Authors: Brandon Mull
A lo mejor no se había transformado en pelusa de diente de león porque la isla era un timo. O a lo mejor el santuario había sido trasladado a otro lugar. De cualquier modo, ahora estaba varada en un islote en mitad de un estanque lleno de criaturas empeñadas en ahogarla. ¿Cómo sería ahogarse? ¿Tragaría agua o simplemente se asfixiaría? ¿O llegaría antes el demonio a por ella?
¡No! Había llegado hasta aquí. Inspeccionaría la isla otra vez, con más cuidado. A lo mejor el santuario era un elemento de la naturaleza, como un arbusto o un tocón especial.
Recorrió el perímetro nuevamente, más despacio esta vez. Entonces, reparó en un fino reguero de agua. Era raro encontrar agua en una isla tan diminuta, por pequeño que fuera el hilillo. Siguió el reguero en dirección al centro de la isla, hasta que encontró el punto del suelo del que manaba el agua.
Allí, en el nacimiento del manantial, había una estatua finamente tallada de un hada de unos cinco centímetros de alto, sobre un pedestal blanco que añadía unos cuantos centímetros más a la altura de la figurita. Delante, en el suelo, había un pequeño cuenco de plata.
¡Pues claro! ¡Las hadas eran tan diminutas que tenía sentido que el santuario fuese una miniatura también!
Kendra se puso de rodillas al lado del manantial, justo delante de la figurita. La noche estaba muy silenciosa. Miró al cielo y se dio cuenta de que hacia el este el horizonte estaba cobrando un matiz morado. La noche tocaba a su fin.
Lo único que se le ocurrió fue hablar con absoluta sinceridad, con el corazón en la mano.
—Hola, reina de las hadas. Gracias por permitir que venga a verte sin convertirme en semillas de diente de león.
Kendra tragó saliva. Se le hacía tan raro hablar con una estatua en miniatura... No tenía nada de regio.
—Si pudieras ayudarme..., realmente lo necesito. Una bruja de nombre Muriel está a punto de liberar a un demonio llamado Bahumat. La bruja tiene prisioneros a mi abuelo y a mi abuela Sorenson, junto con mi hermano Seth y mi amiga Lena. Si ese demonio queda libre, destruirá toda la reserva, y no tengo manera de impedir que eso ocurra sin tu ayuda. Por favor, amo de verdad a mi familia y, si no hago nada, ese demonio va a..., va a...
Entonces, sintió el impacto de todo el peso de la realidad que estaba tratando de plasmar con palabras, y no fue capaz de contener las lágrimas. Por primera vez comprendió plenamente que Seth estaba a punto de morir. Recordó todos los momentos vividos junto a él, tanto afectuosos como exasperantes, y se dio cuenta de que ya no habría más instantes ni de un tipo ni del otro.
Los sollozos hacían que se le agitara todo el cuerpo, y le rodaban cálidos lagrimones por las mejillas. No los frenó. Necesitaba aquel desahogo, necesitaba dejar de esforzarse por suprimir el espanto que entrañaba toda aquella situación. Las lágrimas que había derramado al huir de la Capilla Olvidada habían sido lágrimas de espanto y de pavor. Estas eran lágrimas causadas por la toma de conciencia.
Las lágrimas le resbalaban por la barbilla y caían directamente en el cuenco de plata. Entre sollozos, su respiración sonaba entrecortada.
—Por favor, ayúdame —logró decir por fin.
Una brisa fragante barrió toda la isla. Olía a tierra rica y a flores recién abiertas, con apenas una pizca de aroma de mar.
El llanto empezó a remitir. Kendra se enjugó las lágrimas de las mejillas y se secó la nariz con la manga. Al respirar se dio cuenta de lo rápido que se formaba la congestión.
La estatua en miniatura estaba empapada. ¿Había llorado encima de ella? ¡No! Le brotaban lágrimas de los ojos, que rodaban hasta caer en el cuenco de plata.
El aire volvió a moverse, cargado aún de intensos aromas. Inexplicablemente, Kendra percibió una presencia. Ya no estaba sola.
«Acepto tu ofrenda y me uno a ti en el llanto.»
Las palabras no fueron audibles, pero entraron en su mente con una impresión tan poderosa que Kendra se quedó boquiabierta. Nunca había experimentado algo parecido. De la estatua seguía manando un líquido transparente que caía en el cuenco.
«Con lágrimas, leche y sangre prepara un elixir, y mis siervas te atenderán.»
Las lágrimas eran evidentes. En cuanto a la leche, a Kendra no se le venía otra cosa a la cabeza que la imagen de Viola. ¿Y la sangre, de quién? ¿Suya? ¿De la vaca? Las siervas debían de ser las hadas.
—Espera, ¿qué hago? —preguntó Kendra—. ¿Cómo salgo de la isla?
A modo de contestación, el viento se arremolinó unos segundos y a continuación formó una fuerte ráfaga. Los agradables aromas se desvanecieron. La estatuilla dejó de llorar. La indefinible presencia había desaparecido.
Kendra cogió el cuenco del suelo. Medía aproximadamente lo mismo que la palma de su mano y estaba lleno hasta casi un tercio de su capacidad. Había esperado que la reina de las hadas resolviese la situación por ella. En lugar de eso, parecía como si le hubiese indicado la manera de resolver ella sola el problema. Su familia seguía en peligro, pero la chispa de la esperanza se había transformado ahora en una llamarada.
¿Cómo saldría de la isla? Kendra se puso en pie y fue hacia la orilla. El bote, increíblemente, se deslizaba por el agua en su dirección. Fue acercándose poco a poco hasta alcanzar la isla.
Kendra se subió a la embarcación. Esta se apartó de la orilla, dio la vuelta e inició el trayecto en dirección al pequeño embarcadero blanco.
Kendra no dijo nada. No pedaleó. Tenía miedo de hacer algo que pudiera interrumpir el suave avance hacia el embarcadero. Llevaba el cuenco apoyado en el regazo, con cuidado de no derramar ni una gota.
Entonces, lo vio: una silueta negra de pie en el embarcadero, esperando a que volviese. Una marioneta del tamaño de un hombre. Mendigo.
Se le cerró la garganta de puro espanto. ¡Había obrado magia estando en la isla! Porque... obtener las lágrimas de la estatua... era hacer magia, ¿no? Su estatus de persona protegida había quedado anulado. Y Mendigo había acudido para apresarla.
—¿Puedes dejarme en otro sitio? —preguntó.
El bote de pedales avanzaba en línea recta. ¿Qué podía hacer? Aun cuando la dejase en otro lugar, Mendigo no tendría más que seguirla.
La embarcación estaba ya a unos veinte metros del muelle; luego a diez. Tenía que proteger el contenido del cuenco. Y debía impedir que Mendigo se la llevara a rastras. Pero ¿cómo?
El bote rozó el embarcadero y se detuvo en paralelo. Mendigo no hizo el menor movimiento de ir a apresarla. Era como si estuviese esperando a que desembarcase. Kendra depositó el cuenco en el muelle y, al ponerse de pie, se dio cuenta de que algo hacía que el bote no zozobrase lo más mínimo.
Cuando salió al embarcadero, Mendigo dio unos pasos al frente. Pero, igual que antes, no parecía que fuese por ella. Se quedó parado con los brazos a media altura y agitando los dedos. Kendra recogió el cuenco del suelo y echó a andar, rodeando al títere de madera. Mendigo la siguió hasta el final del embarcadero.
¿Por qué Muriel había enviado a Mendigo por ella, si el títere no era capaz de apresarla? ¿Sabría la bruja que había entablado comunicación con la reina de las hadas? En tal caso, la marioneta había acudido con prontitud. Probablemente su presencia allí respondía a una medida preventiva.
El problema que planteaba era grave. Estaba claro que Kendra no había obrado magia alguna estando en la isla; simplemente había recogido un ingrediente. Pero al preparar el elixir que le había descrito la reina de las hadas y al dárselo a las hadas, sin duda estaría llevando a cabo un acto mágico. En el instante en que su estatus de protección desapareciese, Mendigo se echaría sobre ella.
Ni hablar de eso.
Kendra depositó el cuenco de plata en las escaleras que subían al cenador. A continuación, se dio la vuelta y se enfrentó a Mendigo. El títere le sacaba más de media cabeza.
—Me parece que tú funcionas de modo parecido a Hugo. No tienes cerebro y simplemente haces lo que se te dice. ¿Es correcto, Mendigo?
La marioneta de madera permaneció en silencio, sin moverse. Kendra trató de impedir que el pánico se apoderase de ella.
—Tengo la sensación de que a mí no me vas a obedecer, pero merece la pena intentarlo. Mendigo, súbete a un árbol y quédate ahí sentado por siempre jamás.
Mendigo seguía inmóvil. Kendra dio unos pasos en dirección a él. La marioneta trataba de levantar los brazos para apresarla, pero era incapaz de materializar sus intenciones. De pie, muy cerca de él, Kendra levantó cautelosamente una mano para tocar con el dedo su torso de madera. El no reaccionó, aparte de seguir luchando contra la misteriosa fuerza que le impedía apresar a Kendra.
—No puedes tocarme. No he hecho nada malintencionado ni he empleado la magia en ningún momento. Pero yo a ti sí puedo tocarte.
Dulcemente, Kendra acarició los dos brazos del títere justo por debajo de los hombros. El títere tembló por el esfuerzo de tratar de agarrarla.
—¿Quieres ver mi segundo paso decisivo de esta noche? —preguntó Kendra.
Mendigo se estremeció, haciendo titilar todos sus ganchos, pero seguía sin poder apresar a Kendra.
Sin darse cuenta de que estaba mordiéndose el labio inferior, Kendra agarró los dos brazos del títere justo por debajo de los hombros, los desenganchó y se apartó rápidamente de él. Echó a correr a toda velocidad. Oyó que la marioneta gigante la perseguía hasta el borde del estanque, desde donde ella lanzó al agua los dos brazos de madera.
Algo pinzó el hombro de Kendra y la hizo girar como un torbellino hasta caer al suelo. Una fuerza aplastante le presionaba la espalda y la mantenía pegada al suelo. Casi no podía respirar.
Girando el cuello a más no poder, vio a Mendigo encima de ella, usando uno de sus pies para inmovilizarla. ¿Cómo podía ser tan fuerte una criatura que parecía tan enclenque? El punto de la espalda en el que le estaba clavando el pie..., seguro que se le quedaba marcado con un moratón.
Kendra trató de cogerle la otra pierna, con la esperanza de desengancharle el gemelo, pero la marioneta se alejó de ella ejecutando su danza. Por un instante, pareció haberse quedado sin saber qué hacer. Kendra se dispuso a rodar por el suelo para alejarse de él en cuanto le viese volver a la carga e intentase pisotearla otra vez. ¡Ojalá pudiera desengancharle una pierna!
En lugar de ir por ella, Mendigo echó a correr por el embarcadero. Flotando en el agua estaban los dos brazos de la marioneta. Uno se había movido hasta quedar prácticamente fuera del alcance desde el pantalán. Mendigo se agachó, haciendo equilibrios con mucho cuidado sobre un solo pie, y estiró la otra pierna hacia el brazo que flotaba más cerca.
Justo en el instante en que los dedos del pie rozaron el agua, salió una mano blanca como una flecha y agarró a Mendigo por el tobillo para tirar de él con fuerza. La marioneta se zambulló en el estanque. Kendra aguardó, conteniendo la respiración mientras observaba el agua. El títere danzarín no volvió a salir a la superficie.
Retrocedió a toda velocidad hasta los escalones para recoger el cuenco del suelo. Con el recipiente de las lágrimas en las manos, Kendra no se atrevió a correr. En vez de eso, se puso a caminar a paso rápido, procurando no desperdiciar ni una gota de su preciosa carga. Cruzó la pradera de césped, atravesó el arco, retomó el camino y salió a la carretera.
Las estrellas brillaban cada vez con menos fulgor en el lado este del cielo. Kendra apretó el paso por el camino. Estaba prácticamente segura de que su estatus de protección había dejado de estar vigente. Pero si había tenido que cometer una fechoría, por lo menos le había dado la sensación de que había merecido la pena. Y tenía la impresión de que no iba a ser el último acto malicioso de la noche.
Cuando Kendra llegó al establo, un gris preamanecer dominaba el horizonte al este. El itinerario desde el estanque había discurrido sin percances. Del cuenco de plata no había caído ni una sola gota. Rodeó el establo para llegar a la puertecilla que Seth había derribado a patadas y se coló dentro.
La monumental vaca estaba masticando heno de la artesa. Cada vez que Kendra veía a Viola se quedaba maravillada de nuevo ante su enormidad. La ubre de la vaca estaba inflada, casi tanto como la primera vez que la habían ordeñado.
Kendra tenía las lágrimas. Ahora necesitaba la leche y la sangre. Dado que la reina de las hadas se había comunicado con ella mentalmente, Kendra se fió de sus primeras impresiones. La leche tenía que ser la de Viola. ¿Y la sangre? ¿La suya propia? ¿La de la vaca? Probablemente de las dos, para estar segura. A lo mejor hacía falta sangre de las dos. Pero lo primero, la leche.
Kendra dejó el cuenco de plata en un rincón protegido y fue a por una de las escaleras de mano. Su intención era robar sólo unos cuantos chorritos. No había tiempo para ordeñar la vaca tal como debía.
Nunca había intentado recoger leche de Viola. Seth y ella se habían limitado a aliviarle la presión a la vaca, dejando que el líquido se derramara por el suelo. Había un montón de barriles, pero tratar de verter un barril en un cuenco pequeño de plata le parecía casi imposible. Y teniendo en cuenta que, para extraer la leche, debía dejarse caer por la mama de la ubre, le pareció que le iba a costar lo suyo evitar caerse ella misma dentro del barril.
Localizó una tartera grande, de las que usaba Dale para repartir la leche por el jardín. Perfecto. Fácil de esquivar por ser lo suficientemente pequeña, pero a la vez lo bastante grande para recoger toda la leche que iba a necesitar. Colocó el recipiente debajo de la teta de la vaca, tras calcular dónde chorrearía la leche.
Subió por la escalera y saltó para abrazarse a la carnosa ubre. Salió un buen chorro de leche que empapó el suelo. Sólo cayó en el molde de tartas una pequeña cantidad. Kendra ajustó la posición del recipiente, volvió a subir la escalera y probó de nuevo. Esta vez acertó de pleno y el molde casi se llenó hasta el borde. Incluso se las apañó para caer de pie.
Kendra acercó el molde de tartas adonde había dejado el cuenco de plata. Vertió en él la leche hasta que el cuenco contuvo tres cuartos de su capacidad. Sólo le faltaba la sangre.
Viola mugió atronadoramente, al parecer estaba disgustada por ver interrumpido de repente su ordeño nada más haber empezado.
—Vas a mugir mucho más fuerte aún —murmuró Kendra entre dientes.