–La intuición fue buena. Pero yo no le hice caso, eso es todo. Esta vez, sí.
–Pero la intuición puede ser equivocada.
–Siempre puede estarse equivocado, aun cuando se espere mucho tiempo. – Marsha se volvió y lo miró. Cuando sus ojos se encontraron advirtió en ellos una firmeza de carácter que antes había pasado inadvertida.– Mi padre y mi madre se conocieron quince años antes de casarse. Mi madre me dijo cierta vez, que todos los que los conocían decían que sería un matrimonio perfecto. Tal como resultó, fue el peor. Yo lo sé. Estaba en medio.
Permaneció silenciosa sin saber qué decir.
–Eso me enseñó algunas cosas. También lo hizo alguien más. Esta noche usted conoció a Anna…
–Sí.
–Cuando tenía diecisiete años la obligaron a casarse con un hombre que sólo había visto una vez. Era una especie de contrato familiar; en aquella época se hacía ese tipo de cosas.
–Continúe -respondió, observando la cara de Marsha.
–El día antes del casamiento, Anna lloró toda la noche. Pero se casó y permaneció casada cuarenta y seis años. Su marido murió el año pasado. Vivieron aquí con nosotros. Si hubo un matrimonio perfecto fue ése.
Vaciló, sin desear controvertir el argumento de su interlocutora, pero objetó: -Anna no siguió su instinto. Si lo hubiera hecho no se habría casado.
–Ya lo sé. Simplemente estoy diciendo que no hay garantía en ninguna de las dos maneras, y la intuición puede ser una guía tan buena como cualquier otra.
Luego hubo un silencio que rompió Marsha:
–Yo sé que con el tiempo podría hacer que usted me amara.
Absurda y sorprendentemente, Peter sintió una sensación de excitación. La idea era, por supuesto, ridicula; el romántico producto de una imaginación infantil. El, que había sufrido a causa de sus propias ideas románticas en el pasado, estaba en condiciones de saberlo. ¿Sería así? ¿Acaso todas las situaciones eran una consecuencia de lo que había sucedido antes? ¿Era tan fantástica en realidad la proposición de Marsha? Tuvo una repentina e irracional convicción de que lo que ella había dicho bien podría ser verdad.
Se preguntó cuál sería la reacción del ausente Mark Preyscott.
–Si usted está pensando en mi padre…
–¿Cómo lo ha adivinado? – preguntó sorprendido.
–Porque estoy empezando a conocerlo a
usted.
Peter inhaló profundamente, con una sensación de estar respirando aire rarificado:
–¿Qué diría su padre?
–Supongo que al principio se inquietará; probablemente vendría deprisa en avión. Eso no importaría. – Marsha sonrió.– Porque siempre escucha lo que es razonable y sé que lo podría convencer. Además, usted le gustará. Conozco la gente que él admira, y usted es uno de ellos.
–Bien, por lo menos es un alivio -dijo sin saber si tomarlo en serio o en broma.
–Hay algo más. No es importante para mí, pero lo será para él. Sé… y mi padre lo sabría también… que algún día usted tendrá un gran éxito en el negocio de hoteles, y tal vez llegue a ser dueño de alguno. A mí no me importa eso. Yo lo quiero a usted -terminó casi sin aliento.
–Marsha… No sé qué decir. – Peter habló con suavidad.
Hubo una pausa en la que podía advertir que Marsha perdía la confianza en sí misma. Era como si antes hubiera alardeado de su seguridad con una gran determinación, pero ahora la determinación había desaparecido y con ella la jactancia. Con una vocecita incierta sugirió:
–Usted cree que he sido una tonta. Es mejor que lo diga de una vez y acabe con ello.
–No creo que usted haya sido tonta. Si más gente, incluyéndome yo, fuera tan sincera como usted…
–¿Quiere decir que no le he causado mala impresión?
–Lejos de eso, estoy conmovido y abrumado.
–¡Entonces no diga nada más! – Marsha, de un salto se puso de pie, con las manos extendidas hacia él, que las tomó y quedó mirándola, los dedos de ambos entrelazados. Advirtió que Marsha tenía una rápida manera de recuperarse después de una incertidumbre, aunque sus dudas sólo estuvieran parcialmente resueltas.
–¡Vayase, y piénselo! ¡Piense, piense, piense! Especialmente en mí.
–Será difícil no hacerlo -respondió… y lo sentía.
Ella levantó la cabeza para que la besara y él se inclinó. Tenía la intención de rozar su cara, pero ella le ofreció los labios y cuando se tocaron, los brazos de la muchacha se estrecharon con fuerza alrededor de él. Allá en el fondo de la mente de Peter sonó tenue una campana de alarma. El cuerpo de ella se apretaba contra el suyo; la sensación del contacto era eléctrica. Su suave fragancia era inmediata y maravillosa. El perfume le llenó la nariz. En ese momento no podía pensar en Marsha más que como en una mujer. Sintió que su cuerpo despertaba excitado, sus sentidos se dejaron llevar. La campana de alarma fue desoída. Sólo podía recordar:
La pequeña miss Preyscott… será divertido para un
hombre… dejarse devorar…
Con resolución, se obligó a separarse. Tomando las manos de Marsha murmuró:
–Debo irme.
Lo acompañó a la terraza. La mano de él acarició su pelo. Ella murmuró:
–Peter, querido…
Bajó los escalones, sin saber si estaban allí.
Eligió el túnel en lugar del pasaje más cómodo del piso principal por la misma razón por la que había elegido con tanto cuidado esa hora… para ser lo menos notorio posible. A las diez y media, los huéspedes que sacaban los coches para usarlos de noche, ya lo habían hecho, pero era demasiado temprano, todavía, para que muchos volvieran. Tampoco era probable que llegaran otros huéspedes al hotel por lo menos por tierra.
El plan original de conducir el «Jaguar» del duque y la duquesa de Croydon hacia el norte a la una de la madrugada (ahora sólo faltaban menos de tres horas) no había cambiado. Sin embargo, antes de partir, el gordo tenía tareas que hacer y era importante no ser observado.
Las herramientas para hacer el trabajo estaban en una bolsa de papel que llevaba en la mano. Representaban una omisión en el elaborado esquema de la duquesa de Croydon. Ogilvie lo había advertido, pero prefirió reservárselo.
En la doble muerte producida el lunes por la noche, uno de los faros del «Jaguar» había sido destrozado. Además, a causa de la pérdida del aro, ahora en poder de la Policía, el montaje se había aflojado. Para conducir el coche en la oscuridad, como se previo, había que volver a colocar el faro, y su montaje tendría que ser reparado provisionalmente. Sin embargo era obvio que sería demasiado peligroso llevar el coche a una estación de servicio de la ciudad y estaba fuera de toda cuestión llamar al mecánico del hotel para realizar el trabajo.
El día anterior, en un momento en que el garaje estaba tranquilo, Ogilvie había inspeccionado el automóvil en su cochera detrás del pilar. Decidió que si podía obtener el faro adecuado, él mismo podría hacer una reparación momentánea.
Sopesó el riesgo de comprar un faro de repuesto al único representante del «Jaguar» en Nueva Orleáns y rechazó la idea. Aun cuando la Policía todavía no estaba enterada (por lo que Ogilvie sabía) de la marca del coche que buscaban, dentro de uno o dos días lo sabrían cuando se identificaran los vidrios rotos. Si compraba un faro para «Jaguar» ahora, se podría recordar con facilidad en los interrogatorios que se hicieran, y enterarse de la compra. Había acabado por comprar una unidad sellada americana corriente en un negocio de auto-servicio de repuestos de automóviles. Su inspección visual del automóvil le indicó que podría servir. Ahora se disponía a probarlo.
Conseguir la lámpara había sido una cosa más, en un día muy ocupado, que había dejado al detective del hotel satisfecho y un poco intranquilo. También estaba físicamente cansado; mal comienzo para el largo viaje hacia el norte que lo aguardaba. Se consolaba pensando en los veinticinco mil dólares, diez mil de los cuales, como estaba convenido, recibió esa tarde de la duquesa de Croydon. Había sido una escena tensa y fría, la duquesa con los labios apretados y formal; Ogilvie, sin importarle nada, con codicia había metido la pila de billetes en una cartera. A su lado el duque se movía borracho, con los ojos nublados, casi sin darse cuenta de lo que sucedía.
El pensamiento del dinero le dio una sensación de calor. Ya lo había puesto a buen recaudo y sólo llevaba doscientos dólares encima… una precaución por si algo salía mal durante el viaje.
Su contrastante inquietud tenía dos causas. Una, era saber las consecuencias que tendría que sufrir si no podía sacar el «Jaguar» de Nueva Orleáns sin ser visto, y luego de Luisiana, Mississippi, Tennessee y Kentucky. La segunda era el énfasis que puso Peter McDermott en la necesidad de que Ogilvie permaneciera a mano en el hotel.
El robo de la noche anterior, y la posibilidad de que hubiera un ladrón profesional trabajando en el «St. Gregory», no podía haber ocurrido en peor momento. Ogilvie había hecho cuanto había podido. Advirtió a la Policía de la ciudad, y los detectives habían entrevistado al huésped robado. El personal del hotel, incluyendo los otros detectives a sus órdenes, estaban alerta, y el segundo de Ogilvie había recibido instrucciones sobre lo que tenía que hacer en cualquier contingencia. Sin embargo, Ogilvie sabía que era él quien debía estar ahí para dirigir las operaciones personalmente. Cuando mañana, McDermott se enterara de su ausencia, era casi seguro que habría un revuelo de primer orden. Al final no importaría, porque McDermott, y los otros que se le parecían, vendrían y se irían, mientras que Ogilvie, por razones sólo conocidas por él y por Warren Trent, seguiría en su puesto. Pero tendría el efecto (que el jefe de detectives quería evitar sobre todas las cosas) de llamar la atención sobre sus movimientos en los días siguientes.
Sólo en una forma el robo y sus consecuencias habían resultado útiles. Le habían dado una razón valedera para visitar con frecuencia el Departamento de Policía, donde preguntó con aire distraído por los progresos hechos en la búsqueda del automóvil homicida. Se enteró de que la atención de la Policía seguía concentrada en el caso, con todo el personal alerta para cualquier indicio. En el
States-Item
de esa tarde la Policía había hecho una nueva apelación al público para que informara de la presencia de cualquier coche con averías en los guardabarros o faros. Había sido bueno tener la información, pero también hacía que las posibilidades fueran menores de conseguir sacar el «Jaguar» sin ser advertido. Ogilvie sudaba un poco cuando pensaba en ello.
Había llegado al final del túnel y estaba en el subsuelo del garaje escasamente iluminado y tranquilo. Ogilvie titubeó, sin saber si dirigirse directamente al coche de los Croydon, algunos pisos más arriba, o a la oficina del garaje, donde estaba de servicio el sereno. Decidió que sería prudente visitar la oficina primero.
Con trabajo, respirando con pesadez, subió dos pisos por la escalera de hierro. El sereno, hombre viejo y oficioso llamado Kulgmer estaba solo en un cubículo muy iluminado, cerca de la rampa que daba a la calle. Dejó a un lado el diario vespertino cuando se acercó el jefe de detectives.
–Quería hacerle saber que pronto voy a sacar el coche del duque de Croydon. Está colocado en la cochera 371. Le estoy haciendo un favor.
Kulgmer frunció el ceño:
–No sé si puedo dejar que haga eso, míster O., si no tengo una autorización.
Ogilvie mostró la nota de la duquesa de Croydon, escrita por la mañana a petición suya.
–Supongo que es lo que usted necesita.
El sereno leyó las palabras con cuidado, luego dobló el papel:
–Me parece bien.
El detective estiró su mano regordeta para tomar la nota.
Kulgmer movió la cabeza:
–Tendré que conservar esto. Para cubrirme en caso necesario.
El gordo se encogió de hombros. Hubiera preferido llevarse la nota, pero insistir significaba levantar una sospecha, destacando el incidente, que de otra manera podría ser olvidado. Hizo un ademán hacia la bolsa de papel:
–Subiré a dejar esto. Sacaré el coche dentro de dos horas.
–Como quiera, míster O. – El sereno volvió a su diario.
Minutos después, acercándose a la cochera 371, Ogilvie miró a su alrededor con aparente indiferencia. La plaza de estacionamiento de cemento y techo bajo, si bien ocupada en un cincuenta por ciento por coches, permanecía en silencio y desierta. Los peones del garaje del turno de la noche estaban sin duda alguna en su vestuario en el piso principal, aprovechando la calma para echar un sueño o jugar a las cartas. Pero era necesario trabajar de prisa.
En el rincón, al abrigo del «Jaguar» y de la pantalla parcial que formaba la columna, Ogilvie vació la bolsa de papel y sacó el faro, un destornillador, pinzas, hilo eléctrico y cinta negra aislante.
Los dedos, a pesar de su aparente lentitud se movían con suma destreza. Usando guantes para proteger las manos, retiró los remanentes del vidrio roto. Sólo le llevó un momento descubrir que el faro de repuesto se ajustaría bien al «Jaguar», pero las conexiones eléctricas no. Ya había previsto eso. Trabajando ligero usando las pinzas, el cable y la cinta aislante, hizo una conexión rústica pero efectiva. Con otro cable aseguró el artefacto en su lugar, rellenando con un cartón, que sacó de los bolsillos, el espacio que había dejado el aro perdido. Cubrió esto con cinta aislante negra, pasándola por dentro y sujetándola por atrás. Era un trabajo chapucero que podía ser muy fácilmente advertido a la luz, pero adecuado para la oscuridad. Le había llevado casi quince minutos. Abriendo la portezuela del lado del conductor, encendió las luces de los faros. Ambos se encendieron.
Emitió un gruñido de alivio. En el mismo instante, desde abajo, llegó el agudo
staccato
de una bocina y el rugido de un coche que aceleraba. Ogilvie quedó helado. El ruido del motor se aproximaba, magnificado su sonido por las paredes de cemento y los techos bajos. Luego, abruptamente, los faros se encendieron iluminando la rampa hacia el piso de arriba. Se oyó el chirrido de las cubiertas, el motor se detuvo, y la puerta golpeó. Ogilvie aflojó su tensión. Sabía que el muchacho utilizaría el ascensor para bajar.
Cuando vio que los pasos retrocedían, volvió a poner sus herramientas y materiales en la bolsa de papel, junto con los fragmentos del faro original. Puso la bolsa a un lado para llevársela después.
Al subir había observado una pequeña habitación de artículos de limpieza, en el piso de abajo. Utilizando la rampa bajó.
Como había esperado, había un equipo de limpieza dentro y eligió una escoba, pala y un balde. Llenó el balde hasta la mitad con agua caliente y tomó un trapo. Escuchando con cuidado los ruidos de abajo, esperó a que pasaran dos automóviles, y luego de prisa volvió al «Jaguar».
Con la escoba y la pala, Ogilvie limpió con prolijidad alrededor del coche. No debían quedar fragmentos de vidrio identificables para que la Policía comparara con los de la escena del accidente.
No tenía mucho tiempo. Cada vez estaban llegando más automóviles al estacionamiento. Dos veces durante la limpieza se había interrumpido por temor a ser visto, sin respirar cuando uno de los automóviles se metió en una cochera en el mismo piso, a pocos metros del «Jaguar». Felizmente, el muchacho que lo traía no se molestó en mirar en derredor, pero era una advertencia para que se apresurara. Si un peón lo veía y se acercaba, significaría curiosidad y preguntas, que repetiría abajo. La explicación de su presencia, que Ogilvie había dado al sereno, parecía poco convincente. No sólo eso, la probabilidad de huir hacia el Norte sin ser descubierto dependía de no dejar, en lo posible, ninguna huella.
Quedaba otra cosa por hacer. Tomando el trapo mojado en agua caliente, limpió con cuidado la parte dañada del guardabarros del «Jaguar» y la superficie adyacente. Cuando retorció el trapo, vio que el agua, que había estado clara, se volvía marrón. Inspeccionó el trabajo con detenimiento y emitió un sonido de aprobación. Ahora, aunque sucediera cualquier cosa, no había sangre seca en el coche.
Diez minutos después, transpirando por el ejercicio, estaba de nuevo en el edificio principal del hotel. Se dirigió directamente a su oficina, donde intentaba dormir una hora antes de partir para el largo viaje a Chicago. Miró el reloj. Eran las once y cuarto.