Authors: Brandon Mull
Kendra cruzó la pradera de césped a toda prisa en dirección al cenador más próximo. Procuró hacer caso omiso de las sombras que, delante de ella, se movían de acá para allá; se trataba de diversas criaturas que se escabullían para no ser vistas. Kendra se anticipó a lo que se disponía a intentar y notó que los intestinos se le revolvían como si tuviera dentro una batidora. Se obligó a sí misma a expulsar de sí todo temor. ¿El abuelo se daría la vuelta y huiría? ¿La abuela? ¿Y Seth? ¿No harían todo lo que estuviera en sus manos para salvarla?
Subió a toda velocidad los escalones que ascendían al pabellón más próximo y echó a correr por el paseo de madera. Con zapatos, sus pisadas resonaban estrepitosamente al golpear el entablado, desafiando el silencio reinante. Vio su destino: el cobertizo de las barcas, a tres cenadores de distancia.
La superficie del lago era un espejo negro en el que se reflejaba la luz de la luna. Justo por encima del agua revoloteaban unas cuantas hadas parpadeantes. Por lo demás, no se veía el menor indicio de vida.
Kendra llegó al pabellón anexo al pequeño embarcadero. Bajó los escalones a toda prisa y siguió corriendo por el pantalón. Llegó al cobertizo y probó a abrir la puerta. Exactamente como ya comprobara la vez anterior, estaba cerrada con llave. No era una puerta de grandes dimensiones, pero parecía maciza.
Le dio una patada con todas sus fuerzas. El impacto le recorrió la pierna entera y la hizo estremecerse de dolor. A continuación, se puso a propinar empujones a la puerta con el hombro, pero también esta vez sólo consiguió hacerse daño ella, y no causó desperfecto alguno en la puerta.
Dio unos pasos atrás. El cobertizo era, básicamente, una cabaña más bien grande que flotaba directamente en el agua: Carecía de ventanas. Kendra esperaba que dentro hubiera aún algunos botes. De ser así, estarían flotando en el agua, protegidos por las paredes y el tejado del cobertizo, pero sin suelo. Si se tirase al lago, podría reaparecer dentro del cobertizo y montarse en un bote.
Observó el agua detenidamente. Era imposible ver nada al otro lado de la negra y reflectante superficie. Podría haber cientos de náyades esperándola al acecho, o bien ninguna en absoluto; era imposible saberlo.
El plan entero se iría al traste si se ahogaba antes de alcanzar la isla. Teniendo en cuenta lo que Lena le había contado, las náyades estarían deseando que se acercase al agua. Zambullirse en el estanque sería un suicidio.
Se sentó en el suelo y empezó a aporrear la puerta con los dos pies, el mismo método que había empleado Seth para irrumpir en el granero. Pese al ruido tremendo que hacía, nada indicaba que la puerta estuviera cediendo lo más mínimo. Si golpeaba aún con más fuerza, sólo conseguiría hacerse más daño en las piernas.
Necesitaba alguna herramienta, una llave o un poco de dinamita...
Kendra regresó corriendo al pabellón para ver si podía encontrar algo que le sirviera para forzar la puerta del cobertizo. Pero no vio nada. Ojalá hubiera por allí tirado un mazo...
Trató de serenarse. ¡Necesitaba pensar! A lo mejor si seguía aporreando la puerta, ésta cedería finalmente. Algo así como por pura erosión. Pero aún no se había movido del quicio y además no disponía de la noche entera. Tenía que haber una solución más ingeniosa. ¿Qué podía servirle como herramienta? ¡Nada! Nada, salvo unas cuantas criaturas enigmáticas que se escabullían de su vista en cuanto se acercaba.
—¡Vale, oídme todas! —gritó—. Sé que podéis oírme. Tengo que entrar en el cobertizo de los botes. Una bruja se dispone a liberar a Bahumat y todo Fablehaven quedará destruido. No os pido a ninguna que asoméis la cabeza. Sólo necesito que alguien tumbe la puerta del cobertizo. Mi abuelo es el responsable de la finca y yo os doy pleno permiso para derribar la puerta. Me daré la vuelta y cerraré los ojos. Cuando oiga que la puerta se rompe, esperaré diez segundos antes de volver a darme la vuelta.
Kendra se dio la vuelta y cerró los ojos. No oyó nada.
—Cuando queráis. Simplemente derribad la puerta. Os prometo que no miraré.
Oyó un chapoteo suave y un tintineo.
—¡De acuerdo! ¡Parece que tenemos un voluntario! No tienes más que arrancar la puerta.
No oyó nada. De repente cayó en la cuenta de que tal vez algo había emergido del agua y estaba justo detrás de ella. Incapaz de resistir la curiosidad, se dio la vuelta y escudriñó la oscuridad.
Por allí no se veía ninguna criatura recién salida del agua. Todo estaba en silencio. En el estanque, previamente liso como un espejo, se veían unas ondas. En el suelo del embarcadero, cerca del cobertizo de las barcas, vio una llave.
Kendra bajó las escaleras a toda velocidad y cogió la llave del suelo. Estaba mojada, oxidada y un poco pegajosa. Era más larga que una llave corriente y de aspecto antiguo.
La secó con la tela de su camisa y fue con ella hasta el cobertizo para introducirla en la cerradura. Encajaba perfectamente. La giró y la puerta se abrió hacia dentro.
Kendra se estremeció. Las implicaciones de lo sucedido eran inquietantes. Al parecer, una náyade le había proporcionado la llave. Querían que saliese al estanque.
Con sólo la luz de la luna colándose por la puerta abierta como medio de iluminación, el interior del cobertizo estaba muy oscuro. Kendra aguzó la vista y pudo vislumbrar tres botes atados al estrecho embarcadero: dos botes grandes de remos, uno ligeramente más ancho que el otro, y un bote con pedales más pequeño. Kendra había ido en uno de ésos una vez en el lago de un parque.
En una pared había colgados varios remos de diversas longitudes. Cerca de la puerta había una manivela y una palanca. Kendra trató de girar la manivela, pero no hubo forma de moverla. Luego, tiró de la palanca. No ocurrió nada. Lo intentó nuevamente con la manivela, y esta vez sí que giró. En la pared del cobertizo más alejada del embarcadero, empezó a abrirse una puerta corredera, que dejó entrar más luz. Kendra siguió girando la manivela, con el alivio de saber que podría salir al estanque directamente desde el cobertizo.
Entonces, se quedó mirando el agua desde la puerta recién abierta, inmóvil en mitad de la penumbra del cobertizo, y le entraron las dudas. El miedo le producía náuseas. ¿De verdad estaba preparada para enfrentarse a su propia muerte? ¿Para que las náyades trataran de ahogarla o para caer víctima de un conjuro que tal vez protegiese una isla prohibida?
El abuelo y la abuela Sorenson eran personas de recursos. Tal vez habrían escapado ya de la iglesia. ¿Estaría ella haciendo todo esto para nada?
Kendra recordó un día de hacía tres años en que se encontraba en una piscina comunitaria. Tenía unas ganas locas de zambullirse desde un elevado trampolín. Su madre le había advertido de que era más alto de lo que parecía a simple vista, pero nada la disuadió. Muchos niños estaban tirándose desde el trampolín, varios de ellos de su misma edad o más pequeños.
Se puso a la cola para subir por la escalerilla. Cuando le llegó el turno, empezó a subir y se quedó asombrada de lo lejos que iba quedando del suelo conforme ascendía. Al llegar arriba, tuvo la sensación de estar en lo alto de un rascacielos. Quiso darse la vuelta, pero todos los niños de la fila se darían cuenta de que estaba muerta de miedo. Además, sus padres la miraban.
Avanzó hasta el borde del trampolín. Soplaba una suave brisa. Se preguntó si la gente que estaba en tierra podría notarla. Cuando llegó cerca del final del trampolín, miró abajo, al fondo de la piscina: saltar había dejado de parecerle divertido.
Al darse cuenta de que cuanto más vacilase, más llamaría la atención, se dio la vuelta rápidamente y bajó la escalerilla, tratando de evitar mirar a los ojos a las personas que hacían cola. Desde entonces no había vuelto a subirse a un trampolín alto. De hecho, rara vez se arriesgaba a nada.
Ahora se encontraba de nuevo a punto de hacer algo que le ponía los pelos de punta. Pero esta vez era diferente. Tirarse desde un trampolín o montar en una montaña rusa de múltiples espirales, o pasarle un papelito a Scott Thomas, eran situaciones trepidantes en las que podía participar voluntariamente. Evitar esos riesgos no entrañaba consecuencias reales. Pero en su situación actual, si no pasaba a la acción, su familia moriría. Tenía que apechugar con su decisión anterior y llevar a cabo su plan, fueran cuales fueran las consecuencias.
Kendra miró los remos detenidamente. Nunca había montado en una barca así y podía verse a sí misma luchando por mantener el rumbo, sobre todo con el incordio de unas náyades empeñadas en hacérselo pasar mal. Examinó el bote de pedales. Diseñado para un solo pasajero, era más ancho de lo necesario, presumiblemente para darle más estabilidad. Aquel artilugio infantil no era ni mucho menos tan grande como las barcas de remos, y además estaría más cerca del agua pero, por lo menos, pensó que podría manejarlo bien.
Kendra suspiró. Se arrodilló y desató la pequeña embarcación, tras lo cual echó la delgada cuerda al asiento. Se montó, y el bote de pedales zozobró. Tuvo que agacharse y apoyarse en las manos para evitar caerse al agua. La nave tenía el fondo totalmente cerrado, de manera que nada podría intentar cogerla por los tobillos.
Después de estabilizarse, se sentó mirando hacia el embarcadero. Un volante permitía controlar el movimiento lateral. Lo giró totalmente en una dirección, y pedaleó marcha atrás para alejarse del muelle, deslizándose. Luego giró el volante en la dirección opuesta y empezó a pedalear hacia delante. El bote de pedales salió silenciosamente del cobertizo de las barcas.
Desde la parte delantera del bote de pedales se formaban ondas que se abrían a los lados, mientras Kendra se dirigía hacia la isla pedaleando a buen ritmo. La isla no quedaba lejos, a unos siete metros tal vez. El bote iba poco a poco acercándose a su destino. Hasta que, de repente, empezó a alejarse de la isla.
Kendra pedaleó con más ahínco, pero el bote de pedales siguió deslizándose en diagonal y hacia atrás. Algo tiraba de ella. La embarcación empezó a dar vueltas. Kendra no consiguió nada ni girando el volante ni pedaleando. De repente, el bote se movió hacia un lado, inclinándose peligrosamente. ¡Algo estaba intentado hacerla volcar!
Se inclinó para impedir que el bote diese la vuelta y entonces éste se balanceó abruptamente hacia el otro lado.
Luego cambió de posición para hacer contrapeso, desesperadamente. Entonces vio unos dedos mojados que asían el borde del bote de pedales, y se puso a golpearlos. Su gesto fue correspondido con unas risillas.
El bote empezó a rotar rápidamente.
—¡Dejadme en paz! —exclamó Kendra en tono de exigencia—. Tengo que llegar a la isla.
Un coro de risillas respondió a sus demandas.
Kendra pedaleó con todas sus fuerzas, pero no sirvió de nada. No paraba de dar vueltas y la embarcación seguía siendo arrastrada en la dirección contraria. Las náyades empezaron a zarandear el bote otra vez. Gracias a su bajo centro de gravedad, Kendra descubrió que sólo con inclinarse bastaba para impedir que el bote de pedales volcase. Pero las náyades no cesaban en su empeño. Intentaron distraerla aporreando el fondo de la embarcación y generando olas para moverla. El bote se levantaba, se balanceaba y daba vueltas. En ocasiones, las náyades alzaban la nave con todas sus fuerzas para ver si podían desequilibrar a Kendra. Una y otra vez, ella reaccionaba rápidamente y cambiaba su peso para hacer fracasar sus intentos de tirarla al agua. Habían llegado a un empate técnico.
Las náyades no se dejaban ver. Kendra oía sus risas y adivinaba sus manos, pero en ningún momento vio sus caras.
Kendra decidió dejar de pedalear. No la llevaba a ninguna parte y estaba malgastando energía. Resolvió dedicar sus fuerzas únicamente a evitar que el bote de pedales volcase.
Los intentos de las náyades empezaron a esparcirse. Ella no decía nada ni respondía de ninguna manera a sus risillas provocadoras. Simplemente, se inclinaba a un lado u otro cada vez que trataban de volcar el bote. Y cada vez lo hacía mejor. Ya no podían ladear tanto la embarcación como al principio.
Las intentonas cesaron. Al cabo de un minuto sin actividad, Kendra se puso a pedalear en dirección a la isla. Su avance se vio detenido al poco tiempo. De inmediato, dejó de pedalear; las náyades hicieron girar y tambalearse la embarcación un rato más.
Ella aguardó. Al cabo de otro minuto de quietud, volvió a pedalear. Nuevamente, las náyades tiraron del bote de pedales. Pero ahora con menos ímpetu. Kendra notó que empezaban a tirar la toalla y a aburrirse.
La octava vez que trató de emplear esta táctica, las náyades perdieron todo el interés, aparentemente. La isla estaba más cerca ya. A menos de veinte metros. A menos de diez. Kendra pensó que la detendrían en el último momento. Pero no lo hicieron. El morro del bote de pedales arañó la orilla. Todo permanecía en absoluto silencio y quietud.
Había llegado el momento de la verdad. Cuando pusiera el pie en la isla, o bien se transformaría en una pelusa de diente de león que se desperdigaría por el aire, o bien no.
Casi con indiferencia a aquellas alturas, Kendra saltó del bote y cayó en la orilla. El lugar no parecía tener nada de mágico ni de especial, ni ella se transformó en una pelusa de semillas.
Sin embargo, a sus espaldas oyó un aluvión de risas. Kendra se dio la vuelta rápidamente y le dio tiempo a ver que el bote de pedales se alejaba de la orilla, arrastrado por el agua. Era ya demasiado tarde para hacer nada sin tirarse al estanque. Se dio una palmada en la frente. Las náyades no se habían dado por vencidas... ¡Estaban probando con una nueva estrategia! Se había distraído tanto con la perspectiva de convertirse en una pelusa de diente de león que no había sacado el bote fuera del agua, como debería haber hecho. ¡Al menos podría haber tendido el cabo!
Bueno, otro favor más que tendría que pedirle a la reina de las hadas.
La isla no era grande. Kendra no necesitó más de veinte pasos para rodearla. Su recorrido por el perímetro no reveló nada interesante. Probablemente el santuario se hallaría cerca del centro.
Aunque la isla carecía de árboles, sí contenía numerosos arbustos, muchos de ellos más altos que Kendra. No había ningún sendero, y abrirse paso por entre la vegetación resultaba molestísimo. ¿Cómo sería el santuario? Se imaginaba una pequeña construcción. Pero después de cruzar varias veces toda la isla, se dio cuenta de que allí no había nada parecido.