Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (18 page)

De pronto Dodo se echó a reír. Cuando los hombres volvieron la cabeza en forma instintiva, ella dijo:

–Quizá no haya. Quiero decir que con tantos transportadores ¿quién va a necesitarlos?

Curtis O'Keefe la miró con fijeza. Había momentos en que se preguntaba si Dodo no sería algo más inteligente de lo que demostraba ser.

Ante la reacción de Dodo, Warren Trent se sonrojó incómodo. Entonces le dijo en forma cortés:

–Le ruego que me disculpe, estimada señora, por una elección de palabras poco afortunada.

–Eh, no se preocupe por mí. – Dodo parecía sorprendida.– De cualquier manera pienso que éste es un hermoso hotel -volvió sus ojos grandes y de aspecto inocente hacia O'Keefe-: Curtie, ¿por qué tienes que echarlo abajo?

–Estaba pensando en una posibilidad, solamente. De cualquier modo, Warren, es tiempo que deje el negocio de hoteles.

La respuesta, para su sorpresa, fue suave comparada con la aspereza de momentos antes.

–Aunque quisiera hacerlo, hay otra gente que considerar además de mi persona. Muchos de mis empleados más antiguos dependen de mí lo mismo que yo dependo de ellos. Usted me dice que su proyecto es reemplazar gente con cosas automáticas. No podría marcharme sabiéndolo. Le debo a mi personal por lo menos eso, a cambio de la lealtad con que me han servido.

–¿Se lo debe? ¿Es leal algún personal de hotel? ¿Acaso la mayoría de ellos no lo vendería a usted en el instante que significara una ventaja para ellos?

–Le aseguro que no. He manejado este hotel más de treinta años y en ese tiempo se crea la lealtad. Tal vez tenga usted menos experiencia en ese sentido.

–Tengo mis opiniones con respecto a la lealtad. – O'Keefe hablaba con expresión ausente. Estaba recordando el informe de Ogden Bailey y del joven ayudante Sean Hall que había leído antes. Era a Hall a quien le había prevenido que no entrara en demasiados detalles, pero uno de ellos, que ahora podía resultar de utilidad había sido incluido en el sumario escrito. El hotelero se concentró. Por fin dijo:- Usted tiene un antiguo empleado, que es responsable de su «Pontalba Bar», ¿no es así?

–Sí… Tom Earlshore. Ha estado trabajando aquí tanto tiempo como yo.

En cierta forma, pensó Warren Trent, Tom Earlshore representaba a todos los empleados más antiguos, a quienes no podía abandonar. El mismo había contratado a Earlshore cuando ambos eran jóvenes, y ahora, si bien la cabeza del viejo barman se inclinaba y su trabajo se hacía más lento, era uno de aquellos a quienes Warren Trent consideraba como amigo personal. Y como se hace con un amigo, también había ayudado a Tom Earlshore. Hubo una época en que la hijita de Earlshore, que había nacido con una cadera deformada, fue internada en la «Clínica Mayo» para ser operada con éxito, mediante la influencia de Warren Trent. Luego, sin decir palabra, había pagado la cuenta, por lo que Tom Earlshore hacía mucho tiempo había declarado su eterna gratitud y devoción. La niñita de Earlshore era ahora una mujer casada y con hijos, pero el lazo entre su padre y el dueño del hotel todavía existía.

–Si hay alguna persona a quien confiaría cualquier cosa es a Tom.

–Sería usted tonto si lo hiciera -dijo O'Keefe cortante-. Me han informado de que le está chupando la sangre.

En el profundo silencio que siguió, O'Keefe comenzó a relatar los hechos. Había muchas maneras por las cuales un barman infiel podía robar a su patrón… sirviendo medidas escasas para obtener una o dos copas extras de cada botella; no registrando todas las ventas; introduciendo licor comprado por él, en forma privada, en el bar, de manera que una verificación de inventario no demostraría disminución de existencia, pero el producto, con sustanciales beneficios, sería para el barman mismo. Tom Earlshore, al parecer, estaba utilizando los tres métodos. También de acuerdo con el informe de Sean Hall que abarcaba algunas semanas, los dos ayudantes de Earlshore estaban en combinación.

–Un alto porcentaje de los beneficios de su bar es sustraído -declaró O'Keefe-, y a juzgar por otras cosas en general, diría que está sucediendo desde hace mucho tiempo.

Durante el informe Warren Trent había permanecido sentado inmóvil, con el rostro inexpresivo, pero sus pensamientos eran tristes y amargos. A pesar de su confianza en Tom Earlshore, y de la amistad que había creído que existía, no tenía la menor duda de que la información era cierta. Sabía demasiado de los métodos de espionaje de los hoteles en cadena para pensar otra cosa y tampoco Curtis O'Keefe hubiera hecho los cargos sin estar seguro. Warren Trent presumía que desde hacía mucho tiempo hombres de O'Keefe se habían infiltrado en el «St. Gregory», adelantandose a la llegada del jefe. Pero lo que no había esperado era esta humillación personal y dolorosa.

–Usted habló de «otras cosas en general». ¿Qué quiso decir? – preguntó.

–Que su supuesto personal leal está saturado de corrupción. No hay casi un departamento donde no le roben y engañen. Naturalmente, no tengo todos los detalles, pero puede disponer de los que tengo. Si lo desea haré que le preparen un informe.

–Gracias -las palabras fueron apenas audibles.

–Tiene usted demasiada gente gorda. Fue lo primero que advertí cuando llegué. Siempre me ha parecido una señal de aviso. Sus vientres están llenos de la comida del hotel, y ahí lo han golpeado en todas formas.

Hubo un silencio en el pequeño comedor íntimo, quebrado sólo por el suave tictac de un reloj alemán colgado ‹iel muro. Por último, en forma lenta y con expresión de cansancio, W.arren Trent anunció:

–Lo que ha dicho cambia mi posición.

–Pensé que así sería. – Curtis O'Keefe parecía querer frotarse las manos de satisfacción, pero se contuvo.– En cualquier caso, ahora que hemos llegado a ese punto me gustaría que considerara una proposición.

–Me imaginé que llegaría a eso -dijo Trent con sequedad.

–Es una proposición justa, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias. De paso, debo decirle que conozco el cuadro de su situación financiera.

–Me hubiera sorprendido que no fuera así.

–Permítame resumirlo: sus haberes personales en este hotel suman el cincuenta y uno por ciento de todas las acciones, dándole a usted el control.

–Es cierto.

–Usted refinanció el hotel en el 39: una hipoteca de cuatro millones. Dos millones de dólares del préstamo todavía están pendientes de pago y deben de integrarse este viernes. Si usted no paga, los acreedores hipotecarios se harán cargo del hotel.

–Cierto otra vez.

–Hace cuatro meses trató usted de renovar la hipoteca. No pudo hacerlo. Ofreció a los acreedores hipotecarios mejores condiciones y fue rechazado. Desde entonces ha estado buscando otra financiación. No la ha conseguido. En el corto tiempo que le queda no hay la menor probabilidad de que lo logre.

–No puedo aceptar eso -gruñó Warren Trent-. Muchas refinanciaciones se arreglan en un plazo corto.

–No las de este tipo. Y menos con déficit de administración tan grandes como los suyos. – Fuera de apretar los labios, Trent no hizo ninguna manifestación.

–Mi proposición es comprar el hotel en cuatro millones de dólares. De éstos, se obtendrán dos millones renovando su actual hipoteca, que le aseguro no tendré dificultad en arreglar.

Warren Trent asintió, advirtiendo con amargura la satisfacción del otro.

–El resto será de un millón de dólares en efectivo, que le permitirá pagar a sus accionistas menores, y un millón de dólares, en acciones de los «Hoteles O'Keefe»: Se hará una nueva emisión de valores. Además, como una consideración personal, usted tendrá el privilegio de retener su apartamento mientras viva, con mi palabra de que si se hace una reconstrucción haremos otro, y arreglos recíprocamente satisfactorios.

Warren Trent permaneció sentado e inmóvil, su rostro no revelaba sus pensamientos ni su sorpresa. Las condiciones eran mejores de lo que había esperado, le quedaría personalmente un millón de dólares, más o menos: muy buena situación para retirarse de una vida de trabajo. Y sin embargo significaría
alejarse;
alejarse de todo lo que había construido y por lo que se había interesado, por lo menos, reflexionó con tristeza, de lo que creía que le había interesado hasta un momento antes.

–Imagino -dijo O'Keefe, con un atisbo de jovialidad-, que vivir aquí, sin preocupaciones y con su ayuda de cámara para que se ocupe de usted, será bastante soportable.

No había para qué explicar que Aloysius Royce pronto se graduaría en la Facultad de Derecho y sin duda tendría otras ideas para su propio futuro. Eso, sin embargo, le recordaba que la vida en este sitio, en un hotel que ya no controlaría, sería muy solitaria.

–Suponiendo que rehuse vender. ¿Cuáles son sus planes? – preguntó de pronto Warren Trent.

–Buscaré un solar y levantaré otro hotel. En realidad creo que usted perderá éste antes de que eso suceda. Pero aunque así no fuera, la competencia que le haremos lo obligará a abandonar el negocio.

El tono era estudiadamente indiferente, pero la intención astuta y calculada. La verdad era que la «O'Keefe Hotel Corporation» quería obtener el «St. Gregory» y con urgencia. La falta de una filial de O'Keefe en Nueva Orleáns era como un diente menos que privaba a la compañía de un sólido bocado en el público viajero. Ya había ocasionado costosas pérdidas el tener que remitir a otras ciudades el oxígeno que sustentaba una brillante cadena de hoteles. También era inquietante que las cadenas que le hacían la competencia estaban explotando la brecha. El «Sheraton-Charles» hacía mucho que estaba establecido. Hilton, además de tener su hostería en el aeropuerto, estaba construyendo en el Vieux Carré. La «Hotel Corporation of America» tenía el «Royal Orleans».

Las condiciones que Curtis O'Keefe había ofrecido a Warren Trent eran realistas. Los acreedores hipotecarios del «St. Gregory» ya habían sido sondeados por un emisario de O'Keefe y no pensaban cooperar. Pronto se puso en evidencia que su intención era, primero, obtener el control del hotel y luego proceder al despido general.

Si el «St. Gregory» había de ser comprado a un precio razonable, el momento crucial era éste.

–¿Cuánto tiempo está dispuesto a concederme para pensarlo? – preguntó Warren Trent.

–Prefiero que me conteste en seguida.

–Todavía no estoy preparado.

–Muy bien -O'Keefe lo consideró-. Tengo una cita en Nápoles el sábado. Desearía salir a más tardar el jueves por la noche. ¿Qué le parece si fijamos el jueves a mediodía?

–¡Es menos de cuarenta y ocho horas!

–No veo motivo alguno para esperar más.

La obstinación inclinaba a Warren Trent a no cejar. Pero la razón le recordó que sólo significaba adelantar un día al plazo fatal del viernes que ya había afrontado. Concedió.

–Supongo que si usted insiste…

–¡Espléndido! – O'Keefe, sonriendo amistosamente, retiró su silía y se levantó, haciendo un gesto con la cabeza a Dodo que había estado observando a Warren Trent con simpatía.

–Es hora de que nos marchemos, querida. Warren, le agradecemos su hospitalidad. – Esperar un día y medio más, decidió, sólo era un inconveniente menor. Después de todo, no cabía duda en cuanto al resultado final.

En la puerta exterior Dodo volvió sus ojos azules hacia el anfitrión.

–Muchas gracias, míster Trent.

El le tomó la mano y se inclinó sobre ella.

–No recuerdo que estas viejas habitaciones hayan estado más adornadas.

O'Keefe miró con rapidez a los lados, sospechando de la sinceridad del cumplimiento; luego comprendió que era sincero. Ese era otro aspecto extraño de Dodo: a veces, de modo inconsciente, lograba la simpatía de las personas más inesperadas.

En el corredor, los dedos de ella, apoyados apenas en su brazo, despertaron sus sentidos.

Pero antes que nada, recordó, tenía que rezar a Dios, dando gracias por la forma en que se había desarrollado la velada.

14
–Es emocionante -observó Peter McDermott-, ver cómo una muchacha busca en su cartera la llave de su apartamento.

–Es un símbolo doble -respondió Christine, buscando todavía-. El apartamento indica la independencia de la mujer, pero perder la llave prueba que todavía conserva su femineidad. ¡Aquí está! ¡La he encontrado!

–¡Quédese ahí! – Peter cogió por los hombros a Christine, luego la besó. Fue un beso largo, durante el cual sus brazos la ciñeron.

Por fin, casi sin aliento, ella dijo:

–He pagado el alquiler. Si
vamos a hacer
esto, será mejor que sea en privado.

Tomando la llave de sus manos, Peter abrió la puerta del apartamento.

Christine dejó su carnet en una mesa y se dejó caer en el sofá. Con alivio, sacó los pies de la estrechez de sus zapatos.

El se sentó a su lado.

–¿Un cigarrillo?

–Sí, por favor.

Peter encendió en la misma llama los dos cigarrillos. Tenía una sensación de gozo e ingravidez, una conciencia del aquí y ahora. Incluía la convicción de que lo que era lógico que pasara entre ellos podía suceder si él quería que así fuera.

–Esto es agradable -dijo Christine-. Estar aquí conversando.

El le tomó la mano.

–No estamos conversando.

–Pues entonces conversemos.

–Eso no era exactamente…

–Lo sé. Pero hay un interrogante con respecto a dónde vamos, si lo hacemos, y por qué…

–No podríamos dejarlo correr…

–Si lo hiciéramos, no habría interrogante. Sólo una certeza -se detuvo, pensativa-. Lo que acaba de pasar sucedió por segunda vez, y hay algo químico involucrado en ello.

–Pensé que químicamente andábamos bien…

–De tal manera que en el transcurso de los acontecimientos habrá una progresión natural.

–No sólo estoy de acuerdo con usted, sino que voy más adelante.

–Me imagino que ya está en la cama.

Peter dijo soñadoramente:

–He tomado el lado izquierdo de la cama según se entra mirando hacia la cabecera.

–Le diré algo que lo va a desencantar.

–No me lo diga, lo adivinaré. Se olvidó de cepillarse los dientes. No importa, esperaré.

Ella rió.

–Es difícil hablar con usted…

–Hablar no era precisamente…

–Allí empezamos.

Peter se recostó y exhaló un anillo de humo. Lo siguió un segundo y tercer anillo.

–Siempre he querido hacerlo -dijo Christine-. Nunca he podido.

–¿Qué tipo de desagrado? – preguntó él.

–Una idea. Que si lo que pudiera suceder… sucede, debería tener importancia para los dos.

–¿La tendría para usted?

–Creo que sí, no estoy segura. – Tenía menos seguridad aún con respecto a su propia reacción por lo que podría sobrevenir en seguida.

El apagó su cigarrillo, luego tomó el de Christine e hizo lo mismo. Cuando cogió entre las suyas las manos de ella, Christine vio desmoronarse su seguridad.

–Necesitamos conocernos. – Los ojos de él escudriñaron su cara.– Las palabras no siempre son el mejor camino.

Extendió los brazos y ella se arrojó en ellos, al principio flexible, luego con una excitación creciente. Sus labios emitían sonidos ansiosos, incoherentes, desapareció la discreción, y las reservas de un momento antes se disolvieron. Temblando y con el corazón latiéndole con violencia se dijo: lo que tiene que suceder ha de seguir su curso; ni las dudas ni los razonamientos pueden impedirlo ahora. Podía oír la respiración de Peter, ansiosa. Cerró los ojos.

Una pausa. De pronto, inesperadamente, no estuvieron tan próximos.

–Algunas veces -dijo Peter-, hay cosas que uno recuerda. Surgen en los momentos menos apropiados. – La rodeó con sus brazos, pero ahora con más ternura. Susurró:- Tienes razón, vamos a darle tiempo.

Christine se sintió besada con suavidad, luego oyó pasos que se alejaban, el cerrojo que se corría en la puerta exterior, y un momento después la puerta que se cerraba.

Abrió los ojos.

–Peter querido -murmuró-. No hay necesidad de que te vayas. ¡Por favor, no te vayas!

Pero no había más que silencio, y desde fuera el débil ruido del ascensor que bajaba.

Other books

Master of Melincourt by Susan Barrie
Obsessive Compulsion by CE Kilgore
The Secret History by Donna Tartt
I Moved Your Cheese by Deepak Malhotra
Cat Seeing Double by Shirley Rousseau Murphy
The Masuda Affair by I. J. Parker
Fielder's Choice by Aares, Pamela
Queen's House by Edna Healey
Nightshade by Shea Godfrey


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024