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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (28 page)

—Era una gallina, ¿recuerdas? —dijo Seth—. Ella ponía los huevos que comíamos...

La frente de la abuela se llenó de arrugas.

—Que violen tu hogar es lo más parecido a una traición terrible —murmuró—. Sé que en el bosque merodean siniestros seres malvados, pero jamás habían cruzado ese límite.

Kendra y Seth siguieron a la abuela por el jardín y subieron tras ella la escalera del porche. La abuela se dobló por la cintura, y recogió del suelo un triángulo de cobre y lo colgó de un gancho que pendía de un clavo. Kendra se acordó de haber visto aquel triángulo moviéndose y sonando entre el resto de los móviles musicales. El triángulo tenía una varilla de cobre, sujeta a él mediante una cadena de cuentas. La abuela la hizo chocar con fuerza por todo el perímetro interno del triángulo.

—Esto debería atraer a Hugo —les explicó la abuela, que cruzó el porche y se detuvo un instante en el umbral de la puerta para contemplar el interior de su casa—. Es como si nos hubiesen bombardeado —murmuró—. ¡Qué vandalismo sin sentido!

Desmoralizada y aturdida, fue paseándose por la destrozada vivienda. De vez en cuando, recogía del suelo un marco dañado y examinaba la rasgada fotografía que contenía, o bien pasaba la mano por lo que quedaba de una preciada pieza del mobiliario. Luego, subió las escaleras y se dirigió a su dormitorio. Kendra y Seth la vieron buscar algo en el armario; finalmente sacó de él una tartera metálica.

—Por lo menos esto está intacto —dijo la abuela.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Seth.

Kendra le dio un golpe en el hombro con el dorso de la mano.

—¿Qué es eso, abuela?

—Seguidme.

Abajo, en la cocina, la abuela abrió la tartera. De ella extrajo un puñado de fotos.

—Ayudadme a esparcirlas.

Las fotos eran imágenes de la casa. En ellas aparecía cada habitación vista desde diferentes ángulos. También estaba retratado el exterior, desde múltiples perspectivas. En total habría más de un centenar de fotografías. La abuela y los chicos empezaron a repartirlas por el suelo de la cocina.

—Hicimos estas fotos por si alguna vez ocurría lo inimaginable —dijo la abuela.

De repente, Kendra comprendió lo que estaban haciendo.

—¿Para los duendes?

—Muy lista —la felicitó la abuela—. No estoy segura de si estarán a la altura del reto, teniendo en cuenta la envergadura de los daños. Pero ya antes han obrado milagros. Lamento que nos haya acaecido semejante calamidad estando vosotros de vacaciones aquí.

—No deberías sentirte mal —la tranquilizó Seth—. Todo ha pasado por mi culpa.

—No debes asumir toda la culpa —insistió la abuela.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Kendra—. Nosotros lo provocamos.

—Kendra no hizo nada —dijo Seth—. Ella trató de detenerme. Todo es culpa mía.

La abuela miró a Seth pensativamente.

—No era tu intención hacer daño al abuelo. Sí, con tu desobediencia le hiciste vulnerable. Por lo que entiendo, recibiste la orden de no mirar por la ventana. Si hubieses hecho caso, no te habrías sentido tentado a abrir la ventana y tu abuelo no habría sido secuestrado. Debes afrontar ese hecho y aprender de ello.

»Pero la responsabilidad total por el suplicio de Stan es un peso considerablemente mayor del que mereces que recaiga sobre ti. Tu abuelo y yo somos los encargados de esta finca. Somos los responsables de los actos que cometan aquellos que traigamos a este lugar, especialmente los niños. Stan os permitió venir para hacerles un favor a vuestros padres, pero también porque tenemos que empezar a compartir selectivamente este secreto con nuestros descendientes. No estaremos aquí eternamente. A nosotros nos desvelaron el secreto de este lugar, y llegó un día en que recayó sobre nuestros hombros la responsabilidad de este refugio encantado. Un día tendremos que traspasar dicha responsabilidad a otras personas.

Cogió a Seth y a Kendra de la mano y los miró fijamente con ojos cargados de afecto.

—Sé que los errores que cometisteis no fueron ni deliberados ni maliciosos. Vuestro abuelo y yo hemos cometido también infinidad de errores. Lo mismo que todas las personas que han vivido aquí, por muy sabias o cautelosas que fueran. Vuestro abuelo debe cargar con parte de la culpa, por haber puesto a unos niños en una situación en la que abrir una ventana con buenas intenciones podía causar tanto daño y tanta destrucción.

Y, evidentemente, los fanáticos que le secuestraron son, en última instancia, los más culpables.

Kendra y Seth se habían quedado mudos. Seth arrugó la cara en un puchero y, luchando a duras penas por contener las lágrimas, se lamentó:

—De no haber sido por mí, ahora el abuelo estaría bien.

—Y yo seguiría siendo una gallina metida dentro de una jaula —apostilló la abuela—. Preocupémonos por arreglar el desaguisado en lugar de buscar culpables. No desesperéis. Sé que podemos arreglar las cosas. Llevadme donde está Dale.

Seth asintió en silencio, sorbiendo por la nariz y frotándosela con el antebrazo. El chico encabezó la marcha por el porche trasero y luego por el jardín, en dirección a su destino.

—La verdad es que no hay muchas hadas —observó la abuela—. Nunca había visto el jardín tan desprovisto de vida.

—No ha habido muchas por aquí desde que atacaron a Seth —dijo Kendra—. Y desde que el abuelo desapareció, aún menos.

Cuando se hallaron junto a la estatua de metal policromado y de tamaño natural de Dale, la abuela sacudió la cabeza.

—Es la primera vez que veo este hechizo en concreto, pero sin duda se trata de Dale.

—¿Puedes ayudarle? —preguntó Kendra.

—Tal vez, si dispusiera de tiempo suficiente. En parte, deshacer un hechizo pasa por entender quién lo obró y cómo.

—Encontramos unas huellas —dijo Seth, y mostró a la abuela la huella del parterre.

Aunque se había difuminado un poco, seguía siendo perfectamente visible.

La abuela arrugó el ceño.

—No me suena de nada. Las noches festivas corren sueltas muchas criaturas que, de lo contrario, jamás vemos; por eso nos refugiamos dentro de la casa. Puede que esta huella ni siquiera constituya una pista relevante. Podría pertenecer al depredador o a la montura sobre la que éste cabalgaba, o bien podría ser de una bestia que casualmente pasó por aquí en algún momento de la noche.

—Entonces, ¿ignoramos a Dale por el momento? —preguntó Kendra.

—No tenemos alternativa. Disponemos de poco tiempo. Sólo nos queda esperar que al rescatar a tu abuelo, podamos arrojar algo de luz sobre lo que motivó el mal que padece Dale ahora y hallar la manera de revertir la maldición. Venid.

Volvieron a la vivienda. Mientras subían por la escalera a la segunda planta, la abuela iba habiéndoles por encima del hombro.

—Dentro de la casa hay unos cuantos baluartes especiales. Uno de ellos se encuentra en la habitación en la que os habéis alojado. Otro es una segunda habitación que hay al otro lado del desván.

—¡Lo sabía! —exclamó Kendra—. Ya decía yo que desde fuera parecía que el desván tenía otra parte. Pero nunca logré encontrar un modo de acceder.

—Probablemente estabas buscando por el lugar equivocado —dijo la abuela, y los condujo por el pasillo en dirección a su dormitorio—. Los dos lados del desván no se comunican entre sí. En cuanto estemos allí arriba, os daré todos los detalles sobre mi plan.

La abuela se acuclilló y rebuscó algo entre los restos de una mesilla de noche destrozada. Encontró unas cuantas horquillas de pelo y las utilizó para prenderse el cabello en un moño de matrona. Luego buscó un poco más hasta que encontró una llave. Los condujo al aseo principal y allí usó la llave para abrir la cerradura de un armario empotrado.

Pero en vez de un armario, la puerta daba a una segunda puerta, ésta hecha de acero y provista de un gran volante para introducir una combinación: una puerta de cámara acorazada. La abuela se puso a girar el volante.

—Cuatro giros a la derecha hasta el once, tres a la izquierda hasta el veintiocho, dos a la derecha hasta el tres, uno a la izquierda hasta el treinta y uno, y medio giro a la derecha hasta el dieciocho.

Bajó una palanca y la pesada puerta se abrió con un «clac».

Unas escaleras enmoquetadas subían hasta la siguiente puerta. La abuela subió la primera. Seth y Kendra se reunieron con ella en el desván.

Aquel lado del desván era aún más grande que el cuarto de juegos. La abuela accionó un interruptor y un buen número de luces disiparon las sombras. Todo un lado de la habitación estaba ocupado por un banco de trabajo alargado; la pared contra la que se apoyaba aparecía llena de herramientas colgadas de ganchos. Las otras paredes estaban tapadas con toda una colección de preciosos armarios de madera. Dispuestos sin orden ni concierto, había por toda la habitación una serie de objetos insólitos: una jaula de pájaros, un fonógrafo, un hacha de guerra, una balanza colgante, un maniquí y un globo terráqueo del tamaño de una pelota de playa.

También había baúles y cajas dispuestos en varias filas que dejaban libre el espacio justo para llegar a ellos. Unas pesadas cortinas ocultaban las ventanas.

La abuela les hizo una señal para que se acercasen al banco de trabajo y una vez allí se subieron a sendos taburetes altos.

—¿Qué hay en todas esas cajas? —preguntó Seth.

—Muchas cosas, casi todas peligrosas. Aquí es donde guardamos nuestras armas y talismanes más preciados. Libros de conjuros, ingredientes para pociones, todas las cosas importantes.

—¿Ahora ya puedes contarnos más detalles sobre lo del abuelo? —preguntó Kendra.

—Sí. Oísteis a Ñero decir que Stan y Lena se encuentran retenidos en la Capilla Olvidada. Dejadme que os cuente algo de historia, para haceros ver las ramificaciones.

»Hace mucho tiempo, esta tierra estuvo dominada por un poderoso demonio llamado Bahumat. Durante siglos, aterrorizó a los indios que moraban en la región. Ellos aprendieron a evitar ciertas zonas, pero incluso con estas precauciones, en realidad no había ningún lugar seguro. Los indios hacían todas las ofrendas que el demonio parecía exigir, pero seguían viviendo presas del miedo. Entonces, un grupo de europeos se brindó a derrocar al demonio a cambio de hacerse dueños de las tierras que tenía bajo su dominio, y los líderes de la comunidad, incrédulos, les dieron su consentimiento.

»Con la ayuda de poderosos aliados y de potentes sortilegios, los europeos sometieron con éxito al demonio y lo encerraron. Unos años después, fundaron Fablehaven en los terrenos que arrebataron a Bahumat.

«Pasaron los años. A principios del siglo XIX se había fundado, en los terrenos de esta reserva, una comunidad compuesta principalmente por miembros de una misma familia. Construyeron una serie de viviendas alrededor de la mansión original. Os hablo de antes de que se erigiesen la casa y el granero actuales. La antigua mansión sigue en pie, en el corazón de la finca, aunque el tiempo y los elementos han acabado con la mayor parte de las estructuras más débiles que la rodeaban. Pese a que sus hogares han desaparecido, existe todavía una construcción más duradera también levantada por ellos: una iglesia.

»En 1826, por culpa de la flaqueza y la estulticia de los hombres, Bahumat estuvo a punto de escapar. Podría haber sido una catástrofe espantosa, porque ninguna de las personas que quedaban en la reserva poseía ni los recursos ni los conocimientos necesarios para enfrentarse con éxito a una entidad dotada de tanto poder como aquélla. Pese a todo, aunque al final pudo evitarse la fuga, la experiencia resultó tan desestabilizadora para la mayoría de los que vivían aquí que casi todos se marcharon.

»La prisión en la que el demonio estaba confinado había sufrido daños. Con ayuda del exterior, se trasladó a Bahumat a un nuevo recinto, en el sótano de la iglesia. Unos meses después dejaron de celebrarse reuniones en aquel lugar, y desde entonces ha dado en llamarse la Capilla Olvidada.

—Entonces, ¿Bahumat sigue allí? —preguntó Kendra.

—Créeme, si Bahumat se hubiera escapado, nos habríamos enterado. Dudo de que haya alguien en el mundo capaz de capturar de nuevo a ese desalmado si llegara a verse libre. Los de su especie llevan demasiado tiempo ausentes, ya porque estén cautivos, ya porque hayan sido aniquilados. Y los que sabían cómo derrotar a semejante enemigo han desaparecido, sin nadie que ocupe hoy su lugar, lo cual me recuerda mi preocupación principal: que Muriel pueda intentar liberar a Bahumat.

—¿Cometería tamaña estupidez? —exclamó Seth.

—Muriel tiene al mal por maestro. Fue encarcelada originalmente por andar metida en esas cosas. Si llega antes que nosotros a la Capilla Olvidada, cosa que probablemente haya ocurrido ya, teniendo en cuenta que sus diablillos la habrán informado sobre la situación, tendremos que neutralizarla con el fin de salvar a vuestro abuelo. Si le damos tiempo suficiente para poder liberar a Bahumat, tendrán que salvarnos a todos. Por eso debo intentar detenerla inmediatamente.

—No sólo tú —quiso corregirla Seth.

—Tendremos que ocuparnos de esto Hugo y yo. Vosotros ya habéis hecho suficiente, chicos.

—¿Cómo? —exclamó Seth—. ¡Ni hablar de eso!

—Sacar a vuestro abuelo no debería ser tan complicado. Pero si ocurre lo peor, y yo fracaso, Fablehaven podría sucumbir. Bahumat jamás estuvo conforme con el tratado que protege esta reserva. Como tampoco lo estaría ninguno de los suyos. El considera que esta tierra es suya y tiene el poder suficiente para anular el tratado, lo cual sumiría a la reserva en un interminable período de tinieblas. Cada día sería como esas temibles noches festivas, y esta propiedad quedaría convertida en un lugar inhabitable para siempre jamás, excepto para los moradores de la sombra. Todo mortal que quedase atrapado aquí caería presa de unos horrores demasiado terribles de contemplar.

—¿De verdad podría ocurrir eso? —preguntó Kendra en voz baja.

—No sería la primera vez —respondió la abuela—. Desde que se instituyeron las reservas, ha caído más de una. Los motivos son infinitos, casi siempre derivados de la locura humana. Algunas han sido recuperadas. Otras cayeron sin remedio. Actualmente hay, por lo menos, treinta reservas caídas en todo el mundo. Tal vez lo más inquietante de todo sean los recientes rumores sobre la Sociedad del Lucero de la Noche.

—Maddox nos habló de ellos —dijo Seth.

—El abuelo recibió una carta en la que se le advertía de que estuviese alerta —añadió Kendra.

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