Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (39 page)

–Sí, y de algunas otras cosas más -asintió jovialmente Albert Wells.

–Si me perdona la curiosidad -se excusó Peter McDermott-, ¿qué otras cosas?

–No me acuerdo de todas. – El hombrecito se movió con expresión tímida en su silla.– Hay un par de periódicos, algunos barcos, una compañía de seguros, edificios y otras menudencias. Compré una cadena de mercados el año pasado. Me gustan las cosas modernas. Mantienen vivo mi interés.

–Sí, me imagino que así debería ser -replicó Peter.

Albert Wells se sonrió con picardía.

–En realidad, hay algo que no iba a decirles hasta mañana, pero bien puedo hacerlo ahora. Acabo de comprar este hotel.

18
–Esos son los caballeros, míster McDermott.

Max, el
mâitre,
señaló el otro extremo del vestíbulo, donde dos hombres (uno de ellos el detective de la Policía, capitán Yolles) estaban esperando tranquilamente al lado del mostrador de periódicos.

Momentos antes, Max había llamado a Peter mientras permanecía sentado a la mesa del comedor con Christine, aturdido por completo y en silencio, ante el anuncio de Albert Wells. Ambos, Christine y él mismo, estaban demasiado sorprendidos para captar la noticia en su integridad y apreciar sus implicaciones. Para Peter fue un alivio cuando le informaron de que lo necesitaban fuera, con urgencia. De prisa, excusándose, prometió volver más tarde, si podía.

El capitán Yolles caminó hacia él. Presentó a su compañero el detective sargento Bennett.

–Míster McDermott, ¿hay algún lugar a mano donde podamos hablar?

–Por aquí. – Peter precedió a los dos hombres, pasando por el mostrador del conserje, y entró en la oficina del gerente de créditos, que no se utilizaba de noche. Cuando entraron, el capitán Yolles tendió a Peter un diario doblado. Era una edición temprana del
Times-Picayune
del día siguiente. Un titular que abarcaba tres columnas, decía:

Se ha confirmado la designación de Croydon como embajador del Reino Unido. La noticia lo sorprende en Crescent
City.

El capitán Yolles cerró la puerta de la oficina.

–Míster McDermott, Ogilvie ha sido arrestado. Se le ha detenido hace una hora con el coche, cerca de Nashville. La Policía del Estado de Tennessee lo retiene, y
lo hemos mandado buscar. Al coche lo traen en camión, cubierto. Pero por lo que se ha averiguado allí mismo, no parece haber muchas dudas de que ése es el automóvil que buscábamos.

Peter asintió. Sabía que los policías lo observaban con curiosidad.

–Si doy la impresión de tener reacciones lentas con todo lo que está ocurriendo, les diré que acabo de recibir un verdadero impacto.

–¿Referente a esto?

–No. Al hotel.

–Puede interesarle saber que Ogilvie ha hecho una declaración -expresó luego de una pausa Yolles, y continuó-: Sostiene que no sabía nada de que el coche estuviera implicado en el accidente. Lo único que sucedió, dice, es que el duque y la duquesa de Croydon le pagaron doscientos dólares para que llevara el coche al Norte. Tenía el dinero consigo.

–¿Usted cree eso?

–Podría ser verdad. Y podría no serlo. Lo sabremos después de interrogarlo mañana.

Mañana, pensó Peter, muchas cosas podrían estar más claras. Esta noche experimentaba una sensación de irrealidad.

–¿Qué sucederá después? – inquirió.

–Pensamos visitar al duque y a la duquesa de Croydon. Si no se opone, nos gustaría que usted estuviera presente…

–Supongo que no hay inconveniente… si lo consideran necesario.

–Gracias.

–Hay una cosa más -intercaló el segundo detective-. Entendemos que la duquesa de Croydon dio un permiso escrito para que su coche fuera sacado del garaje del hotel.

–Ya me dijeron eso.

–Podría ser importante, señor. ¿Cree que alguien ha guardado esa nota?

–Es posible. Si lo desea telefonearé al garaje.

–Vayamos allá -decidió el capitán Yolles.

Kulgmer, el sereno, estaba arrepentido y fastidiado.

–¿Sabe, señor? Me dije que podía necesitar ese pedazo de papel, para cubrirme en caso de que alguien reclamara. Y créame, señor, lo busqué esta noche antes de recordar que seguramente lo había tirado ayer, con el papel de mis sandwiches. En realidad, no es culpa mía, si lo considera con justicia. – Hizo un ademán, señalando la casilla de donde había salido.– No hay mucho espacio allí dentro. No es de extrañar que las cosas se confundan. Me lo estaba diciendo hace una semana. Este lugar debería ser un poco más amplio. Ahora, mire la forma en que tengo que hacer las anotaciones nocturnas…

–¿Qué decía la nota de la duquesa de Croydon? – interrumpió Peter McDermott.

–Sólo que míster O. tenía permiso para llevarse el automóvil. Me extrañó la hora…

–¿La nota estaba escrita en papel con membrete del hotel?

–Sí, señor.

–¿Recuerda si el papel tenía grabado en relieve
«Presidential
Suite»
en la parte superior?

–Sí, míster McDermott. Recuerdo eso. Era como usted dice, una hoja pequeña.

–Tenemos un papel especialmente timbrado para esa
suite
-informó Peter a los detectives.

–¿Dice usted que tiró la nota con los papeles en que estaban envueltos los sandwiches? – preguntó el segundo detective a Kulgmer.

–No sé cómo pudo suceder si no fue así. Siempre soy muy cuidadoso. Vea lo que pasó el año pasado…

–¿A qué hora sería?

–¿El año pasado?

–Anoche. Cuando tiró la envoltura de los sandwiches, ¿a qué hora fue? – repitió el detective con paciencia.

–Diría que alrededor de las dos de la mañana. Por lo general, tomo mi merienda a la una. Las cosas se han tranquilizado a esa hora…

–¿Dónde los tiró?

–En el mismo lugar de siempre. Aquí. – Kulgmer los precedió hasta un armario con artículos de limpieza, que contenía una lata de desperdicios. Le retiró la tapa.

–¿Hay alguna posibilidad de que los desperdicios de anoche estén todavía ahí?

–No, señor. La vacían todos los días. El hotel es muy puntilloso en eso. Tengo razón, ¿no es cierto, míster McDermott?

Peter asintió.

–Además -agregó Kulgmer-, recuerdo que la lata estaba casi llena anoche. Puede ver que ahora está casi vacía.

–Asegurémonos -el capitán Yolles miró a Peter buscando su aprobación. Luego volcó la lata, vaciando su contenido. Aun cuando buscaron con cuidado, no había vestigio de la envoltura de los sandwiches de Kulgmer ni de la nota de la duquesa de Croydon.

Kulgmer los dejó para atender algunos coches que entraban y salían del garaje.

Yolles se limpió las manos en una toalla de papel.

–¿Qué hacen con la basura, cuando la sacan de aquí?

–Va a nuestro incinerador central -informó Peter-. Llega al incinerador en grandes carretillas, junto con los demás desperdicios del hotel. Sería imposible identificar de dónde viene cada cosa. De cualquier manera, lo que se ha recogido aquí, probablemente ya está quemado.

–Quizá no importe, pero de todos modos me gustaría tener esa nota -señaló Yolles.

El ascensor se detuvo en el noveno piso. Peter observó, mientras los detectives lo seguían:

–Esto no me gusta.

–Les haremos algunas preguntas; y nada más -lo tranquilizó Yolles-. Me gustará que escuche con mucha atención. Y también las respuestas. Es posible que lo necesitemos como testigo.

Para sorpresa de Peter, las puertas de la
Presidential Suite
estaban abiertas. Cuando se aproximaron, oyeron murmullo de voces.

–Parece que hay una reunión -anticipó el segundo detective.

Se detuvieron en la puerta de entrada, y Peter tocó el timbre.

Por la segunda puerta, parcialmente abierta, pudo ver la espaciosa sala. Había un grupo de hombres y mujeres, el duque y la duquesa entre ellos. La mayor parte de las visitas tenían vasos en una mano, y libretas o papel en la otra.

El secretario de los Croydon apareció en el pasillo interior.

–Buenas noches -dijo Peter-. Estos dos caballeros querrían ver al duque y a la duquesa de Croydon.

–¿Son de la Prensa?

El capitán Yolles movió la cabeza.

–Entonces, lo lamento; es imposible. El duque está en conferencia de Prensa. Su designación como embajador británico fue confirmada esta tarde.

–Sí, lo sabía; de todos modos, nuestro asunto es importante.

Mientras hablaban, habían pasado del corredor exterior al pasillo de la
suite.
Entonces, la duquesa de Croydon misma, se apartó del grupo de la sala, y se acercó a ellos. Sonrió agradablemente.

–¿No quieren entrar?

–Estos caballeros no son de la Prensa -intercaló el secretaria.

–¡Oh! – Sus ojos se dirigieron a Peter con una mirada como reconociéndolo; luego, a los otros dos.

–Somos oficiales de Policía, señora. Tengo una placa, pero quizás usted prefiera que no la saque aquí. – Miró hacia la sala, desde donde algunas personas observaban con curiosidad.

La duquesa hizo un ademán al secretario, quien cerró la puerta de la sala.

Sería su imaginación, se dijo Peter, o ¿un atisbo de temor cruzó por el rostro de la duquesa cuando se pronunció la palabra «Policía»? Imaginado o no, ella estaba ahora en pleno dominio de sí misma.

–¿Puede saberse por qué están aquí?

–Tenemos que hacerle algunas preguntas a usted y a su marido.

–No creo que sea un momento oportuno.

–Haremos lo posible por ser breves. – La voz de Yolles era tranquila, pero su autoridad inequívoca.

–Preguntaré a mi marido si puede verlos. Por favor, esperen aquí.

El secretario les mostró el camino hacia una habitación amueblada como oficina, a un lado del pasillo. Un momento después, cuando el secretario se hubo marchado, la duquesa volvió a entrar seguida del duque. El, inseguro, miró a su esposa y a los otros.

–He informado a nuestros huéspedes -anunció la duquesa-, que no tardaremos más que unos minutos.

El capitán Yolles no hizo ningún comentario. Sacó una libreta.

–¿Quisiera decirme cuándo utilizó su automóvil por última vez? Creo que es un «Jaguar» -repitió el número de la matrícula.

–¿Nuestro coche? – la duquesa pareció sorprendida-. No recuerdo cuándo lo usamos la última vez. Un momento… ¡ Ah, sí! Fue el lunes por la mañana. Ha estado en el garaje desde entonces. Ahora mismo está allí.

–Por favor, piénselo bien. La noche del lunes, usted o su marido, juntos o separadamente, ¿no usaron el coche?

Peter pensó que era sintomático ver cómo espontáneamente Yolles se dirigía a la duquesa, y no al duque.

Dos manchas de color aparecieron en las mejillas de la duquesa.

–No estoy acostumbrada a que se dude de mi palabra. Ya le he dicho que la última vez que se utilizó el coche fue la mañana del lunes. También creo que debe explicarnos de qué se trata.

Yolles escribió en su libreta.

–¿Alguno de ustedes conoce a Theodore Ogilvie?

–Desde luego que el nombre es familiar…

–Es el jefe de detectives de este hotel.

–Sí, ahora recuerdo. Vino aquí, no estoy segura de cuándo fue. Hubo unas preguntas con respecto a una joya que habían encontrado. Alguien sugirió que podría ser de mi propiedad. No era así.

–¿Y usted, señor? – Yolles se dirigió al duque directamente-. ¿Conoce usted, o ha tenido algún trato con Theodore Ogilvie?

Fue perceptible la vacilación del duque de Croydon. Los ojos de su esposa estaban como remachados en su rostro.

–Bien… -se detuvo-. Sólo en la forma que les ha referido mi esposa.

Yolles cerró su libreta. En voz baja y calmosa les preguntó:

–¿Les sorprendería, entonces, saber que su coche está en este momento en el Estado de Tennessee, donde fue conducido por Theodore Ogilvie, quien está ahora arrestado? Además Ogilvie ha declarado que ustedes le pagaron para que condujera el coche desde Nueva Orleáns a Chicago. Debo agregar que una investigación preliminar indica que su coche está complicado en esas muertes causadas por el atropello y huida, ocurrido en esta ciudad la noche del lunes.

–Ya que usted me lo pregunta -replicó la duquesa de Croydon-, me sorprende mucho. En realidad, es la historia más ridicula que jamás he oído.

–No es una historia, señora, que su coche esté en Tennessee y que Ogilvie lo haya conducido.

–Si lo hizo, fue sin autorización o conocimiento de mi marido ni mío. Además, si como usted dice, el coche está envuelto en un accidente acaecido la noche del lunes, parece perfectamente evidente que el mismo hombre que se llevó el coche, lo haya utilizado para sus propios fines en aquella ocasión.

–Entonces, usted acusa a Theodore Ogilvie…

–Las acusaciones son cosa suya. Parece especializado en ellas. Yo, sin embargo, haré una cosa respecto a que este hotel ha demostrado ser muy incompetente en proteger la propiedad de sus huéspedes. – La duquesa se volvió a Peter McDermott.– Le aseguro a usted que oirá bastante más respecto a todo esto.

–Pero usted escribió una autorización. Especificaba que Ogilvie podía sacar el coche -protestó Peter.

El efecto fue como si hubiera golpeado a la duquesa en la cara. Sus labios se movieron trémulos. Palideció de modo visible. Peter comprendió que le había recordado el único detalle por el que podían acusarlos.

El silencio que se produjo parecía interminable. Luego, la duquesa levantó la cabeza.

–¡Muéstremela!

–Desgraciadamente ha sido… -respondió Peter.

Advirtió un brillo de triunfo burlón en los ojos de la duquesa de Croydon.

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