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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (15 page)

—Los cristianos hemos trascendido la muerte —terció Galahad— en favor de la vida.

—Nosotros sí, gracias a Dios —asintió Emrys santiguándose—, pero Merlín no. —Las luces del cielo brillaban más en ese momento formando grandes cortinas de colores, y entre ella, cual hilos de un tapiz, refulgían y caían rayos de luz blanca—. La muerte es la magia más poderosa —dijo el obispo en tono reprobatorio—. Un dios clemente no la consiente y nuestro Dios le puso fin con la muerte de su propio hijo.

—Merlín no recurre a la muerte —arguyo Culhwch con rabia.

—Sí recurre —dije en voz baja—. Antes de ir a buscar la olla realizó un sacrificio humano. Me lo dijo.

—¿Quién? —inquirió Arturo bruscamente.

—No lo sé, señor.

—Seguro que te contó un cuento —replicó Culhwch, mirando aún hacia arriba—, le gusta contar cuentos.

—Es más fácil que dijera la verdad —opinó Emrys—. La religión antigua exigía mucha sangre y generalmente era sangre humana. Sabemos muy poco, claro está, pero recuerdo que el viejo Balise me decía que a los druidas les gustaba sacrificar seres humanos, cautivos, por lo general. A algunos los quemaban vivos, a otros los arrojaban al pozo de la muerte.

—Y de ésos, algunos se escaparon —añadí en un susurro, pues a mí me había arrojado un druida a un pozo de la muerte cuando era niño y al escapar de aquel horror de cuerpos desmembrados y moribundos, Merlín me había adoptado.

Emrys hizo caso omiso del comentario.

—Claro que en otras ocasiones —prosiguió— se requerían sacrificios más valiosos. En Elmet y Cornovia todavía se recuerda el sacrificio hecho durante el año negro.

—¿Qué sacrificio fue ése? —preguntó Arturo.

—Tal vez no sea sino una leyenda —dijo Emrys—, pues sucedió hace tanto tiempo que no se sabe con exactitud. —El obispo se refería al año negro en que los romanos capturaron Ynys Mon destruyendo así la religión de los druidas desde sus mismas entrañas; fue un acontecimiento funesto sucedido hace más de cuatrocientos años—. Con todo, en aquellos parajes, la gente todavía habla del sacrificio del rey Cefydd —prosiguió Emrys—. Hace mucho que me lo contaron, pero Balise siempre lo tuvo por verídico. Cefydd tenía que enfrentarse al ejército romano y parecía seguro que sufriría una derrota, de modo que sacrificó su más preciado bien.

—¿Que era... ? —inquirió Arturo imperiosamente. Había olvidado las luces del cielo y miraba fijamente al obispo.

—Su hijo, claro está. Siempre ha sido así, señor. Nuestro propio Dios sacrificó a Jesucristo, su único hijo, y también pidió a Abraham que sacrificara al suyo, llamado Isaac, aunque, desde luego, se lo impidió en el último momento. Pero los druidas convencieron a Cefydd de que entregara a su hijo. No sirvió de nada, naturalmente. La historia cuenta que los romanos acabaron con Cefydd y todo su ejército y después destruyeron los bosques sagrados de Ynys Mon. —Me pareció que el obispo deseaba añadir un «gracias a Dios» por la destrucción, pero Emrys no era Sansum y poseía el tacto suficiente como para dar las gracias para sí.

Arturo se acercó a los arcos.

—¿Qué están haciendo en la cima de ese cerro, obispo? —le preguntó en voz baja.

—Lo ignoro totalmente, señor —replicó Emrys indignado.

—Pero, ¿es posible que estén realizando una matanza?

—Creo que es posible, señor —contestó Emrys nervioso—, más que posible, incluso.

—¿Quién puede ser la víctima? —preguntó Arturo, con tal dureza que todos los que estábamos en el patio contemplando los portentos del cielo nos volvimos a mirarlo a él.

—Si se trata del sacrificio antiguo, señor, del sacrificio supremo —dijo Emrys—, ha de ser el hijo del que gobierna.

—Gawain, hijo de Budic —dije en voz baja— y Mardoc.

—¿Mardoc? —Arturo me miró.

—Un hijo de Mordred —respondí, y en ese mismo instante comprendí por qué Merlín me había interrogado a propósito de Cywyllog, por qué se había llevado al niño a Mai Dun y por qué lo trataba tan bien. ¿Cómo no me habría dado cuenta antes? En ese momento me pareció evidente.

—¿Dónde está Gwydre? —preguntó Arturo de pronto.

Nadie contestó durante unos segundos, y luego Galahad señaló hacia la casa del guarda.

—Estaba con los lanceros —dijo— cuando cenábamos.

Pero Gwydre ya no se encontraba allí, ni tampoco en la habitación que ocupaba Arturo cuando iba a Durnovaria. No estaba en ninguna parte, nadie se acordaba de haberlo visto después de la caída de la noche. Arturo olvidó por completo las luces mágicas y registró todo el palacio, desde las bodegas hasta el huerto, pero no hallo rastro de su hijo. Me acordé de las palabras que Nimue me dijo en Mai Dun, cuando me animaba a que llevara a Gwydre a Durnovaria, y me acordé de su discusión con Merlín en Lindinis sobre quién gobernaba Dumnonia en realidad, y aunque no deseaba dar crédito a mis sospechas, tampoco podía dejarlas pasar.

—Señor —llamé a Arturo tirándole de la manga—, creo que se lo han llevado al cerro. Pero no Merlín sino Nimue.

—No es hijo de un rey —argüyó Emrys, lleno de zozobra.

—¡Gwydre es hijo de un gobernante! —gritó Arturo—. ¿Acaso alguien se atreve a negarlo? —Nadie oso contradecirle ni añadir una sola palabra. Arturo se dirigió al palacio—. ¡Hygwydd! Una espada, lanza y escudo, ¡y Llamrei! ¡Rápido!

—¡Señor! —intervino Culhwch.

—¡Silencio! —gritó Arturo. Estaba como una furia y la emprendió conmigo, pues yo había intercedido por Gwydre para que le permitiera acudir a Durnovaria—. ¿Sabías lo que iba a pasar? —me preguntó.

—No, señor, claro que no. Y tampoco lo sé ahora. ¿Me creéis capaz de hacer daño a Gwydre?

Arturo me miró ceñudamente y dio media vuelta.

—No es necesario que nadie me acompañe —dijo volviendo la cabeza—, voy a Mai Dun a buscar a mi hijo. —Cruzo el patio a grandes zancadas y se reunió con Hygwydd, su escudero, que sujetaba a Llamrei por las riendas mientras un mozo le ponía lasilla. Galahad lo siguió en silencio.

Confieso que tarde unos segundos en reaccionar. No quería reaccionar. Quería que los dioses nos visitaran. Quería que todos nuestros males se acabaran con el batir de una alas portentosas y el milagro de Beli Mawr caminando sobre la tierra. Quería la Britania de Merlín.

Pero entonces me acordé de Dian. ¿Estaría mi hija menor en el patio del palacio aquella noche? Su espíritu habría visitado la tierra, pues era la noche de Samain, y de pronto se me llenaron los ojos de lágrimas al imaginar la angustia de un niño perdido. No podía quedarme en el patio del palacio de Durnovaria mientras Gwydre moría, mientras Mardoc sufría. No quería ir a Mai Dun, pero sabía que no podría volver a mirar a Ceinwyn a la cara si no hacía nada por impedir la muerte de un inocente, y así, seguí los pasos de Arturo y Galahad.

Culhwch me detuvo.

—Gwydre es hijo de una ramera —me dijo en voz baja para que Arturo no lo oyera.

Preferí no discutir en ese momento el linaje del hijo de Arturo.

—Si Arturo va solo —le dije—, morirá. Hay dos veintenas de Escudos Negros en el cerro.

—Y si vamos, nos ganaremos la enemistad de Merlín —me advirtió Culhwch.

—Y si no —repliqué—, nos ganaremos la de Arturo.

Cuneglas se puso a mi lado y me tocó el hombro.

—¿Y bien?

—Me voy con Arturo —respondí. No deseaba hacerlo, pero no podía ser de otro modo—. ¡Issa! —grité—. ¡Un caballo!

—Si tú vas —gruñó Culhwch—, supongo que yo también tendré que ir, sólo para asegurarme de que no te hagan daño. —De pronto, todos pedíamos a gritos caballos, armas y escudos.

¿Por qué fuimos? He pensado con frecuencia en aquella noche. Todavía veo las luces brillantes conmoviendo los cielos, huelo el humo que ascendía desde la cumbre de Mai Dun y noto el peso de la magia sobre Britania, y sin embargo, hacia allá partimos. Sé que mi mente era un caos aquella noche de fuego. Me impulsaban el sentimiento por la muerte de un chiquillo, el recuerdo de mi Dian y la culpabilidad por haber insistido en que Gwydre fuera a Durnovaria, pero por encima de todo me obligaba el afecto que sentía por Arturo. Pero entonces, ¿dónde quedaba el que sentía por Nimue y Merlín? Supongo que nunca me pareció que necesitaran de mí, mientras que Arturo, por el contrario, sí, y aquella noche, cuando Britania estaba atrapada entre el fuego y la luz, cabalgué en busca de su hijo.

Eramos doce en total. Arturo, Galahad, Culhwch, Issa y yo éramos dumnonios, los demás eran Cuneglas y sus seguidores. Todavía hoy, cuando se cuenta aquel episodio, enseñan a los niños que Arturo, Galahad y yo fuimos los tres vengadores de Britania, pero en realidad éramos doce los jinetes que cabalgamos aquella noche de difuntos. No llevábamos armadura, solo escudos, pero todos portábamos lanza y espada.

La gente se replegaba asustada contra los lados de la calle al vernos cabalgar hacia la puerta sur de Durnovaria. La puerta estaba abierta, como todas las noches de Samain, para franquear a los muertos el paso a la ciudad. Agachamos la cabeza al pasar bajo el dintel y partimos al galope en dirección sudoeste entre los campos llenos de gente, que miraba transida la mezcla explosiva de llamas y humo que chorreaba desde la cima del cerro.

Arturo impuso un galope mortal y yo me agarré al asidero de la silla por miedo a caerme. Los mantos volaban a nuestras espaldas, las vainas de las espadas rebotaban arriba y abajo y el cielo seguía lleno de humo y luces. Olía a leña ardiendo y se oía el crepitar de la madera desde mucho antes de alcanzar el pie del cerro.

Nadie trató de detenernos mientras espoleábamos a los caballos colina arriba. Ningún lancero nos salió al encuentro hasta que alcanzamos el intrincado laberinto de la puerta. Arturo conocía la fortaleza porque cuando Ginebra y él vivían en Durnovaria habían ido muchas veces a la cima en verano, de modo que nos condujo sin tropiezos por el retorcido sendero, y allí fue donde tres Escudos Negros nos dieron el alto con las lanzas en ristre. Arturo no dudó un momento. Echó los talones hacia atrás con fuerza, apuntó con su larga pica y dejó a Llamrei lanzarse a galope tendido. Los Escudos Negros tuvieron que apartarse y gritaron, impotentes, mientras los grandes caballos pasaban como el rayo.

La noche era pura luz y ruido. El ruido provenía de la colosal hoguera, donde se quebraban árboles enteros en el centro de las hambrientas llamas. El humo envolvía las luces del cielo. Desde las murallas nos gritaban los lanceros, pero ninguno nos detuvo cuando irrumpimos en la cumbre de Mai Dun por el muro interior.

Y allí nos detuvieron, pero no los Escudos Negros sino una potente vaharada de calor abrasador. Llamrei se irguió sobre los cuartos traseros y se alejó de las llamas mientras Arturo se agarraba a las crines; los ojos de la yegua destellaban como encendidos tizones a la luz del fuego. El calor era como de mil fraguas, una ráfaga de aire ardiente que nos obligó a retroceder asustados. No vi nada dentro de las llamas, pues el centro, según la disposición de Merlín, quedaba oculto por hirvientes murallas de fuego. Arturo se situó a mi lado.

—¿Por dónde? —preguntó a voces.

Creo que me encogí de hombros.

—¿Cómo ha entrado Merlín? —preguntó Arturo.

—Por el otro extremo, señor —me aventuré a decir—. El templo estaba en la parte oriental del laberinto de fuego y sospeche que habrían dejado un pasaje entre las espirales exteriores.

Arturo tiró de las riendas y obligó a Llamrei a subir la cuesta de la muralla interior hasta alcanzar el sendero que corría por lo alto del muro. Los Escudos Negros prefirieron dispersarse en vez de enfrentarse a él. Los demás subimos detrás y, aunque los caballos estaban aterrorizados por la enorme hoguera que se elevaba a la diestra, siguieron a Llamrei por entre las chispas que volaban y el humo. En un momento, cuando pasábamos al galope, una gran porción calcinada se derrumbó y mi montura viró bruscamente para salir del infierno y mirar hacia el otro lado de la muralla interior. Por un segundo creí que iba a caer en el foso y, desesperado, desmonté, pero sujetándome aún a las crines con la mano izquierda; no obstante, mi yegua recobró el equilibrio, volvió al sendero y siguió galopando.

Tan pronto como rebasamos la esquina norte de los inmensos anillos de fuego, Arturo volvió a bajar a la planicie de la cima. Una brillante pavesa le había caído en el manto blanco y empezaba a quemar la lana. Me acerqué a él y le sacudí la brasa.

—¿Dónde? —me preguntó.

—Por allí, señor —señalé hacia las espirales de la hoguera que estaba cerca del templo. No divisaba pasaje posible, pero al acercarnos vi que habían dejado un hueco, aunque en ese momento estaba bloqueado con leña, no tan densamente apilada como el resto, y aún quedaba un espacio angosto donde el fuego, en vez de alzarse de dos o tres metros, no llegaba a la cintura de un hombre. Detrás del hueco se abría el espacio que mediaba entre las espirales de fuera y las de dentro, y allí había otros Escudos Negros al acecho.

Arturo llevó a Llamrei al paso hasta el hueco. Iba inclinado hacia adelante, hablando suavemente a la yegua, casi como si le explicara sus intenciones. El animal estaba asustado. Echaba las orejas hacia atrás y avanzaba a pasos cortos y nerviosos, pero no retrocedió ante las hogueras que ardían a ambos lados del único paso posible hacia el centro de la cima ardiente. Arturo la hizo detenerse a pocos pasos del hueco y la tranquilizó, aunque la yegua no dejaba de apartar la cabeza, con los ojos en blanco y desmesuradamente abiertos. Arturo la dejó que mirara el hueco, luego le acarició el cuello, le musitó otras palabras al oído y dio media vuelta.

Describió un círculo amplio al trote, luego puso a Llamrei a medio galope y por fin la espoleó de nuevo en dirección al hueco. La yegua echó la cabeza atrás y me pareció que iba a negarse, pero de pronto se decidió y voló entre las llamas. Cuneólas y Galahad pasaron después. Culhwch maldijo el riesgo a que nos exponíamos y luego nos lanzamos todos a la zaga de Llamrei.

Arturo iba agachado encima del cuello de la yegua mientras ésta se acercaba al fuego. Dejó que su montura decidiera la velocidad, y aminoró de nuevo. Pensé que iba a retroceder, intimidada, pero entonces se dispuso a saltar entre las llamas. Grité para disimular el miedo, Llamrei saltó y dejé de verla cuando el viento tapó el hueco con un velo de fuego. El siguiente fue Galahad, pero el caballo de Cuneglas se negó. Yo iba al galope detrás de Culhwch, el calor y el clamor del fuego llenaban el aire. Creo que por una parte deseaba que mi montura se negara, pero la yegua siguió adelante y cerré los ojos cuando el fuego y el humo me rodearon. Noté que el animal se elevaba, relinchaba y caía en el interior del círculo externo de llamas; mi alivio fue inconmensurable y quise gritar victoria.

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