsieur, estoy pensando en algo más…
–¿Sí?
–Usted creerá que es presuntuoso decirlo -el joven
chef
vaciló-, pero creo que usted y yo, monsieur McDermott, con nuestras manos libres, podríamos hacer un éxito de este hotel…
Aunque rió espontáneamente, fue una declaración en la que Peter McDermott pensó durante todo el trayecto hasta su oficina, en el entresuelo principal.
Sin embargo, había algo en el viejo hombrecito que la atraía. Se preguntó si sería a causa de su aspecto paternal y quizás advirtiera en él algunos rasgos de su propio padre, a cuya pérdida todavía no se había acostumbrado después de cinco largos años. ¡Pero no! La relación con su padre había sido de seguridad y confianza con él. Con Albert Wells, era ella quien se sentía protectora, como ayer, que había querido protegerlo de su propia actitud y prefirió contratar a una enfermera privada.
O quizá, reflexionó Christine, en este momento se sintiera sola, deseando desechar su desagrado al saber que esta noche no se encontraría con Peter, como habían planeado. Y en cuanto a eso… ¿Se trataría de un desagrado o de alguna emoción más fuerte al descubrir que, en cambio, Peter estaría comiendo con Marsha Preyscott?
Si era sincera consigo misma, tendría que admitir que aquella mañana había estado disgustada, aunque esperaba haberlo disimulado bajo una sonrisa, y el comentario ligeramente mordaz que fue incapaz de reprimir. Hubiera sido un gran error mostrarse posesiva con respecto a Peter, o darle a la pequeña miss Marsmahallow la satisfacción de creer que había logrado una victoria femenina, aun cuando, en realidad, así fuera.
Todavía no habían respondido a su llamada. Recordando que la enfermera tendría que estar allí, Christine volvió a llamar, esta vez con más fuerza. Se oyó el ruido de una silla y de pasos que se acercaban desde dentro.
La puerta se abrió y apareció Albert Wells. Estaba completamente vestido. Parecía estar bien y había color en su cara, que se iluminó cuando vio a Christine.
–Estaba deseando que viniera, miss. Si no venía, iba a ir a buscarla.
–Pensé… -dijo ella sorprendida.
–Usted pensó que me tendrían clavado aquí. – El hombre parecido a un pájaro reía.– Pues no lo lograron. Me sentí bien, de manera que le pedí al médico del hotel que me enviara a ese especialista, el de Illinois, el doctor Uxbridge. Tiene mucho sentido común; dijo que si la gente se siente bien, seguramente está bien. De manera que despachamos la enfermera, y aquí estoy. – Se inclinó:- Miss, entre.
La reacción de Christine fue de alivio al pensar que había terminado el considerable gasto de la enfermera particular. Sospechaba que el haberse enterado del costo, tendría mucho que ver con la decisión que había tomado Albert Wells.
–¿Había llamado usted antes? – le preguntó, mientras la seguía dentro de la habitación.
Ella admitió que sí.
–Me pareció haber oído algo. Supongo que estaba distraído con esto.
Señaló la mesa próxima a la ventana. Sobre ella había un grande e intrincado rompecabezas, cuyas dos terceras partes estaban ya completadas.
–O, quizás -agregó-, pensé que era Bayley.
–¿Y quién es Bayley? – preguntó Christine con curiosidad.
–Si se queda un minuto lo conocerá -afirmó el viejo, haciendo un guiño-. Si no a él, a Barnum.
Ella movió la cabeza sin comprender. Caminando hacia la ventana, se inclinó sobre el rompecabezas, observándolo. Había bastantes piezas colocadas como para recorrer la escena descrita como «Nueva Orleáns», la ciudad al atardecer, vista desde arriba, con el brillante río cruzándola.
–Solía hacer esto. Mi padre me ayudaba.
–Hay algunos que opinan que no es un gran pasatiempo -observó Albert Wells, a su lado-, para una persona mayor. Por lo común, trabajo en uno de esos rompecabezas cuando quiero pensar. Algunas veces descubro la pieza clave y la respuesta a lo que estoy pensando, al mismo tiempo.
–¿Una pieza clave? Nunca he oído eso.
–Es sólo una idea mía, miss. Me parece que siempre hay una pieza clave para éste y para casi todos los problemas que pueden plantearse. Algunas veces uno cree haberla encontrado, pero no es así. Sin embargo, cuando se la halla, de pronto, todo se ve más claro, incluso cómo se ajustan las otras piezas alrededor.
De pronto se oyó un golpe fuerte, autoritario. Los labios de Albert Wells formaron la palabra «Bayley».
Se sorprendió cuando se abrió la puerta y dejó ver a un botones del hotel, uniformado. Traía una colección de perchas con trajes sobre un hombro; al frente sostenía un traje de sarga azul, planchado, que por su corte pasado de moda pertenecía sin duda alguna a Albert Wells.
Con sorprendente rapidez, debida a la práctica, el botones colgó el traje en el armario y volvió a la puerta donde el hombrecito estaba esperando. La mano izquierda del botones sostenía los trajes en el hombro; con ademán de autómata, estiró la derecha con la palma hacia arriba.
–Ya le he dado propina -dijo Albert Wells. Sus ojos traicionaban su diversión-. Cuando recogieron el traje esta mañana.
–No a mí, señor. – El botones sacudió la cabeza con decisión.
–No a usted, pero sí a su amigo. Es lo mismo.
–Yo no sé nada de eso -replicó estoico el botones.
–Quiere decir que el otro no la comparte con usted.
–No sé de qué está hablando -la mano extendida había bajado.
–¡Vamos, hombre! – Albert Wells reía sin disimulo-. Usted es Bayley. Le di la propina a Barnum.
Los ojos del botones se volvieron hacia Christine. Cuando la reconoció, una sombra de duda cruzó por su rostro. Luego sonrió con mansedumbre.
–Sí, señor -reconoció, y salió cerrando la puerta tras de sí.
–¡En nombre de Dios! ¿De quién se trataba?
–¿Usted trabaja en un hotel -la interpeló riendo el hombrecito-, y no conoce el acomodo de Barnum y Bayley?
Christine negó con la cabeza.
–Es una cosa sencilla, miss. Los botones de hoteles trabajan por parejas, pero el hombre que se lleva el traje, nunca es el mismo que lo entrega de vuelta. Lo hacen así para tener doble propina. Luego, juntan las propinas y las dividen.
–Lo entiendo -reconoció Christine-, pero nunca pensé en ello.
–Tampoco la mayoría de los huéspedes. Razón por la cual les cuesta el doble de propinas un mismo servicio. – Albert Wells se frotó la nariz mientras reflexionaba.– Para mí es una especie de juego… ver en cuántos hoteles sucede lo mismo.
–¿Cómo lo descubrió usted? – le interrogó ella riendo.
–Un botones me lo dijo cierta vez… después de hacerle saber que yo armaría un escándalo. Me dijo otra cosa. Usted sabe que en los hoteles con teléfonos con disco, se puede llamar a las habitaciones desde ciertos aparatos, en forma directa. De manera que Bayley o Barnum, el que esté de servicio ese día, llamará a las habitaciones, en donde tiene que hacer las entregas. Si no hay respuesta, espera y llama más tarde. Si contestan al teléfono, es que hay alguien en la habitación. Cortará la comunicación sin decir una palabra. Luego, pocos minutos después, entregará el traje y recogerá una segunda propina.
–¿Á usted no le gusta dar propinas, míster Wells?
–No tanto como eso, miss. Dar propinas es como la muerte; algo inexorable. De modo que, ¿para qué preocuparse? De todas maneras, le di una buena propina a Barnum esta mañana… algo así como pagar por adelantado la diversión que acabo de tener con Bayley. Lo que no me gusta es que me tomen por tonto.
–No creo que eso pase a menudo. – Christine comenzaba a sospechar que Albert Wells necesitaba mucha menos protección de la que al principio había supuesto. Lo encontró, sin embargo, tan agradable como siempre.
–Eso puede ser -reconoció él-. Sin embargo, le diré una cosa. Hay peor conducta en este hotel que en la mayoría.
–¿Por qué dice eso?
–Porque la mayor parte del tiempo tengo los ojos abiertos, miss, y hablo con la gente. Me dicen cosas que tal vez no se las digan a usted.
–¿Qué tipo de cosas?
–Primero, muchas personas imaginan que pueden hacer cualquier cosa, sin cargar con las consecuencias. Supongo que eso ocurre porque no hay una buena administración. Podría ser buena, pero no lo es, y tal vez ése sea el motivo por el cual míster Trent tiene problemas ahora.
–Es casi increíble -dijo Christine-. Pero Peter McDermott me dijo exactamente lo mismo, con las mismas palabras. – Sus ojos inspeccionaron el rostro del hombrecito. Con toda su falta de verbosidad, parecía tener un instinto seguro para llegar a la verdad.
Albert Wells asintió.
–Ahí tenemos un joven listo. Hablamos ayer.
–¿Vino a verle Peter? – inquirió sorprendida.
–Sí.
–No lo sabía. – Pero ése era el tipo de cosas, pensó Christine, que haría Peter McDcrmott: proseguir con eficiencia todo lo que le concerniera personalmente. Ya había observado su capacidad para abarcar las cosas en conjunto, y sin omitir detalles.
–¿Usted se casará con él, miss?
La abrupta pregunta la sorprendió.
–¿Qué le ha hecho pensar eso? – protestó. Pero, confundida, sintió que su cara se sonrojaba.
Albert Wells rió. Había momentos, pensó Christine, que tenía el aire de un diablillo travieso.
–Se me ocurrió por la forma en que acaba de pronunciar su nombre. Además, creo que ustedes dos deben verse a menudo, ya que trabajan aquí; y si el joven posee el sentido común que le atribuyo, no tiene que buscar mucho más.
–Míster Wells, ¡usted es insoportable! Usted…, usted lee los pensamientos de la gente, y luego hace que una se sienta muy mal -pero la calidez de su sonrisa desmentía el regaño-. Y, por favor, deje de llamarme miss. Mi nombre es Christine.
–Ese nombre tiene algo especial para mí. Era el de mi esposa.
–¿Era?
–Murió, Christine -asintió-, hace tanto que a veces pienso que el tiempo que estuvimos juntos, en realidad no existió. Ni los buenos momentos, ni los difíciles. Hubo bastante de ambos. Pero otras veces, de cuando en cuando, parece que todo sucedió ayer. Es entonces cuando lamento estar tan solo. No tuvimos hijos… -Se detuvo, pensativo.– Nunca se sabe cuánto se comparte con alguien, hasta que esa comunión termina. De manera que usted y ese joven… aférrense a todos los minutos que puedan. No pierdan mucho tiempo; nunca lo recuperarán.
–Ya le he dicho que no es mi novio -ella reía-, por lo menos, todavía no.
–Si hace las cosas bien, puede serlo.
–Quizá. – Sus ojos se fijaron en el rompecabezas, parcialmente completo. Dijo con lentitud:- Me pregunto si hay una pieza clave para todo… en la forma que usted lo dijo. Y cuando se la encuentra, si uno lo sabe con exactitud, o sólo lo imagina y espera. – Luego, casi sin darse cuenta, se encontró haciendo una confidencia al hombrecito, relatando los sucesos del pasado: la tragedia de Wisconsin, su soledad, luego su venida a Nueva Orleáns, los años de adaptación, y ahora, por primera vez, la posibilidad de una vida plena y fructífera. También relató el fracaso de los planes para la noche y su desagrado por tal motivo.
–Las cosas se resuelven por sí mismas, muchas veces -comentó sesudamente Albert Wells, cuando Christine terminó su relación-. Otras, sin embargo, se necesita un empujoncito para hacer que la gente comience a moverse.
–¿Tiene alguna idea? – preguntó con vivacidad.
–Siendo mujer, usted sabrá mucho más que yo. Hay una cosa, sin embargo. Dadas las circunstancias, no me sorprendería que ese joven la invitara mañana.
–Podría ser -admitió Christine sonriendo.
–Entonces, contraiga otro compromiso usted, antes de que él la invite. La apreciará más si tiene que esperar un día.
–Tendré que inventar algo.
–Eso no será necesario, salvo que usted lo desee. Yo iba a invitarla, de todos modos, miss…, excúseme, Christine. Me gustaría que comiéramos, usted y yo…, una especie de retribución por lo que hizo la otra noche. Si puede soportar la compañía de un viejo, me agradaría ser el «sustituto».
–Me encantaría comer con usted -replicó ella-, pero le prometo que no será en calidad de sustituto, sino por usted mismo.
–¡Bien! – El hombrecito se inclinó.– Creo que será mejor que comamos en el hotel. Le dije al médico que no saldré por algunos días.
Por un momento, Christine vaciló. Se preguntaba si Albert Wells sabía cuan altos eran los precios, por la noche, en el comedor principal del «St. Gregory». Aunque se hubieran terminado los gastos de la enfermera, no deseaba que se agotaran los fondos que le quedaban. De pronto pensó en la forma de evitar que eso sucediera.
–El hotel me parece espléndido -le aseguró, dejando para después el estudiar su idea-. Sin embargo, es una ocasión especial. Tiene que darme tiempo para ir a casa y cambiarme, y ponerme algo atrayente, de verdad. ¿Qué le parece mañana por la noche… a las ocho?
En el piso decimocuarto, después de dejar a Albert Wells, Christine advirtió que el ascensor número cuatro estaba fuera de servicio. Observó que el trabajo de reparaciones se efectuaba tanto en las puertas como en el ascensor mismo.
Tomó otro ascensor para bajar al entresuelo principal.