Authors: Brandon Mull
—¿Me ofreces sólo un masaje? ¿Y si te quedas doce años conmigo como masajista personal? La abuela se puso seria.
—No te estoy pidiendo que mires esa piedra tuya infinidad de veces para infinidad de propósitos. Te estoy solicitando una única información. Un servicio a cambio de un servicio. Ésta es mi oferta, desigual a tu favor. El masaje dura treinta minutos, frente a los escasos segundos que necesitarás tú para echar una miradita a tu piedra.
—Pero vosotros necesitáis la información —le recordó Ñero—. Y yo no necesito un masaje.
—Saciar las necesidades es la carga del pobre. El rico y poderoso puede permitirse entregarse a sus deseos y caprichos. Si desaprovechas esta oportunidad, te preguntarás toda la vida qué fue lo que te perdiste.
—No lo hagas, abuela —intervino Kendra—. Entrégale el tesoro, y listo.
Ñero levantó un dedo.
—Esta proposición no es ortodoxa y contradice mis mejores criterios, pero me intriga la idea de un masaje, y yo rara vez me siento intrigado por nada. Sin embargo, treinta minutos es demasiado poco tiempo. Pongamos... dos horas.
—Sesenta minutos —respondió la abuela sin inmutarse.
—Noventa —contraatacó Ñero.
La abuela se retorció las manos. Dobló y estiró los brazos. Se frotó la frente.
—Noventa minutos es mucho tiempo —dijo Kendra—. ¡Al abuelo nunca le has dado un masaje de más de una hora!
—Calla la boca, niña —le espetó la abuela.
—O noventa o no hay trato —dijo Ñero.
La abuela suspiró, resignada.
—De acuerdo..., noventa minutos.
—Muy bien, acepto. Pero si no estoy satisfecho con el masaje completo, el trato se rompe. La abuela sacudió la cabeza.
—Nada de excepciones. Un único masaje de noventa minutos, a cambio de la localización de Stan Sorenson. El maravilloso recuerdo te acompañará hasta el fin de tus días.
Ñero miró a Kendra y luego a Seth, para fijar finalmente los ojos en la abuela con mirada astuta.
—De acuerdo. ¿Qué tenemos que hacer?
La mejor camilla que pudo encontrar era una balda de piedra bastante estrecha, que estaba cerca de la entrada de la cueva. Ñero se tumbó en la repisa y la abuela les mostró a Kendra y a Seth cómo tenían que masajearle las piernas y los pies. Les hizo una demostración sobre cómo y dónde debían aplicar los nudillos y el resto de las manos.
—Es muy fuerte —les dijo, al tiempo que clavaba con fuerza los nudillos en la planta del pie del trol—. Haced toda la fuerza que podáis. —Dejó el pie del trol en la camilla y se colocó junto a su cabeza— Los niños han recibido ya las instrucciones, Ñero. Los noventa minutos empiezan a contar ya.
Kendra puso las manos, vacilantes, en el inflado gemelo del trol. Aunque no estaban húmedas, el tacto de las escamas era viscoso. Una vez había cogido una serpiente con las manos; la textura de la piel de Ñero se le parecía bastante.
Con Ñero tumbado boca abajo, la abuela se puso a trabajar en la nuca y los hombros. Empleó toda una serie de técnicas diferentes: le hundió los pulgares, frotó la piel con las palmas de las manos, apretó con los puños, le clavó los codos. Acabó subida de rodillas encima de su rabadilla, con mucho cuidado de no pincharse con las púas del espinazo, y desde allí estrujaba, amasaba y aplicaba presión a los músculos.
Ñero estaba en éxtasis evidente. Ronroneaba y gemía de gusto, de placer. De sus labios manaba un constante torrente de cumplidos con voz adormilada. Lánguidamente, los animaba a apretar con más fuerza y más hondo.
Kendra empezaba a cansarse. Cada cierto tiempo, la abuela les enseñaba a Seth y ella otras técnicas que podían aplicar durante el masaje. Lo que más desagradó a Kendra fue masajearle los pies al trol: desde las blandas almohadillas de sus callos hasta los rechonchos muñones que constituían sus dedos. Pero trató de seguir lo mejor posible el incansable ejemplo de su abuela. Además de ayudarlos con el masaje de piernas y pies, la abuela le masajeó incansablemente la cabeza, el cuello, los hombros, la espalda, los brazos, las manos, el pecho y el abdomen.
Cuando por fin terminaron, Ñero se incorporó con una sonrisa de euforia en el rostro. De sus ojos bulbosos había desaparecido por completo todo rastro de malicia. Parecía listo para la siesta más gustosa de toda su vida.
—Han sido casi cien minutos —dijo la abuela—. Pero prefería hacerlo bien.
—Gracias —contestó él, medio atontado—. Jamás habría soñado con algo así. —Se levantó y se apoyó en la pared del precipicio para mantenerse erguido—. Os habéis ganado ampliamente vuestra recompensa.
—Nunca había tocado a nadie tan lleno de nudos y tensión —comentó la abuela.
—Ahora me siento distendido —dijo él al tiempo que balanceaba los brazos—. Enseguida vuelvo con la información que buscáis.
Ñero se metió en la cueva agachando la cabeza.
—Yo quiero ver su piedra mágica —cuchicheó Seth.
—Espera. Has de ser paciente —le reprendió la abuela mientras se enjugaba el sudor de la frente.
—Debes de estar exhausta —dijo Kendra.
—No me encuentro muy bien —reconoció la abuela—. El masaje me ha exigido un gran esfuerzo. —Bajó la voz y añadió—: Pero seguro que vale más que varios barriles de tesoros, que no tenemos.
Seth se acercó andando al filo del saliente y miró el fondo de la quebrada. La abuela se sentó en la repisa de piedra en la que le habían dado el masaje al trol y Kendra aguardó a su lado.
Al poco rato apareció Ñero. Todavía se le veía afable y relajado, aunque no tan grogui como antes.
—Stan está encadenado en el sótano de la Capilla Olvidada.
La abuela apretó la mandíbula.
—¿Estás seguro?
—Me ha costado un poco dar con él y conseguir verle bien, teniendo en cuenta quién más está confinado allí. Pero sí, estoy seguro.
—¿Se encuentra bien?
—Está vivo.
—¿Lena estaba con él?
—¿La náyade? Claro, también la vi a ella.
—¿Andaba cerca Muriel?
—¿Muriel? ¿Cómo iba ella a...? ¡Oh, eso es lo que era aquello! Ruth, el pacto era para una sola información. Pero no, a ella no la he visto. Creo que esto pone fin a nuestro trato. —Indicó con gestos la escala de cuerda—. Si me disculpáis, tengo que tumbarme.
La abuela no quiso decir ni una palabra mientras recorrían la quebrada. Lucía un semblante adusto y pensativo, y acallaba con un «chis» todo intento de entablar conversación. Kendra esperó a estar otra vez en el sendero de al lado del puente cubierto para intentar preguntarle de nuevo. —Abuela... —empezó a decir.
—Aquí no —la reprendió ella—. No debemos hablar del tema estando a la intemperie. —Les hizo gestos para que se acercaran a ella y prosiguió, en voz baja—: Espero que con esto sea suficiente: debemos ir a rescatar a vuestro abuelo hoy. Mañana podría ser demasiado tarde. Regresaremos a casa inmediatamente, nos equiparemos e iremos al lugar en el que se encuentra retenido. Os revelaré su paradero exacto en cuanto nos hallemos bajo techo. Puede que Muriel no sepa aún dónde está, y aunque lo sepa, no quiero que se entere de que nosotros lo sabemos.
La abuela dejó de susurrar y los apremió a continuar la marcha.
—Siento haber sido tan antipática cuando nos despedimos de Ñero —dijo después de andar un trecho en silencio durante unos minutos—. Tenía que trazar un plan. Chicos, realmente hicisteis un trabajo extraordinario allá arriba. Nadie debería tener que pasarse una tarde entera frotándole los pies a un trol. Seth fue un héroe al subir por los troncos y Kendra intervino muy oportunamente durante las negociaciones con aquel farol. Los dos habéis sobrepasado mis expectativas.
—No tenía ni idea de que fueras masajista —comentó Kendra.
—Me enseñó Lena. Ella ha recibido cursos profesionales en todos los rincones del mundo. Si alguna vez tenéis la oportunidad de recibir un masaje de sus manos, no lo rechacéis. —La abuela se prendió unos mechones sueltos detrás de la oreja. Durante unos segundos volvió a mostrarse absorta en sus pensamientos, apretando los labios y mirando al infinito mientras andaba—. Hay un par de cosas que quisiera preguntaros, cosas de las que sí podemos hablar en el exterior. ¿Habéis conocido a un señor que se llama Warren ?
—¿Warren? —repitió Seth.
—¿Un hombre apuesto y callado? ¿Con el pelo y la tez blancos? El hermano de Dale. —No —respondió Kendra.
—Es posible que lo llevaran a la casa la noche del solsticio de verano —tanteó la abuela.
—Estuvimos con el abuelo, con Dale y con Lena hasta después del anochecer, pero en ningún momento vimos a nadie más —dijo Seth.
—Yo ni siquiera he oído hablar de él —añadió Kendra.
—Yo tampoco —coincidió Seth.
La abuela asintió.
—Debió de quedarse en la cabaña. ¿A Hugo sí le habéis conocido?
—¡Sí! —exclamó Seth—. Es alucinante. Me pregunto dónde se habrá metido...
La abuela dedicó una mirada tranquilizadora a Seth.
—Estoy segura de que habrá estado ocupándose de sus quehaceres en el granero.
—No lo creo —dijo Kendra—. Ayer tuvimos que ordeñar la vaca.
—¿Vosotros habéis ordeñado a Viola} —preguntó la abuela, sinceramente asombrada—. ¿Cómo?
Kendra le describió cómo habían colocado las escaleras de mano y cómo se habían dejado caer abrazados a las mamas. Seth añadió detalles sobre lo empapados en leche que habían quedado.
—¡Qué niños tan ingeniosos! —comentó la abuela—. ¿Stan nunca os había dicho nada sobre la vaca?
—La encontramos porque mugía fortísimo —le explicó Seth—. Hacía temblar el granero entero.
—La ubre parecía a punto de explotar —añadió Kendra.
—Viola es nuestra vaca lechera —los informó la abuela—. Todas las reservas cuentan con un ejemplar, aunque no todos pertenecen a la especie bovina. Es más vieja que esta reserva, que se fundó en 1711. La trajeron en aquel entonces en barco desde Europa. Es hija de una vaca lechera de una reserva que hay en la cordillera de los Pirineos; cuando hizo la travesía marina, tenía unos cien años de edad y era ya más grande que un elefante. Lleva desde entonces aquí, creciendo cada año que pasa.
—Da la sensación de que pronto dejará pequeño el granero —observó Seth.
—Su crecimiento ha ido ralentizándose con los años pero, sí, puede que un día sea demasiado gigantesca para su recinto actual.
—Ella da la leche que beben las hadas —dijo Kendra.
—No sólo las hadas beben de ella. Todas las criaturas del reino de las hadas alimentan y veneran su raza. A diario dedican encantamientos a su comida y hacen ofrendas secretas para honrarla y fortalecerla. A cambio, su leche actúa como una ambrosía, esencial para su supervivencia. No es de extrañar que las vacas sigan siendo consideradas animales sagrados en determinados lugares del mundo.
—Debe de producir toneladas de bosta —dijo Seth.
—Otra bendición. Su estiércol es el mejor abono del mundo, pues hace que las plantas maduren mucho más rápidamente de lo normal y alcancen a veces proporciones increíbles. Gracias al poder de su bosta, podemos recoger varias cosechas de un solo campo de cultivo en una temporada, y en esta finca florecen numerosas plantas tropicales que, de no ser por ella, perecerían. Por un casual, ¿no se os ocurriría sacar leche para las hadas?
—No —dijo Seth—. La echamos toda por el sumidero. Estábamos más bien centrados en que la vaca se calmase.
—No pasa nada. La falta de leche puede volver algo malhumoradas a las hadas, pero lo superarán. Mañana como muy tarde nos ocuparemos de que beban un poco.
—Así pues, normalmente es Hugo quien ordeña a Viola —coligió Kendra.
—Correcto. Es una norma que ha de cumplir siempre, de manera que tiene que haber una razón que explique por qué no lo ha hecho en los últimos días. ¿No le habéis visto desde la noche del solsticio de verano?
—No.
—Probablemente le asignaron la vigilancia de Warren y la cabaña hasta que volvieran a llamarle. Debería venir si le llamamos.
—¿Podría haberle pasado algo? —preguntó Seth.
—Puede que un golem os parezca poco más que materia animada a la que se ha concedido una inteligencia rudimentaria. Sin embargo, casi todas las criaturas de esta reserva tienen miedo de Hugo. Pocas podrían hacerle daño si lo intentasen. Él será nuestro principal aliado en el rescate de vuestro abuelo.
—¿Y Warren? —preguntó Kendra—. ¿Él también ayudará?
La abuela arrugó el entrecejo.
—No le habéis conocido porque está mal de la cabeza. Dale se ha quedado en esta reserva sobre todo para cuidar de él. Warren vive perdido en un alelamiento catatónico. Fablehaven está lleno de historias. La de Warren es otra fábula trágica más, la típica de un mortal que se aventuró allí donde no debía entrar. Warren no nos servirá de ninguna ayuda.
—¿Nadie más? —preguntó Seth—. ¿Por ejemplo, los sátiros?
—¿Los sátiros? —exclamó la abuela— ¿Cuándo habéis conocido sátiros? Me parece que voy a tener unas palabritas con vuestro abuelo cuando le encontremos.
—Los conocimos por accidente en el bosque —la tranquilizó
Kendra—. Estábamos cogiendo un guiso de lo que nos pareció ser un pozo, y ellos nos avisaron de que en realidad estábamos robándoselo a una ogresa.
—Esos sinvergüenzas estaban protegiendo más su turbia operación que a vosotros —se mofó la abuela—. Llevan años birlándole el guiso. A los muy canallas no les hacía gracia tener que rehacer su estrategia de robo; probablemente les sonaba demasiado parecido a tener que trabajar. Los sátiros viven para la frivolidad. Son el no va más en cuanto a amigos interesados se refiere. Vuestro abuelo y yo sentimos un respeto mutuo respecto de un puñado de seres que habitan en esta reserva, pero no hay aquí mucha más lealtad que la que cualquiera hallaría en plena naturaleza. El rebaño se limita a mirar mientras los enfermos o los heridos son despedazados por los depredadores. Si alguien va a rescatar a vuestro abuelo en tan corto plazo de tiempo, será gracias a nosotros solos, sin nadie más que Hugo para ayudarnos.
***
Era última hora de la tarde cuando llegaron al jardín. La abuela se detuvo y se puso las manos en las caderas mientras contemplaba el panorama. La casita del árbol destrozada. Los muebles maltrechos, tirados por el jardín. Las ventanas, arrancadas de cuajo, sin cristales.
—Me da miedo entrar —murmuró.
—¿No te acuerdas de lo mal que quedó la casa? —le preguntó Kendra.