Sobre todo, lo que asaltaba al oído y al olfato era el entrechocar de platos, el incitante olor de la comida y el agradable aroma del café recién hecho.
–Cuando estamos con más trabajo, monsieur, es cuando nos sentimos más orgullosos. O deberíamos sentirnos, si no se mirara todo con lupa.
–He leído su informe. – Peter le devolvió la carpeta al sub-
chef.
Luego lo siguió hasta la oficina de paneles de vidrio, donde no se oía ruido alguno.
–Me gustan sus ideas; no estoy de acuerdo con algunos puntos de vista, pero éstos no son muchos.
–Sería bueno discutirlos si, al fin, se decidiera hacer algo.
–Todavía no. Por lo menos, no en la forma que usted piensa.
Peter señaló que, antes de encarar ningún tipo de reorganización, tenía que ser solucionado el asunto de la propiedad del hotel.
–Quizá mi plan y yo tendremos que irnos a otra parte. No importa. – André Lemieux se encogió de hombros en forma muy gálica, y luego agregó:- Monsieur, estoy por visitar el piso de la convención. ¿Quiere acompañarme?
–Gracias. Iré. – Peter había tenido la intención de incluir las comidas de la convención en la gira vespertina por el hotel. Sería igualmente efectivo comenzar su inspección desde las cocinas del piso de la convención.
Subieron dos pisos por un ascensor de servicio. Descendieron en lo que bajo muchos aspectos, era un duplicado de la cocina principal de abajo. Desde aquí se podían servir simultáneamente dos mil comidas en los tres salones de convenciones del «St. Gregory», y una docena de comedores privados. El ritmo en este momento parecía tan frenético como abajo.
–Como usted sabe, monsieur, esta noche tenemos dos banquetes. En el Gran Salón y en el Bienville.
–Sí, el Congreso de los Odontólogos, y la convención de «Gold Crown Cola».
Por el olor de las comidas en los extremos opuestos de la gran cocina, observó que el plato importante de los dentistas era pavo asado, y el de vendedores de Cola, lenguado
sauté.
Equipos de cocineros y ayudantes servían ambos platos, agregándoles las legumbres al ritmo de una máquina; luego, con un solo movimiento, colocaban tapas de metal sobre las fuentes llenas, cargando todo en las bandejas de los camareros.
Nueve fuentes por bandeja: el número de asistentes por cada mesa. Dos mesas por camarero. Cuatro platos por menú, mas panecillos, manteca, café y
petits fours.
Peter calculaba: habría doce viajes muy cargados para cada camarero; quizá más, si los comensales lo pedían, o como algunas veces sucedía si se les asignaba más mesas debido a la cantidad de gente. No era de extrañar que algunos camareros estuvieran cansados cuando terminara la noche.
Menos cansado, tal vez, estaría el
maître d'hótel,
compuesto e inmaculado, con frac y corbata blanca.
Por el momento, como un jefe de Policía en servicio, estaba estacionado en el centro de la cocina, dirigiendo la marea de camareros en ambas direcciones. Viendo a André Lemieux y a Peter, se llegó hasta ellos.
–Buenas noches,
chef…
míster McDermott. – Aun cuando en el rango del hotel, Peter era superior a los otros dos, en la cocina, el
mâitre d'hotel
se dirigió correctamente al principal, el
chef
en funciones.
–¿Cuánta gente tenemos para comer, monsieur Dominic? – inquirió Lemieux.
El
mâitre
consultó una hoja de papel.
–La gente de «Gold Grown Cola» calculaba que serían doscientos cuarenta, y creo que ya están sentados. Parece que han llegado casi todos.
–Son vendedores a sueldo; tienen que estar aquí -comentó Peter-. Los dentistas hacen lo que quieren. Probablemente se rezaguen, y muchos no vengan.
El
maitre
asintió.
–He oído decir que han bebido mucho en las habitaciones. El consumo de hielo ha sido grande, y se han servido muchos cócteles. Pensamos que eso puede disminuir el número de las comidas.
El problema era calcular cuál sería el número de comidas que habría que preparar en cualquier momento para la convención. Representaba un habitual dolor de cabeza para los tres hombres.
Los organizadores de la convención daban al hotel una garantía mínima, pero en la práctica era probable que la cifra variara de cien a doscientos, en más o en menos. Una razón para ello era la inseguridad de cuántos delegados asistirían a reuniones más pequeñas prescindiendo de los banquetes oficiales o, en cambio, cuántos llegarían en masa en el último momento.
Los últimos minutos antes de un gran banquete de congresistas, eran siempre tensos en la cocina de cualquier hotel. Era un momento de prueba, ya que todos los involucrados sabían que la reacción ante una crisis, demostraría si su organización era buena o mala.
–¿Cuál fue el cálculo original? – preguntó Peter al
maitre.
–Para los dentistas, quinientos. Estamos llegando a eso y hemos empezado a servir. Pero todavía entran.
–¿Se está llevando una cuenta aproximada de los recién llegados?
–Tengo un hombre dedicado a eso. Aquí está. – Esquivando a sus compañeros, un encargado con chaqueta roja, venía de prisa desde el Gran Salón.
–En caso de necesidad, ¿podemos preparar comida extra? – preguntó Peter a André Lemieux.
–Cuando sepa lo que se necesita, monsieur, entonces haré cuanto pueda.
El
maitre
conferenció con el encargado. Luego se dirigió a los otros dos.
–Parece que hay un número adicional de ciento setenta personas. Están entrando. Ya estamos tendiendo las mesas necesarias.
Como siempre que se producía una crisis, era sin previo aviso. En este caso, había llegado como un impacto importante. Ciento setenta comidas extra, pedidas en seguida, pesarían en los recursos de cualquier cocina… Peter se volvió a André Lemieux, sólo para descubrir que el joven francés ya no estaba allí.
El
sub-chef
se había puesto en acción como impulsado por una catapulta. Ya estaba entre su personal, dando órdenes, como la crepitación de un incendio rápido.
Un cocinero joven a la cocina
principal, para que utilice ahora los siete pavos que se están asando para la colación fría de mañana…
Una orden dada a gritos al recinto de preparación:
¡Usen las reservas! ¡Ligero! ¡Trinchen
todo lo que haya a la vista…! ¡Más verduras! ¡Saquen algunas
del segundo banquete, que parece estar utilizando menos! Que vaya un segundo pinche a la cocina principal para reunir todas
las verduras que pueda encontrar en cualquier parte… y pasar un
mensaje: ¡Envíen ayuda, pronto! Dos mandaderos, dos cocineros
más… Que se alerte al
chef
de repostería. Se necesitarán dentro
de pocos minutos ciento setenta postres más. ¡Robe a Peter para Paul! ¡Hagan malabarismos! ¡Alimenten a los dentistas!
El joven André Lemieux, con rapidez mental, confianza y buen humor, está dirigiendo esta demostración.
Ya estaban reasignando los camareros: algunos habían sido retirados con disimulo del banquete de la «Gold Crow Cola», más pequeño, donde los que quedaban deberían realizar un trabajo extra. Los comensales no lo notarían; sólo, quizá, que sus próximos platos serían servidos por alguien con un rostro vagamente distinto. Otros camareros que ya estaban asignados al Gran Salón y a los dentistas, se encargarían de tres mesas (veintisiete asientos) en lugar de dos. Algunos expertos, conocidos por su rapidez de pies y manos, podrían atender a cuatro. Habría ligeras protestas aunque no muchas. Los camareros de la convención eran, en general, personal independiente, llamado por cualquier hotel cuando se necesitaba. El trabajo producía dinero extra. Una paga de cuatro dólares por tres horas de trabajo en dos mesas; cada mesa extra importaría un cincuenta por ciento más. Las propinas, que se agregaban a la cuenta de la convención mediante arreglos previos, duplicaría toda la cantidad. Los hombres de pies ligeros volverían a su casa con dieciséis dólares; con suerte, también podrían haber ganado eso mismo a la hora del almuerzo o desayuno.
Una mesa rodante, con tres pavos recién cocinados, estaba ya saliendo de un ascensor de servicio. Los cocineros del recinto de preparación cayeron sobre ellos. El ayudante del cocinero que los
había traído, volvió en busca de otros.
Quince porciones de cada pavo. Una disección rápida con la pericia de un cirujano. En cada plato la misma proporción: carne blanca, carne negra, salsa. Veinte porciones en una bandeja de servir. Mandar la bandeja a un mostrador. Mesas rodantes con legumbres humeantes, como barcos.
El despacho de mensajes por el
sub-chef
había concluido con el equipo de servicio. André Lemieux se presentó en reemplazo de dos ausentes. El equipo recobró la velocidad; andaba más ligero que antes, aún.
¡Fuente… carne… legumbres primero… ahora salsa… hagan
correr la fuente… taparla! Un hombre para cada movimiento: brazos, manos, cucharones, todo moviéndose en conjunto. ¡Una
comida por segundo… aún más rápido
!
. Frente a los mostradores de servir, la fila de camareros se hacía cada vez más larga.
Del otro lado de la cocina, el
chef
repostero abría refrigeradores: inspeccionando, seleccionando, golpeando las puertas al ce
rrarlas. Los reposteros de la cocina principal habían acudido para
ayudar. ¡Saquen los postres de reserva! Envíen más desde los refrigeradores del subsuelo.
En medio de la agitación, una anomalía.
El camarero informa al encargado, el encargado al
mâitre d'hô
tel
y el
mâitre
a André Lemieux.
–
Chef,
hay un caballero que dice que no le gusta el pavo. Que si se le podría servir
roastbeef
no muy cocido.
Una carcajada brotó del grupo de sudorosos cocineros.
Pero el requerimiento había observado el protocolo con corrección, como lo sabía Peter. Sólo el
chef
principal podía autorizar cualquier alteración en un menú fijo.
–Puede ser satisfecho -replicó André Lemieux con una sonrisa-, pero sírvalo el último en su mesa.
Eso también era una vieja práctica en las cocinas. Como cuestión de relaciones públicas, la mayoría de los hoteles cambiarían un plato, si se pedía una alteración del menú, aunque el sustituto fuera más caro. Pero en forma invariable, como en este caso, el individualista debería esperar hasta que todos sus compañeros de mesa hubieran comenzado a comer. Una precaución contra otros que pudieran sentirse inspirados en la misma idea.
Ahora la fila de camareros ante el mostrador de servicio, estaba disminuyendo. En el Gran Salón ya se había servido el plato principal a la mayoría de los asistentes incluyendo a los últimos en llegar. Los ayudantes comenzaban a regresar del comedor con los platos utilizados. Se tenía la sensación de una crisis superada. André Lemieux abandonó su lugar entre los servidores, y miró inquisitivamente al
chef
de los reposteros.
Este último, delgado como un palillo, diríase que no probaba los productos que elaboraba. Hizo un círculo con los dedos pulgar e índice.
–Todo listo para ser servido,
chef.
–Monsieur, parece que hemos dominado la situación -comentó André Lemieux, reuniéndose a Peter.
–Diría que ha hecho usted mucho más. Estoy impresionado.
–Lo que usted ha visto ha estado bien. Pero eso sólo es una parte de la tarea -dijo el joven francés con un encogimiento de hombros-. En otras partes no parecemos tan eficientes. Excúseme, monsieur. – Se alejó.
El postre era
Bombe aux marrons
y
Cherries flambées.
Debía ser servido con cierto ceremonial: la iluminación del salón disminuida y las fuentes llameantes llevadas en alto.
Ahora los camareros estaban alineados ante las puertas de servicio. El
chef
repostero y los ayudantes, controlando el arreglo de las bandejas. En el momento de abandonar la cocina, un pequeño plato central en cada bandeja sería encendido, a medida que dos cocineros a los lados les prendían fuego.
André Lemieux inspeccionaba la fila.
A la entrada del Gran Salón, el
mâitre
principal, con un brazo levantado, observaba el rostro del
sub-chef.
Cuando André Lemieux hizo un gesto afirmativo, el brazo del
mâitre
bajó.
Los cocineros con las bujías, recorrieron las filas de bandejas, encendiéndolas. Las dobles puertas de servicio abiertas y sujetadas. Fuera, un electricista disminuyó la iluminación; la música de una orquesta se fue apagando hasta callar por completo. Entre los asistentes del Salón, cesó el rumor de las conversaciones.
De improviso, un reflector, por encima de los concurrentes, se encendió, enmarcando e iluminando la puerta de la cocina. Se produjo un instante de silencio, y luego se escuchó una fanfarria de trompetas. Cuando terminó, la orquesta y un órgano rompieron juntos, en un
fortissimo,
con los compases de
The Saints.
Al ritmo de la música, la procesión de camareros con las bandejas llameantes, inició la marcha.
Peter McDermott se dirigió al Gran Salón para ver mejor. Podía contemplar la inesperada y compacta cantidad de comensales, y todo el Gran Salón apretadamente concurrido.
Oh, when the Saints; Oh, when the Saints; Oh, when ¿he
Saints go marching in…
Desde la cocina, un camarero tras otro, vestidos con sus pulcros uniformes azules, marchaban al mismo ritmo. Para este momento, hasta el último de los hombres había sido utilizado. Algunos, dentro de pocos instantes, volverían para cumplir sus tareas en el otro salón de banquetes. Ahora, en la semioscuridad, las llamas alumbraban como fanales…
Oh when
the Saints; Oh when the Saints; Oh when the Saints go marching
in…
Desde los comensales brotó un aplauso espontáneo, cambiando a un batir de palmas al compás de la música, mientras los camareros rodeaban el salón. El hotel había cumplido su compromiso, tal como había prometido. Nadie, fuera de la cocina, podía saber que unos minutos antes se había producido una crisis y que había sido superada…
Lord, I want to be in that numb
er, When the Saints go marching in…
Mientras los camareros llegaban a las mesas correspondientes, las luces volvieron a encenderse mientras se renovaban los aplausos y felicitaciones.