Cuando llegó a la calle soleada y ajetreada, un hombre uniformado lo vio y se adelantó con deferencia.
–Consígame un taxi -pidió. Había tenido la intención de caminar una o dos manzanas, pero una aguda punzada de ciática que había sentido al bajar los escalones del hotel le hizo cambiar de idea.
El portero silbó, y desde el congestionado tránsito, un automóvil se acercó a la acera. Warren Trent subió a él con dificultad, mientras el hombre sostenía la puerta abierta, llevándose luego la mano a la gorra, al cerrarla. El respeto era otro gesto vacío, suponía Warren Trent. Desde ahora, miraría con sospecha unas cuantas cosas que antes había considerado de algún valor.
El taxi arrancó, y consciente del examen del conductor a través del espejo retrovisor, le ordenó:
–Lléveme a algunas manzanas más adelante. Quiero un teléfono…
–Hay muchos en el hotel, patrón -informó el hombre.
–Eso no importa. Lléveme a un teléfono. – No tenía deseos de explicar que la llamada que estaba por hacer era demasiado confidencial, como para arriesgarse a utilizar una línea del hotel.
El chófer se encogió de hombros. Después de andar dos manzanas, dio vuelta por Canal Street, mirando una vez más a su cliente por el espejo.
–Es un hermoso día. Hay teléfonos allí abajo, en el muelle.
Warren Trent asintió, contento de tener un momento más de respiro.
El tránsito era menos intenso cuando cruzaron Tchoupitoulas Street. Un minuto después, el taxi paraba en un estacionamiento frente al edificio del Port Commissioner. Había una cabina telefónica a unos pasos.
Dio un dólar al chófer, dejándole el cambio. Luego, cuando iba a dirigirse a la cabina, cambió de idea y cruzó Eads Plaza, para detenerse frente al río. El calor del mediodía lo penetraba desde arriba, y se colaba ascendiendo por los pies, con una sensación de placer, desde la acera de cemento. El sol, amigo de los huesos de los viejos, pensó.
Al otro lado de los ochocientos metros de ancho del Mississippi, Algiers, en la distante orilla, reverberaba bajo el sol. El río estaba oloroso hoy, aun cuando eso no era extraño. El olor, la lentitud y el barro eran parte de los estados de ánimo del «Padre de las Aguas». Como la vida, pensó, cieno y fango alrededor de uno, siempre igual.
Un barco de carga se deslizaba, rumbo al mar, su sirena ululando ante un convoy de barcazas. Las barcazas se hicieron a un lado; el carguero siguió adelante sin disminuir su velocidad. Pronto el barco cambiaría la soledad del río por una soledad mayor, la del océano. Se preguntó si los que estaban embarcados sabían eso, o si les importaba. Tal vez no. O quizá, como él mismo, habían llegado a saber que no había un lugar en el mundo en que el hombre no estuviera solo.
Volvió sus pasos hacia la cabina telefónica, y cerró la puerta con cuidado.
–Una llamada a Washington, D. C. con carta de crédito -informó al telefonista.
Pasaron algunos minutos, que incluyeron preguntas sobre la naturaleza de su negocio, antes de que lo conectaran con la persona que buscaba. Por último, llegó a la línea la voz prepotente y descortés del más poderoso líder de los trabajadores del país, y algunos decían, «del más corrompido».
–Vamos, hable.
–Buenos días -respondió Warren Trent-. Espero que no esté almorzando.
–Tiene tres minutos -dijo la voz cortante-. Ya ha desperdiciado quince segundos.
–Hace algún tiempo, cuando nos conocimos, usted me hizo una proposición. – Warren Trent habló con rapidez.– Es posible que no lo recuerde…
–Yo siempre me acuerdo. Hay algunas personas que desearían que no fuera así.
–Lamento haber sido algo brusco en aquella ocasión.
–Tengo un reloj aquí. Ha pasado medio minuto.
–Quiero hacer un trato.
–Soy yo quien hace los tratos. Los otros los aceptan.
–Si el tiempo es tan importante -dijo Warren Trent-, no lo malgastaremos en detalles. Durante muchos años ha tratado usted de poner el pie en las actividades hoteleras. También quiere fortalecer la posición de su sindicato en Nueva Orleáns. Le estoy ofreciendo una oportunidad.
–¿Cuál es el precio?
–Dos millones de dólares… en una primera hipoteca segura. A cambio de ello, usted consigue un puntal para el sindicato y redacta su propio contrato. Presumo que será razonable, desde el momento que su propio dinero está comprometido en ello.
–Bien -dijo la voz-, bien, bien, bien…
–Ahora, ¿quiere parar ese reloj?
Se oyó una risa en el otro extremo de la línea.
–No hay tal reloj. Es sorprendente, sin embargo, cómo la idea apresura a la gente. ¿Cuándo necesita el dinero?
–El dinero, el viernes. La decisión, antes de mañana al mediodía.
–Viene a mí en última instancia, ¿eh? ¿Cuando todos lo han rechazado?
No había objeto en mentir.
–Sí -fue su corta respuesta.
–¿Ha estado perdiendo dinero?
–No tanto que no pueda variarse el curso. La gente de O'Keefe piensa que puede cambiarse. Han hecho una oferta para comprar.
–Quizá fuera prudente aceptar.
–Si lo hago, ellos nunca le darán esta oportunidad.
Hubo un silencio que Warren Trent no perturbó. Podía sentir al otro hombre pensando, calculando. No tenía la menor duda de que su propuesta estaba siendo considerada con seriedad. Durante una década la Fraternidad Internacional de Jornaleros había intentado infiltrarse en el personal de la industria hotelera. Hasta entonces, sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus campañas de afiliación, había fracasado rotundamente. La causa había sido -en este caso especial- la unión entre los dueños de los hoteles, que temían a los Jornaleros, y los sindicatos más honrados, que los despreciaban. Para los Jornaleros, un contrato con el «St. Gregory» (hasta ahora, un hotel sin sindicatos) podía constituir una fisura en la maciza represa de la resistencia organizada.
En cuanto al dinero, una inversión de dos millones de dólares (si los Jornaleros deseaban hacerlo) sería sólo un pequeño bocado en el gran tesoro del sindicato. Ya habían gastado bastante más que eso, durante los años transcurridos en la fracasada campaña para afiliar a los empleados de hoteles.
Warren Trent sabía que dentro de la industria hotelera se le repudiaría y señalaría como traidor, si prosperaba el arreglo que había sugerido. Y entre sus propios empleados sería condenado con violencia, al menos por aquellos suficientemente informados para saber que habían sido traicionados.
Eran los empleados quienes perderían más. Si se firmaba un contrato con el sindicato, habría pequeños aumentos en los jornales, como se hacía en tales casos, como un gesto de generosidad. Pero el aumento, ya debía haberse hecho; en realidad, estaba en mora, y había tenido la intención de otorgarlo él mismo, si la refinanciación del hotel se hubiera arreglado de otra manera. El plan existente de la pensión de los empleados, se abandonaría en favor del sindicato, pero la ventaja sería para el tesoro de los Jornaleros. Lo más importante, la cuota para el sindicato (probablemente, de seis a diez dólares mensuales) sería obligatoria. De esta manera, no sólo cualquier aumento inmediato en los jornales quedaría anulado, sino que los ingresos de los empleados se verían disminuidos.
Bien, reflexionó Warren Trent, el oprobio de sus colegas en la industria hotelera, tendría que ser soportado. En cuanto al resto, endureció su conciencia recordando a Tom Earlshore y a los otros como él.
La imperativa voz en el teléfono interrumpió sus pensamientos.
–Le enviaré dos personas de mi personal financiero. Saldrán en avión esta tarde. Durante la noche examinarán sus libros. Y los examinarán bien; de manera que no pretenda esconder nada de lo que debemos saber -la inequívoca amenaza le recordaba que sólo los temerarios o los tontos trataban de burlarse del Sindicato de Jornaleros.
–No tengo nada que ocultar -manifestó con hosquedad el propietario del hotel-. Tendrá usted acceso a toda la información que poseo.
–Si mañana por la mañana mi gente me informa de que todo está bien, usted firmará un contrato con el sindicato del gremio por un término de tres años. – Era una decisión, no una pregunta.
–Naturalmente, estaré satisfecho de firmar. Desde luego, tendrá que haber una votación de los empleados, aun cuando estoy seguro de que puedo garantizar el resultado. – Warren Trent tuvo un momento de incomodidad, preguntándose si en realidad podía garantizarlo. Habría oposición para una alianza con el Sindicato de Jornaleros, de eso estaba seguro. Sin embargo, una buena cantidad de empleados seguirían su recomendación personal, si ejercía suficiente presión. La cuestión era: ¿Constituirían la mayoría necesaria?
–No habrá votación -declaró el presidente del sindicato.
–Pero la ley…
–No trate de enseñarnos lo que es la ley laboral. – La voz al otro extremo de la línea sonó colérica.– Sé más y mejor sobre ella, de lo que usted sabrá jamás. – Hubo una pausa. Luego la explicación en un gruñido.– Este será un Convenio voluntario de Reconocimiento. Nada en la ley dice que deba someterse a votación. No habrá votación.
Warren Trent pensó que podría hacerse en esa forma.
El procedimiento carecería de ética, sería inmoral; pero absolutamente legal. Su propia firma en el contrato con el sindicato, dadas las circunstancias, comprometería a todos los empleados del hotel, les gustara o no. Bien, pensó ceñudo, que así sea. Resolvería todo en forma mucho más simple, con el mismo resultado final.
–¿En qué forma resolverán la hipoteca? – preguntó Warren Trent. Era una zona delicada, lo sabía. En el pasado, las comisiones investigadoras del Senado habían censurado severamente a los Jornaleros por hacer fuertes inversiones en compañías con las que el sindicato tenía contratos laborales.
–Usted dará un documento pagadero al Fondo de Pensiones de los Jornaleros, por dos millones de dólares al ocho por ciento. El pagaré estará garantizado por una primera hipoteca sobre el hotel. La hipoteca la otorgará la Confederación de Jornaleros Sureños, en depósito para el Fondo de Pensiones.
El arreglo, comprendió Warren Trent, era diabólicamente inteligente. Contravenía el espíritu de todas las leyes que afectaban al uso de los fondos del sindicato, mientras desde un punto de vista técnico, se mantenía dentro de ellas.
–La obligación vencerá a los tres años, y si usted deja de pagar los intereses en dos vencimientos, será ejecutado.
–Estoy de acuerdo con las demás condiciones, pero necesito cinco años -objetó Warren Trent.
–Le doy tres.
Era un trato severo, pero tres años le darían tiempo, por lo menos, para restaurar la posición competitiva del hotel.
–Muy bien -respondió de mala gana.
Se oyó un clic cuando en el otro extremo se cortó la comunicación.
Al salir de la cabina telefónica, y a pesar de una nueva punzada de ciática, Warren Trent sonreía.
En cuanto a la presencia del periodista, durante la desdichada escena, desde luego era demasiado tarde para tratar de aminorar el daño ya producido. Para beneficio del hotel, Peter esperaba que quienquiera que tomara las decisiones con respecto a la importancia de las noticias, considerase el incidente como algo intrascendente.
Volviendo a su oficina en el entresuelo principal, se ocupó de los asuntos de trámite durante el resto de la mañana. Resistió la tentación de buscar a Christine, pues el instinto le decía que aquí también sería mejor dejar pasar un período de enfriamiento. Sin embargo, comprendió que muy pronto tendría que enmendar su monumental
gaffe
de horas antes.
Decidió ir a ver a Christine a mediodía, pero la intención fue eclipsada por una llamada telefónica del ayudante de gerencia de turno, quien le informó de que en la habitación ocupada por míster Stanley Kilbrick de Marshalltown, Iowa, se había cometido un robo. Aunque recién denunciado, todo sugería que el hecho debió de tener lugar durante la noche. Se alegaba que había desaparecido una larga lista de objetos valiosos y dinero en efectivo y, según el ayudante de gerencia, el huésped parecía muy alterado. Un detective del hotel estaba ya en el lugar del hecho.
Peter llamó al jefe de detectives. No tenía la menor idea de si Ogilvie estaba o no en el hotel, pues era un misterio su horario de trabajo, conocido por él mismo. Poco después, sin embargo, un mensaje avisó que Ogilvie se había hecho cargo del interrogatorio e informaría lo antes posible. Unos veinte minutos más tarde llegó a la oficina de Peter McDermott.
El jefe de detectives del hotel se dejó caer con cuidado en un sillón de cuero, frente al escritorio.
–¿Qué le parece el asunto? – preguntó Peter, tratando de disimular su instintivo rechazo.
–El individuo que ha sido robado, es un tonto. Se emborrachó. Esto es lo que le falta. – Ogilvie puso sobre el escritorio de Peter una lista escrita a mano.– Me guardo una copia para mí.
–Gracias. Se la pasaré a nuestra compañía de seguros. Y en cuanto a la habitación… ¿hay alguna evidencia de que la puerta haya sido forzada?
–Con seguridad, se trata de un asunto de llave -sentenció el detective-. Todo lo indica. Kilbrick admite que estuvo de juerga anoche, en el Quarter. Creo que todavía debería andar pegado a la falda de su madre. Dice que perdió su llave. No cambiará el relato. Pero es más probable que haya caído en unas de esas absurdas trampas que tienden las mujeres de los bares.
–¿No comprende que si es franco con nosotros, tendremos mayor probabilidad de recobrar lo que le robaron?
–Se lo dije. Pero no sirvió de nada. Por lo pronto, en este mismo momento siente que lo han timado. Además, imagina que el seguro del hotel cubrirá lo que ha perdido. ¡Tal vez un poco más! Dice que tenía cuatrocientos dólares en la cartera.
–¿Usted lo cree?
–No.
Bien, pensó Peter, mejor será que el huésped despierte. El seguro del hotel cubre la pérdida de artículos hasta un valor de cien dólares, pero no dinero en efectivo. Ni un dólar.
–¿Qué piensa usted en cuanto al resto? ¿Cree usted que se trata de un caso único?
–No, no lo creo -replicó Ogilvie-. Me parece que nos ha caído un ladrón profesional de hoteles, y que está trabajando aquí dentro.
–¿Qué le hace pensar eso?
–Algo que ha sucedido esta mañana. Una queja de la habitación 641. Supongo que todavía no le ha llegado a usted.
–Si ha llegado, no la he visto aún.
–Temprano, casi al amanecer según entiendo, alguien entró en la 641 con una llave. El cliente de la habitación se despertó. El otro se hizo pasar por borracho y dijo que se había equivocado con la 614. El que estaba en la habitación volvió a dormirse, pero cuando se despertó esta mañana, se sorprendió de que la llave de la 614 abriera la 641. Fue entonces cuando me enteré.
–En el mostrador de recepción pudieron haberle dado la llave equivocada.
–Podía haber ocurrido, pero no fue así. Lo comprobé. El empleado nocturno jura que ninguna de las dos llaves salió del casillero. En la 614 hay un matrimonio; se acostaron temprano y no se movieron.
–¿Tenemos la descripción del hombre que entró en la 641?
–Es muy vaga, de modo que no sirve de nada. Para estar seguro, reuní a los dos hombres de las habitaciones 614 y 641. El de la 614 no fue a la habitación 641. También probé las llaves; ninguna de ellas abre la otra habitación.
–Se diría que tiene usted razón en cuanto a que se trata de un ladrón profesional. En ese caso tendríamos que planear una campaña.
–Ya he hecho algunas cosas -aclaró Ogilvie-. Les he dicho a los empleados del mostrador de recepción que durante los próximos días, exijan los nombres de las personas al entregarles las llaves. Si encuentran algo extraño, entregarán la llave, pero se fijarán detenidamente en la persona que la lleve, avisando en seguida a mi personal. Ya se ha informado a las camareras y botones para que estén atentos por si aparecen vagos o cualquier sujeto extraño. Mis hombres trabajarán horas extras, recorriendo los pisos durante la noche.
–Eso parece bien -aprobó Peter-. ¿Ha pensado en quedarse en el hotel, usted mismo, por uno o dos días? Le conseguiré una habitación si lo desea.
Peter advirtió una vaga expresión de contrariedad en el rostro del gordo. Este negó con la cabeza.
–No será necesario.
–Pero, ¿usted andará por aquí… disponible?
–¡Por supuesto! – Las palabras eran enfáticas, pero sonaron extrañas, faltas de convicción. Como si advirtiera la deficiencia, Ogilvie agregó:- Aunque no estuviera aquí siempre, mis hombres saben lo que deben hacer.
–¿Cuál es nuestro arreglo con la Policía? – preguntó Peter, todavía pensativo.
–Habrá un par de hombres vestidos de civil. Les diré lo que pienso, y supongo que harán alguna investigación para saber quién puede estar en la ciudad. Si se tratara de algún individuo con antecedentes, podríamos apresarlo.
–Entretanto, por supuesto, nuestro amigo, quienquiera que sea, no permanecerá quieto.
–Eso es seguro. Y si es tan listo como imagino, ya sabrá que andamos detrás de él. De manera que es probable que trabaje aprisa, y luego se largue.
–Lo que es una razón más -señaló Peter-, para que usted esté a mano.
–Creo que lo he previsto todo -protestó Ogilvie.
–Yo también lo creo así. En realidad, no puedo pensar en nada que haya quedado sin cubrir. Lo que me preocupa es que, cuando usted no esté aquí, otro no sea tan eficiente o tan rápido.
Peter pensó que por muchos defectos que tuviera el jefe de detectives, conocía su trabajo y lo hacía bien, cuando quería. Pero era irritante que su recíproca relación hiciera necesario tener que rogarle algo tan obvio como esto.
–No hay nada que pueda preocuparlo -dijo Ogilvie. Pero su instinto le decía a Peter que, por alguna razón, el gordo estaba preocupado mientras enderezaba su voluminoso cuerpo y abandonaba la oficina.
Después de uno o dos minutos Peter lo siguió, deteniéndose sólo para dar instrucciones a fin de que se notificara el robo a la compañía de seguros del hotel, conjuntamente con el inventario de las cosas robadas que Ogilvie le había dado.
Peter recorrió la corta distancia que lo separaba de la oficina de Christine. Se sintió decepcionado al comprobar que no estaba. Decidió volver en seguida de almorzar.
Bajó hasta el vestíbulo y caminó hacia el comedor principal. Al entrar observó el agitado movimiento al servirse el almuerzo, que reflejaba la gran cantidad de huéspedes que había en el hotel.
Peter hizo un.amable saludo con la cabeza a Max, el
maître,
que se acercó presuroso.
–Buenos días, míster McDermott. ¿Una mesa para usted solo?
–No, gracias, me uniré a la colonia de los penados. – Peter rara vez usaba su privilegio, como subgerente general, de ocupar su propia mesa en el comedor principal. La mayoría de las veces prefería reunirse con otros miembros del personal ejecutivo, en la gran mesa circular reservada para ellos, próxima a la cocina.
El contador general del «St. Gregory», Royall Edwards y el fornido y calvo gerente de créditos Sam Jakubiec, estaban almorzando cuando Peter se les reunió. Doc Vickery, el jefe de mecánicos, que había llegado unos minutos antes, estudiaba el menú. Sentándose en la silla que Max había retirado y le ofrecía, Peter preguntó:
–¿Qué me recomiendan?
–Pruebe la sopa de berros -dijo Jakubiec, entre sorbo y sorbo de la que tenía delante-. No es como la hecha por nuestra madre; es mucho mejor.
–La especialidad de hoy es el pollo frito -agregó, con su voz precisa de contador, Royall Edwards-. Lo hemos pedido.
Cuando el
maître
se alejó, apareció un joven camarero para atenderlos. A pesar de las instrucciones dadas en contra, la «colonia penal» (al estilo propio de los ejecutivos) recibía en forma invariable, la más esmerada atención en el comedor. Era difícil, como Peter y los otros ya habían descubierto, persuadir a los empleados de que los clientes que pagaban el hotel eran más importantes que los ejecutivos que lo administraban.
El mecánico jefe cerró su menú, atisbando por encima de sus anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se habían deslizado hasta la punta de su nariz.
–Lo mismo para mí, hijo.
–Yo también me adhiero -dijo Peter, devolviendo el menú, que no había abierto.
El camarero titubeó.
–No estoy seguro de que esté tan bueno el pollo frito, señor. Tal vez prefiera otra cosa.
–Bien -exclamó Jakubiec-, ¡buena hora para
decirnos
eso
!
–Puedo cambiar su pedido sin inconveniente, míster Jakubiec. El suyo también, míster Edwards.
–¿Qué le pasa al pollo frito? – preguntó Peter.
–Quizá no debí decirlo -el joven camarero se movía incómodo-, pero sucede que hemos recibido quejas. Parece que no ha gustado a la gente. – Volvió la cabeza mientras por un momento recorría el atareado comedor con la mirada.
–En ese caso -le dijo Peter-, tengo curiosidad por saber la razón. De manera que deje mi pedido como está.
Con una sombra de disgusto, los otros acordaron hacer lo mismo.
Cuando el camarero se fue, Jakubiec preguntó:
–¿Qué significa ese rumor de que nuestra convención de dentistas puede marcharse en cualquier momento?
–Lo que ha oído es cierto, Sam. Esta tarde sabré si sólo se trata de un rumor. – Peter comenzó a tomar la sopa que había aparecido como por arte de magia, y luego describió la escena de una hora antes en el vestíbulo. Los rostros de los otros se tornaron serios a medida que escuchaban,
–He observado que los desastres rara vez llegan solos -señaló Royall Edwards-, y juzgando por nuestros últimos resultados financieros, que ustedes, caballeros, conocen, éste podría ser uno más.
–Si resulta así -comentó el jefe de mecánicos-, no cabe duda de que lo primero que hará usted es cercenar dinero del presupuesto previsto para las maquinarias.
–Eso -dijo el contador general-, o suprimirlo por completo.
El jefe protestó, poco divertido.
–Tal vez nos eliminen a todos -acotó Sam Jakubiec-, si la gente de O'Keefe se hace cargo de esto. – Miró inquisitivo a Peter, pero Royall Edwards hizo un gesto con la cabeza, advirtiendo que el camarero se acercaba. El grupo permaneció silencioso, mientras el joven servía con destreza al contador general y al gerente de créditos, en tanto alrededor continuaba el murmullo del comedor, un apagado ruido de platos, y el pasar de los camareros por la puerta de la cocina.
–Bien, ¿cuál es la novedad? – interrogó Jakubiec, cuando el camarero se alejó.
–No sé una palabra, Sam, excepto que esta sopa está muy buena.
–Si recuerda -dijo Royall Edwards-, se la recomendamos, y ahora les ofreceré un consejo: retiren el pedido, ya que pueden -había probado el pollo frito que le sirvieron a él y a Jakubiec un momento antes. Luego dejó el cuchillo y el tenedor-. Sugiero que otra vez escuchemos con más respeto el consejo del camarero.
–¿Tan malo está? – inquirió Peter.
–Supongo que no -replicó el contador general-, si le gusta la comida rancia.
Con cierta duda, Jakubiec probó de su propio plato, mientras los otros lo observaban.
–Aparten eso. Si tuviera que pagar por este plato… yo no lo haría-dijo al fin.
Incorporándose en su asiento, Peter vio al
maître,
al otro lado del comedor, y le hizo señas para que se acercara.
–Max ¿está de servicio el
chef
Hébrand?
–No, míster McDermott. Tengo entendido que está enfermo. En su lugar está el
sub-chef
Lemieux -agregó el
maitre
con ansiedad-. Si se trata del pollo frito, le aseguro a usted que todo se ha resuelto. Hemos dejado de servir ese plato, y donde se han tenido quejas, se les ha cambiado el menú -sus ojos se dirigieron hacia la mesa-. Haremos lo mismo aquí, en seguida.