Authors: Brandon Mull
El sol se hundió detrás del horizonte. La abuela señaló algo. Un poco más adelante, en mitad de un claro, había una iglesia de aspecto antiguo. Se trataba de una estructura cúbica, dotada de una hilera de ventanales con los restos dentados de vidrios rotos, así como de una linterna que probablemente había albergado una campana. El tejado estaba hundido. Las paredes, de madera, se veían grises y astilladas. No había forma de adivinar de qué color habían estado pintadas en su día. Un corto tramo de escaleras combadas conducía al hueco de unas puertas dobles que antiguamente daban acceso al interior. Parecía la madriguera perfecta para los murciélagos y los zombis.
Hugo aminoró la marcha, hasta detenerse finalmente delante de la sombría entrada. La iglesia estaba totalmente en silencio. No había ni rastro de que hubiera pasado alguien por allí en los últimos cien años.
—Hubiera preferido que fuese de día pero por lo menos aún tenemos algo de luz —dijo la abuela al tiempo que colocaba la flecha de cabeza plateada, con ayuda de un utensilio especial, en la cuerda de la ballesta enana y tiraba de ella para ponerla en posición—. Acabemos con esto lo antes posible. Al mal le agrada la oscuridad.
—¿Por qué será? —preguntó Seth.
La abuela meditó sobre su pregunta unos segundos, antes de responder.
—Porque al mal le gusta esconderse.
A Kendra no le hicieron gracia los escalofríos que sintió cuando oyó a la abuela decir aquello.
—¿Por qué no hablamos de cosas más alegres? —propuso mientras se apeaban de la carreta.
—Porque estamos en plena caza de brujas y monstruos —replicó Seth.
—Kendra tiene razón —intervino la abuela—. No nos hace ningún bien enredarnos en pensamientos sombríos. Pero lo que sí queremos es reanudar el camino y largarnos de aquí antes de que el crepúsculo toque a su fin.
—Pues yo insisto en que deberíamos haber traído un par de escopetas —dijo Seth.
—¡Hugo! —ordenó la abuela—. Abre la marcha silenciosamente y llévanos hasta el sótano. Protégenos de todo mal, pero no mates.
Sólo de ver a aquel gigante hecho de barro y piedras, Kendra se sintió más segura. Con Hugo como paladín del grupo, no podía imaginar que algo pudiera darles demasiados problemas.
Los escalones crujieron bajo el peso del golem cuando subió por ellos. Andando con mucho sigilo, se metió por la enorme entrada. Los demás le siguieron, manteniéndose siempre cerca de su enorme guardaespaldas. La abuela cubrió la ballesta con un pañuelo rojo, al parecer para disimularla.
«Por favor, que Muriel no esté aquí —rezó Kendra para sus adentros—. Por favor, que encontremos al abuelo y a Lena ¡y ninguna otra cosa más!»
El interior del templo era aún más siniestro que el exterior. Los bancos, en estado ruinoso, habían sido aplastados por algo y les habían dado la vuelta; el pulpito de la parte delantera había sido derribado, y las paredes aparecían pintarrajeadas con unos garabatos color granate. Las telarañas pendían de las vigas del techo como si fueran pancartas etéreas. La luz ambarina del ocaso encontraba la manera de penetrar por las ventanas y por unos cuantos agujeros irregulares de la cubierta. Pero no bastaba para disipar la oscuridad. No había ningún elemento que indicase que aquel lugar había sido antaño un recinto para el culto. Era, simplemente, una sala enorme, destartalada y vacía.
Los tablones del suelo crujieron a medida que Hugo pasaba por ellos de puntillas en dirección a una puerta del fondo de la capilla. Kendra se sorprendió a sí misma preocupándose de que el suelo pudiera ceder bajo su peso y temiendo que Hugo descubriese un abrupto atajo al sótano. Debía de pesar más de cuatro toneladas.
Hugo empujó suavemente la corroída puerta. Dado que el vano era del tamaño normal, tuvo que agacharse y retorcerse para poder pasar por él.
—Todo irá bien —dijo la abuela, que puso a Kendra una mano en el hombro para infundirle ánimos—. Manteneos detrás de mí.
Desde allí bajaba una escalera de caracol que terminaba en un umbral sin puerta. La luz entraba a raudales por el hueco de la escalera. Al escudriñar más allá de Hugo mientras el golem se contorsionaba para atravesar el vano de la puerta, Kendra advirtió que no estaban solos. Al seguir a la abuela Sorenson al interior del espacioso sótano, empezaron a quedar claras algunas cosas.
La estancia estaba alegremente iluminada por no menos de dos docenas de brillantes faroles. Contaba con un techo alto y alguna que otra pieza de mobiliario. El abuelo Sorenson y Lena estaban con las piernas y los brazos extendidos, y sujetos por grilletes a la pared.
De pie delante del abuelo y de Lena había una curiosa figura. Hecha totalmente de madera lisa y oscura, tenía el aspecto de una primitiva marioneta, no mucho más pequeña que el abuelo. Pero en lugar de unas verdaderas articulaciones, las diferentes partes de madera estaban unidas mediante ganchos de oro, prendidos en muñecas, codos, hombros, cuello, tobillos, rodillas, caderas, cintura y nudillos. La cabeza hizo pensar a Kendra en una máscara de hockey hecha de madera, aunque la imagen no era del todo acertada, pues ésta era más basta y sencilla. El curioso maniquí danzaba a saltitos, balanceando los brazos, daba golpecitos con los pies y los desplazaba a un lado y otro, con la vista clavada en el fondo del sótano.
—¿Es ése su títere de madera? —preguntó Seth en voz baja.
¡Pues claro que sí! ¡Era el espectral títere danzarín de Muriel, sólo que mucho más grande y ya sin la varilla en la espalda para moverlo!
Al fondo del sótano había una hornacina de grandes dimensiones. Daba la impresión de que alguien hubiese arrancado varios tablones para acceder al nicho. Una red de cuerdas llenas de nudos cubría la hornacina, lo cual impedía ver el interior del lúgubre hueco. Al otro lado de las cuerdas se alzaba una oscura silueta. Junto al hueco había una hermosa y alta mujer, de lustrosa melena larga y rubia como la miel, que soplaba uno de los múltiples nudos de las cuerdas. Llevaba un espectacular vestido largo color azul claro que resaltaba su seductora figura.
La impactante mujer estaba rodeada de lo que parecían ser versiones en tamaño humano de los diablillos que Kendra había visto en la choza de Muriel. Todos ellos estaban vueltos hacia la hornacina y miraban el suelo. Su estatura variaba entre el metro setenta y el metro ochenta. Unos eran gordos, otros delgados y unos pocos, musculosos. Unos tenían la espalda chepuda, o con jorobas, o tenían cuernos o cornamentas, o lucían quistes protuberantes, o colas. A un par de ellos les faltaba alguna extremidad o una oreja. Todos tenían cicatrices. Todos tenían la piel ajada y correosa, y muñones en lugar de alas. A los pies de aquellos diablos de talla humana había infinidad de diablillos del diminuto tamaño de las hadas.
El aire se llenó de destellos. Un par de alas negras hechas de humo y sombra se desplegaron desde el interior de la hornacina. Kendra experimentó la misma sensación de vértigo que se había apoderado de ella cuando transformaron a la abuela de su estado gallináceo al de persona. Parecía como si la hornacina se alejase poco a poco, como si la estuviera observando desde el lado equivocado de un telescopio. Una momentánea explosión de oscuridad eclipsó la homogénea luminosidad procedente de los faroles, y de repente, justo en medio del área hacia la que todos los diablillos tenían concentrada toda su atención, emergió un nuevo diablillo del tamaño humano.
Kendra se tapó la boca con las dos manos. La bella mujer no podía ser otra que Muriel. Bahumat estaba aprisionado por aquella red de cuerdas llenas de nudos, semejantes a la cuerda que la había mantenido cautiva a ella, y la bruja formulaba deseos para aumentar el tamaño de sus diablillos, ¡al tiempo que iba liberando poco a poco al demonio!
—Hugo —dijo la abuela en voz baja—. Incapacita a los diablillos y captura a Muriel, a paso ligero.
Hugo se lanzó a la carga.
Uno de los diablillos se dio la vuelta y emitió un desagradable aullido, y otros del grupo se volvieron rápidamente para quedar frente a los intrusos, mostrando unos rostros crueles y demoníacos. La rubia espectacular se volvió también y abrió unos ojos como platos ante la sorpresa.
—¡Atrapadlos! —les gritó.
Había más de veinte diablillos de los grandes, y diez veces más de los pequeños. Encabezados por el más grande y musculoso del conjunto, se lanzaron por Hugo formando un variopinto conglomerado de enjutos fanáticos.
Hugo hizo frente a la arremetida en el centro de la sala. Con fluida precisión, agarró al cabecilla por la cintura con una mano y le sujetó a continuación por ambos pies con la otra, y entonces empezó a girar sobre sí mismo ágilmente a un lado y a otro. Luego, lanzó al aullante cabecilla a un lado, mientras los demás se abalanzaban sobre él.
Atizando con los puños como si fuesen arietes de batalla, Hugo hacía saltar por los aires a los diablillos, que salían disparados dando incontroladas volteretas laterales. Se le echaban encima como un enjambre y daban ágiles brincos para aterrizar encima de sus hombros y lanzarle zarpazos a la cabeza. Pero Hugo simplemente seguía girando sobre su propio eje y esquivándolos y levantándolos en vilo, interpretando un violento ballet gracias al cual todos los diablillos que saltaban sobre él acababan saliendo disparados en todas direcciones.
Algunos de ellos se escabulleron astutamente sin que Hugo pudiera detenerlos, para lanzarse a todo correr en dirección a la abuela, Kendra y Seth. Hugo dio media vuelta y fue por ellos.
Agarró un par de diablillos por las rodillas y los usó como porras, blandiéndolos por el aire para ahuyentar a los demás.
La capacidad de recuperación de los diablillos era impresionante. Hugo estampaba uno contra la pared, y la tenaz criatura lograba ponerse en pie nuevamente para volver a la carga. Hasta el fornido cabecilla seguía participando en la refriega, sosteniéndose mal que bien sobre sus destrozadas piernas.
Kendra dirigió la mirada hacia más allá del tumulto, y vio que Muriel soplaba sobre un nudo.
—Abuela, está tramando algo.
—Hugo —gritó la abuela—. Déjanos a los diablillos a nosotros y ve a capturar a Muriel.
Hugo arrojó al diablillo que tenía en ese momento en las manos. La criatura, aullando de dolor, barrió todo el techo hasta chocar contra la pared, con lo que produjo un crujido repugnante. Acto seguido, el golem se lanzó por Muriel.
—¡Mendigo, protégeme! —chilló Muriel.
El hombre de madera, que seguía danzando junto al abuelo y Lena, echó a correr para entorpecer el avance de Hugo.
Libres de la indomable escabechina del golem, los diablillos heridos se arremolinaron en torno a la abuela, que se colocó delante de Kendra y de Seth. Entonces, cogió una bolsita con una mano y dibujó con el brazo un semicírculo para esparcir el polvo, que formó una rutilante nube. Cuando los diablillos tocaron la nube, saltaron chispas que los hicieron retroceder a toda velocidad. Unos pocos se lanzaron hacia la nube para intentar abrirse paso por la fuerza, pero el chisporroteo eléctrico se intensificó y acabaron rodando por el suelo. La abuela esparció un poco más de polvo en el aire.
En la hornacina empezaban a desplegarse unas enormes alas negras. El aire onduló. Kendra tuvo la sensación de estar viendo el sótano desde muy lejos, a través de un angosto túnel.
Hugo casi había llegado hasta Muriel. La crecida marioneta de madera se tiró en picado para abrazarse a los pies del golem, usando tanto los brazos como las piernas para inmovilizarle por los tobillos. El golem tropezó y cayó al suelo. Pero empezó a dar patadas hasta zafarse de Mendigo, y la marioneta de madera salió patinando por el suelo. A continuación, el golem se puso en pie y fue por Muriel. Extendió los brazos y, cuando tenía las manos a escasos centímetros de ella, un trueno hizo temblar el sótano, acompañado de un breve lapso en que todo quedó en tinieblas. El gigantesco golem se desmoronó, convertido en un montículo de escombros.
Muriel relinchó victoriosa, con los ojos fuera de las órbitas, presa del delirio al ver que se había librado por los pelos de las garras de Hugo. A lo lejos, en un lado de la sala, Mendigo se incorporó hasta quedar sentado. La marioneta había perdido un brazo, arrancado a la altura del hombro. Lo recogió del suelo y se lo volvió a colocar.
La mirada de Muriel se intensificó, sabiendo que la victoria era segura.
—Traédmelos a todos —ordenó.
Un pañuelo rojo revoloteó y descendió hacia el suelo. La abuela Sorenson levantó la ballesta con una mano, mientras con la otra esparcía lo que le quedaba dentro de la bolsita. Una vez vacía del todo, la tiró a un lado y dio varios pasos hacia delante, hasta entrar en la titilante nube de polvo, con la ballesta bien sujeta con ambas manos.
La flecha salió disparada. Mendigo dio un brinco, tratando desesperadamente de interponerse entre el proyectil y la bruja. Pero Hugo había lanzado demasiado lejos a la marioneta. Muriel lanzó un alarido y cayó de espaldas contra la red de sogas anudadas, tapándose la parte delantera de un hombro con la mano contraria, que lucía una perfecta manicura. Rebotó hacia delante y quedó a cuatro patas, jadeando, sin dejar de agarrarse el hombro. Entre los delgados dedos asomaban las plumas negras de la flecha.
—¡Pagarás por este aguijonazo! —bramó.
—¡Corred! —gritó la abuela Sorenson a los niños.
Demasiado tarde. Con los ojos cerrados y moviendo los labios sin emitir sonido alguno, Muriel extendió al frente su mano manchada de sangre y una ráfaga de viento barrió la rutilante nube de polvo. Los maltrechos diablillos se abalanzaron sobre la abuela Sorenson y la apresaron sin miramientos.
Seth dio un salto hacia delante y esparció un puñado de polvo sobre la abuela y los diablillos. Estalló un relámpago y los diablillos salieron despedidos a los lados.
—¡Mendigo, tráeme al chico! —le ordenó Muriel.
El sirviente de madera se lanzó por Seth corriendo a cuatro patas a toda velocidad. Los diablillos se habían desplegado hacia fuera y varios de ellos se apiñaron junto a la puerta para impedir que nadie escapara. Seth arrojó un puñado de polvo al tiempo que Mendigo se tiraba por él. La nube eléctrica repelió a la marioneta. Al mismo tiempo, un diablillo se acercó corriendo desde detrás de Seth y, dando un rápido manotazo, le arrebató la bolsita.
El diablillo era alto. Hizo girar a Seth sobre su eje, le sujetó por la parte superior de los brazos y le levantó del suelo hasta que quedaron los dos mirándose a los ojos. El diablillo siseó; de su boca abierta salió una lengua negra que vibró de forma grotesca.