En un local de
strip
de Bourbon Street, una rubia de ampulosas caderas se apretaba a su compañero, con una mano puesta sobre el muslo de él, y los dedos de la otra acariciándole la nuca.
–…desde luego -dijo-. Por supuesto que quiero acostarme contigo.
Le había dicho que se llamaba Stan No-sé-cuantos, de una pequeña ciudad de Iowa, de la que nunca había oído hablar. «Y si me echa el aliento una vez más -pensó-, voy a vomitar. No es mal aliento… ¡es que viene en forma directa de una cloaca!»
–¿Qué estamos esperando, entonces? – preguntó el hombre con grosería. Tomó la mano de ella, moviéndola un poco más arriba, en la parte interior de su muslo-. Tengo aquí algo especial para ti, nena.
La mujer pensó con desprecio: «Todos los que vienen aquí dicen lo mismo, jactanciosos, groseros… convencidos de que lo que tienen entre las piernas es algo excepcional por lo que las mujeres se vuelven locas, y tan irracionalmente orgullosos como si lo hubieran cultivado ellos mismos, como un pepino premiado. Con seguridad si se lo sometiera a una prueba al rojo-blanco, éste terminaría mostrándose incapaz y plañidero, como otros.» Pero no tenía intención de comprobarlo. ¡Dios…!,
¡con ese espantoso aliento…!
A pocos pasos de su mesa, una discordante orquesta de jazz, demasiado inexperta para trabajar en uno de los mejores lugares de Bourbon Street como el «Famous Door» o el «Paddock», estaba terminando un número con entusiasmo. Había sido bailado (si se puede llamar baile a un meneo cualquiera) por una Jane Mansfield. (Una artimaña de Bourbon Street era tomar el nombre de una artista célebre, exhibirlo con una leve falta de ortografía, y adjudicárselo a una desconocida, con la esperanza de que el público al pasar, pudiera confundirla con la verdadera.)
–Escucha -dijo el hombre de Iowa, impaciente-, ¿por qué no nos vamos?
–Ya te lo he dicho, trabajo aquí. Todavía no puedo marcharme. Tengo que hacer mi número.
–Manda al diablo tu número.
–Vamos, querido, eso no se dice- y como en una repentina inspiración, la rubia de amplias caderas le preguntó-: ¿En qué hotel estás?
–En el «St. Gregory».
–No queda lejos de aquí.
–Podrías quitarte las bragas dentro de cinco minutos.
Ella refunfuñó:
–¿No puedo tomar una copa antes?
–Por supuesto que sí. ¡Vamonos!
–Espera, querido Stanley. ¡Tengo una idea!
Todo marchaba a pedir de boca, pensó la mujer, como una comedia bien ensayada. ¿Y por qué no? Era la milésima representación, para obtener unos cientos de dólares, de cualquier forma. En la hora y media pasada, Stan No-sé-cuantos, viniera de donde viniera, había seguido con docilidad la vieja rutina: la primera copa… una prueba, a cuatro veces el precio que hubiera pagado en un bar normal. Luego el camarero la había traído a ella, para acompañarlo. Se les había servido una sucesión de bebidas, aunque lo mismo que las otras muchachas que trabajaban a comisión en el bar, ella sólo tomó té frío en lugar del whisky ordinario que tomaban los clientes. Y más tarde había advertido en secreto al camarero que apurara el tratamiento completo… una botella abierta de champaña del país, cuyo precio sefía, si bien «Stanley El Tonto» todavía no lo sabía, de cuarenta dólares… ¡y a ver si podía marcharse sin pagar!
De manera que lo que quedaba por hacer era abandonarlo; sin embargo, si las cosas seguían bien, podría ganarse otras pequeñas comisiones. Después de todo, tenía derecho a alguna bonificación por soportar semejante aliento.
El hombre preguntó:
–¿Qué idea, nena?
–Déjame la llave de tu hotel. Puedes conseguir otra en la recepción; siempre tienen llaves de repuesto. Tan pronto termine aquí, iré a reunirme contigo. – Apretó donde él le había colocado la mano.– Asegúrate de estar preparado para mí.
–Estaré listo.
–Bien, entonces dame la llave.
La tenía en la mano, pero fuertemente sujeta.
Pensándolo dijo:
–Oye, estás segura de que…
–Querido, te prometo que volaré -sus dedos se movieron otra vez.
El nauseabundo sujeto, probablemente, mojaría sus
pantalones en un minuto
-. Después de todo, Stan, ¿qué muchacha no lo haría?
Puso la llave en la mano de ella.
Antes de que pudiera arrepentirse, la muchacha se había marchado de la mesa. El camarero se ocuparía del resto, ayudado por un hombre musculoso, si
Mal-aliento
protestaba por la cuenta. Probablemente no lo haría: así como tampoco volvería. Los idiotas nunca volvían.
Se preguntaba cuánto tiempo permanecería tendido, esperanzado, en la habitación del hotel, y cuánto le costaría comprender que ella no iría, ni ahora ni nunca, aunque permaneciera allí por el resto de su inútil vida.
Unas dos horas más tarde, al fin de una jornada tan monótona como la mayoría de ellas, aunque para su consuelo un poco más productiva, la rubia de amplias caderas vendió la llave por diez dólares.
El comprador era Keycase Milne.
1
Había dormido con sueño profundo la tarde anterior y las primeras horas de la noche. Luego hizo una excursión desde el hotel, volviendo a las dos de la madrugada. Había vuelto a dormir otra hora y media, despertándose bien despejado en el momento que se había propuesto. Se levantó, afeitó y duchó, terminando con agua fría. La lluvia helada tonificó su cuerpo, al principio con un hormigueo, y luego entrando en calor al frotarse en forma vigorosa con la toalla.
Parte de su ritual previo a un saqueo profesional, era ponerse ropa interior fresca y una camisa limpia planchada. Ahora podía sentir la agradable aspereza de la tela, que se complementaba con el punto de tensión al que se había acostumbrado. Si por un instante experimentó alguna duda breve e inquietante (una sombra de temor concerniente a la terrible posibilidad de ser enviado a prisión por quince años, si lo cogían una vez más), la desechó en seguida.
Mucho más satisfactoria era la facilidad con que había llevado a cabo sus preparativos.
Desde su llegada el día anterior, había aumentado su colección de llaves del hotel, de tres a cinco.
Una de las dos llaves extra, la había obtenido la noche anterior de la forma más simple, pidiéndola en el mostrador, principal del hotel. El número de su habitación era 830. Había pedido la llave 803.
Antes de hacerlo, tomó ciertas precauciones elementales. Se aseguró que la llave 803 estaba en el papel, y que la casilla debajo de la llave no contenía cartas ni mensajes. En caso afirmativo, habría esperado. Cuando entregaban cartas o mensajes, los empleados tenían la costumbre de preguntar su nombre a los que reclamaban las llaves. Había estado rondando hasta que el mostrador estuvo lleno; luego se unió a la fila de varios huéspedes. Le entregaron la llave sin preguntar. De presentarse cualquier tropiezo, hubiera dado la explicación, muy aceptable, de que había confundido el número.
La facilidad de todo, se dijo, era un buen augurio. Más tarde, después de asegurarse de que había cambiado el turno de empleados, conseguiría las llaves 380 y 930 de la misma manera.
Una segunda tentativa tuvo, también, buen resultado. Dos noches antes, a través de un contacto responsable, había hecho ciertos arreglos con una muchacha de Bourbon Street. Fue ella quien le proporcionó la quinta llave, con la promesa de otras más.
Sólo la terminal del ferrocarril, después de una tediosa vigilia que cubrió muchas partidas de trenes, no le había dado resultado. Lo mismo había sucedido en otras ocasiones y en otras partes, y Keycase decidió aprovechar la experiencia. Los que viajaban por tren eran, sin duda, más conservadores que los que viajaban por aire y tal vez por esa razón tuvieran más cuidado con las llaves del hotel. De manera que en lo futuro eliminaría de sus planes las terminales ferroviarias.
Miró la hora. Ya no había motivo para retrasarse, aun cuando advirtió que experimentaba una curiosa desgana de dejar la cama donde estaba sentado. Pero, sobreponiéndose, completó sus dos últimos preparativos.
En el cuarto de baño se sirvió el tercio de un vaso de whisky. Hizo prolongadas gárgaras con la bebida, aunque sin ingerirla, escupiéndola en el lavabo.
Luego tomó un periódico doblado… una primera edición del
Times-Ficayune,
comprado anoche… y se lo colocó bajo el brazo.
Por fin, después de registrar sus bolsillos donde había dispuesto su colección de llaves por orden de números, salió de su habitación.
Sus zapatos con suela de goma, no hacían ruido en la escalera de servicio. Bajó dos pisos hasta el sexto, moviéndose con comodidad, sin prisa. Al entrar al corredor del sexto piso, miró con precaución y disimulo hacia uno y otro lado, por si alguien pudiera observarlo. El corredor estaba desierto y silencioso.
Keycase ya había estudiado el esquema del hotel y el sistema de numeración de las habitaciones. Tomando la llave 641 del bolsillo, la retuvo con naturalidad en la mano y caminó despacio hacia donde estaba la habitación.
La llave era la primera que había obtenido en el aeropuerto de Moisant. Keycase, sobre todas las cosas, tenía una mente ordenada.
La puerta de la 641 estaba frente a él. Se detuvo. No se veía luz por debajo de ella. Tampoco se oía ruido dentro. Sacó los guantes y se los puso.
Sintió que se aguzaban sus sentidos. Sin hacer el menor ruido, insertó y giró la llave. En el más profundo silencio la puerta se abrió. Quitando la llave, entró, cerrándola con mucha suavidad tras de sí.
Las débiles luces del amanecer menguaban la oscuridad interior. Keycase se quedó inmóvil, orientándose, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.
La claridad grisácea era una razón por la que los avezados ladrones de hoteles elegían esa hora para operar. La luz era suficiente para ver y evitar obstáculos y, con suerte, podían eludir el ser vistos. Había otras razones, también. Era un momento de calma en la vida de cualquier hotel… el personal de la noche, todavía en funciones, estaba menos alerta cuando faltaba poco tiempo para cambiar el turno. El personal diurno todavía no había entrado. Los huéspedes… hasta los jaraneros y noctámbulos, estaban ya en sus habitaciones y casi con seguridad dormidos. El amanecer también daba a la gente una sensación de seguridad, como si los peligros de la noche hubieran pasado.
Keycase podía ver, sin embargo, la forma de una mesita de noche. A la derecha, estaba la sombra de una cama; a juzgar por la respiración, reposada, el ocupante dormía.
La mesita de noche era el primer lugar donde buscar dinero.
Se movió con cautela, sus pies explorando en torno para no tropezar. Se estiró para tocar la mesita de noche al aproximarse. Exploró con la punta de los dedos. Los dedos enguantados encontraron una pequeña pila de monedas. No le interesaban. Las monedas hacían ruido. Pero donde había monedas, era probable que estuviera la cartera. ¡Ah!, la había encontrado. Y muy abultada.
Una luz brillante iluminó de pronto la habitación.
Sucedió tan repentinamente, sin el menor anuncio ni sonido, que la rapidez de Keycase, de la que se enorgullecía, le falló por completo.
La reacción fue instintiva. Dejó caer la cartera y se volvió con aire culpable, encarado a la luz.
El hombre que había encendido la lámpara al lado de la cama, estaba en pijama, sentado. Se le veía joven, fuerte y colérico.
Sin contenerse, exclamó:
–¿Qué demonios está haciendo?
Keycase se detuvo con la boca abierta, con expresión tonta, incapaz de hablar.
Lo probable, razonó en seguida Keycase, es que el que despierta, necesite uno o dos segundos para recuperar toda su claridad mental, motivo por el cual no había percibido la culpabilidad inicial de su visitante. Pero por el momento, consciente de haber perdido una preciosa ventaja, Keycase intentó recuperar la iniciativa, aunque su reacción resultara tardía.
Balanceándose como si estuviera borracho, exclamó:
–¿Qué significa eso de qué estoy haciendo? ¿Qué está haciendo usted en mi cama? – simulando despreocupación se quitó los guantes.
–¡Al demonio con usted…! ¡Esta es mi cama! ¡Y mi habitación!
Acercándose, Keycase le exhaló el aliento cargado del whisky de las gárgaras. Vio que el otro se retraía. Ahora Keycase pensaba con rapidez y con toda frialdad, como siempre lo había hecho. Había sorteado situaciones tan peligrosas como ésta, con anterioridad.
Era importante, llegado este punto, entrar en la fase defensiva, y no continuar con el tono agresivo, porque si no el legítimo propietario de la habitación, podía asustarse y pedir socorro. Además, éste tenía todo el aspecto de poder resolver cualquier contingencia por sí mismo.
–¿Su habitación? ¿Está seguro? – preguntó Keycase con expresión tonta.
El hombre de la cama estaba más colérico que nunca:
–¡Despreciable borracho! ¡Por supuesto que estoy seguro de que ésta es mi habitación!
–¿Es la 614?
–¡Estúpido fantoche! ¡Es la 641!
–Lo siento, amigo. Me parece que me he equivocado. – Keycase tomó el diario que llevaba debajo del brazo para dar la impresión de que acababa de llegar de la calle.– Este es el diario de la mañana. Se lo dejo como atención especial.
–No quiero su maldito periódico. ¡Cójalo y vayase!
¡Había salido bien! Una vez más, la ruta de escape bien planeada había dado resultado.
–Lo siento, amigo. No es necesario que se enoje. Me voy -agregó desde la puerta.
Ya casi había salido; el hombre seguía en la cama, todavía echando chispas. Utilizó un guante doblado para abrir el picaporte. Sólo entonces lo había logrado. Keycase cerró la puerta tras de sí.
Escuchando atentamente, oyó que el hombre se levantaba de la cama y los pasos que se dirigían hacia la puerta; ésta sonó, y el de dentro colocó la cadena de seguridad. Keycase continuó escuchando.
Durante cinco largos minutos permaneció en el corredor sin volverse, esperando que el hombre de la habitación telefonearía abajo. Era esencial saberlo. Si sucedía, Keycase debía volver al punto a su habitación antes de que se diera la alarma. Pero no hubo ningún ruido ni sonó el teléfono. El peligro, de momento, había desaparecido.
Después, sin embargo, el asunto podría ser diferente.
Cuando míster 641 despertara, a plena luz de la mañana, recordaría lo ocurrido. Pensando en ello, podría plantearse algunos interrogantes. Por ejemplo: ¿Cómo era posible que alguien al equivocarse de habitación, pudiera entrar en ésta, utilizando la llave de otra? Y una vez dentro, ¿por qué se quedó en la oscuridad en lugar de encender la luz? También estaba la reacción inicial de culpabilidad de Keycase. Un hombre inteligente, despierto por completo, podría reconstruir esa parte de la escena. En cualquier caso, habría bastante razón para hacer una indignada llamada telefónica al gerente del hotel.
La gerencia, representada quizá por el detective del hotel, reconocería en seguida los síntomas y se realizarían los controles de rigor. Entrevistarían al ocupante de la habitación 614, quienquiera que fuese y con seguridad pondrían frente a frente a ambos huéspedes. Los dos afirmarían que jamás se habían visto. El detective no se sorprendería, pero confirmaría su sospecha referente a la presencia de un ladrón profesional en el hotel; la noticia cundiría con rapidez. De tal manera al iniciarse la campaña de Keycase, todo el personal del hotel sería alertado.
También era probable que el hotel se pusiera en contacto con la Policía local. Ellos a su vez pedirían información al F. B. I. con respecto a ladrones de hoteles conocidos que pudieran estar operando por allí. Si llegaba esa lista, era seguro que traería incluido el nombre de Julius Keycase Milne. Habría fotografías, instantáneas policiales para ser exhibidas a los empleados del hotel y otras personas.
Lo que debería hacer era recoger y huir. Si se apresuraba, podía salir de la ciudad en menos de una hora.
Sólo que no era tan simple. Había invertido el dinero: el coche, el motel, su habitación en el hotel, la muchacha del
strip.
Ahora, sus fondos andaban escaseando. Tenía que obtener una ganancia, y buena, de Nueva Orleáns. Piénsalo otra vez, se dijo Keycase. Piénsalo.
Hasta ahora había analizado los aspectos negativos del problema. Había que estudiarlo de otra manera.
Aun cuando se produjera la secuencia de acontecimientos que había imaginado, podrían transcurrir varios días. La Policía de Nueva Orleáns estaba ocupada. De acuerdo con la información del matutino, todos los detectives disponibles estaban trabajando a destajo en un caso aún no resuelto de un atropello y huida del conductor: un doble homicidio que había producido gran conmoción en la ciudad entera. No era probable que la Policía restara tiempo a eso, cuando en el hotel no se había cometido ningún crimen. Por supuesto, que en algún momento vendrían. Siempre era así.
De manera que ¿cuánto tiempo tenía? Sin ser optimista, otro día completo; probablemente, dos. Lo meditó con cuidado. Sería suficiente.
El viernes por la mañana, después de haber conseguido lo que quería, podría abandonar la ciudad sin dejar rastro. Y así lo resolvió.
Pero ahora, en ese momento, ¿qué haría? ¿Volver a su habitación del octavo piso, dejando el resto de la tarea para mañana, o seguiría adelante?
La tentación de abandonar el primitivo plan era muy fuerte. El incidente de un momento antes lo había sacudido mucho más -si era sincero consigo mismo- que otros episodios anteriores y similares. Su propia habitación le parecía un seguro y confortable refugio.
Definitivamente, resolvió seguir adelante. Cierta vez había leído que cuando el piloto de un avión militar tenía un accidente por causas que le eran ajenas, en seguida se le enviaba a otro vuelo antes de que perdiera su temple. El debía seguir el mismo principio.
La primera llave que había obtenido le había fracasado. Tal vez fuera un augurio, indicando que debería alterar el orden y probar con la última. La muchacha de Bourbon Street le había dado la 1062. ¡Otro augurio! ¡Su número de suerte… el 2! Contando los pisos mientras subía, Keycase ascendió por la escalera de servicio.
El hombre llamado Stanley, de Iowa, que había caído en la treta más antigua en Bourbon Street, estaba por fin dormido. Al principio había aguardado a la rubia de amplias caderas, con esperanza; luego, a medida que pasaba el tiempo, éstas empezaron a disminuir, a lo que se añadió la poco agradable sensación de haber sido timado. Al final, cuando sus ojos no pudieron permanecer abiertos por más tiempo, se dio vuelta y cayó en un profundo sueño alcohólico.