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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (9 page)

—¿Ves, Derfel? —me preguntó.

—Veo lo que queréis mostrarme, lord rey —respondí evasivamente, pues sabía con exactitud el mensaje que deseaba transmitirme con los barcos abandonados y la masa de hombres armados.

—Ahora soy fuerte —añadió— y Arturo es débil. ¿Cuenta con quinientos hombres, al menos? Lo dudo. Los lanceros de Powys acudirán en su ayuda, pero, ¿serán suficientes? Lo dudo. Yo dispongo de mil lanceros entrenados, Derfel, y el doble de hombres hambrientos dispuestos a empuñar el hacha para ganarse unos palmos de tierra que puedan considerar suya. Y el ejército de Cerdic es aún mayor, mucho mayor, y necesita tierras con más desesperación que yo. Los dos la necesitamos, Derfel, los dos necesitamos tierra y Arturo la tiene, pero Arturo es débil.

—Gwent posee mil lanceros —dije—, y si invadís Dumnonia, Gwent acudirá en su ayuda. —No estaba seguro de ello, pero en nada perjudicaría a Arturo que yo hablara con seguridad—. Gwent, Dumnonia y Powys —dije—, los tres reinos lucharán, y aún acudirán otros a apoyar a Arturo. Los Escudos Negros, los lanceros de Gwynedd y de Elmet, e incluso los de Rheged y Lothian. —Tamaña presunción hizo sonreír a Aelle.

—La lección no ha terminado aún, Derfel —dijo—; ven. —De nuevo hincó espuelas y siguió subiendo por el cerro, pero dirigiéndose hacia oriente, hacia una arboleda. Desmontó junto a los árboles, dio el alto a la escolta para que no nos siguiera y me llevó por un sendero estrecho y húmedo hasta un claro donde había dos pequeñas construcciones de madera. No eran más que simples cabañas con techumbres de paja puntiagudas y muros bajos de troncos sin desbastar—. ¿Ves? —dijo, señalando hacia el hastial de la cabaña más próxima.

Escupí para ahuyentar el mal, pues en lo alto del hastial había una cruz de madera. Allí, en la pagana Lloegyr, se encontraba lo último que hubiera esperado ver: una iglesia cristiana. La segunda cabaña, algo más baja que la iglesia, era, sin duda, la vivienda del sacerdote que salió a recibirnos arrastrándose al exterior por la baja puerta de su choza. Tenía tonsura, un hábito oscuro de monje y una enredada barba castaña. Al reconocer a Aelle hizo una profunda inclinación de cabeza.

—¡Saludos en Cristo, lord rey! —dijo el hombre en un sajón horrible.

—¿De dónde eres? —le pregunté en britano.

Se sorprendió de que le hablara en su lengua nativa.

—De Gobannium, señor —me dijo. La esposa del monje, una criatura sucia con ojos de resentida, salió de la casucha y se colocó junto a su hombre.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Nuestro Señor Jesucristo ha abierto los ojos a Aelle, señor —dijo—; el rey nos ha invitado a traer las nuevas de Cristo a su pueblo. Estoy aquí con mi hermano, el sacerdote Gorfydd, para predicar la palabra a los sais.

—¿Misioneros de Gwent? —pregunté a Aelle, que sonreía arteramente.

—Criaturas débiles, ¿verdad? —comentó indicando al monje y a su esposa que se retiraran a la cabaña—. Pero creen que gracias a ellos vamos a dejar de adorar a Thunor y Seaxnet, y a mí no me importa. De momento.

—¿Porque —dije despacio— el rey Meurig os ha prometido una tregua mientras permitáis que sus sacerdotes vengan a vuestro pueblo? Aelle se rió.

—Meurig es un necio. Le importa más el alma de mi pueblo que la seguridad de su reino, y dos sacerdotes no es un precio elevado a cambio de que los mil lanceros de Gwent se queden de brazos cruzados mientras atacamos Dumnonia—. Me asió por los hombros y me llevó de vuelta a los caballos—. ¿Lo ves, Derfel? Gwent no va a luchar, no mientras su rey crea que hay posibilidades de extender su religión entre mi pueblo.

—¿Y se extiende rápidamente? —pregunté.

Aelle soltó un bufido.

—Entre algunos esclavos y mujeres, pero no muchos, y no va a extenderse más, de eso me ocupo yo. Vi lo que esa religión provocó en Dumnonia y no he de consentirlo aquí. Nuestros viejos dioses aún nos sirven, Derfel, ¿para qué queremos dioses nuevos? De ahí vienen la mitad de los males de los britanos. Han perdido a sus dioses.

—Merlín no los ha perdido —repliqué.

Eso contuvo a Aelle. Se giró a la sombra de los árboles y vi la preocupación reflejada en su rostro. Siempre había temido a Merlín.

—Se oyen habladurías —dijo con incertidumbre.

—Los tesoros de Britania —dije.

—¿Qué son? —quiso saber.

—No gran cosa, lord rey —respondí con bastante franqueza—, una colección de objetos viejos y rotos. Sólo hay dos que valgan la pena: una espada y una olla.

—¿Los has visto? —me preguntó con ansiedad.

—Sí.

—¿Y qué efectos producen?

—Nadie lo sabe —repliqué con un encogimiento de hombros—. Arturo cree que no harán nada, pero Merlín está convencido de que subyugan a los dioses y de que, si llevan a cabo las ceremonias mágicas adecuadas en el momento adecuado, los antiguos dioses de Britania quedarán a su merced.

—¿Y los enviará contra nosotros?

—Sí, lord rey —dije, y sería pronto, muy pronto, aunque eso no se lo dije a mi padre.

—Nosotros también tenemos dioses —dijo Aelle con el ceño fruncido.

—Pues llamadlos, lord rey, y que los dioses luchen contra los dioses.

—Los dioses no están locos, muchacho —gruñó—, ¿por qué habrían de luchar si los hombres pueden hacer la matanza en su lugar? —Empezó a caminar nuevamente—. Ahora ya soy viejo —me dijo—, y no he visto a los dioses una sola vez en toda mi vida. Creemos en ellos, pero ¿acaso les importamos? —Me miró con preocupación—. ¿Tú crees en el poder de esos tesoros?

—Yo creo en el poder de Merlín, lord rey.

—Pero, ¿los dioses caminando por la tierra? —Se quedó rumiándolo unos momentos y al final sacudió la cabeza—. Y si vuestros dioses vinieran, ¿por qué no habrían de venir los nuestros a protegernos? Incluso a ti, Derfel —dijo con sarcasmo—, te resultaría muy difícil luchar contra el martillo de Thunor. —Salimos de la arboleda y vi que tanto la escolta como nuestros caballos habían desaparecido—. Caminemos —dijo Aelle—, y te contaré cosas de Dumnonia.

—Yo sé cosas de Dumnonia, lord rey.

—Entonces, Derfel, sabrás que el rey es un desatinado y que quien manda no quiere ser rey, ni siquiera quiere ser un, como lo llaméis, ¿un kaiser?

—Un emperador —dije.

—Un emperador —repitió pronunciando el término burlonamente. Me llevaba por un sendero que seguía el lindero del bosque. No había nadie a la vista. A nuestra izquierda, el terreno caía hacia la brumosa hondonada del estuario, y hacia el norte se extendían bosques profundos y umbríos—. Vuestros cristianos son rebeldes —resumió Aelle su punto de vista—, vuestro rey está tullido y loco, y vuestro cabecilla se niega a usurpar el trono al loco. Con el tiempo, Derfel, más temprano que tarde, otro hombre reclamará ese trono. Lancelot estuvo a punto de conseguirlo, y otro más merecedor que Lancelot va a pedirlo enseguida. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Por qué Ginebra se abrió de piernas a Lancelot? —preguntó.

—Porque Arturo no quería titularse rey —dije sombríamente.

—Entonces está loco. Y el año que viene será un loco muerto, a menos que acepte una proposición.

—¿Qué proposición, lord rey? —inquirí, deteniéndome bajo una haya de un rojo ardiente.

Aelle se detuvo también y me agarró por los hombros.

—Di a Arturo que te dé el trono a ti, Derfel.

Miré a mi padre a los ojos fijamente. Por un instante pensé que estaba bromeando, pero entonces vi que hablaba en serio.

—¿A mí? —pregunté atónito.

—A ti —respondió Aelle—, y después me juras lealtad. Quiero arrebataros la tierra, pero di a Arturo que te dé el trono a ti y tú gobernarás Dumnonia. Mi pueblo colonizará y trabajará los campos y tú reinarás sobre mi pueblo, pero como rey vasallo mío. Construiremos una federación, tú y yo. Padre e hijo. Tú gobiernas Dumnonia y yo, Anglia.

—¿Anglia? —pregunté, pues no conocía la palabra.

Me quitó las manos de los hombros y señaló el campo.

—¡Esto! Nos llamáis sajones, pero tú y yo somos anglos. Cerdic es sajón, pero tú y yo somos anglos y nuestro país es Anglia. ¡Esto es Anglia! —proclamó con orgullo, mirando hacia la húmeda cima del cerro.

—¿Y Cerdic? —pregunté.

—Tú y yo mataremos a Cerdic —dijo con franqueza, entonces me asió por el codo y seguimos caminando, pero me condujo hacia un sendero que serpenteaba entre los árboles, donde los cerdos hozaban en busca de hayucos entre el reciente manto de hojas caídas—. Habla a Arturo de mi proposición —insistió Aelle—. Dile que se quede él con el trono, si lo prefiere, en vez de dártelo a ti, pero se lo quede quien se lo quede, que lo haga en mi nombre.

—Se lo diré, lord rey —dije, aunque sabía que Arturo se lo tomaría a risa. Creo que Aelle también lo sabía, pero el odio que sentía por Cerdic le impulsó a formalizar la oferta. Sabía que aunque Cerdic y él conquistaran todo el sur de Britania, aún habrían de enzarzarse en otra guerra para decidir quién sería el
bretwalda,
término que significaba «Rey Supremo»—. ¿Suponiendo —añadí— que Arturo y vos atacarais a Cerdic juntos el próximo año?

Aelle hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Cerdic ha repartido mucho oro entre mis caudillos. Ahora no lucharán contra él, mientras los tiente con Dumnonia como premio. Pero si Arturo te da Dumnonia a ti y tú me la das a mí, ya no necesitarán el oro de Cerdic. Díselo así a Arturo.

—Se lo diré, lord rey —repetí, pero ni aun así se avendría Arturo a tal acuerdo, jamás, pues significaría faltar al juramento hecho a Uther de convertir a Mordred en rey, juramento que constituía la raíz principal de la vida de Arturo. Ciertamente, estaba tan seguro de que no faltaría a su palabra que no me molestaría siquiera en contárselo a Arturo, a pesar de lo que le dije a Aelle.

Después me llevó a un amplio claro donde vi a mi montura esperando y, con ella, una escolta de lanceros a caballo. En el centro del claro había una gran roca áspera de la altura de un hombre y, aunque en nada se asemejaba a las pulidas piedras de los druidas de los antiguos templos de Dumnonia, ni a las losas planas sobre las que aclamábamos a nuestros reyes, no había duda de que se trataba de una peña sagrada, pues se erguía sola en el círculo de hierba y ningún guerrero sajón se acercaba a ella, aunque allí cerca habían plantado uno de sus símbolos sagrados, un gran tronco de árbol descortezado con un rostro tosca mente tallado. Aelle me llevó al lado de la gran roca, pero se detuvo en seco y rebuscó en un morral que llevaba colgado del cinturón de la espada. Sacó una bolsita de piel, la abrió y se guardó algo en la mano. Me enseñó el objeto, se trataba de un diminuto anillo de oro con una pequeña esquirla de ágata engarzada.

—Iba a dárselo a tu madre —me dijo—, pero Uther la capturó antes de que tuviera ocasión de regalársela, y la conservo desde entonces. Tómala.

Acepté el anillo. Era muy sencillo, hecho en el país. No era obra romana, pues los romanos engastan las joyas de forma exquisita, ni tampoco sajona, pues a los sajones les gustan las piedras ostentosas; seguramente lo habría fabricado algún pobre britano abatido por espadas sajonas. La verde piedrecilla cuadrada ni siquiera estaba bien engastada, pero aun así, el anillo poseía un encanto extraño y frágil.

—No pude dárselo a tu madre —dijo Aelle— y si está gorda tampoco podría ponérselo. Así que, regálaselo a tu princesa de Powys. Tengo entendido que es una buena mujer.

—Lo es, lord rey.

—Pues dáselo a ella —dijo Aelle— y dile que si nuestros países entran en guerra, perdonaré la vida a la mujer que lo lleve puesto y a toda su familia.

—Gracias, lord rey —dije, y me guardé la diminuta alhaja en la bolsa.

—Aún tengo otro regalo que darte —dijo, y de nuevo me pasó el brazo por los hombros, para llevarme hasta la roca. Me sentí culpable por no haberle llevado presente alguno; ciertamente, el temor del viaje a Lloegyr me impidió pensar siquiera en ello, pero Aelle pasó por alto la omisión. Se detuvo al lado de la peña.

—Esta piedra era de los britanos, antaño —me dijo—, y la tenían por sagrada. Está horadada ¿ves? Ven por este lado, muchacho, mira.

Me situé al otro lado de la roca y, efectivamente, vi un orificio grande y negro que atravesaba toda la piedra.

—En una ocasión, hablando con un viejo esclavo britano, me contó que se podía hablar con los muertos susurrando por este agujero.

—Pero vos no lo creéis, ¿verdad? —le pregunté, al percibir el escepticismo de su voz.

—Nosotros creemos que podemos hablar con Thunor, Woden y Seaxnet por ese agujero —dijo Aelle—, pero en tu caso, Derfel, tal vez llegues hasta los muertos —sonrió—. Volveremos a vernos, muchacho.

—Eso espero, lord rey —dije, y entonces recordé la extraña profecía de mi madre, que Aelle moriría a manos de su hijo, y traté de olvidarlo, de considerarlo desvarios de vieja loca, aunque a veces los dioses escogen a mujeres; así para hablar por su boca y, de repente, no se me ocurrió nada que decir.

Aelle me abrazo aplastándome la cara contra el cuello de su gruesa capa de pieles.

—¿Le queda mucha vida a tu madre? —me preguntó.

—No, lord rey.

—Entiérrala —me dijo— con los pies hacia el norte, según la costumbre de nuestro pueblo. —Me abrazó por última vez—. Te llevarán a casa sano y salvo —añadió, y dio un paso atrás—. Para hablar con los difuntos —dijo aún, ásperamente— tienes que dar tres vueltas alrededor de la piedra y arrodillarte frente al agujero. Da un beso a tu hija de mi parte. —Sonrió, satisfecho de haberme sorprendido por estar al corriente de detalles íntimos de mi vida, y luego dio media vuelta y se marchó.

La escolta me observaba mientras yo daba las tres vueltas a la roca, también cuando me arrodillé y me acerqué al orificio. De pronto sentí deseos de llorar y la voz se me cortó al musitar el nombre de mi hija.

—Dian —susurré en las entrañas de la piedra—, mi querida Dian. Espéranos, hijita, que llegaremos enseguida. Dian. —Mi hija muerta, mi queridísima hija, asesinada por sicarios de Lancelot. Le dije que la amábamos, le mandé el beso de Aelle y apoyé la frente en la fría roca pensando en su pequeño cuerpo de sombra, sólo en el otro mundo. Merlín, es cierto, nos había dicho que los niños jugaban alegremente bajo los manzanos de Annwn en el mundo de los muertos, pero yo seguí llorando al imaginar de repente que la niña oía mi voz. ¿Levantaría la mirada? ¿Lloraría ella, igual que yo?

Y partí. Tardé tres días en llegar a Dun Carie y allí entregué a Ceinwyn el pequeño anillo de oro. Siempre había sentido preferencia por las cosas sencillas y el anillo le agradó mucho más que cualquier rica joya romana. Se lo puso en el dedo meñique de la diestra, pues era el único donde le cabía.

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