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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (37 page)

—Tal vez la victoria le proporcione satisfacción suficiente —dije.

—Lo conozco mejor que tú, Derfel. Lo conozco tan bien que podría resumirlo en una palabra.

Pensé qué palabra podría ser. ¿Valiente? Por descontado, pero faltaba todo su esmero y su entrega. Me pregunté si entregado sería más apropiado, pero esa palabra no describía su inquietud. ¿Bueno? Lo era, sin duda, mas tan llano vocablo ocultaba la furia que lo hacía imprevisible.

—¿Qué palabra, señora? —pregunté.

—Solitario —dijo Ginebra, y recordé el día en que Sagramor, en la cueva de Mitra, lo había descrito con esa misma palabra—. Está solo —añadió Ginebra—, como yo. De modo que démosle la victoria y tal vez no vuelva a estar solo nunca más.

—Que los dioses os protejan, señora —dije.

—La diosa, creo —replicó, y al percibir el horror que me producía la respuesta, se rió—. No me refiero a Isis, Derfel. —El culto a Isis fue precisamente lo que llevó a Ginebra al lecho de Lancelot y a Arturo a la desgracia—. Creo —prosiguió— que esta noche rezaré a Sulis. Me parece más apropiado.

—Uniré mis oraciones a las vuestras, señora.

Me detuvo con un gesto de la mano cuando me levanté para marchar.

—La victoria es nuestra, Derfel —dijo con determinación—, venceremos y todo cambiará.

Decíamos esas palabras con harta frecuencia, mas nunca cambiaba nada. Sin embargo en ese momento, en Mynydd Baddon, volveríamos a intentarlo.

Tendimos la celada en un día tan hermoso que dolía el corazón. Sería una larga jornada, además, pues las noches menguaban continuamente y la prolongada luz de la tarde se demoraba hasta las horas de sombra.

La víspera de la batalla por la noche, Arturo retiró las tropas de los montes situados detrás de Mynydd Baddon. Ordenó a los hombres que dejaran las hogueras encendidas para que los sajones creyeran que seguían en sus puestos, y se los llevó hacia poniente, a reunirlos con los de Gwent, que se acercaban por el camino de Glevum. También los guerreros de Cuneglas abandonaron los montes, pero se situaron en la cima de Mynydd Baddon, donde esperaron junto a mis hombres.

Malaine, el jefe de los druidas de Powys, llegó con los lanceros por la noche. Distribuyó verbena, piedras de elfo y ramitas de muérdago seco. Los cristianos se reunieron a rezar, aunque advertí que muchos aceptaban los talismanes del druida. Yo oré junto a la muralla, rogué a Mitra que nos concediera una gran victoria y después traté de dormir, pero en Mynydd Baddon el murmullo de las voces y el monótono golpeteo de las piedras sobre el acero rompían el silencio.

Yo ya había amolado la lanza y el filo de Hywelbane. Nunca permitía que un sirviente me afilara las armas antes de la batalla, sino que lo hacía yo mismo con tanta dedicación como mis hombres. Una vez hube afilado mis armas tanto como era posible, me tumbé cerca del refugio de Ginebra. Quería dormir, pero no podía sacudirme el miedo de la barrera de escudos. Busqué augurios con el temor de ver un búho y volví a rezar. Al final, debí de caer dormido, pero fue un sueño inquieto y lleno de pesadillas. Hacía mucho tiempo que no luchaba en una barrera de escudos, por no hablar de romper la del enemigo.

Me desperté frío, helado y temprano. Había caído mucho rocío. Los hombres refunfuñaban, tosían, orinaban y se quejaban. El cerro apestaba pues, aunque habíamos cavado letrinas, no había riachuelo que se llevara la porquería.

—Huele y suena a hombres —dijo Ginebra en tono irónico desde la sombra del refugio.

—¿Habéis dormido, señora? —pregunté.

—Un poco. —Salió a rastras por debajo de la rama que hacía las veces de puerta y techo—. ¡Qué día tan frío!

—Enseguida templará.

Se agachó a mi lado, arrebujada en el manto. Tenía el cabello revuelto y los ojos hinchados de sueño.

—¿En qué piensas durante la batalla? —me preguntó.

—En seguir con vida —dije—, en matar, en la victoria.

—¿Eso es hidromiel? —me preguntó, refiriéndose al cuerno que tenía en la mano.

—Agua, señora. El hidromiel entorpece al guerrero en la batalla.

Tomó el cuerno de mi mano, se mojó los ojos y bebió lo que quedaba. Estaba nerviosa, pero sabía que jamás la persuadiría de que se quedara en la cima.

—Y Arturo —preguntó de nuevo— ¿en qué piensa durante la batalla?

Sonreí.

—En la paz que venga a continuación, señora. —Todas las batallas le parecen la última.

—Sin embargo —dijo soñadoramente— las batallas no acabarán jamás.

—Es probable, pero en ésta, señora, permaneced cerca de mí. Muy cerca.

—A sus órdenes, lord Derfel —dijo burlonamente, y me deslumbró con una sonrisa—. Y gracias, Derfel.

Ya nos habíamos puesto la armadura cuando el sol salió por detrás de los montes orientales tiñendo las nubes de carmesí y arrojando una sombra profunda sobre el valle de los sajones. A medida que el sol ascendía, la sombra se aclaraba y menguaba. Unos jirones de bruma se levantaban del río sumándose al humo de las hogueras entre las cuales el enemigo se movía con brío extraordinario.

—Ahí abajo se cuece algo —me dijo Cuneglas.

—Tal vez sospechen que vamos a atacar —dije.

—Lo cual nos hace la vida más difícil —comentó Cuneglas con acritud, aunque si los sajones barruntaban nuestros planes no parecía que estuvieran preparándose. No formaban una barrera de escudos frente a Mynydd Baddon ni organizaban tropas en dirección oeste, hacia el camino de Glevum. Cuando el sol hubo ascendido lo suficiente y evaporado la bruma de las orillas del río, vimos que por fin se habían decidido a levantar los campamentos y se preparaban para la marcha, aunque no se percibía si pensaban dirigirse al oeste, al norte o al sur, pues la primera tarea consistía en recoger las carretas y reunir caballos y rebaños. Desde la altura habríase dicho un hormiguero sumido en el caos provocado por una pisada, pero poco a poco percibimos un orden. Los hombres de Aelle reunían sus enseres en la entrada norte y los de Cerdic organizaban la marcha junto al campamento del meandro del río. Un puñado de chozas ardía, tenían intención, sin duda, de incendiar ambos campamentos antes de abandonarlos. En primer lugar, partió una tropa de jinetes poco armada en dirección oeste, dejando atrás Aquae Sulis y tomando el camino de Glevum—. ¡Qué lástima! —exclamó Cuneglas en voz baja. Los jinetes iban a inspeccionar la ruta que los sajones tenían intención de emprender y se dirigieron directamente hacia el ataque sorpresa planeado por Arturo.

Esperamos. No bajaríamos del cerro hasta que las fuerzas de Arturo estuvieran claramente a la vista, y entonces tendríamos que apresurarnos a ocupar el hueco entre los hombres de Aelle y las tropas de Cerdic. Aelle se enfrentaría a la furia de Arturo mientras que mis lanceros y las tropas de Cuneglas impedirían a Cerdic acudir en auxilio de su aliado. Con toda seguridad nos superaban en número, pero Arturo esperaba abrirse paso entre los hombres de Aelle para mandarnos tropas de refuerzo. Eché una ojeada a mi izquierda por ver si los hombres de Oengus asomaban por el camino de la Zanja, pero la lejana ruta seguía vacía. Si los Escudos Negros no acudían, Cuneglas y yo quedaríamos aislados entre las dos mitades del ejército sajón. Miré a mis hombres y percibí su inquietud. No veían el fondo del valle, pues había ordenado que permanecieran ocultos hasta que nos lanzáramos a la carga sobre el flanco enemigo. Algunos cerraban los ojos, varios cristianos se arrodillaban con los brazos abiertos y otros hombres repasaban la piedra de amolar por la punta de la lanza, ya afilada como una cuchilla. Malaine el druida entonó un conjuro de protección, Pyrlig rezaba y Ginebra me miraba con los ojos muy abiertos como si de mi semblante pudiera inferir lo que iba a suceder.

La avanzadilla sajona desapareció por el oeste y reapareció súbitamente a galope tendido levantando gran polvareda. A juzgar por la velocidad, dedujimos que habían visto a Arturo y pense que no tardaríamos en presenciar el tumulto de los preparativos convertido en una barrera de escudos y lanzas. Apreté el astil de fresno de mi larga lanza, cerré los ojos y elevé una oración al azul, allá donde alcanzara los oídos de Bel y Mitra.

—¡Mirad! —exclamó Cuneglas mientras yo rezaba; abrí los ojos. Arturo cargaba ocupando toda la parte occidental del valle. El sol les daba en la cara y se reflejaba en cientos de hojas desnudas y yelmos pulidos. Hacia el sur, junto al río, los jinetes de Arturo cabalgaban como el viento para tomar el puente meridional de Aquae Sulis mientras las tropas de Gwent avanzaban en un gran frente por el centro del valle. Los hombres de Tewdric llevaban armadura romana, coraza de bronce, manto rojo y casco de tupido penacho; desde la cumbre de Mynydd Baddon semejaban falanges de oro y carmesí bajo una multitud de enseñas que mostraban, en vez del toro negro de Gwent, la cruz de Cristo. Al norte de dicho ejército marchaban los lanceros de Arturo a las órdenes de Sagramor, bajo su inmenso estandarte negro izado en un mástil rematado con un cráneo sajón. Todavía cierro los ojos y veo el avance de ese ejército, veo el viento rizando los pliegues de las enseñas por encima de las ordenadas filas, veo el polvo que levantaban tras de sí y veo las mieses aplastadas a su paso.

Delante de ellos, todo era pánico y desorden. Los sajones corrían a armarse, a salvar a sus mujeres, a buscar a sus jefes o a agruparse para formar, lentamente, la primera barrera de escudos junto al campamento de Aquae Sulis, una barrera mal nutrida, delgada y deslavazada, y vi que un jinete la hacía retroceder. A nuestra izquierda, los hombres de Cerdic formaron con mayor rapidez, pero aún estaba a más de tres kilómetros de las tropas de Arturo, lo cual significaba que los hombres de Aelle tendrían que recibir el impacto del ataque. Tras dicho primer asalto avanzaba nuestro ejército de leva, oscuro y desigual en la distancia, armado con guadañas, hachas, azadones y garrotes.

Vi izarse la enseña de Aelle sobre las lápidas del cementerio romano y a sus lanceros correr a reunirse bajo la calavera ensangrentada. Abandonaron Aquae Sulis, el campamento occidental y la impedimenta anteriormente reunida a la puerta de la ciudad, tal vez con la esperanza de que los hombres de Arturo se entretuvieran en recoger el botín de las carretas y de los caballos cargados, pero Arturo, previendo el riesgo, desvió a los hombres muy hacia el norte de la muralla de la ciudad. Los lanceros de Gwent habían tomado el puente para que la caballería pesada pudiera situarse en la retaguardia de las líneas de oro y carmesí. Todo parecía transcurrir con extrema lentitud. Desde Mynydd Baddon lo veíamos todo a vista de pájaro: los últimos sajones huyendo por la muralla derruida de Aquae Sulis, la barrera de escudos de Aellecerrándose por fin y los hombres de Cerdic corriendo por el camino en auxilio de sus aliados. Mientras tanto, nosotros animábamos a Arturo y a Tewdric en silencio instándolos a aplastar a los hombres de Aelle antes de que Cerdic se les uniera, pero habríase dicho que el ataque se desarrollaba a paso de tortuga. Mensajeros a caballo se cruzaban como dardos entre las tropas de lanceros, pero nadie más parecía apresurarse.

Las fuerzas de Aelle retrocedieron un kilómetro desde Aquae Sulis hasta que consiguieron formar, y aguardaban el ataque de Arturo en sus puestos. Sus magos brincaban en los campos que mediaban entre los ejércitos, pero al frente de los hombres de Tewdric no había druidas. Marchaban al amparo del dios cristiano y al fin, tras enderezar la barrera de escudos, se acercaron al enemigo. Esperaba que los jefes de cada bando conferenciasen entre las dos barreras e intercambiaran los consabidos insultos mientras las barreras de escudos se juzgaban recíprocamente. He visto barreras de escudos medirse desde lejos durante horas mientras cada cual reunía el valor necesario para lanzarse a la carga, pero los cristianos de Gwent no detuvieron la marcha. Tampoco hubo parlamento entre los jefes enemigos ni tiempo para que los hechiceros sajones pronunciaran sus hechizos, pues los cristianos se limitaron a enristrar las lanzas, levantar los escudos oblongos con la cruz y marchar directamente entre las lápidas romanas contra los escudos enemigos.

En el cerro, oímos el entrechocar de los escudos. Fue un sonido opaco y chirriante, como si tronara bajo tierra el fragor de cientos de escudos y lanzas golpeando en el encontronazo de dos grandes ejércitos. Los hombres de Gwent se detuvieron, frenados por el peso de los sajones que se oponían a ellos... sabía que empezaban a morir hombres allá abajo. Las lanzas se clavaban, las hachas hendían, las botas pisoteaban a los que caían. Los hombres escupían y se mofaban por encima de los escudos, y la presión de los cuerpos sería tan tremenda que no se podría esgrimir la espada en medio de la aglomeración.

En ese momento, los guerreros de Sagramor se abalanzaron por el flanco norte. Era evidente que el numidio esperaba envolver a Aelle por un lado, pero el rey sajón había previsto tal movimiento y situó convenientemente algunas tropas de reserva, cuyo frente absorbió con lanzas y escudos la carga de Sagramor. Volvimos a oír el estruendo crujiente de escudos contra escudos y, entonces, a nosotros, que observábamos desde la altura, nos pareció que la batalla se detenía como por ensalmo. Dos multitudes de hombres forcejeaban una contra otra, los de retaguardia empujaban a los de vanguardia y los de vanguardia se debatían por liberar la lanza y volver a hincarla al frente, mientras los hombres de Cerdic corrían por el camino de la Zanja, debajo de nosotros. Tan pronto como llegaran al campo de batalla, envolverían a Sagramor sin dificultad. Podrían rodear todo su flanco y atacar su barrera de escudos desde atrás, contingencia para la cual nos había dejado Arturo a nosotros en la cima.

Cerdic debió de suponer que todavía estábamos en lo alto del cerro. Desde el valle no veía nada, pues nuestros hombres estaban ocultos tras el parapeto de Mynydd Baddon, pero lo vi galopar hasta un grupo de hombres y señalar hacia la empinada ladera. Juzgué oportuna la ocasión para intervenir y miré a Cuneglas. Él me miró a mí al mismo tiempo y me sonrió.

—Que los dioses te acompañen, Derfel.

—Y a ti, lord rey. —Le apreté la mano que me tendía y luego toqué el bulto que formaba el broche de Ceinwyn bajo mi cota de mallas.

Cuneglas se subió al terraplén y nos arengó.

—No soy hombre de discursos —gritó—, pero ahí abajo están los sajones y vosotros tenéis fama de matar sajones mejor que nadie en Britania. ¡Adelante, demostradlo! ¡Y no olvidéis mantener la barrera de escudos bien trabada cuando lleguemos al valle! ¡Manteneos unidos! ¡Adelante!

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