Authors: Bernard Cornwell
—Tenemos a más de cien personas trabajando en las hogueras —me dijo Gawain entusiasmado.
—Lo creo.
—Y hemos señalado las espirales —añadió— con cuerda mágica.
—¿Con qué?
—Una cuerda, señor, tejida con pelo de virgen, que apenas tenía la anchura de un mechón. Nimue se situó en el centro y yo recorrí la circunferencia, y mi señor Merlín iba dejando en mis huellas piedras de elfo. Las espirales habían de ser perfectas. Tardamos una semana en hacerlo, pues la cuerda se rompía sin cesar y, cada vez que esto sucedía, teníamos que empezar de nuevo.
—Tal vez no fuera cuerda mágica, a fin de cuentas, lord príncipe —bromeé.
—Sí que lo era, señor —afirmó Gawain—; el pelo era mío.
—Y, ¿la víspera de Samain, encenderéis el fuego y esperaréis?
—Las hogueras deben arder tres horas por tres, señor, y a la hora sexta comenzamos la ceremonia. —Y luego, en algún momento, la noche sería el día, el cielo se llenaría de fuego y el aire, lleno de humo, se agitaría caóticamente con el batir de alas de los dioses.
Gawain me llevó por el muro norte de la fortaleza y señaló hacia el pequeño templo de Mitra, que se levantaba al este de los corros de leña.
—Aguardad aquí, señor —me dijo—, que voy a buscar a Merlín.
—¿Está lejos? —le pregunté, pensando que se encontraría en uno de los refugios provisionales construidos en el ala oriental de la planicie.
—No sé con certeza dónde estará —confesó Gawain—, pero sé que fue a buscar a Anbarr y creo que sé dónde encontrarlo.
—¿Anbarr? —pregunté. Sólo había oído ese nombre en cuentos en los que aparecía como caballo mágico. Un semental salvaje del que se decía que galopaba tan raudo por las aguas como por la tierra.
—Cabalgaré junto a los dioses a lomos del caballo mágico —dijo Gawain satisfecho— portando mi estandarte contra el enemigo. —Señaló hacia el templo, en cuyo bajo tejado se apoyaba una enseña, dejada allí sin ceremonia alguna—. La enseña de Britania —añadió Gawain y me llevó hacia el templo, donde la desplegó. Era una gran pieza cuadrada de lino blanco con el rampante dragón rojo de Dumnonia bordado en el centro. La bestia era todo zarpas, cola y fuego—. En realidad, es la enseña de Dumnonia —dijo Gawain un tanto azorado—, pero no creo que a los demás reyes britanos les importe, ¿verdad?
—No si empujáis a los sais al mar.
—Esa es mi misión, señor —replicó Gawain solemnemente—. Con la ayuda de los dioses, claro está, y de esto —añadió, tocando a Excalibur, la cual llevaba yo bajo el brazo.
—¡Excalibur! —exclamé asombrado, pues no podía imaginarme sino a Arturo esgrimiendo la espada mágica.
—¿Con qué otra podría ser? —preguntó Gawain—. Soy el designado para llevar a Excalibur, cabalgar a lomos de Anbarr y expulsar al enemigo de Britania. —Sonrió con deleite y señaló un banco que había al lado de la puerta del templo—. Señor, tened la bondad de esperarme mientras voy en busca de Merlín.
El templo estaba vigilado por seis lanceros de los Escudos Negros, pero como había llegado en compañía de Gawain no hicieron amago de cerrarme el paso cuando asomé la cabeza por el bajo dintel de la puerta. No sentía curiosidad por conocer el pequeño edificio, pero Mitra era mi dios principal en esa época. Era el dios de los soldados, un dios secreto. Los romanos habían llevado su religión a Britania y, aunque ellos ya se habían marchado hacía mucho tiempo, Mitra continuaba siendo la deidad favorita de los guerreros. El templo era muy reducido, sólo tenía un par de habitaciones sin ventanas, imitando la cueva donde el dios había nacido. La primera estancia estaba llena de cajones de madera y cestos de mimbre, donde estarían, pensé, los tesoros de Britania, aunque no levanté las tapaderas para comprobarlo. Entré al oscuro santuario pasando por otra puerta y vi la gran olla de oro y plata de Clyddno Eiddyn brillando al fondo. Detrás de la olla, visible apenas a la escasa luz grisácea que se colaba por las dos pequeñas puertas, estaba el altar de Mitra. Merlín o Nimue, pues ambos despreciaban a Mitra, habían colocado un cráneo de tejón en el altar para evitar la atención del dios. Quité la calavera de allí y me arrodillé a orar junto a la olla. Rogué a Mitra que ayudara a nuestros dioses, que acudiera también a Mai Dun y sembrara el terror durante la matanza de enemigos. Rocé el pomo de Excalibur contra el ara y me pregunté cuándo se habría sacrificado el último toro en ese lugar. Me imaginé a los soldados romanos obligando al toro a arrodillarse, empujándolo por la grupa y tirándole de los cuernos para hacerlo entrar por las bajas puertas hasta que, ya dentro del recinto, se pusiera de pie nuevamente y bramara aterrorizado, rodeado del olor de los lanceros, invisibles entre las sombras. Y allí, en la horrible oscuridad, le cortarían los corvejones. Entonces bramaría otra vez, caería pero seguiría amenazando a los adoradores con sus cuernos, mas ellos lo dominarían y lo desangrarían; el toro moriría lentamente y el olor de su sangre y sus heces llenaría el templo. Luego, los fieles beberían la sangre del toro en memoria de Mitra, tal como nos había enseñado él. Me habían contado que los cristianos celebraban una ceremonia semejante, aunque aseguraban que no mataban a nadie durante la celebración, pero pocos paganos lo creían, pues la muerte es la ofrenda debida a los dioses a cambio de la vida que nos otorgan.
Permanecí de rodillas en la oscuridad, un guerrero de Mitra en uno de sus templos olvidados, y allí, mientras rezaba, percibí el mismo aroma marino que en Lindinis, el olor de algas y salitre que nos llenó la nariz cuando Olwen de Plata pasó, delgada y delicada, por la arcada de Lindinis. Por un momento creí que había algún dios presente, o que Olwen de Plata había acudido a Mai Dun en persona, pero nada se movió; no tuve visiones, no vi la piel desnuda y fosforescente, sólo percibí el olor salobre del mar y el suave murmullo del viento fuera del templo.
Volví a la otra estancia por la pequeña puerta y el olor del mar se hizo más intenso. Empecé a abrir cajones y a levantar las tapas de arpillera de los cestos, y creí haber dado con el origen del olor del mar cuando descubrí que dos de los cestos estaban llenos de sal, pesada y apelmazada por la humedad del aire de otoño; pero el olor no procedía de la sal, sino de un tercer cesto que estaba lleno de fucos húmedos. Toqué las algas, me chupé un dedo y noté el sabor del agua salada. Al lado del cesto había un gran tarro de barro tapado, abrí la tapa y vi que contenía agua marina, seguramente para mantener las algas húmedas; entonces, metí la mano en la cesta de las algas y encontré, justo debajo de las primeras, una capa de mariscos. Eran estrechos y alargados, de elegante concha doble, parecida a la del mejillón pero un poco más grande, y grisácea en vez de negra. Cogí uno, lo olí y me imaginé que sería tan sólo algún manjar delicado de los que tanto gustaban a Merlín. El molusco, acusando quizá el roce, abrió la concha y escupió un líquido sobre mi palma. Volví a dejarlo en el cesto y tapé la capa de marisco vivo con las algas.
Me dirigía ya a la puerta exterior con la intención de esperar afuera cuando me fijé en la mano. Me quedé mirándola varios segundos pensando que me engañaba la vista, pero a la tenue luz de la puerta no podía estar seguro, así que volví al interior donde estaba la gran olla y me coloqué al lado del altar; y allí, en el rincón más oscuro del templo de Mitra, levanté la mano derecha y la miré.
Y vi que brillaba.
La miré fijamente. Aunque no quisiera creer lo que veía, la mano me brillaba. No se trataba de luminosidad, no despedía luz, era simplemente una capa brillante que me impregnaba la mano. Pasé un dedo por el rastro húmedo del molusco y quedó una raya oscura en medio de la superficie brillante. De modo que Olwen de Plata no era una ninfa, no era una mensajera de los dioses, al fin, sino una niña humana bañada en los jugos de un molusco. No era magia de los dioses, sino de Merlín, y todas mis esperanzas parecieron morir en aquella habitación oscura.
Me limpié la mano en el manto y salí a la luz del día. Me senté en el banco que había cerca del templo a mirar la muralla interior, donde un grupo de niños pequeños jugaban, alborozados, a deslizarse y revolcarse. La desesperanza que me embargara durante el viaje a Lloegyr volvió a apoderarse de mí. Deseaba ardientemente creer en los dioses, pero me socavaban las dudas. ¿Qué importaba, me dije a mí mismo, que la niña fuera humana y que la luz que irradiaba no fuera sino un truco de Merlín? Eso no significaba que los tesoros fueran una falacia, pero, hasta ese momento, siempre que pensaba en los tesoros y ponía en duda su eficacia, recordaba a la niña desnuda y luminosa y mi fe se fortalecía. Sin embargo, la ninfa, al parecer, no era el heraldo de los dioses, sólo una ilusión creada por Merlín.
—Señor. —Una voz infantil interrumpió mis pensamientos—. Señor —insistió; levanté la mirada y vi a una joven gordita, de pelo oscuro, que me miraba inquieta. Llevaba un sencillo vestido blanco y una capa, con un lazo alrededor de los cortos rizos oscuros, y sujetaba de la mano a un chiquillo pelirrojo—. ¿No os acordáis de mí, señor? —preguntó decepcionada.
—Cywyllog —dije, al recordar su nombre. Era sirvienta nuestra en Lindinis, donde Mordred la había seducido. Me puse de pie—. ¿Qué tal estás? —le pregunté.
—No me puedo quejar, señor —dijo, satisfecha de que la hubiera reconocido—. Os presento al pequeño Mardoc. Se parece a su padre, ¿verdad? Miré al niño. Tendría unos seis o siete años de edad y era corpulento, de cara redonda y pelo tieso e hirsuto como el de Mordred, su padre—. Pero por dentro no, no se parece a su padre —añadió Cywyllog—, es un niño bueno, más bueno que el oro, señor. No me ha dado ningún disgusto nunca, de verdad, ¿verdad que no, hijo mío? —Se agachó y dio un beso al niño. El niño se sintió cohibido por la muestra de cariño, pero sonrió—. ¿Cómo se encuentra lady Ceinwyn?
—Muy bien. Se alegrará de que te haya visto.
—Siempre fue buena conmigo. Habría ido a vuestra nueva casa, señor, pero he conocido a un hombre. Ahora soy casada, sí.
—¿Quién es tu marido?
—Idfael ap Meric, señor, y sirve a lord Lanval.
Lanval estaba al mando de la guardia que custodiaba a Mordred en su prisión de oro.
—Creíamos que habías abandonado nuestra casa —le confesé— porque Mordred te había dado dinero.
—¿El? ¿Darme dinero? —Cywyllog se rió—. Antes caerían las estrellas del cielo, señor. Yo era muy tonta entonces —añadió risueñamente—. Claro que no sabía la clase de hombre que era Mordred, y en realidad no era un hombre, al menos entonces, pero supongo que se me subió a la cabeza porque era el rey, aunque yo no fui la primera chica, ¿verdad? Y diría que tampoco la última. Pero al final, todo ha salido bien. Mi Idfael es un buen hombre y no le importa que el pequeño Mardoc sea un cuco en nuestro nido. Eso es lo que eres tú, mi niño —le dijo—. ¡Un cuco! —Se agachó de nuevo y
abrazó
a Mardoc, que se retorció entre sus brazos y luego rompió a reír cuando ella le hizo cosquillas.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Lord Merlín nos dijo que viniéramos —me contestó con orgullo—. Le ha tomado cariño al pequeño Mardoc, sí. ¡Lo mima! Siempre le da golosinas, sí. ¡Y así engordarás, sí, te vas a poner como un cerdito! —Y volvió a hacerle cosquillas y el niño se rió otra vez y empezó a forcejear hasta librarse de ella. No se alejó mucho, se quedó a poca distancia, mirándome, con el dedo en la boca.
—¿Merlín te dijo que vinieras? —pregunté.
—Necesita una cocinera, señor, eso me dijo, aunque os aseguro que soy tan buena cocinera como cualquiera, y con el dinero que me ofreció, bueno, Idfael me dijo que tenía que venir. No es que lord Merlín coma mucho. Le gusta el queso, sí, pero para eso no hacen falta cocineras, ¿verdad?
—¿Come marisco?
—Le gustan los berberechos, pero por aquí no abundan. No; come queso, principalmente. Queso y huevos. No es como vos, señor, a vos os gustaba mucho la carne, ¿verdad?
—Y todavía me gusta.
—iQué buenos tiempos aquéllos! —exclamó Cywyllog—. Mi pequeño Mardoc tiene la edad de vuestra Dian. Siempre me pareció que se llevarían bien. ¿Cómo se encuentra la niña?
—Murió, Cywyllog —le dije.
—¡Oh, no, señor! —exclamó, muy seria de pronto—. ¡Decidme que no es verdad!
—La mataron los secuaces de Lancelot.
—¡Qué hombres tan perversos! —dijo, y escupió en la hierba— ¡Todos! Lo lamento, señor.
—Pero es feliz en el otro mundo —la consolé—, y algún día nos reuniremos todos allí.
—Vos sí, señor, vos sí. ¿Y vuestras otras hijas?
—Morwenna y Seren están bien.
—Me alegro, señor. —Sonrió—. ¿Estaréis aquí cuando se hagan las invocaciones?
—¿Las invocaciones? —Era la primera vez que lo oía llamar así—. No —dije—, no me lo han pedido. Pensaba verlo desde Durnovaria, quizá.
—Será digno de verse —dijo; luego me sonrió, me dio las gracias por haber hablado con ella y luego fingió perseguir a Mardoc, que huía de ella gritando alborozado. Me senté, satisfecho de haber vuelto a verla, y luego me pregunté qué juegos se traería Merlín entre manos. ¿Para qué necesitaba a Cywyllog? ¿Para qué contratar a una cocinera, cuando jamás había tenido a nadie que le preparara la comida?
Una conmoción repentina, que se produjo más allá de las fortificaciones, me sacó de mis pensamientos y asustó a los niños que jugaban. Me levanté en el momento en que aparecían dos hombres tirando de una cuerda. Gawain llegó apresuradamente un instante después y entonces, al otro extremo de la cuerda, vi un semental salvaje y negro. El caballo quería soltarse y a punto estuvo de empujar a los dos hombres muro abajo, pero agarraron con fuerza el ronzal para obligar a entrar a la bestia aterrorizada; de pronto, el animal bajó desbocado por el empinado muro interior arrastrando a los dos hombres tras de sí. Gawain les recomendó a gritos que tuvieran cuidado y después fue corriendo, medio resbalando, tras la gran bestia. Merlín, nada afectado al parecer por el pequeño drama, venía detrás con Nimue. Se quedó mirando a los que conducían al caballo hacia uno de los refugios del ala oriental y luego Nimue y él descendieron hacia el templo.
—¡Ah, Derfel! —me saludó distraídamente—. Te veo tristón. ¿Acaso te duelen las muelas?
—Os he traído a Excalibur —dije con rigidez.
—Eso lo veo con mis propios ojos. No estoy ciego ¿sabes? Un poco sordo, a veces, y con la vejiga débil, pero ¿qué se puede esperar, a mi edad? —Cogió a Excalibur, la sacó de la vaina unos pocos centímetros y besó la hoja—. La espada de Rhydderch —dijo con reverencia y, por un segundo, su rostro adquirió una expresión extraña de éxtasis, pero metió la espada de golpe en su sitio y se la dio a Nimue para que la llevara—. Así que fuiste a ver a tu padre —me dijo—. ¿Te causó buena impresión?