Authors: Brandon Mull
—Tradicionalmente, la caída de una reserva constituía un acontecimiento poco común. Una o dos cada siglo, tal vez. Hace unos diez años empezaron a circular rumores que decían que la Sociedad del Lucero de la Noche estaba haciendo de las suyas otra vez. Más o menos en la misma época empezaron a caer reservas a un ritmo alarmante. En los últimos cinco años han caído cuatro.
—¿Por qué querría alguien hacer algo así? —preguntó Kendra.
—Son muchos los que han tratado de dar respuesta a ese interrogante —respondió la abuela—. ¿Para obtener riquezas? ¿Poder? Nosotros, los que protegemos las reservas, somos esencialmente ecologistas. No queremos que las magníficas criaturas del mundo mágico se extingan. Y tratamos de no actuar en detrimento de las criaturas de la sombra, pues queremos que también ellas sobrevivan. Pero las segregamos cuando es necesario. Los integrantes de la Sociedad del Lucero de la Noche enmascaran sus verdaderas intenciones mediante la retórica, alegan que nosotros aprisionamos erróneamente a las criaturas de las tinieblas.
—¿Y es así? —preguntó Seth.
—Los demonios más violentos y malévolos son aprisionados, en efecto, pero se hace por la seguridad del mundo. En la Antigüedad, su anhelo de matanzas incesantes y de dominación ilegítima los llevó a entrar en conflicto con los hombres de buena voluntad y con las criaturas de la luz, y hoy están pagando un costoso precio por haber salido perdedores. Muchos otros entes siniestros fueron admitidos en las reservas con la condición de que accedieran a respetar determinadas limitaciones, unos acuerdos que asumieron voluntariamente. Una de las restricciones habituales consiste en la prohibición de salir de la reserva; por eso la sociedad considera que muchas de estas criaturas están encarceladas. Según ellos, los estatutos de las reservas crean unas normas artificiales que alteran el orden natural de las cosas. Aseguran que la mayor parte de la humanidad es prescindible. Su premisa es que son preferibles el caos y el derramamiento de sangre a unas regulaciones equitativas. Nosotros estamos en desacuerdo.
—¿Crees que los del Lucero de la Noche tienen algo que ver con el secuestro del abuelo? —preguntó Kendra.
La abuela se encogió de hombros.
—Es posible. Espero que no. En caso afirmativo, lo han llevado a cabo con suma sutileza. Existen potentes limitaciones para impedir que puedan entrar intrusos en una reserva. Y la nuestra es más secreta que la mayoría.
La abuela abrió un cajón y sacó un pergamino enrollado. Lo desenrolló: era un mapa del mundo. En varias zonas del mapa había unos grandes puntos y aspas, junto con los nombres de las principales ciudades.
—Las equis indican reservas caídas —les explicó la abuela—. Los puntos indican las reservas activas.
—Fablehaven no aparece señalada —se fijó Kendra.
—Buena vista —sentenció la abuela—. Hay treinta y siete reservas activas indicadas en el mapa. Y cinco no señaladas, de las cuales una es Fablehaven. Incluso entre los miembros más fiables de nuestra comunidad, muy pocas son las personas que saben de la existencia de las reservas no señaladas. Y nadie las conoce todas.
—¿Por qué? —preguntó Seth.
—Escondidos en esas cinco reservas hay unos artefactos especiales de grandísimo poder.
—¿Qué clase de artefactos? —preguntó Seth, entusiasmado.
—No puedo decirlo. Yo misma no conozco la mayor parte de los detalles. El artefacto que alberga Fablehaven no nos pertenece a nosotros. Se guarda en un lugar no desvelado de la propiedad. Los malhechores, sobre todo los miembros de la Sociedad del Lucero de la Noche, no desearían otra cosa que reunir todos los artefactos de las reservas secretas.
—Entonces, hay muchas razones por las que Fablehaven debe ser protegida —dedujo Kendra. La abuela asintió.
—Vuestro abuelo y yo estamos dispuestos a dar la vida por ella si fuera necesario.
—Tal vez ninguno de nosotros tres debería ir a buscar al abuelo —dijo Kendra—. ¿No podemos pedir ayuda?
—Hay varias personas que acudirían en nuestra ayuda si los llamase, pero necesito detener a Muriel y encontrar a nuestro abuelo hoy mismo. Nadie podría llegar hasta aquí tan rápidamente. Fablehaven está protegida por el secreto. A veces esta ventaja se convierte en un inconveniente. No conozco los conjuros que mantienen cautivo a Bahumat, pero estoy segura de que, si dispone del tiempo suficiente, Muriel encontrará la manera de anularlos. Debo actuar inmediatamente.
La abuela se bajó de su taburete, anduvo por un pasillo entre cajas, abrió un baúl y extrajo un estuche recargado con un estampado en relieve de parras y flores. De él sacó una pequeña ballesta, no mucho más grande que una pistola. También extrajo una flechita con las plumas negras, el astil de marfil y la cabeza de plata.
—¡Qué chula! —exclamó Seth—. ¡Yo quiero una!
—Este proyectil fulminará a cualquier criatura que haya sido mortal alguna vez, incluidos los encantados y los seres sobrenaturales, si consigo clavarlo en un punto letal.
—¿Un punto letal? —preguntó Kendra.
—El corazón y el cerebro son los más seguros. Las brujas pueden resultar más difíciles de aniquilar. Este es el único talismán que estoy segura podría matar a Muriel.
—¿Vas a matarla? —susurró Kendra.
—Sólo como último recurso. Primero intentaré que Hugo la atrape. Pero hay demasiado en juego como para que vayamos por ella sin una salvaguarda. Si, imprevisiblemente, el golem me fallase, carezco de la habilidad necesaria para someter yo sola a Muriel. Creedme, lo último que quiero es ver mis manos manchadas con su sangre. Matar a un mortal no constituye un crimen tan doloroso como matar a una criatura mística, pero aun así anularía en gran medida la protección de que gozo en virtud del tratado. Seguramente tendría que salir yo misma de la reserva para no regresar nunca más.
—¡Pero ella está intentando destruir la reserva entera! —se quejó Seth.
—No matando directamente a alguien —observó la abuela—. La capilla es territorio neutral. Si yo voy allí y la mato, aun cuando pudiera justificar mi acto, nunca más volvería a disfrutar de la protección que me otorga el tratado.
—Yo oí a Dale disparar escopetas la noche en que las criaturas se colaron por nuestra ventana —dijo Kendra.
—Las criaturas estaban invadiendo nuestro territorio —le explicó la abuela—. Independientemente del motivo, al entrar en esta casa pierden todas sus protecciones. En tales circunstancias, Dale podía matarlas sin temor a represalias, es decir, que conservaba su estatus protegido conforme al tratado. Este principio actuaría en vuestra contra si os aventuraseis por determinadas áreas prohibidas de Fablehaven. Si perdieses de este modo toda vuestra protección, se abriría la veda para cazar a Kendra y a Seth. Por tal motivo, justamente, está prohibido entrar en esas áreas.
—No termino de entender quién te castigaría si matases a Muriel —dijo Seth.
—Las barreras místicas que me protegen quedarían levantadas y el castigo sobrevendría de manera natural. Mira, como mortales, podemos elegir violar las normas. Las criaturas místicas que buscan cobijo aquí no gozan de ese lujo. Muchas, si pudieran, violarían también las normas. Pero no tienen esa opción. Siempre y cuando yo obedezca las normas, estoy a salvo. Pero si me quedo sin las protecciones que me garantiza el tratado, las consecuencias de mi vulnerabilidad se dejarían notar de forma inevitable.
—Entonces, ¿eso quiere decir que el abuelo está vivo con toda seguridad? —preguntó Kendra con un hilillo de voz—. ¿Que no pueden matarle ni hacerle nada?
—Stan ha respetado las normas relativas al derramamiento de sangre, por lo cual, incluso en su noche de «desparrame», las criaturas siniestras de esta reserva no serían capaces de matarle. Ni serían tampoco capaces de obligarle a ir a un lugar donde sí pudieran matarle. Encarcelado, torturado, enloquecido, convertido en plomo... Todo eso puede que sí. Pero tiene que estar vivo. Y yo tengo que ir a buscarle.
—Y yo tengo que ir contigo —dijo Seth—. Necesitas refuerzos.
—Hugo es mi refuerzo.
Seth arrugó la cara entera, conteniendo las lágrimas. —Me niego a quedarme sin vosotros, especialmente cuando ha sido culpa mía.
La abuela Sorenson abrazó a Seth.
—Cariño, aprecio tu valentía, pero no voy a arriesgarme a perder un nieto.
—¿No estaremos expuestos exactamente al mismo grado de peligro que si fuésemos contigo? —adujo Kendra—. Si el demonio queda libre, estaremos todos acabados.
—He pensado sacaros de aquí, llevaros fuera de la reserva —dijo la abuela.
Kendra se cruzó de brazos.
—¿Para que podamos esperar al otro lado de la verja a que vuelvan nuestros padres, para decirles que un demonio os mató e insistirles en que no podemos volver a la casa porque en realidad esto es una reserva mágica que ha caído en manos de las tinieblas?
—Vuestros padres no saben nada sobre la verdadera naturaleza de este lugar —dijo la abuela—. No se lo creerían si no lo vieran.
—¡Precisamente! —exclamó Kendra—. Si no lo consigues, lo primero que hará papá es venir derecho a vuestra casa para indagar. Nada de lo que pudiéramos decirle logrará persuadirle para que se quede lejos. Y seguramente llamará a la poli, y el mundo entero sabrá de este lugar.
—No verán nada —repuso la abuela—. Pero muchos fallecerían por causas inexplicables. Y, en realidad, a la vaca sí que la verán, incluso sin tener que tomar leche, porque Viola no deja de ser una criatura mortal.
—Te resultamos útiles cuando lo del trol —le recordó Seth—. Y da igual lo que digas o hagas, yo pienso seguirte de todas.
La abuela levantó las manos.
—De verdad, niños, creo que todo saldrá bien. Sé que os he pintado un escenario horroroso, pero estas cosas pasan en las reservas de vez en cuando, y normalmente conseguimos resolverlas. No veo por qué esta vez ha de ser diferente. Hugo arreglará el problema sin que pase nada grave y, llegado el caso, soy imbatible con la ballesta. Si no os importa esperar al otro lado de la verja, volveré a por vosotros antes de que se haga demasiado tarde.
—Pero yo quiero ver a Hugo machacar a Muriel —se emperró Seth.
—Si algún día hemos de heredar este lugar, no siempre podrás protegernos del peligro —dijo Kendra—. ¿No crees que sería una buena experiencia para nosotros veros a ti y a Hugo enfrentándoos a esta situación? Incluso a lo mejor os servimos de ayuda y todo...
—¡Un viaje de estudios! —exclamó Seth.
La abuela les dedicó una larga mirada llena de amor.
—Estáis creciendo tan deprisa, chicos... —suspiró.
Mientras el sol vacilaba sobre la línea del horizonte, Kendra contemplaba el paisaje desde la carreta y veía los árboles pasar a gran velocidad delante de sus ojos. Se acordó de cuando iba mirando los árboles por la ventanilla del todoterreno deportivo el día en que sus padres los llevaron a la reserva. Sólo que ahora el camino estaba lleno de baches, el vehículo traqueteaba un montón y nada la protegía del viento. Y el destino era mucho más intimidante.
Hugo tiraba de la enorme carreta de mano. Kendra dudaba que un tiro de caballos hubiera podido igualar la inalterable velocidad de sus grandes zancadas.
Llegaron a una zona despejada y Kendra vio el alto seto que rodeaba el estanque del paseo de madera y los cenadores. Qué raro se le hacía imaginar que Lena había vivido allí en tiempos, como una náyade.
Antes de subirse a la carreta, la abuela había dado la orden a Hugo de que obedeciese cualquier indicación de Kendra y de Seth. Y les dijo a los chicos que si las cosas salían mal, debían retirarse a toda velocidad con Hugo. También les advirtió de que tuvieran cuidado con lo que le decían a Hugo que hiciera. Al no contar con voluntad propia, las sanciones que se derivaran de sus actos recaerían en aquellos que hubiesen emitido las órdenes.
La abuela había dejado el albornoz y se había cambiado de ropa. Ahora llevaba unos vaqueros descoloridos, unas botas de faena y una camisa verde, prendas que había rescatado del desván. Seth se había llevado una gran satisfacción al ver que elegía una camisa verde.
El chico agarraba con fuerza una bolsita de cuero. La abuela le había explicado que contenía un polvo especial que mantendría alejada de ellos a cualquier criatura indeseable. Además, le indicó que podía utilizarlo igual que había usado la sal en el dormitorio. Por otra parte, le advirtió que sólo debía hacerlo como último recurso. Cualquier magia que empleasen no haría sino dar lugar a represalias menos soportables en caso de que fracasasen en su empeño. Ella también llevaba una bolsita de polvos mágicos.
Kendra iba con las manos vacías. Al no haber empleado aún ningún elemento mágico, la abuela dijo que sería un error que empezara a hacerlo ahora. Por lo visto, las protecciones del tratado eran bastante poderosas para quienes se abstenían por completo de utilizar la magia y las malas artes.
La carreta se puso a dar botes al pasar por un tramo especialmente accidentado. Seth se agarró al lateral para no caerse. Miró por encima de su hombro y sonrió.
—¡Allá vamos!
Kendra lamentó no sentirse tan tranquila como él respecto de todo aquel lío. Empezaba a notar náuseas en la boca del estómago, una sensación que le recordó la primera vez que tuvo que cantar un solo en una obra de teatro del colegio. Fue en cuarto. Siempre le había salido bien en los ensayos, pero cuando escudriñó por una rendija del telón y vio al público congregado, una sensación de intranquilidad empezó a bullirle en el estómago, hasta que llegó un momento en que tuvo la certeza de que iba a vomitar. Cuando oyó la frase que le daba el pie, salió al iluminado escenario, guiñando los ojos para tratar de ver a la multitud sumida en la penumbra, incapaz de encontrar a sus padres en medio de tanta gente. Sonaba la introducción de su canción, llegó el momento y, nada más empezar a cantar, el miedo se disipó y las náuseas desaparecieron.
¿Sería hoy igual? ¿Sería peor la anticipación que el acontecimiento mismo? Por lo menos, cuando llegasen, la realidad sustituiría a la incertidumbre y, al final, podrían hacer algo, actuar. Ahora lo único que podía hacer era preocuparse.
¿Estaba muy lejos la dichosa iglesia? La abuela había dicho que Hugo no tardaría más de quince minutos en llevarlos hasta allí, pues la carretera por la que irían era una pista bastante decente. Kendra estaba atenta a la aparición de algún unicornio, pero no vio ninguna criatura fantástica. Todas permanecían escondidas.