Le había llevado menos de un minuto apreciar en toda su magnitud la situación del vestíbulo, aun cuando las explicaciones continuaban todavía. El prestigioso negro de mediana edad, sentado ahora tranquilamente al lado del escritorio, el indignado doctor Ingram -respetado Presidente del Congreso de Odontólogos- y el ayudante de gerencia, indiferente por completo ahora que le habían quitado de sus hombros la responsabilidad… Este sólo informaba a Peter de todo lo que necesitaba saber.
Era evidente que de pronto había surgido una crisis, que si no se resolvía con tino, podía causar una explosión mayor.
Advirtió la presencia de dos espectadores: Curtis O'Keefe, cuyo rostro le era familiar a través de las muchas fotografías publicadas, observaba con atención desde una discreta distancia. El segundo espectador era el hombre joven, de hombros anchos y anteojos de gruesa armazón, que vestía pantalones de franela gris con una chaqueta de
tweed.
Estaba de pie, y tenía a su lado una maleta con muchas etiquetas, en apariencia observando indiferente el vestíbulo y, sin embargo, sin perder detalle de la dramática escena que se desarrollaba en el escritorio del ayudante de gerencia.
El Presidente de la Reunión de Odontólogos se puso de pie en toda su corta estatura, con su rostro redondo y rubicundo, encendido, y los labios apretados, bajo el pelo lacio y canoso.
–Míster McDermott, si usted y su hotel persisten en este increíble insulto, le advierto honradamente que les traerá una serie de problemas -los ojos del diminuto doctor brillaban coléricos, mientras levantaba la voz-. El doctor Nicholas es un miembro altamente distinguido de nuestra profesión. Si usted rehusa alojarlo, permítame decirle que inflige una ofensa personal a mí y a todos los miembros de nuestro congreso.
Peter pensó: «si estuviera al margen y no involucrado, probablemente me alegraría mucho de esto». La realidad le previno:
«Estoy involucrado.
Mi tarea es sacar en alguna forma esta escena fuera del vestíbulo.»
–Tal vez usted y el doctor Nicholas -sugirió, mirando al negro con cortesía-, quieran pasar a mi oficina, donde podríamos hablar de esto con calma.
–¡No, señor! Lo discutiremos aquí mismo. No iremos a ningún oscuro y oculto rincón -el fiero y diminuto doctor apoyó firmemente los pies-. ¡Ahora, veamos…! ¿Va a admitir a mi amigo y colega, el doctor Nicholas, o no?
Las cabezas comenzaban a volverse. Algunas personas se habían detenido en su camino a través del vestíbulo. El hombre con la chaqueta de
tweed,
todavía simulando desinterés, se había acercado.
Peter McDermott pensó con desmayo: Qué treta del destino lo había colocado en oposición a un hombre como el doctor Ingram, a quien instintivamente admiraba. También era una ironía que ayer Peter hubiera discutido contra la política de Warren Trent, que había creado este incidente. El doctor Ingram, con impaciencia, había preguntado: «¿Va usted a admitir a mi amigo o no?» Por un momento Peter estuvo tentado de contestar que sí… y ¡al demonio con las consecuencias…! Pero sabía que era inútil.
Había ciertas órdenes que podía dar a los recepcionistas, pero admitir a un negro como huésped, no estaba entre ellas. En ese sentido las instrucciones eran firmes, y sólo podrían ser alteradas por el propietario del hotel. Discutirlo con el empleado de la recepción, sólo prolongaría la escena, y al final no se ganaría nada.
–Lamento tanto como usted, doctor Ingram, tener que hacer esto. Por desgracia hay una reglamentación en el hotel, que me impide ofrecer alojamiento al doctor Nicholas. Ojalá pudiera cambiarla, pero no tengo autoridad.
–Quiere decir que una reserva confirmada, no significa nada.
–Significa mucho. Pero hay ciertas cosas que debimos aclarar cuando se registró la convención. Es nuestra la culpa, si no se hizo.
–Si lo hubiera hecho -espetó el diminuto doctor-, la Convención no hubiera venido aquí. Aún más, todavía la puede perder.
El ayudante de gerencia intervino:
–Les ofrecí encontrarles otro alojamiento, míster McDermott.
–¡No nos interesa! – El doctor Ingram se volvió hacia Peter.– McDermott, usted es un hombre joven, y supongo que inteligente. ¿Qué es lo que siente con respecto a lo que está haciendo en este mismo momento?
Peter pensó: «¿Por qué eludirlo?»
–Francamente, doctor -replicó-, rara vez he tenido más vergüenza. – Y agregó para sí mismo, en silencio: «Si tuviera el coraje de una convicción, me marcharía de este hotel», pero la razón argüyó: «Si lo hiciera, ¿qué se lograría?» El doctor Nicholas no conseguiría una habitación, y en cambio se acallaría en forma efectiva el derecho de Peter a levantar una protesta ante Warren Trent, un derecho que había ejercido ayer y que intentaba ejercer otra vez. Por esa sola razón, ¿acaso no era mejor quedarse y hacer, a la larga, lo mejor que se pudiera? Sin embargo, hubiera deseado estar más seguro.
–¡Al diablo, Jim! – Había angustia en la voz del médico más viejo.– No voy a aceptar esto.
–No simularé que no duele -dijo el negro, moviendo la cabeza-, y supongo que mis amigos militantes me dirán que debí luchar más -se encogió de hombros-. Bien mirado, prefiero la investigación. Hay un avión que parte esta tarde para el norte. Trataré de alcanzarlo.
–¿Es que usted no
comprende?
-El doctor Ingram se dirigía a Peter.– Este hombre es un profesor respetado y un investigador. Tiene que presentar uno de los trabajos más importantes.
Peter pensó con desesperación: «Tiene que haber una salida…»
–No sé… -dijo-, si ustedes quisieran considerar una sugerencia. Si el doctor Nicholas quiere aceptar hospedarse en otro hotel, yo me encargaré de que asista a las reuniones aquí. – Peter comprendió que era temerario lo que hacía. Era difícil asegurarlo, y significaría un encuentro violento con Warren Trent. Pero eso iba a lograrlo o renunciaría.
–¿Y la parte social…, las comidas y almuerzos…? – Los ojos del negro estaban fijos en los suyos.
Peter negó con la cabeza. Era inútil prometer lo que no podría cumplir.
El doctor Nicholas se encogió de hombros. Su rostro se endureció.
–No tendría sentido, doctor Ingram; le mandaré por correo mis trabajos para que puedan circular. Hay algunas cosas que le van a interesar.
–Jim… -el diminuto hombre canoso estaba muy perturbado-. Jim, no sé qué decirte, salvo que aún no se ha dicho la última palabra en este asunto. – El doctor Nicholas se volvió para tomar su maleta.
–Buscaré un botones -dijo Peter.
–¡No! – el doctor Ingram lo apartó-. Llevar esta maleta es un privilegio que me reservo.
–Excúsenme, caballeros -era la voz del hombre con la chaqueta de
tweed
y anteojos. Al darse vuelta, se escuchó el obturador de una máquina fotográfica-. Ha sido una buena toma -dijo-, tomaré una más. – Miró a través del dispositivo de una «Rolleiflex», y el obturador volvió a funcionar. Bajando la cámara comentó:- Estas películas rápidas son extraordinarias. Hasta hace poco tiempo hubiera necesitado un flash para tomar estas fotos.
–¿Quién es usted? – preguntó Peter McDermott con voz tajante.
–Qué quiere saber: ¿quién soy o qué soy?
–Como sea, esto es propiedad privada. El hotel…
–¡Oh, vamos! ¡Dejemos de lado esa vieja historia! – El fotógrafo estaba ajusfando su cámara. Levantó los ojos mientras Peter daba un paso adelante, hacia él.– Y yo de usted, no intentaría nada. Su hotel va a oler muy mal cuando yo termine con este asunto, y si quiere añadir el mal trato a un fotógrafo, ¡hágalo! – Se sonreía, mientras Peter titubeaba.– Diría que usted piensa con rapidez.
–¿Es usted periodista? – preguntó el doctor Ingram.
–Buena pregunta, doctor. – El hombre de los anteojos se sonrió.– Algunas veces mi editor dice que no, aunque me parece que hoy no opinará así, y menos, cuando reciba esta pequeña joya obtenida en mis vacaciones.
–¿De qué diario? – preguntó Peter. Esperaba que se tratara de uno insignificante.
–
New York Herald Trib.
–Bien -el presidente de los dentistas asintió con aprobación-. Ellos harán el trabajo importante. Espero que haya visto lo que ocurrió.
–Puedo asegurarle que lo vi todo -dijo el periodista-. Necesitaré que me dé algunos detalles; así podré escribir correctamente los nombres. Primero, creo, me gustaría otra instantánea fuera… usted y el otro doctor, juntos.
El doctor Ingram tomó del brazo a su colega negro.
–Es la forma de luchar contra estas cosas, Jim. Sacaremos a relucir el nombre de este hotel en todos los diarios del país.
–Está en lo cierto -convino el periodista-. Los servicios telegráficos se encargarán de eso; mis fotografías también, me imagino.
El doctor Nicholas asintió con lentitud.
No había nada que hacer, pensó Peter, ceñudo. Absolutamente nada que hacer. Advirtió que Curtis O'Keefe había desaparecido.
Mientras los otros se alejaban, el doctor Ingram decía: -Me gustaría hacer esto muy rápido. Tan pronto tenga las fotografías, trataré de sacar nuestra convención de este hotel. La única manera es golpear a la gente donde lo siente más… financieramente… -Su voz clara y franca se alejó por el vestíbulo.
–¿Ha habido alguna novedad? ¿Sabe algo más la Policía?
Eran cerca de las once de la mañana. Otra vez en la intimidad de la
Presidential Suite,
la duquesa y su marido, ansiosos, se encontraron con el detective del hotel. El obeso cuerpo de Ogilvie desbordaba de la silla que había elegido para sentarse, y ésta crujía a cada movimiento de su ocupante.
Estaban en la espaciosa sala llena de sol, con las puertas cerradas. Como el día anterior, la duquesa había despachado a su secretario y a la camarera a hacer recados innecesarios. Ogilvie consideró la pregunta de la duquesa, antes de responder.
–Ya han inspeccionado muchos lugares donde
no está
el coche que buscan. Por lo que he podido enterarme, han estado trabajando en los alrededores y en los suburbios, utilizando todos los hombres de que disponen. Todavía tienen otras zonas que cubrir, aun cuando creo que mañana comenzarán a buscar en lugares más céntricos.
Había habido un cambio sutil desde el día anterior en la relación entre los Croydon y Ogilvie. Antes habían sido antagonistas. Ahora eran conspiradores, aunque con cierta inseguridad, como buscando su camino hacia una alianza que todavía no estaba bien definida.
–Si hay tan poco tiempo -dijo la duquesa-, lo estamos desperdiciando.
Los ojos del detective se endurecieron.
–¿Se imagina que voy a sacar el coche ahora? ¿En pleno día? ¿Que lo estacione en Canal Street?
Insospechadamente, el duque de Croydon habló por primera vez.
–Mi esposa ha estado bajo una tensión terrible. No es necesario ser grosero con ella.
La expresión de escepticismo se mantuvo en el rostro de Ogilvie.
Tomó un cigarro del bolsillo de su chaqueta, lo miró y luego, súbitamente, volvió a ponerlo en el bolsillo.
–Creo que todos estamos un poco tensos; y seguiremos así hasta que todo haya terminado.
La duquesa no podía reprimir su impaciencia.
–Eso no importa. Tengo más interés en lo que está sucediendo ahora. ¿La policía sabe ya que busca un «Jaguar»?
La enorme cabeza, con papada, se movió despacio de un lado a otro:
–Cuando lo sepan, no tardaremos en enterarnos. Como le dije, siendo el coche de ustedes extranjero, puede llevarles unos días el identificarlo.
–¿No hay alguna señal… de que estén ahora menos interesados? Sucede a veces que cuando se presta mucha atención a algo, después de uno o dos días sin que suceda nada, la gente pierde interés.
–¿Está usted loca? – Había sorpresa en la cara del gordo.– ¿Ha leído usted el diario de la mañana?
–Sí -respondió la duquesa-. Lo vi. Y supongo que mi pregunta era sólo una expresión de deseos.
–Nada ha cambiado -declaró Ogilvie-, excepto que tal vez la Policía esté más decidida. Hay muchas reputaciones pendientes de la solución de este caso, y los policías saben que si no la logran, habrá una conmoción empezando por los de arriba. El alcalde está muy interesado, de modo que también está metida la política.
–¿Quiere decir que sacar el coche de la ciudad, sin ser visto, será más difícil que nunca?
–Digámoslo así, duquesa. Hasta el último de los policías sabe que si descubre el automóvil que buscan,
su automóvil,
significa que se coserán unos galones en su manga una hora después. Tienen las pupilas aguzadas. Va a ser difícil.
Hubo un silencio durante el cual no se oyó más que la pesada respiración de Ogilvie. Era evidente cuál iba a ser la próxima pregunta. Pero parecía haber cierta reticencia en formularla, como si la respuesta pudiera ser una liberación o una esperanza frustrada.
–¿Cuándo se propone partir? – dijo, por último, la duquesa de Croydon-. ¿Cuándo conducirá el coche hacia el Norte?
–Esta noche -respondió Ogilvie-. Por eso he venido a verlos.
Se oyó un suspiro de alivio del duque.
–¿Cómo se las arreglará -preguntó la duquesa-, para que no lo vean?
–No aseguro que lo logre. Pero tengo algunas ideas.
–Continúe.
–Me imagino que el mejor momento para salir es alrededor de la una.
–¿De la madrugada?
–A esa hora no hay mucho trabajo -respondió Ogilvie, asintiendo-. El tránsito está tranquilo. No demasiado.
–i Pero podrán verlo!
–Me pueden ver en cualquier momento. Tenemos que correr el albur de tener suerte.
–Si logra salir… ¿hasta dónde llegará?
–A las seis ya habrá luz. Supongo que estaré en Mississippi, y con mucha probabilidad, en los alrededores de Macón.
–Eso no es muy lejos -protestó la duquesa-. Sólo en la mitad del Mississippi. Ni siquiera una cuarta parte del camino a Chicago.
El gordo se movió en la silla, que crujió.
–¿Cree usted que voy a conducir a toda velocidad, superando records? ¡Tal vez así me eche encima un patrullero que me detenga!
–No, no creo eso. Sólo me interesa que lleve el coche lo más lejos posible de Nueva Orleáns. ¿Qué hará durante el día?
–Me detendré y me ocultaré. Hay muchos lugares en Mississippi.
–¿Y luego?
–Pronto oscurece. Continuaré. Seguiré a través de Alabama, Tennessee, Kentucky e Indiana.
–Pero, ¿cuándo considera usted que no habrá ya peligro, ningún peligro?
–Supongo que en Indiana.
–Creo que sí.
–¿De manera que llegará el sábado a Chicago?
–El sábado por la mañana.
–Muy bien -replicó la duquesa-. Mi marido y yo volaremos a Chicago el viernes por la noche. Pararemos en el «Drake Hotel» y allí esperaremos hasta saber de usted.
El duque se miraba las manos, evitando encontrarse con los ojos de Ogilvie.
El detective dijo llanamente:
–Tendrán noticias mías.
–¿Necesita algo?
–Una orden para el garaje. Puede ser necesaria, diciendo que me autorizan a retirar el coche.
–La escribiré ahora mismo. – La duquesa cruzó la habitación dirigiéndose a un
secretaire.
Escribió con rapidez, y un momento después volvió con una hoja de papel doblada.– Esto bastará.
Sin mirar el papel, Ogilvie lo puso en su bolsillo. Sus ojos permanecían fijos en el rostro de la duquesa. Hubo un silencio embarazoso.
–¿No es eso lo que quería? – preguntó ella.
El duque de Croydon se incorporó y se alejó muy erguido. Volviendo la espalda, dijo con displicencia:
–Es el dinero. Lo que quiere es el dinero…
Los rasgos carnosos de Ogilvie se plegaron en una sonrisa estúpida.
–Eso es, duquesa. Diez mil ahora, como dijimos. Quince mil el sábado, en Chicago.
La, duquesa se llevó los enjoyados dedos, rápidamente, a las sienes, en un gesto de aturdimiento.
–No sé cómo… lo olvidé. Ha habido tantas otras cosas.
–No se preocupe. Yo me hubiera acordado.
–Tendrá que ser esta tarde. Nuestro Banco tiene que…
–En efectivo -dijo el gordo-. Que sean billetes no mayores de veinte dólares, y que no sean nuevos.
–¿Por qué? – interrogó ella, mirándolo fijamente.
–Porque de ese modo no se los puede rastrear.
–¿No confía en nosotros?
–En un asunto como éste -replicó el gordo, meneando negativamente la cabeza-, es más prudente no confiar en nadie.
–Entonces, ¿por qué tenemos nosotros que confiar en usted?
–Porque tengo otros quince grandes que me esperan. – La curiosa voz de falsete tenía un dejo de impaciencia.– Y recuerde… Esos también tienen que ser en efectivo, y los Bancos no abren los sábados.
–Suponga -dijo la duquesa-, que en Chicago no le pagáramos.
Ya no había una sonrisa en el rostro del detective, ni siquiera una mala imitación.
–Me alegro de que traiga ese asunto a colación -dijo Ogilvie-. Así nos entenderemos.
–Creo que le entiendo, pero dígamelo.
–Lo que sucederá en Chicago, duquesa, es esto. Estacionaré el coche, pero usted no sabrá dónde está. Llegaré al hotel y cobraré los quince. Cuando tenga el dinero, le daré las llaves y le diré dónde hallará el coche.
–No ha respondido a mi pregunta.
–Voy a hacerlo. – Los ojos de cerdo brillaron.– Si algo anda mal… como por ejemplo que usted diga que no tiene el dinero porque olvidó que los Bancos no están abiertos los sábados, llamaré a la Policía… allí mismo en Chicago.
–Tendría mucho que explicar sobre usted mismo. Entre otras cosas, cómo es que usted ha conducido el coche hacia el Norte.
–En eso no habrá ningún misterio. Diré que ustedes me pagaron doscientos dólares, que tendré conmigo, por traer el coche. Dijeron que era demasiado lejos para conducirlo ustedes mismos. Que usted y el duque querían venir por avión. Y que hasta llegar a Chicago, no me había fijado detenidamente en el coche… ni imaginaba lo que podía ser. De manera que… -Los enormes hombros se encogieron.
–No tenemos intención -le aseguró la duquesa de Croydon-, de dejar de cumplir nuestra parte del trato. Pero lo mismo que usted, queremos estar seguros de entendernos mutuamente.
–Supongo que nos entendemos -asintió Ogilvie.
–Vuelva a las cinco -dijo la duquesa-. Tendremos el dinero.
Ogilvie se fue; el duque de Croydon volvió de su aislamiento, voluntariamente impuesto, del otro lado de la habitación. Sobre un parador había una bandeja con vasos y botellas, reemplazadas la noche anterior. Vertiendo una buena dosis de whisky, le agregó soda y se lo bebió.
–Comenzamos temprano otra vez -anotó la duquesa con acritud.
–Es un agente de limpieza. – Se sirvió otro vaso, pero esta vez bebió con más lentitud.– Cuando estoy en la misma habitación con ese hombre, me siento sucio.
–Es obvio que él es menos delicado. De otra manera podría objetar la compañía de un borracho, asesino de una criatura…
El rostro del duque se puso pálido. Sus manos temblaban al dejar el vaso.
–Ese es un golpe bajo, mujer.
–…y que además huye -agregó ella.
–¡Gran Dios…! ¡Eso te costará caro! – Era un grito colérico. Sus puños se cerraron y, por un momento, pareció que iba a golpearla.– ¡Fuiste tú…! ¡Tú, la que quiso seguir y no volver luego! Si no hubiera sido por ti, yo lo habría hecho. Dijiste que no serviría de nada. Ayer mismo hubiera ido a la Policía. ¡Tú te opusiste! De manera que ahora tenemos a
ese…
ese leproso que nos robará hasta el último vestigio… -La voz enmudeció.
–¿Debo entender -preguntó la duquesa-, que ha terminado uno de tus ataques de histeria? – No hubo respuesta, y continuó:- Puedo recordarte que necesitaste muy poca persuasión para actuar en la forma que lo hiciste. Si hubieras deseado, o si hubieras tenido la intención de proceder de otra manera, mi opinión no te habría importado lo más mínimo. En cuanto a la lepra, dudo mucho que te hayas contagiado, pues te has mantenido cuidadosamente a un lado, dejando que todo lo que había que arreglar con el hombre, lo hiciera yo.
Su marido suspiró.
–Ya debía saber que era inútil discutir. Lo siento…
–Si se necesita discutir para que pongas en claro tus pensamientos -dijo con indiferencia-, no tengo ningún inconveniente en hacerlo.
El duque había recuperado su bebida y hacía girar el vaso.
–Es curioso -dijo-. Por un momento tuve la sensación de que todo esto, por malo que fuera, nos había acercado.
Las palabras eran, tan evidentemente, una imploración, que la duquesa vaciló. Para ella también la entrevista con Ogilvie había sido humillante y agotadora. Por un momento, muy dentro de su alma, sintió un deseo de tranquilidad. Sin embargo, por desgracia, el esfuerzo de una reconciliación estaba más allá de su posibilidad.
–Si así ha sido no lo he advertido -replicó. Luego con un tono más áspero añadió-: De cualquier manera, no tenemos tiempo para sentimentalismos.
–¡Tienes razón! – Como si las palabras de su esposa hubieran sido una señal, el duque bebió todo el contenido de su vaso, y se sirvió otro.
–Te agradecería -dijo ella con severidad- que, por lo menos, te mantuvieras consciente. Supongo que yo también tendré que ocuparme de los asuntos del Banco, pero hay papeles que necesitan tu firma.