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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (13 page)

Bajé el cerro. La gente seguía acarreando cargas de leña a la cima de Mai Dun. Gawain había dicho que las hogueras tenían que arder nueve horas. Nueve horas llenando el cielo de llamas que atrajeran a los dioses a la tierra. O quizá, si los ritos se cumplían indebidamente, las hogueras no trajeran nada.

Dentro de tres noches sabríamos cuál de las dos cosas sucedería.

A Ceinwyn le habría gustado ir a Durnovaria a presenciar la invocación a los dioses, pero la noche de Samain es cuando los muertos vuelven a la tierra y ella quería asegurarse de que Dian encontrara ofrendas. Le parecía que el lugar idóneo para dejárselas era el mismo donde había muerto, de modo que se fue con nuestras dos hijas vivas a las ruinas de la fortaleza de Ermid, y allí, entre las cenizas de la fortaleza, dejó un jarro de hidromiel con agua, pan con mantequilla y un puñado de frutos secos cubiertos de miel, que tanto gustaban a Dian. Sus hermanas dejaron nueces y huevos duros entre las cenizas y luego se refugiaron las tres en una cabaña del bosque cercano bajo la protección de mis lanceros. No vieron a Dian, pues en la noche de Samain los muertos jamás se dejan ver, aunque pasar su visita por alto es llamar a la desgracia. Por la mañana, según me contó Ceinwyn más tarde, todos los alimentos habían desaparecido y el farro estaba vacío.

Mientras tanto, yo estaba en Durnovaria, donde Issa se reunió conmigo acompañado por Gwydre. Arturo había dado permiso a su hijo para asistir al acontecimiento y el chiquillo estaba emocionado. Tenía once años y hervía de alegría, de energía y de curiosidad. Tenía la constitución delgada de su padre, pero era atractivo como su madre, con la misma nariz larga y la osadía en los ojos. Era travieso pero no perverso, y tanto Ceinwyn como yo nos alegraríamos si la predicción de su padre llegaba a hacerse realidad y se casaba con nuestra Morwenna. Tal decisión no se tomaría hasta al cabo de dos o tres años, y hasta entonces, Gwydre viviría con nosotros. Quería ir a la cima de Mai Dun y fue grande su decepción cuando le conté que nadie podía estar allí salvo los oficiantes de la ceremonia. Hasta las gentes que habían participado en la construcción de las hogueras fueron despedidas a lo largo del día y tuvieron que unirse a los cientos de curiosos llegados de todas partes de Britania, los cuales se habían instalado en los campos al pie de la antigua fortaleza para presenciar la invocación.

Arturo llegó la víspera de Samain por la mañana y vi que saludaba a Gwydre con verdadero regocijo. El chico era su única alegría en aquellos días oscuros. Culhwch, el primo de Arturo, llegó de Dunum con media docena de lanceros.

—Arturo me dijo que no viniera —me contó con una sonrisa—, pero no me lo habría perdido por nada.

Culhwch fue renqueando a saludar a Galahad, que había pasado los últimos meses con Sagramor vigilando la frontera sajona de Aelle; al contrario que Culhwch, Sagramor había seguido la recomendación de Arturo de no abandonar su puesto, pero había enviado a Galahad, también a petición de Arturo, con el fin de que volviera después con noticias de los acontecimientos de la noche. La gran expectación preocupaba a Arturo, pues temía que sus seguidores sufrieran una terrible decepción si no acontecía nada esa noche.

Sin embargo, la expectación iba en aumento, pues aquella tarde el rey Cuneglas llegó de Powys acompañado por una docena de hombres, entre los que se encontraba su hijo Perddel, un joven tímido al que comenzaba a apuntar el bigote. Cuneglas me abrazó. Era el hermano de Ceinwyn y el hombre más honrado y sincero que conocí en toda mi vida. En el viaje hacia el sur había pasado por Gwent a visitar a Meurig y me confirmó la nula disposición del monarca para combatir a los sajones.

—Cree que su dios le protege —comentó Cuneglas con amargura.

—Como nosotros —dije, señalando por la ventana del palacio de Durnovaria hacia las laderas más bajas de Mai Dun, rebosantes de gente deseosa de hallarse cerca de los prodigios que la noche pudiera deparar. Muchos habían tratado de escalar hasta la cima, pero los Escudos Negros de Merlín los mantenían a distancia. En un campo que se extendía al norte de la fortaleza, un valiente grupo de cristianos rezaba ostentosamente para que su dios mandara lluvia y echara por tierra la ceremonia, pero fueron perseguidos y dispersados por una multitud furibunda. A una cristiana la dejaron sin sentido de un golpe y Arturo envió a sus propios soldados para restablecer la calma.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir esta noche? —me preguntó Cuneglas.

—Tal vez nada, lord rey.

—¿He venido desde tan lejos para nada? —protestó Culhwch. Era un hombre fornido, belicoso y mal hablado a quien yo contaba entre mis mejores amigos. Cojeaba desde que una espada sajona le hiriera profundamente en una pierna en la batalla contra Aelle en las afueras de Londres, pero no presumía de la honda cicatriz y aseguraba que seguía siendo un lancero formidable, como siempre—. ¿Y qué haces tú aquí? —preguntó provocativamente a Galahad—, creía que eras cristiano.

—Y lo soy.


¿O
sea que estás rezando para que llueva, eh? —le dijo en tono acusador. Llovía en esos momentos, aunque no era más que una fina llovizna que llegaba del oeste. Algunos decían que después de la llovizna el cielo se despejaría, pero también había pesimistas que aseguraban que caería un diluvio.

—Si esta noche cayera un diluvio, de verdad —pinchó Galahad a Culhwch—, ¿admitirías que mi Dios es más grande que los tuyos?

—Te rebanaría el gaznate —gruño Culhwch, aunque jamás haría tal cosa puesto que él, igual que yo, era amigo de Galahad desde hacía muchos años.

Cuneglas fue a hablar con Arturo, Culhwch se escabulló para averiguar si determinada muchacha pelirroja seguía ejerciendo su oficio en una taberna cercana a la puerta norte de Durnovaria y Galahad y yo fuimos con el joven Gwydre a pasear por la ciudad. Reinaba un ambiente bullicioso, como si una gran feria de otoño se hubiera instalado en las calles de Durnovaria extendiéndose por las campiñas de alrededor. Los mercaderes habían montado tenderetes, en las tabernas su obtenían pingues beneficios rápidamente, los juglares asombraban a la gente con sus habilidades y un puñado de bardos cantaba canciones. Un oso amaestrado se paseaba por la cuesta de Durnovaria al pie de la casa del obispo Emrys, e iba convirtiéndose en un peligro cada vez mayor a medida que la gente le daba cuencos de hidromiel para beber. Descubrí al obispo Sansum husmeando por una ventana, miraba al oso, pero en cuanto me distinguió a mí se retiró sobresaltado y cerró el postigo.

—¿Cuánto tiempo permanecerá prisionero? —me preguntó Galahad.

—Hasta que Arturo lo perdone —dije—, cosa que hará porque Arturo siempre perdona a sus enemigos.

—Muy cristiano por su parte.

—Muy estúpido por su parte —repliqué, procurando que Gwydre no me oyera. Se había ido a ver al oso—. Pero no creo que perdone a tu medio hermano —añadí—. Lo vi hace unos días.

—¿A Lancelot? —preguntó Galahad en tono de sorpresa—. ¿Dónde?

—En compañía de Cerdic.

Galahad se santiguó pasando por alto las miradas hurañas que su gesto atrajo. En Durnovaria, como en tantas otras poblaciones de Dumnonia, dominaba la mayoría cristiana, pero aquel día las calles bullían de paganos venidos del campo, y muchos buscaban pelea con sus enemigos los cristianos—. ¿Crees que Lancelot luchará con Cerdic? —me preguntó Galahad.

—¿Acaso lucha alguna vez? —respondí cáusticamente.

—Puede luchar.

—Pues si llega a empuñar las armas —dije—, será al lado de Cerdic.

—Entonces, ruego tener ocasión de matarlo —dijo Galahad, y volvió a persignarse.

—Si los planes de Merlín salen bien, no habrá guerra, sólo una masacre llevada a cabo por los dioses.

—Sé sincero conmigo, Derfel —dijo Galahad sonriente—. ¿Crees que va a funcionar?

—Eso es precisamente lo que hemos venido a ver —respondí evasivamente, y de pronto caí en la cuenta de que en la ciudad habría también un puñado de espías sajones que habrían acudido con las mismas intenciones. Seguramente serían seguidores de Lancelot, britanos que podrían pasar inadvertidos entre la multitud expectante, que no paraba de aumentar a medida que avanzaban las horas. Pensé que si Merlín fracasaba, los sajones cobrarían más ánimo y las luchas de primavera serían tanto más terribles.

La lluvia arrecio, llamé a Gwydre y corrimos los tres hacia el palacio. Gwydre pidió permiso a su padre para presenciar la invocación desde los campos más próximos a las murallas de Mai Dun, pero Arturo se lo negó.

—Si sigue lloviendo tanto —le dijo Arturo—, no sucederá nada. Sólo te resfriarás y entonces... —Dejó de hablar bruscamente. Iba a decir:
«Y
entonces tu madre se enfadará conmigo».

—Y entonces se lo contagiarás a Morwenna y a Seren —dije—, y ellas me lo contagiarán a mí, y yo a tu padre, y al final todo el ejército se pondrá a estornudar y entonces llegarán los sajones.

Gwydre se quedó pensándolo un momento y decidió que era una tontería, de modo que insistió tironeando a su padre de la manga.

—¡Por favor! —dijo.

—Puedes venir a mirar con nosotros al salón de arriba —dijo Arturo.

—Entonces, ¿puedo ir a ver al oso ahora, padre? Se está emborrachando y van a azuzarle los perros. Me quedaré debajo de un porche para no mojarme, lo prometo. Por favor, padre.

Arturo le dejó marchar y mandé a Issa con él; luego, Galahad y yo subimos al salón superior del palacio. Un año antes, cuando Ginebra aún visitaba el palacio de vez en cuando, las salas se mantenían elegantes y limpias, pero en esos momentos todo era descuido, polvo y abandono. Era un edificio romano y Ginebra había querido dotarlo de su antiguo esplendor, pero las fuerzas de Lancelot lo habían saqueado durante la sublevación y nada se había hecho después para reparar los daños. Los hombres de Cuneglas encendieron una hoguera en el suelo del salón y el calor de los leños empezaba a pandear las pequeñas piezas del mosaico. Cuneglas se hallaba de pie ante el ventanal mirando pesarosamente los tejados de paja y pizarra de Durnovaria y las faldas de Mai Dun, casi ocultas tras la cortina de lluvia.

—Dejará de llover,¿no? —nos saludó al vernos llegar.

—Seguramente empeorará —dijo Galahad; en ese mismo instante un trueno retumbó en el norte y la lluvia arreció perceptiblemente rebotando dos o tres centímetros en los tejados. La leña de Mai Dun se estaría empapando, pero hasta el momento sólo la capa exterior se habría mojado, mientras que la leña del fondo continuaría seca. La leña del interior permanecería seca aunque siguiera lloviendo una hora con la misma intensidad, mas si se prolongaba hasta la noche las hogueras no arderían bien—. Al menos la lluvia espabilará a los borrachos —observó Galahad.

El obispo Emrys apareció en la puerta del salón con los negros faldones de la sotana empapados y sucios de barro. Miró a los temibles lanceros paganos de Cuneglas con preocupación y luego se acercó presuroso a la ventana, donde estábamos nosotros.

—¿Se encuentra Arturo aquí? —me pregunto.

—Se encuentra en alguna parte del palacio —dije; presenté al obispo Emrys y al rey Cuneglas y añadí que el obispo era uno de nuestros escasos cristianos buenos.

—Confío en que todos seamos buenos, lord Derfel —dijo Emrys inclinándose ante el rey.

—En mi opinión —dije—, los cristianos buenos son los que no se rebelaron contra Arturo.

—¿Fue una rebelión? —preguntó Emrys—, yo lo tenía por locura, lord Derfel, propiciada por una esperanza piadosa, e incluso diría que lo que hoy se dispone a hacer Merlín es exactamente lo mismo. Sospecho que la decepción será grande, como el año pasado entre tantos de mis pobres creyentes, pero ¿qué puede acarrear la decepción de hoy? Esa es la razón por la que me encuentro aquí.

—¿Qué puede acarrear? —preguntó Cuneglas. Emrys se encogió de hombros.

—Lord rey —replicó el obispo—, si los dioses de Merlín no acuden, ¿sobre quién recaerá la culpa? Sobre los cristianos. ¿A quién masacrará la multitud? A los cristianos. —Emrys hizo la señal de la cruz—. Quiero que Arturo nos prometa protección.

—Os la prometerá con mucho gusto, estoy seguro —dijo Galahad.

—Máxime tratándose de vos, obispo —añadí—, sin duda. —Emrys había permanecido leal a Arturo y además era un buen hombre, aunque viejo, voluminoso, lento en sus movimientos y muy comedido como asesor. Era además miembro del Consejo Real, como yo, la institución que teóricamente orientaba a Mordred, aunque, puesto que nuestro rey vivía confinado en Lindinis, el consejo apenas se reunía. Arturo se entrevistaba en privado con cada uno de los miembros y tomaba sus propias decisiones; en realidad, las únicas decisiones que había que tomar eran las relativas a los preparativos de Dumnonia para la invasión sajona, y todos nos alegrábamos de que Arturo llevara esa carga él solo.

Un relámpago ahorquillado rasgó las nubes y, al cabo de un momento, el trueno retumbó con tal fuerza que todos agachamos la cabeza involuntariamente. La lluvia, que ya caía torrencialmente, arreció de súbito golpeando con furia los tejados y descendiendo en rápidos regueros de barro por las calles y callejuelas de Durnovaria. En el suelo del salón comenzaron a formarse charcos.

—Es posible —observó Cuneglas con gesto adusto— que los dioses no quieran ser invocados.

—Merlín dice que están muy lejos —comenté—, de modo que esta lluvia no es cosa suya.

—Lo cual prueba con toda seguridad —intervino Emrys— que un dios más poderoso está tras esta lluvia.

—¿Se lo habéis pedido vos? —inquirió Cuneglas ácidamente.

—No he pedido lluvia en mis oraciones, lord rey —replicó Emrys—. Y os aseguro que, si os complace, rezaré para que cese. —Dicho lo cual, cerró los ojos, extendió los brazos y levanto la cabeza para orar. Una gotera que caía exactamente sobre la tonsurada cabeza del obispo vino a deslucir un tanto la solemnidad del momento, pero el obispo concluyó su oración y se santiguó.

Y, milagrosamente, en el instante en que Emrys terminó de formar la cruz con su mano gordezuela sobre las sucias ropas, la lluvia empezó a amainar. Aún cayeron unas ráfagas fuertes impulsadas por el viento del oeste, pero el tamborileo sobre el tejado cesó bruscamente y el aire que mediaba entre nuestra ventana y Mai Dun empezó a aclararse. El cerro aún aparecía oscuro bajo los negros nubarrones y nada se divisaba en la vieja fortaleza salvo un puñado de lanceros que montaba guardia en las murallas y, al pie, unos pocos peregrinos refugiados tan cerca de la cumbre como habían osado subir. Emrys no sabía si sentirse halagado o abatido por la eficacia de su oración, pero los demás estábamos impresionados, sobre todo cuando se abrió un claro entre las nubes de poniente y un diluido rayo de sol cayó sobre las laderas de Mai Dun volviéndolas verdes.

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