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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (33 page)

Cerdic escupió. Llevaba una armadura opaca, sin más pompa que la morbosa mano del penacho de su casco, con ribete de oro. Aelle, como de costumbre, iba envuelto en pieles negras, con oro en las muñecas y en el cuello y un solo cuerno de toro en el centro del casco. Era el más viejo, pero fue Cerdic, como siempre, quien llevó la voz cantante y se dirigió a mí despectivamente con una expresión astuta y malcarada.

—Más os valdría —dijo— desfilar ladera abajo y dejar las armas en el suelo. Sacrificaríamos a unos pocos como tributo a los dioses y esclavizaríamos al resto, pero tienes que entregarnos a la mujer que mató a nuestro hechicero. A ella la mataremos.

—Lo mató porque así se lo ordené —dije— en pago por la barba de Merlín. —Había sido Cerdic quien cortara de un tajo un mechón de la barba a Merlín, ofensa que yo no tenía intención de perdonar.

—En tal caso, te mataremos a ti —dijo Cerdic.

—Ya lo intentó Liofa en una ocasión —dije para aguijonearlo—, y ayer Wulfger quiso arrebatarme el espíritu, sin embargo es él quien se halla en la pocilga de sus antecesores en este momento.

—No te mataremos, Derfel —terció entonces Aelle, con voz ronca—, siempre y cuando te rindas. —Cerdic inició una protesta, pero Aelle lo hizo callar con un gesto brusco de la maltrecha mano diestra—. A él no lo mataremos —insistió—. ¿Entregaste el anillo a tu mujer? —me preguntó.

—Lo lleva puesto, lord rey —dije, señalando a la cima del cerro.

—¿Está ahí? —preguntó sorprendido.

—Con vuestras nietas.

—Déjame verlas —dijo Aelle. Cerdic volvió a protestar. Estaba allí para ultimar los requisitos previos a la matanza, no para presenciar una feliz, reunión familiar, pero Aelle hizo caso omiso de sus protestas—. Quiero verlas una vez —me dijo, y me volví hacia la cima para llamarlas.

Un momento después apareció Ceinwyn con Morwenna de una mano y Seren de la otra. Vacilaron en lo alto de la muralla y luego saltaron con delicadeza a la hierba. Ceiwnyn llevaba un sencillo vestido de lino, pero su cabello brillaba como el oro a la luz del sol de primavera y, una vez más, me pareció que poseía una belleza mágica. Se me hizo un nudo en la garganta y se me llenaron los ojos de lágrimas cuando la vi bajar, ligera, por la ladera. Seren parecía nerviosa, pero Morwenna avanzaba con un gesto de desafío en la cara. Se detuvieron al lado de mi montura y alzaron el rostro hacia los reyes sajones. Ceinwyn y Lancelot intercambiaron una mirada y mi mujer escupió deliberadamente en la hierba para conjurar su nefasta presencia.

Cerdic fingió indiferencia, pero Aelle bajó con poca agilidad de su gastada silla de cuero.

—Diles que me alegro de conocerlas —me pidió—, y dime cómo se llaman las niñas.

—La mayor es Morwenna —dije—, y la menor, Seren, que quiere decir estrella. —Miré a mis hijas—. Este rey —les dije en britano— es vuestro abuelo.

Aelle rebuscó entre sus pieles negras y sacó dos monedas de oro. Dio una a cada niña y luego miró a Ceinwyn sin pronunciar palabra. Ella comprendió lo que quería y, tras soltar las manos de las niñas, se acercó a él y se dejó abrazar. Seguro que Aelle atufaba, pues tenía las pieles grasientas y sucias, pero Ceinwyn no se inmutó. Cuando la hubo besado, Aelle dio un paso atrás, le besó la mano y sonrió al ver el fragmento de ágata verde azulado engarzado en el anillo de oro.

—Dile que le perdonaré la vida, Derfel.

Así se lo dije, y ella sonrió.

—Dile que mejor sería si se volviera a su tierra —replicó—, y que nos alegraríamos mucho de ir allí a visitarlo.

Aelle sonrió al escuchar la traducción, pero Cerdic frunció el ceño.

—¡Esta tierra es nuestra! —declaró; mientras Cerdic hablaba, su caballo pateó el suelo y las ponzoñosas palabras hicieron retroceder a mis hijas.

—Diles que se vayan —me dijo Aelle—, pues debemos hablar de la guerra. —Se quedó mirándolas mientras subían la empinada colina—. Tienes el gusto de tu padre por la mujeres hermosas —comentó.

—Y el gusto britano por el suicidio —remató Cerdic—. Se te garantiza la vida —prosiguió—, pero sólo si bajas el cerro ahora y abandonas las lanzas en el camino.

—Abandonare las lanzas en el camino, lord rey, con vuestro cuerpo ensartado en ellas.

—Maullas como un gato —dijo Cerdic con desdén. Luego miró más allá de donde yo estaba y su expresión se agravó, me volví y vi a Ginebra encaramada en la muralla. Parecía muy alta y de largas piernas con las ropas de cazador, con su mata abundante de pelo rojo y con el arco al hombro cual diosa de la guerra. Cerdic debió de reconocer en ella a la mujer que había matado a su hechicero—. ¿Quién es? —inquirió con fiereza.

—Pregunta a tu perro faldero —contesté, señalando a Lancelot, y luego, sospechando que el intérprete no había traducido mis palabras literalmente, las repetí en lengua britana. Lancelot no se inmutó.

—Ginebra —dijo Amhar al intérprete de Cerdic—, la ramera de mi padre —añadió con una fea mueca.

Yo había dicho cosas peores de Ginebra en un tiempo, pero faltóme paciencia para escuchar la burla de Amhar. No profesaba afecto alguno a la princesa, pues la encontraba arrogante, testaruda, inteligente y burlona en exceso para ser una buena compañía; mas durante los últimos días se había despertado mi admiración por ella y, súbitamente, me oí a mí mismo escupiendo insultos a Amhar. Ahora no recuerdo lo que dije, sólo que la rabia impregnaba mis palabras de una perversidad viperina. Debí de llamarlo lombriz, traidor inmundo, criatura sin honor, rapaz que acabaría ensartado en la espada de un hombre antes de la puesta del sol... Le escupí, le maldije, le hice bajar por la ladera, a la vez que a su hermano, cubriéndolo de insultos, y después me dirigí a Lancelot.

—Vuestro primo Bors os manda recuerdos —le dije— y promete sacaros las tripas por la boca, y rogad por que así sea, pues si caéis en mis manos vuestro espíritu gemirá.

Lancelot escupió pero no se molestó en responder. Cerdic se divirtió con la confrontación.

—Disponéis de una hora para bajar y postraros ante mí —concluyó—, de lo contrario vendremos a mataros. —Volvió grupas y espoleó al caballo cuesta abajo. Lo siguieron Lancelot y los demás y Aelle quedó solo junto a su caballo.

Me dedicó una media sonrisa casi abierta.

—Al parecer, tenemos que enfrentarnos, hijo mío.

—Eso parece.

—¿Es cierto que Arturo no se encuentra aquí?

—¿Para eso habéis venido, lord rey? —pregunté a mi vez, sin responder a su pregunta.

—Si acabamos con Arturo —dijo llanamente— la guerra estará ganada.

—Primero tenéis que matarme a mí, padre.

—¿Crees que no lo haría? —me preguntó secamente, y luego me tendió la mano mutilada. Le di un breve apretón y vi cómo descendía la pendiente con el caballo por las riendas.

Issa me recibió con una mirada inquisitiva.

—Hemos ganado la batalla de las palabras —dije con severidad.

—Un buen comienzo, señor —replicó con ligereza.

—Pero ellos pondrán el punto final —repliqué en voz baja, y me volví a mirar a los reyes, que se reunían con sus hombres nuevamente. Los tambores redoblaron. El último sajón había tomado posiciones en la densa masa humana que ascendería con la intención de pasarnos por las armas y, a menos que Ginebra fuera de verdad una diosa de la guerra, yo no sabía cómo impedir la derrota.

Los sajones avanzaban torpemente al principio porque los matorrales que rodeaban los campos y llegaban al pie del cerro rompían su cuidada formación. El sol se hundía por el oeste, los preparativos del ataque habían durado el día entero, pero ya los teníamos encima y los cuernos de carnero anunciaban la alarma estruendosamente mientras los lanceros enemigos destrozaban los matorrales y cruzaban los pequeños campos.

Mis hombres empezaron a cantar. Siempre cantábamos antes de la batalla y aquel día, como siempre antes de las grandes batallas, entonamos la canción de guerra de Beli Mawr. ¡Cómo mueve a los hombres ese himno clamoroso! Habla de matanzas, de trigo ensangrentado, de cuerpos despedazados hasta los huesos y de enemigos arreados como reses al matadero. Describe montañas aplastadas bajo las botas de Beli Mawr y presume de las viudas que su espada deja tras de sí. Cada verso de la canción termina con un aullido triunfal, y el ánimo de los que cantaban me arrancó lágrimas.

Desmonté y me situé en mi lugar, en primera línea, cerca de Bors, que se encontraba bajo nuestras dos enseñas. Cerré los protectores de las mejillas, tenía el escudo ceñido con fuerza al brazo izquierdo y notaba el peso de la lanza en la derecha. Las potentes voces se inflamaban en derredor, mas yo no cantaba porque tenía el corazón emponzoñado de malos presagios. Sabía lo que iba a suceder. Lucharíamos un tiempo en la barrera de escudos, pero después los sajones abrirían brecha entre los frágiles parapetos de espino por nuestros dos flancos y sus lanzas nos atacarían desde atrás; seríamos reducidos uno a uno, el enemigo se burlaría de nuestra muerte y el último en expirar presenciaría la violación de la primera de nuestras mujeres; sin embargo, nada podíamos hacer por impedirlo y por eso los lanceros cantaban y algunos bailaban la danza de la muerte en lo alto de la muralla donde no había barricada de espinos. Habíamos dejado la parte central de la muralla limpia de espinos con la débil esperanza de tentar al enemigo a acudir a nuestras lanzas en vez de rebasarnos por los flancos.

Los sajones salvaron el último matorral y comenzaron la larga subida de la limpia ladera. Sus mejores guerreros iban en primera fila y vi cuan apretados estaban sus escudos, cuan densa era la maraña de lanzas y cuánto refulgían sus hachas. No vi rastro de los hombres de Lancelot; al parecer la matanza había sido encomendada a los sajones exclusivamente. Los hechiceros abrían la marcha impelidos por los cuernos de carnero y, por encima de sus cabeza ondeaban las calaveras ensangrentadas de sus reyes. En primera fila avanzaban también algunos perros atados con correa, que serían soltados a pocos metros de nuestra línea. Mi padre iba en la primera fila y Cerdic cabalgaba tras la multitud de sajones.

Avanzaban muy despacio. La ladera era empinada, las armas pesaban y no tenían necesidad de abalanzarse a la matanza. Sabían que sería un enfrentamiento encarnizado, aunque breve. Llegarían formando una apretada barrera de escudos y, una vez en la muralla, sus escudos chocarían contra los nuestros e intentarían hacernos recular a empujones. Sus hachas silbarían sobre el borde de nuestros escudos, sus lanzas clavarían, pincharían y cornearían. Se oirían gruñidos, aullidos y gritos, hombres gimiendo y agonizando, pero el enemigo era mucho más numeroso y, finalmente, nos envolvería por los lados y sería la muerte de mis colas de lobo.

Mientras tanto, mis colas de lobo cantaban tratando de ahogar el áspero sonido de los cuernos y el redoble incesante de los tambores de madera. Los sajones seguían aproximándose con esfuerzo. Ya distinguíamos las insignias de los redondos escudos: caras de lobo para los hombres de Cerdic, toros para los de Aelle y, en medio, los escudos de sus señores de la guerra: halcones, águilas y un caballo haciendo una cabriola. Los perros tiraban de las correas, ansiosos por abrir huecos en nuestra barrera. Los hechiceros nos gritaban. Uno agitaba un racimo de costillas y otro escarbaba la tierra a cuatro patas como un perro, ladrándonos maldiciones.

Yo esperaba en el ángulo meridional de la muralla de la cima, que sobresalía como la proa de una nave sobre el valle. Allí, en el centro, empezarían a atacar los sajones. Había barajado la posibilidad de dejar que se acercaran y, en el último momento, retroceder a toda prisa para formar un anillo de escudos alrededor de las mujeres. Sin embargo, si retrocedía cedería la cima llana como campo de batalla y renunciaría a la ventaja del terreno más alto. Era preferible que mis hombres mataran a cuantos enemigos pudieran hasta que nos arrasaran.

Procuraba no pensar en Ceinwyn. No le había dado un beso de despedida, ni a mis hijas, y tal vez sobrevivieran. Tal vez, en medio del horror, algún lancero de Aelle reconociera el pequeño anillo y las llevaría, sanas y salvas, ante su rey.

Mis hombres empezaron a golpear los escudos con las lanzas. Todavía no era necesario trabar los escudos, tal maniobra podía relegarse hasta el último momento. Los sajones levantaron la mirada cuando el estruendo les hirió los oídos. Ninguno se adelantó a arrojar la lanza, la empinada cuesta no lo permitía, pero uno de los perros de guerra rompió la correa y se acercó trotando ligero ladera arriba. Eirrlyn, uno de mis cazadores, lo atravesó con una flecha y el perro empezó a aullar y a correr en círculos con la vara de la flecha colgando por el vientre. Los dos cazadores dispararon a los otros perros y los sajones optaron por esconderlos tras la barrera de escudos para protegerlos. Los hechiceros salieron en desbandada hacia los flancos sabiendo que la batalla estaba a punto de empezar. Una flecha golpeó un escudo enemigo, otra rebotó en un casco. Ya faltaba menos. Cien pasos. Me humedecí los labios resecos, con un parpadeo me sacudí el sudor que me entraba en los ojos y fijé la vista en los feroces rostros barbudos. El enemigo gritaba, pero no recuerdo haber oído voces, sólo sonido de cuernos, redoble de tambores, pisotones de botas en la hierba, golpeteo de vainas contra armaduras y el estridente roce de escudos.

—¡Abrid paso! —ordenó Ginebra jubilosamente a nuestras espaldas—. ¡Abrid paso! —repitió.

Me volví; sus veinte hombres empujaban dos carretas hacia la muralla. Las carretas de bueyes eran vehículos lentos y pesados, con macizos discos de madera por ruedas, y Ginebra había añadido al peso, tremendo de por sí, dos armas más. Había desmontado, de ambas carretas, las varas donde se enganchaba el tiro y las había reemplazado por lanzas; además, en vez de la carga de vituallas transportaban matorrales de espino ardiendo. Había convertido los carros en un par de proyectiles incendiarios impresionantes que pretendía mandar rodando ladera abajo contra las prietas filas enemigas, y detrás de los carros, deseosas de ver el caos, se agolpaban las mujeres y los niños, cual enjambre, presas de excitación.

—¡Apartaos! —grité a mis hombres—. ¡Apartaos! —El canto cesó y se apartaron inmediatamente todos a una dejando indefensa la parte central de las murallas. Los sajones estaban sólo a setenta u ochenta pasos de nosotros y, viendo que rompíamos la barrera de escudos, barruntaron la victoria y apuraron el paso.

Ginebra gritó a sus hombres que se apresurasen y otro puñado de lanceros corrió a sumar su peso a la parte de atrás de los carros humeantes.

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