Authors: Brandon Mull
Kendra y Seth Sorensen van a pasar el verano con su abuelo, un hombre malhumorado que no parece querer saber mucho de sus nietos. Además de todo eso, no hay televisión, ni videojuegos, y el abuelo es extremadamente estricto en lo que se refiere a las normas. Pero sí que les dará algo: seis llaves, un diario con candado y un acertijo que ningún otro primo de Kendra y Seth ha resuelto jamás. Un mundo de criaturas fantásticas, bondadosas y perversas abrirá sus puertas para siempre...
Brandon Mull
Fablehaven
ePUB v1.0
Demes08.07.11
Título: Fablehaven
Autor: Brandon Mull
Serie: Fablehaven 1/5
País: Estados Unidos
Año: 2006
Editorial: Roca Juvenil
Género: Fantasía
Para Mary,
que hizo posible la escritura
Un agradecimiento especial a Chris Schoebinger por haber visto potencial en este relato y haberlo hecho realidad. Gracias también a Brandon Dormán por sus maravillosas ilustraciones; a Emily Watts, cuyo talento para las tareas de edición pulió las aristas; y a Richard Erickson, Sheryl Dickert Smith y Tonya Facemyer, cuya destreza para el diseño hizo que todo adoptase una apariencia verdaderamente genial. Todo mi afecto para el equipo al completo de Shadow Mountain, por la inmensa labor realizada.
Gracias a los amigos que me aportaron sus impresiones tras la lectura de los primeros borradores: Jason y Natalie Conforto, Randy y Rachel Davis, Mike Walton, Lisa Mangum, Tony Benjamin, el equipo de Excel, Nancy, Liz, Támara, Bryson y Cherie, Summer, Mary, mi padre, mi madre y todos los demás. ¿Lo ves, Ty?, tenías que haberlo leído.
Gracias a Aaron Alien y familia por el portátil y por su apoyo. Gracias a Tiffany por deshacer determinados nudos. Gracias a Ryan Hamilton y Dean Hale por haberme dado tantos ánimos. Gracias a Tuck por el diccionario y por las aportaciones de última hora.
Gracias a mis padres por haberme transmitido tantísimas otras cosas aparte del material genético, y a mis hermanos y hermanas por ayudarme a aprender a chinchar, y al resto de mi familia por estar ahí más de lo que muchos considerarían normal.
Gracias a todos mis ex profesores, compañeros de clase, colegas, novias, amigos, conocidos, miembros del grupo de teatro, rivales, enemigos y desinteresadas terceras partes. Seguid así.
Gracias a ti por leer estos agradecimientos y, con suerte, el resto del libro. Y el siguiente. Y el siguiente.
Por encima de todo, mi agradecimiento especial a mi encantadora mujer, Mary, y a mis preciosos retoños, Sadie y Chase. Gracias por darle a mi vida algo en torno a lo cual pueda girar, aparte del sol.
Kendra miraba por la ventanilla del todoterreno deportivo, y veía pasar ante sus ojos la vegetación emborronada por efecto de la velocidad. Cuando notaba que se mareaba, dirigía la vista al frente y la fijaba en algún árbol, y lo acompañaba con la mirada mientras éste se aproximaba lentamente al vehículo para pasar por su lado como una centella y después perderse de vista poco a poco en la distancia.
¿La vida también era así? Se podía mirar hacia delante, al futuro, o hacia atrás, al pasado, pero el presente transcurría demasiado deprisa como para poder asimilarlo. A veces, quizás. Hoy no. Hoy cruzaban en coche las montañas arboladas de Connecticut por una autovía de dos carriles que no se acababa nunca.
—¿Por qué no nos habías dicho que el abuelo Sorenson vivía en la India? —se quejó Seth.
Su hermano tenía once años e iba a empezar sexto. Se había cansado de jugar con su consola (prueba de que aquel viaje en coche estaba siendo verdaderamente interminable).
Su madre se volvió para mirar al asiento trasero.
—Ya no falta mucho. Disfruta del paisaje.
—Tengo hambre —dijo Seth.
Ella empezó a rebuscar en una bolsa de supermercado repleta de aperitivos y tentempiés.
—¿Unas crackers con crema de cacahuete?
Seth estiró el brazo para coger las galletitas. Su padre, al volante, pidió una Almond Roca. Las últimas navidades había decidido que las Almond Roca eran sus chocolatinas favoritas y que debía tener alguna a mano todo el año. Casi seis meses después seguía haciendo honor a su resolución.
—¿Tú quieres algo, Kendra?
—Estoy bien.
Kendra volvió a fijar la atención en el vertiginoso desfile de árboles. Sus padres se iban de crucero por Escandinavia durante diecisiete días en compañía de todas las tías y los tíos de la rama materna de la familia. Iban todos gratis. No porque hubiesen ganado ningún concurso: se iban de crucero porque los abuelos de Kendra habían muerto asfixiados.
La abuela y el abuelo Larsen habían ido a ver a unos parientes en Carolina del Sur que vivían en una caravana. La caravana tuvo no se sabe qué problema relacionado con un escape de gas y habían perecido todos mientras dormían. Mucho tiempo atrás, la abuela y el abuelo Larsen habían especificado que cuando muriesen, todos sus hijos y sus cónyuges tenían que hacer un crucero por los mares escandinavos, empleando cierta suma de dinero asignada a tal efecto.
Los nietos no habían sido invitados.
—¿No os vais a aburrir como una ostra, metidos en un barco diecisiete días? —preguntó Kendra.
Su padre le lanzó una mirada por el espejo retrovisor.
—Supuestamente la comida que sirven es fabulosa. Caracoles, huevas de pescado..., la bomba.
—A nosotros el viaje no nos hace ninguna ilusión —dijo la madre en tono triste—. No creo que vuestros abuelos tuvieran en mente una muerte accidental cuando propusieron ese deseo. Pero trataremos de pasarlo lo mejor posible.
—El barco hace escala en varios puertos —añadió el padre para cambiar deliberadamente el curso de la conversación—. Y te dejan bajar unas horas.
—¿Este viaje en coche va a durar también diecisiete días? —preguntó Seth.
—Ya casi estamos —le respondió su padre.
—¿Tenemos que quedarnos en casa de los abuelos Soren—son? —preguntó Kendra.
—Lo pasaréis estupendamente. Deberíais sentiros honrados. Casi nunca invitan a nadie a su casa.
—Precisamente. Apenas los conocemos. Son unos ermitaños.
—Bueno, son mis padres —repuso él—. De algún modo, yo sobreviví.
La carretera dejó de serpentear entre montañas cubiertas de bosques al atravesar una población. Mientras esperaban a que un semáforo se pusiera en verde, Kendra se quedó mirando a una mujer obesa que llenaba el depósito de combustible de su furgoneta. El parabrisas de la furgoneta estaba sucio, pero la señora no parecía tener la menor intención de lavarlo.
Kendra miró hacia delante. El parabrisas del todoterreno deportivo daba pena, lleno de bichos muertos espachurrados, a pesar de que su padre lo había restregado bien la última vez que habían parado a repostar. Habían hecho todo el camino desde Rochester sin parar.
Kendra sabía que los abuelos Sorenson no los habían invitado a quedarse en su casa. Había escuchado a hurtadillas la conversación entre su madre y el abuelo Sorenson cuando ella le había planteado la idea de dejarles a los chicos. Fue durante el funeral.
El recuerdo del funeral hizo estremecer a Kendra. Antes de la ceremonia tuvo lugar el velatorio, con la abuela y el abuelo Larsen expuestos en sus dos ataúdes idénticos. A Kendra no le gustó ver al abuelo Larsen con maquillaje. ¿A qué chalado se le habría ocurrido la idea de que cuando alguien moría había que pagar a un taxidermista para retocar al difunto para su última aparición en público? Ella prefería mil veces recordarlos vivos, y no expuestos grotescamente con sus mejores galas. Los Larsen eran los abuelos que habían formado parte de su vida. Habían disfrutado juntos muchas vacaciones y largas temporadas.
Kendra apenas podía recordar haber pasado algo de tiempo en compañía de los abuelos Sorenson. Más o menos en la época en que se casaron sus padres, éstos habían heredado unas propiedades en Connecticut. Nunca los habían invitado a ir a verlos y ellos rara vez iban a Rochester. Cuando se decidían a hacerlo, generalmente iba uno de los dos. Sólo habían ido juntos en dos ocasiones. Los Sorenson era agradables, pero sus visitas habían sido demasiado infrecuentes y breves como para que surgiera un verdadero vínculo. Kendra sabía que la abuela había dado clases de Historia en una facultad y que el abuelo había viajado mucho, como dueño de una pequeña empresa de importación. Eso era todo.
Todo el mundo se sorprendió cuando el abuelo Sorenson se presentó en el funeral.
Habían pasado más de dieciocho meses desde la última vez que los Sorenson habían ido a verlos. El abuelo se había disculpado por que su mujer no asistiera al funeral, ya que se encontraba enferma. Parecía que siempre había alguna excusa. A veces, Kendra se preguntaba si se habrían divorciado en secreto.
Hacia el final del velatorio, Kendra oyó a su madre tratar de convencer al abuelo Sorenson para que cuidase de los chicos. Estaban en el pasillo junto al área del velatorio. Kendra los oyó hablar antes de alcanzar la esquina y se detuvo a escuchar.
—¿Por qué no pueden quedarse con Marci?
—Podrían haberse quedado, pero Marci también viene al crucero.
Kendra se asomó a mirar desde la esquina. El abuelo Sorenson llevaba una americana marrón con coderas y pajarita. —¿Dónde se quedan los chicos de Marci? —En casa de sus suegros. —¿Y si contratáis una canguro?
—Dos semanas y media es mucho tiempo para contratar una canguro. Recuerdo que alguna vez comentaste que te gustaría que fuesen a pasar unos días con vosotros.
—Sí, lo recuerdo. Pero ¿tiene que ser a finales de junio? ¿Por qué no en julio?
—La fecha del crucero está cerrada. ¿Qué diferencia habría?
—En esa época todos andamos siempre más atareados de lo normal. No sé, Kate. Ya no tengo práctica con los críos.
—Stan, no tengo ningunas ganas de hacer este crucero. Pero para mis padres era importante, y por eso vamos. No es mi intención obligarte si no quieres.
Parecía a punto de echarse a llorar.
El abuelo Sorenson suspiró.
—Supongo que podremos encontrar algún lugar donde encerrarlos.
***
En ese momento, Kendra se alejó del pasillo. Desde entonces, aunque no le había dicho nada a nadie, le preocupaba la perspectiva de quedarse en casa del abuelo Sorenson.
Tras dejar atrás la población, el todoterreno deportivo subió por una pendiente empinada. A continuación la carretera rodeó un lago y se perdió entre colinas cubiertas de bosque. De vez en cuando pasaban por delante de un buzón particular. A veces se divisaba una casa entre los árboles; otras sólo se veía un largo camino de acceso.
Tomaron una carretera más estrecha y prosiguieron el viaje. Kendra se inclinó hacia delante y comprobó el nivel del combustible.
—Papá, te queda menos de un cuarto de depósito —dijo. —Ya casi hemos llegado. Lo llenaremos cuando os hayamos dejado.
—¿Por qué no podemos apuntarnos al crucero? —preguntó Seth—. Podríamos escondernos en los botes salvavidas. Y vosotros birlaríais comida para nosotros.
—Chicos, os lo pasaréis mucho mejor con los abuelos Sorenson —le contestó su madre—. Esperad y veréis. Dadles una oportunidad.
—Ya hemos llegado —anunció su padre.
Salieron de la carretera por una pequeña calzada de grava. Kendra no veía ni rastro de una casa, únicamente el sendero que se perdía entre los árboles al doblar en un recodo.