André Lemieux había venido, y se colocó al lado de Peter.
–Se acabó por esta noche, monsieur. Salvo que, quizá, desee tomar un coñac. En la cocina tengo un poco.
–No, gracias -replicó Peter sonriendo-. Ha sido un buen espectáculo. ¡Le felicito!
–Buenas noches, monsieur -saludó el sub-chef, mientras Peter se volvía para alejarse-. Y no lo olvide.
–¿Olvidar qué? – inquirió Peter, deteniéndose, intrigado.
–Lo que ya le he dicho. El hotel de gran categoría que usted y yo podríamos hacer.
Entre divertido y caviloso, Peter se dirigió por entre las mesas del banquete hacia la puerta exterior del Gran Salón.
Había recorrido casi todo el espacio, cuando advirtió algo fuera de lugar. Se detuvo mirando alrededor, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba. De pronto lo comprendió. El doctor Ingram, el bravo y pequeño presidente del Congreso de Odontólogos, debía de haber estado presidiendo este acto, uno de los principales de la convención. Pero el médico no se encontraba en el puesto que le correspondía, ni en ningún otro de la larga mesa de cabecera.
Varios delegados, por encima de las mesas, saludaban a sus amigos, que se encontraban en otros sectores del banquete. Un hombre, con un audífono auxiliar para su sordera, se detuvo al lado de Peter.
–Buena concurrencia, ¿eh?
–Ciertamente. Espero que le haya gustado la comida.
–No estuvo mala.
–A propósito -intercaló Peter-, estoy buscando al doctor Ingram. No lo veo en ninguna parte.
–Ni lo verá -el tono fue seco. Sus ojos lo observaron con suspicacia-. ¿Es usted de la Prensa?
–No. Del hotel. Estuve con el doctor Ingram un par de veces…
–Dimitió; esta tarde. Si desea conocer mi opinión, creo que se comportó como un perfecto tonto.
Peter reprimió su sorpresa.
–Por casualidad, ¿no sabría si el doctor Ingram está todavía en el hotel? – interrogó.
–No tengo la menor idea. – El hombre del audífono se alejó.
Había un teléfono interno en el entresuelo de la convención.
El telefonista del conmutador, informó que el doctor Ingram todavía figuraba como residente, pero que no contestaban de su habitación. Peter habló con el cajero jefe.
–¿Ha abonado ya su cuenta el doctor Ingram de Filadelfia? ¿Se-marchó ya del hotel?
–Sí, míster McDermott, hace un minuto. Todavía puedo verlo en el vestíbulo.
–Envíe a alguien para rogarle que me espere un segundo, por favor. Bajo inmediatamente.
El doctor Ingram estaba en pie, con las maletas al lado y un impermeable en el brazo, cuando llegó Peter.
–¿Qué problema tiene ahora, míster McDermott? Si lo que desea es un testimonio para el hotel, no va a tener suerte. Además, tengo que alcanzar el avión.
–He sabido su renuncia. He venido a decirle que lo siento.
–Creo que se arreglarán sin mí. – Desde el Gran Salón, dos pisos más arriba, el ruido de los aplausos y exclamaciones llegaba abajo, hasta donde ellos se encontraban.– Parece que ya lo han hecho.
–¿Lo lamenta mucho?
–No. – El pequeño doctor movió los pies, con la mirada baja; luego gruñó:- Soy un embustero. Me duele muchísimo. No debería sentirlo, pero lo siento.
–Me imagino que cualquiera lo sentiría -añadió Peter.
–Entienda esto, míster McDermott. – La cabeza del doctor Ingram se irguió.– No soy un felpudo golpeado. Ni necesito sentirme como tal. He sido un maestro toda mí vida, con muchos testimonios para probarlo. He formado gente docente, como el doctor Nicholas, por ejemplo, y otros por el estilo; procedimientos que llevan mi nombre; libros escritos por mí, que son textos corrientes. Todo eso es material sólido. Los otros… -hizo una indicación con la cabeza hacia el Gran Salón-, son recubrimiento de pastelería…
–No advertí…
–De todas maneras, un poco de recubrimiento no daña. Hasta puede llegar a gustarle a uno. Deseaba ser presidente. Me sentí complacido cuando me eligieron. Es un espaldarazo otorgado por gente cuya opinión se valora. Si voy a ser sincero con usted, míster McDermott (y Dios sabe por qué se lo estoy diciendo), no encontrarme allá arriba esta noche, es algo que me roe el corazón. – Hizo una pausa, mirando hacia arriba, mientras se escuchaban una vez más los ruidos del Gran Salón.– Alguna vez, sin embargo, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios -masculló el pequeño doctor-. Algunos de mis amigos piensan que me he portado como un idiota.
–No es de idiotas el mantenerse firme según los propios principios.
–Usted no lo hizo, McDermott -el doctor Ingram miraba de frente a Peter-, cuando tuvo la oportunidad. Usted estaba demasiado angustiado por el hotel: su trabajo.
–Temo que eso sea cierto.
–Bien, ha tenido la gentileza de admitirlo, así que le diré algo, hijo. Usted no está solo. Ha habido ocasiones en que no he estado a la altura de mis convicciones. Eso va para todos nosotros. Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le ocurre a usted… aprovéchela.
–Lo acompañaré hasta la puerta -dijo Peter, haciendo una seña a un botones.
–No es necesario eso -rechazó el doctor Ingram-. No se moleste. No me gusta este hotel, ni usted tampoco.
El botones lo miró inquisitivamente.
–Vamos -dijo el doctor Ingram.
Despertó cuando comenzó a oscurecer y el sol, como un globo anaranjado, iluminaba el borde de las colinas hacia el Oeste. El calor del día se había transformado en un agradable y fresco atardecer. Ogilvie se apresuró, comprendiendo que pronto sería tiempo de proseguir.
Lo primero que hizo fue escuchar la radio del coche. Parecía que no había novedades; una repetición de lo que había oído antes. Satisfecho, la desconectó.
Volvió al arroyuelo que se encontraba más allá del pequeño grupo de árboles y se refrescó, echándose agua sobre la cara y la cabeza para desvanecer hasta el último vestigio de pesadez. Hizo una rápida merienda con lo que había quedado de su reserva de alimentos; llenó otra vez el termo con agua, depositándolo en el asiento de atrás, junto con algo de queso y pan. Con eso tendría que ir tirando para sostenerse durante la noche. No pensaba hacer nuevos altos innecesarios en la marcha, hasta el día siguiente.
Su ruta, tal como la había proyectado antes de dejar Nueva Orleáns, se dirigía al Noroeste a través del resto del Mississippi. Luego atravesaría la saliente occidental de Alabama, dirigiéndose después hacia el Norte, cruzando Tennessee y Kentucky. Desde Luisville torcería en diagonal a través de Indiana, pasando por Indianápolis. Entraría en Illinois, cerca de Hammond, para llegar, por fin, a Chicago.
El resto de su viaje se extendía a unos mil cien kilómetros. La distancia total era demasiado grande para cubrirla en una sola etapa, pero Ogilvie calculó que para el amanecer estaría próximo a Indianápolis, donde creía que ya estaría a salvo. Una vez allí, sólo lo separarían de Chicago unos trescientos veinte kilómetros.
La oscuridad era completa cuando hizo retroceder el «Jaguar», retirándolo de los árboles protectores, y luego lo hizo marchar con suavidad, hacia el camino principal. Dejó escapar un gruñido de satisfacción al torcer, hacia el Norte, por la ruta nacional 45.
En Columbus, Mississippi, donde fueron enterrados los muertos de la batalla de Shiloh, Ogilvie se detuvo para cargar combustible. Tuvo buen cuidado en elegir una pequeña estación de servicio en los suburbios de la población, que sólo contaba con un par de anticuados surtidores, iluminados por una sola luz. Colocó el coche, adelantándolo lo más lejos.posible de la luz, de manera que su parte frontal quedara en sombras.
Eludió la conversación, sin contestar el «¡Buenas noches!» y el «¿Va lejos?» del encargado del negocio. Pagó en efectivo por el combustible y por una media docena de barras de chocolate y se alejó.
Quince kilómetros más al Norte, cruzaba la línea divisoria con el estado de Alabama.
Una sucesión de pequeñas poblaciones que llegaban y quedaban atrás. Vernon, Sulligent, Hamilton, Russelville, Florence; esta última, como lo puntualizaba un cartel, notoria por su manufactura de asientos sanitarios. Pocas millas más adelante, cruzaba el límite de Tennessee.
El tránsito, en general, era escaso y el «Jaguar» funcionaba en forma perfecta. Las condiciones para conducir eran ideales, ayudadas por una luna llena que se levantó en seguida de caer la noche. No había signos de actividad policial de ninguna índole.
Ogilvie, satisfecho, sentía sus nervios relajados.
A ochenta kilómetros al sur de Nashville, en Columbia, Tennessee, giró hacia la ruta nacional 31.
Ahora el tránsito era más denso. Enormes camiones con remolques, con sus faros penetrando la noche como una interminable cadena deslumbradora, pasaban rugiendo hacia el Sur, camino de Birmingham, y hacia el Norte al industrial Medio Oeste. Coches de pasajeros, algunos de los cuales corrían riesgos que no correrían los camioneros, se colaban entre la corriente de vehículos. En algunas ocasiones el mismo Ogilvie se adelantó para pasar a algún otro automóvil de marcha lenta, pero con cuidado de no exceder los límites de velocidad que fijaban las señales indicadoras. No deseaba llamar la atención ni por la velocidad ni por ningún otro motivo. Durante un rato observó un coche que lo seguía, manteniéndose detrás de él, y conduciendo a su misma velocidad. Ogilvie ajustó su espejo retrovisor a fin de evitar el resplandor de los faros, y luego redujo la velocidad para permitir que el otro coche lo pasara. Cuando vio que el automóvil no lo hacía, volvió a su velocidad original, sin preocuparse.
Pocos kilómetros más adelante advirtió que los coches que circulaban por los canales que se dirigían hacia el Norte, disminuían el ritmo de la marcha. Las luces posteriores de frenado de los otros vehículos, se encendían. Corriéndose hacia la izquierda pudo ver lo.que parecía ser un grupo de faros, y que los dos canales hacia el Norte se confundían en uno solo. La escena tenía las características normales de cualquier accidente en la ruta.
Entonces, de repente, después de dar vuelta a una curva, vio la verdadera razón de la lentitud. Dos filas de coches de Policía de carretera de Tennessee, con las luces rojas en los techos, destellando intermitentemente, estaban colocados a ambos lados de la carretera. Una barrera iluminada estaba cruzada en el camino central. En el mismo instante, el coche que lo había estado siguiendo, encendió una señal luminosa propia del tipo policial.
Mientras el «Jaguar» aminoraba la marcha y se detenía, agentes estatales, con los revólveres desenfundados, corrieron hacia él.
Temblando, Ogilvie levantó las manos sobre la cabeza.
Un rudo sargento abrió la puerta del coche.
–Mantenga las manos donde están -le ordenó-, y salga despacio. Está arrestado.
–Usted advierte más cosas que la mayoría de la gente -replicó Albert Wells, desde el otro lado de la mesa, dirigiéndole su jovial sonrisa de gorrión.
Esta noche parecía frágil, otra vez. Algo de la palidez de su rostro y, de vez en cuando, durante el transcurso de la noche lo había molestado una tos bronquial, sin llegar a afectarlo en su alegría. Lo que necesita, reflexionó Christine, es alguien que lo cuide.
Estaban en el comedor principal del «St. Gregory». Desde su llegada, hacía más de una hora, la mayoría de los otros comensales se habían retirado, aunque algunos pocos se retrasaban saboreando el café y los licores. A pesar de que el hotel estaba completo, la concurrencia en el comedor había sido algo escasa esa noche.
Max, el
maitre,
llegó discretamente a la mesa.
–¿Desearía algo más, señor?
Albert Wells miró a Christine, quien hizo un gesto negativo.
–Me parece que no. Cuando quiera, puede traer la cuenta.
–Desde luego, señor. – Max se inclinó ante Christine, asegurándole con su mirada que no había olvidado el arreglo de la mañana.
–Acerca del café… -prosiguió el hombrecito cuando se hubo retirado el
maitre
-, cuando se explora en busca de minas en el Norte, nunca debe desperdiciarse nada, si se quiere sobrevivir, ni siquiera el calor de la taza de café que se está tomando. Es un hábito que se adquiere. Podría perder la costumbre, me imagino, aunque hay cosas que siempre es bueno recordar de vez en cuando.
–¿Porque aquéllos fueron buenos tiempos, o porque la vida es mejor ahora?
–Supongo que algo de ambos.
–Usted me contó que había sido minero. Pero no sabía que también hubiera explorado minas.
–Muchas veces se es lo uno y lo otro. En especial, en la región del Canadian Shield, esto es, en los territorios del Noroeste, Christine, cerca de los confines del Canadá. Cuando se está allá solo, en la tundra (en el desierto ártico, como le llaman) se hace de todo, desde clavar estacas reclamando pertenencias, hasta quedarse congelado en las tierras heladas. La mayoría de las veces, si no lo haces, no hay ningún otro que lo haga por ti.
–Cuando usted exploraba, ¿qué era lo que buscaba?
–Uranio, cobalto. Casi siempre oro.
–¿Descubrió algo? Me refiero al oro.
–Mucho -asintió-. Alrededor de Yellowknife, en Great Slave Lake. Se hicieron descubrimientos allí, desde 1890 hasta una estampida que se produjo en 1945. Sin embargo, la región era áspera e inhóspita para explotarla y extraer el oro.
–Debe de haber sido una vida muy dura -comentó Christine.
El hombrecillo tosió, después tomó un sorbo de agua, sonriendo como si se disculpara.
–Era más dura en aquel entonces. Al más mínimo descuido, el Canadian Shield lo mataba a uno. – Miró alrededor del comedor, agradablemente decorado, iluminado con candelabros de cristal.– Desde aquí, parece algo muy lejano.
–Usted dice que la mayoría de las veces era demasiado difícil para extraer el oro. ¿No lo fue siempre?
–No siempre. Algunos fueron más afortunados que otros, aunque hasta para ellos las cosas anduvieron mal. Tal vez se debiera en parte, a que tanto el Shield como las Barren Lands producían efectos extraños en la gente. Algunos que se creían que eran fuertes (y no sólo físicamente) resultaban débiles. Y descubría que otros a quienes hubieran confiado la vida, eran indignos. También sucedía lo contrario. Recuerdo que una vez… -Se detuvo cuando el
mattre
colocó sobre la mesa una pequeña bandeja con la cuenta.
–Continúe -le urgió ella.
–Es una larga historia, Christine -volvió los ojos hacia la cuenta, observándola.
–Me gustaría escucharla -insistió Christine, y era verdad. A medida que transcurría el tiempo, pensó, el modesto hombrecito le gustaba más.
Levantó la mirada y pareció que apuntaba algo divertido en sus ojos. Miró a través del salón al
mâitre,
y después otra vez a Christine. De pronto sacó un lápiz y firmó la cuenta.
–Fue en 1936 -comenzó Albert Wells-, más o menos en la época en que empezó una de las últimas afluencias al Yellow-knife. Lo estaba explorando en las proximidades de la ribera del Great Slave Lake. En aquel entonces tenía un socio. Se llamaba Hymie Eckstein. Hymie había venido de Ohio. Había estado en el negocio del vestido, de vendedor de coches usados, y otra cantidad de cosas, imagino. Era emprendedor y muy conservador. Pero tenía una habilidad especial para gustar a la gente. Creo que usted lo llamaría encanto. Cuando llegó a Yellowknife, tenía poco dinero. Yo estaba sin un céntimo. Hymie se hizo cargo del sustento de ambos.
Albert Wells tomó un sorbo de agua, pensativo.
–Hymie jamás había visto una raqueta para caminar en la nieve; no había oído hablar de la tierra helada; no sabía distinguir el esquisto del cuarzo. Desde el comienzo, sin embargo, nos llevamos bien. Y salimos adelante.
«Habíamos estado fuera un mes, tal vez dos. Entonces, un día, cerca de la boca del Yellowknife River, nos detuvimos para liar unos cigarrillos. Sentados allí, a la manera que lo hacen los exploradores, me puse a desmenuzar unos terrones ferruginosos, esto es, Christine, piedras oxidadas, y deslicé unos pedazos en mis bolsillos. Más tarde, a la orilla del lago, zarandeé los pedruscos. Casi muero de la impresión cuando vi en la criba unas buenas pepitas de oro.
–Cuando eso ocurre en la realidad -comentó Christine-, debe de ser una de las cosas más emocionantes del mundo.
–Tal vez haya otras cosas más emocionantes. Si las hay, jamás las he encontrado en mi camino. Bien, volvimos corriendo al sitio en que habíamos encontrado las piedras, y lo cubrimos con musgo. Dos días después descubrimos que el terreno ya había sido acotado. Creo que fue el golpe más terrible que jamás habíamos sufrido. Resultó que un explorador de Toronto había puesto las estacas. Se había ido el año anterior, volviéndose al Este, sin saber lo que poseía. Bajo la ley de los Territorios, si no se trabaja la pertenencia, los derechos caducan un año después de haber sido registrados.
–¿Cuánto tiempo había pasado?
–Nosotros hicimos nuestro descubrimiento en junio. Si las cosas permanecían tal como estaban, la tierra quedaría disponible el último día de septiembre.
–¿No podían callarse y esperar?
–Tratábamos de hacerlo. Salvo que no fue tan fácil. Por una parte, el descubrimiento que habíamos hecho estaba relacionado con una mina explotable, y además debíamos tener en cuenta otros exploradores, como nosotros mismos, trabajando en esa región. Por otra parte, Hymie y yo nos habíamos quedado sin dinero ni alimentos.
Albert Wells hizo una seña a un camarero que pasaba. – Creo que, después de todo, tomaré más café -dijo, y luego, le preguntó a Christine-: ¿Y usted?
–No, gracias -respondió-. No se detenga. Quiero conocer el resto. – Qué extraño, pensó ella, que esa clase de aventuras épicas con las que la gente sueña, le hubiera ocurrido a alguien aparentemente tan insignificante como el hombrecillo de Montreal.
–Bien, Christine, creo que los tres meses siguientes fueron los más largos que hayan podido vivir dos hombres. Quizá los más rudos. A duras penas pudimos subsistir. Algo de pescado; algunas plantas. Al final, estaba yo más delgado que un mimbre y mis piernas se habían puesto negras por el escorbuto. Tuve bronquitis y flebitis. Hymie, apenas se mantuvo un poco mejor, pero nunca se quejaba y por eso me gustaba aún más. Le sirvieron el café, y Christine esperó.
–Por fin llegó el último día de septiembre. Habíamos oído en Yellowknife que cuando el derecho de la primera pertenencia caducaba, otros trataban de instalarse allí, de manera que no quisimos arriesgarnos. Teníamos nuestras estacas listas. Inmediatamente después de la media noche las plantamos. Recuerdo que era una noche renegrida como un pozo, nevaba mucho y soplaba un viento terrible.
Sus manos ciñeron la taza de café, como había hecho antes. – Y nada más. Porque después la Naturaleza se encargó del resto, y lo primero que recuerdo con claridad es el de estar en un hospital, en Edmonton, a mil seiscientos kilómetros de distancia de donde plantamos las estacas. Me enteré después, que Hymie me sacó, del Shield, aunque no sé cómo lo logró; y un piloto con una avioneta me llevó hacia el Sur. Muchas veces, incluso en el hospital, me dieron por muerto. No morí. Si bien cuando descubrí las cosas, hubiera querido que así fuera. – Se detuvo para beber el café.
–¿La pertenencia no era legal?
–La pertenencia estaba bien. El inconveniente era Hymie. – Albert Wells se golpeó la nariz de pico de gorrión, reflexionando.– Tal vez tuviera que retroceder un poco en el relato. Mientras esperábamos que llegara nuestra hora en el Shield, habíamos firmado dos escrituras de venta. Cada uno de nosotros (en el papel) entregaba al otro la mitad de la propiedad.
–¿Por qué hicieron eso?
–Fue idea de Hymie, para el caso de que uno de nosotros no sobreviviera. Si eso sucedía, el sobreviviente guardaría el papel demostrando que toda la propiedad era suya, y rompería el del otro. Hymie dijo que evitaría muchos enredos legales. En aquel momento parecía sensato. Las escrituras estipulaban que, en caso de que los dos sobreviviéramos, las transferencias recíprocas serían destruidas.
–De manera que mientras usted estuvo en el hospital… -interrumpió Christine.
–Hymie tomó ambos papeles y registró el suyo. Para cuando yo estuve en condiciones de interesarme, Hymie tenía la totalidad del título, y ya estaba trabajando con maquinaria y personal adecuados. Descubrí que había habido una oferta de un cuarto de millón de dólares de una de las mayores compañías de fundiciones, y que había otros interesados.
–¿Usted no podía hacer nada?
–Me imagino que me sentía vencido antes de empezar. De todas maneras, tan pronto salí del hospital, pedí dinero prestado para llegar al Norte.
Albert Wells se detuvo y con una mano saludó a alguien a través del comedor. Christine miró, y vio a Peter McDermott que se acercaba a la mesa. Se había preguntado si Peter recordaría su sugerencia de reunirse con ellos después de cenar. Verlo le produjo una deliciosa sensación. Al punto advirtió que Peter estaba abatido.
El hombrecito saludó a Peter con afecto, y un camarero se apresuró a acercar una silla.
–Temo haber acabado un poco tarde. Han sucedido algunas cosas. – Peter se dejó caer en la silla con placer. Pensó que lo que había dicho era un monumento a la inconsciencia.
Esperando que después tendría alguna oportunidad de hablar en privado con Peter, Christine le comentó:
–Míster Wells me ha estado relatando una historia maravillosa. Debo oír el final.
–Continúe, míster Wells. Será como haber llegado a una representación cinematográfica, cuando ya ha empezado. Después me enteraré del principio -exclamó Peter bebiendo el café que le había traído el camarero.
El hombrecito sonrió, mirando sus manos nudosas y ásperas.
–No hay mucho más que decir, si bien lo que queda es un poco enredado. Fui hacia el Norte y encontré a Hymie en Yellow-knife, en lo que pasa por ser un hotel. Le dije cuanta cosa mala me vino a la boca. Durante todo el tiempo él tenía una amplia sonrisa, lo que me enfurecía, hasta que me sentí con ganas de matarlo allí mismo. Sin embargo, no lo hubiera hecho. Hymie me conocía lo bastante para saberlo.
–Debe haber sido un hombre odioso -interrumpió Christine.
–Creo que sí. Sólo que, cuando me tranquilicé, Hymie me pidió que lo acompañara. Fuimos a ver a un abogado, y allí, con los papeles listos, me devolvió mi parte, completa… en realidad, mejorada, porque Hymie no había tomado nada para sí, por el trabajo que había realizado durante los meses que yo estuve ausente.
–No comprendo. Porque… -Christine estaba aturdida.
–Hymie se explicó. Dijo que desde el comienzo sabía que se presentarían muchas cuestiones legales, papeles que firmar, especialmente si no vendíamos y seguíamos trabajando la pertenencia, sabiendo que eso era lo que yo quería. Hubo préstamos de Bancos para maquinaria y jornales, y todo lo demás. Conmigo en el hospital, y la mayor parte del tiempo inconsciente, no hubiera podido hacer nada… con mi nombre en el título de propiedad. De manera que Hymie utilizó mi escritura de venta y siguió adelante. Siempre pensó en devolverme mi parte. Lo único que pasaba era que no le gustaba mucho escribir, y jamás me lo hizo saber. Desde el comienzo, sin embargo, había arreglado las cosas legalmente. Si él hubiera muerto, yo quedaría con su parte y la mía.
Peter McDermott y Christine se miraron a través de la mesa.
–Después -siguió diciendo Albert Wells-, hice la misma cosa con mi mitad, un testamento para que todo pasara a Hymie.
Teníamos hecho un arreglo mutuo con respecto a esa mina, hasta el día en que Hymie murió, hace cinco años. Creo que el episodio me enseñó algo importante: cuando uno tiene fe en alguien, no debe apresurarse a cambiar de opinión.
–¿Y la mina? – preguntó Peter McDermott.
–Bien, procedimos con acierto al rehusar las ofertas de compra, y resultó que al fin teníamos razón. Hymie la dirigió unos cuantos años. Todavía sigue produciendo… Es una de las minas que más produce en el Norte. De vez en cuando voy a echar un vistazo, en recuerdo de los viejos tiempos.
–¿Usted… usted… es propietario de una mina de oro?
Casi sin poder hablar, con la boca abierta, Christine quedó mirando al hombrecito.