Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (25 page)

–Por el momento -replicó Peter-, me preocupa más saber qué es lo que ha sucedido. ¿Quiere pedirle al
chef
Lemieux que se reúna con nosotros?

Peter pensó que estando la cocina tan próxima, era una tentación entrar y preguntar directamente qué había sucedido con el plato especial del almuerzo. Pero hacerlo hubiera sido poco prudente.

Al tratar con sus principales
chefs,
los ejecutivos del hotel seguían el protocolo tan rígido y tradicional, como el de cualquier casa real. Dentro de la cocina, el
chef de cuisine,
o en ausencia de éste, el
sub-chef,
era un rey indiscutido. Entrar en una cocina sin ser invitado era algo inconcebible para un gerente de hotel.

Los
chefs
podían ser despedidos, como a veces sucedía. Pero hasta que eso sucediera, su reino era inviolable.

Invitar a un
chef
fuera de la cocina (en este caso, a una mesa en el comedor) era lo correcto. En realidad, era casi una orden, ya que en ausencia de Warren Trent, Peter McDermott era la máxima autoridad del hotel. También hubiera sido correcto que Peter se parara en la puerta de la cocina, y esperara que lo invitaran a entrar. Pero dadas las circunstancias, con una crisis evidente en la cocina, Peter sabía que era mejor lo que había hecho.

–En mi opinión -observó Jakubiec mientras esperaban-, es hora de que se retire el viejo
chef
Hébrand.

–Si se retira -preguntó Royall Edwards- ¿advertiría alguien la diferencia? – Todo el mundo sabía que era una referencia a las frecuentes ausencias del
chef de cuisine,
una de las cuales, al parecer, se había producido hoy.

–Demasiado pronto llega el fin para todos nosotros -dijo el jefe de mecánicos-. Es natural que nadie quiera apresurarlo voluntariamente. – No era un gran secreto que la fría aspereza del contador general irritaba, a veces, al jefe de mecánicos, de buen carácter, por lo común.

–No conozco a nuestro nuevo sub-chef -dijo Jakubiec-. Supongo que no ha salido de la cocina.

La mirada de Royall Edwards bajó hasta su plato, apenas tocado.

–Si es así, tiene un órgano muy poco sensible.. Mientras hablaba el contador general, la puerta de vaivén de la cocina se abrió una vez más. Un pinche, que estaba por pasar, se detuvo con deferencia, mientras Max, el
maitre,
apareció. Precedía por contados pasos a una figura alta y delgada, vestida de blanco inmaculado, con un gorro de cocinero alto y almidonado En su rostro, una expresión de infinita angustia.

–Señores -anunció Peter a la mesa de ejecutivos-, en caso de no haber sido presentados… éste es el
chef
André Lemieux.


Messieurs!
-El joven francés se detuvo, extendiendo sus manos en un gesto de impotencia.– ¡Que haya sucedido esto…!

¡Estoy desolado! – Tenía la voz quebrada.

Peter McDermott había encontrado varias veces al nuevo sub-
chef
desde que este último llegara al «St. Gregory», seis semanas antes. Cada vez le había gustado más.

La designación de André Lemieux había seguido a la repentina partida de su predecesor. El anterior
sub-chef,
después de meses de frustraciones interiores, había estallado en un colérico arrebato contra su superior, el anciano monsieur Hébrand. En condiciones ordinarias, podría no haber pasado nada después de la escena, ya que los arrebatos emocionales entre los
chefs
y cocineros ocurrían (como en cualquier otra gran cocina) con visible frecuencia. Lo que señaló la ocasión como distinta fue la reacción posterior del
sub-chef,
arrojándole una sopera llena al
chef de
cuisine.
Por fortuna, la sopa era Vichyssoise, si no las consecuencias podrían haber sido muy serias. En una memorable escena, el
chef de cuisine,
empapado de líquido blanco y goteando, escoltó a su exayudante a la puerta de salida del personal y allí, con sorprendente energía en un viejo, lo había arrojado a la calle. Una semana después se contrató a André Lemieux.

Sus calificaciones eran excelentes. Había estudiado en París, y había trabajado en Londres, en «Prunier's» y en el «Savoy». Luego, por corto tiempo en «Le Pavillon» de Nueva York antes de obtener un cargo más importante en Nueva Orleáns. Pero ya, en su corta estancia en el «St. Gregory», Peter sospechaba que el joven
sub-chef
había encontrado la misma frustración que enloqueciera a su predecesor. Esta era la causa; la inflexible negativa de monsieur Hébrand a permitir cambios en los procedimientos de la cocina, a pesar de que las frecuentes ausencias del mismo
chef de cuisine
trasladaban las responsabilidades al
sub-chef,
quien quedaba a cargo de todo. En muchos sentidos, pensó Peter con simpatía, la situación era similar a su relación con Warren Trent.

Peter indicó un asiento vacante en la mesa de los ejecutivos. – ¿No quiere acompañarnos?

–Gracias, monsieur. – El joven francés tomó asiento con gravedad, cuando el camarero le ofreció la silla.

Su llegada fue seguida por la de otro camarero que, sin preocuparse por las instituciones, había ordenado cuatro escalopines de ternera. Retiró los dos platos de pollo, que un ayudante llevó de prisa a la cocina. Los cuatro ejecutivos aceptaron la carne en sustitución del pollo. El
sub-chef
ordenó sólo una taza de café. – Esto está mejor -dijo Sam Jakubiec con aprobación. – ¿Ha descubierto -preguntó Peter-, cuál ha sido la causa del problema?

El
sub-chef
miró afligido hacia la cocina. – Los problemas tienen diversas causas. En este caso lo malo fue freír en manteca que sabía mal. Pero soy yo quien tiene la culpa… no se había cambiado la manteca, como yo creía. Y yo, André Lemieux, he permitido que una comida preparada en esa forma, saliera de la cocina. – Movió la cabeza con un gesto de no poder creerlo.

–Es difícil que una persona pueda estar en todas partes -di

jo el jefe de mecánicos-. Todos los que estamos a cargo de de.

partamentos sabemos eso.

Royall Edwards puso en palabras lo que a Peter se le había ocurrido pensar antes.

–Desgraciadamente, no sabremos nunca cuántos son los que no se han quejado, pero que no volverán.

André Lemieux asintió con tristeza, dejando su taza de café sobre la mesa.

–Messieurs, excúsenme. Monsieur McDermott, ¿podríamos, quizás, hablar cuando haya terminado?

Quince minutos más tarde Peter entró en la cocina por la puerta del comedor.

André Lemieux se adelantó presuroso a recibirlo.

–Ha sido usted muy gentil en venir, monsieur.

–Me gustan mucho las cocinas -declaró Peter. Mirando alrededor, advirtió que la actividad de la hora del almuerzo estaba menguando. Todavía salían algunos platos, controlados por dos mujeres maduras, sentadas muy tiesas, como suspicaces inspectoras de escuela, en altos taburetes frente a las planillas donde se computaban las cuentas. Pero iban llegando más platos del comedor a medida que los ayudantes y camareros levantaban los servicios de las mesas, mientras disminuía el conjunto de clientes. En la gran pileta para lavar platos, en el fondo de la cocina, donde las superficies cromadas y los recipientes de desperdicios semejaban una cafetería vista por dentro, seis ayudantes con delantales impermeables trabajaban de consuno manteniendo el ritmo de la marea de platos que llegaban desde los distintos restaurantes del hotel y del piso de la convención. Como siempre, Peter advirtió que un ayudante extra estaba cogiendo manteca sin usar, introduciéndola en un gran recipiente cromado. Luego, como sucedía en casi todas las cocinas comerciales (si bien pocas lo admitían) la manteca recuperada se usaría para cocinar.

–Deseaba hablar con usted a solas. Con otras personas presentes, usted comprende, hay cosas difíciles de decir.

–Hay algo que no entiendo -observó Peter con interés-. ¿He comprendido bien que usted ordenó que se cambiara la manteca, pero que no lo hicieron?

–Eso es exacto.

–¿Qué sucedió?

–Esta mañana di la orden -el rostro del joven
chef
parecía preocupado-Mi nariz me informó de que la manteca no estaba buena. Pero monsieur Hébrand, sin decírmelo, dio contraorden. Luego, monsieur Hébrand se fue a su casa y yo me quedé, sin saberlo, con la manteca rancia.

–¿Por qué motivo cambió la orden?

–La manteca es cara, muy cara; en eso estoy de acuerdo con monsieur Hébrand. Últimamente la hemos cambiado muchas veces. Demasiadas.

–¿Ha tratado de encontrar la causa de eso?

André Lemieux levantó las manos, con un gesto de desesperación en el rostro.

–Todas las veces he propuesto hacer una prueba química, para saber el grado de acidez de la manteca. Se podía hacer en un laboratorio, o aquí mismo. Luego, podríamos descubrir la causa por la que la manteca se ponía mala. Monsieur Hébrand no está de acuerdo con eso… ni con otras cosas.

–¿Cree usted que aquí, muchas cosas andan mal?

–Muchas. – Fue una respuesta cortante, ceñuda, y por un momento pareció como si la conversación fuera a terminar. Luego, de pronto, como si un dique se hubiera desmoronado, las palabras fluyeron atropelladamente.– Monsieur McDermott, le digo que muchas cosas andan mal. Esto no es una cocina en la que se pueda trabajar con orgullo. Es, como ustedes dicen, una componenda de comidas: algunas viejas recetas que están mal, y otras nuevas que también están mal, y mucho desperdicio por todas partes. Yo soy un buen
chef.
Los otros se lo dirán. Pero un buen
chef
tiene que estar satisfecho con lo que hace, o si no, ya no es bueno. Sí, monsieur. Yo haría cambios, muchos cambios; cosas mejores para el hotel, para monsieur Hébrand, y para los otros. Pero me ordenan, como si fuera un niño, que no cambie nada.

–Es posible que eso se logre -replicó Peter-. Pueden producirse grandes cambios aquí. Y muy pronto.

André Lemieux se irguió cuan alto era.

–Si usted se refiere a monsieur O'Keefe, cualesquiera que sean los cambios que haga, no estaré aquí para verlos. No tengo intención de convertirme en un cocinero instantáneo de un hotel en cadena.

–Si el «St. Gregory» permaneciera independiente -preguntó Peter con curiosidad-, ¿qué tipo de cambios haría usted?

Habían caminado a lo largo de casi toda la cocina, un prolongado rectángulo, que se extendía a todo lo ancho del hotel. A cada lado, como pequeñas salidas del centro de control, había puertas que daban acceso a los varios restaurantes del hotel, a los ascensores de servicio, y a los recintos donde se preparaban los alimentos, en el mismo piso o más abajo. Pasando por una doble fila de calderos con sopa, hirviendo como monstruosos crisoles, se acercaron a la oficina con paneles de vidrio donde, en teoría, los dos
chef
principales, dividían sus responsabilidades. Cerca -observó Peter-estaba la profunda cuádruple sartén para freír, causa del inconveniente de hoy. Un ayudante de cocina estaba sacando toda la manteca; considerando la cantidad, era fácil advertir por qué el reemplazo frecuente sería muy costoso.

Se detuvieron mientras André Lemieux reflexionaba sobre la pregunta de Peter.

–¿Usted me pregunta qué cambios haría? Lo más importante es la comida. Para algunos que preparan los alimentos, la fachada, la forma en que se presentan las fuentes, es más importante que el sabor. En este hotel desperdiciamos mucho dinero en el decorado. El perejil está en todas partes. Pero no hay bastante dentro de las salsas. Los berros están en las fuentes, cuando son más necesarios en la sopa. ¡Y esos arreglos de color en las gelatinas! – El joven Lemieux extendió los dos brazos hacia arriba, desesperado.

Peter sonrió con simpatía.

–En cuanto a los vinos… Monsieur,
Dieu merci,
los vinos no son de mi competencia.

–Sí -respondió Peter. El también había criticado la inadecuada bodega del «St. Gregory».

–En una palabra, monsieur, todos los horrores de una
table
d'hótel
de bajo nivel. Tanta falta de respeto por las comidas, y tanto dinero malgastado en las apariencias, es como para hacerle llorar a uno. ¡Para llorar, monsieur! – Guardó silencio, se encogió de hombros, y continuó:- Con mucho menos desperdicio, podría tener una
cuisine
que invitara a saborearla y honrara al paladar. Ahora es cosa extravagantemente ordinaria.

Peter se preguntó si André Lemieux era lo bastante realista en lo que concernía al «St. Gregory». Como si advirtiera esa duda, el
sub-chef
insistió:

–Es verdad que cualquier hotel tiene sus problemas especiales. Este no es un hotel para
gourmets.
No puede serlo. Tenemos que cocinar deprisa muchas comidas, servir a demasiadas personas que sufren la prisa americana. Pero aun dentro de estas limitaciones, puede haber cierta calidad. De un tipo con la que se pueda vivir. Sin embargo, monsieur Hébrand me dice que mis ideas cuestan demasiado caro. No es así, como lo he probado.

–¿Cómo lo ha probado?

–Venga, por favor.

El joven francés se dirigió hacia la oficina con paneles de vidrio. Era un cubículo pequeño atiborrado dentro de las tres paredes. André se dirigió al escritorio más pequeño. Abriendo un cajón_lleno, tomó un sobre grande de papel manila y de éste extrajo una carpeta. Se la tendió a Peter.

–Usted preguntó qué cambios haría. Todo está aquí.

Peter McDermott abrió con curiosidad la carpeta. Había muchas páginas manuscritas con una letra precisa y hermosa. Algunas de las hojas más grandes eran gráficos, también realizados a mano y con el mismo cuidadoso estilo. Era, comprendió, un plan general de aprovisionamiento para todo el hotel. En las páginas siguientes se estimaban los costos, menús y plan de control de calidad, y proyectaba una reorganización del personal. Aun hojeándolo en forma rápida, resultaba impresionante el concepto y la captación de los detalles por su autor.

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